Skip to main content

Full text of "Gilles Deleuze Y Guattari Capitalismo Y Esquizofrenia El Antiedipo"

See other formats



El Anti Edipo 


Paidós Básica 


Últimos títulos publicados: 

66. C. Geertz - Conocimiento local 

67. A. Schiitz - La construcción significativa del mundo social 

68. G. E. Lenski - Poder y privilegio 

69. M. Hammersley y P. Atkinson - Etnografía. Métodos de investigación 

70. C. Solís - Razones e intereses 

71. H. T. Engelhardt - Los fundamentos de la bioética 

71. E. Rabossi y otros - Filosofía de la mente y ciencia cognitiva 

73. J. Derrida - Dar (el) tiempo 1. La moneda falsa 

74. R. Nozick - La naturaleza de la racionalidad 

75. B. Morris - Introducción al estudio antropológico de la religión 

76. D. Dennett - La conciencia explicada. Una teoría interdisciplinar 

77. J. L. Nancy - La experiencia de la libertad 

78. C. Geertz - Tras los hechos 

79. R. R. Aramayo, J. Murguerza y A. Valdecantos - El individuo y la historia 

80. M. Auge - El sentido de los otros 

81. C. Taylor - Argumentos filosóficos 

82. T. Luckmann - Teoría de la acción social 

83. H. Joñas - Técnica, medicina y ética 

84. K. J. Gergen - Realidades y relaciones 

85. J. S. Searle - La construcción de la realidad social 

86. M. Cruz (comp.) - Tiempo de subjetividad 

87. C. Taylor - Fuentes del yo 

88. T. Nagel - Igualdad y parcialidad 

89. U. Beck - La sociedad del riesgo 

90. O. Nudler (comp.) - La racionalidad: su poder y sus límites 

91. K. R. Popper - El mito del marco común 

92. M. Leenhardt - Do kamo 

93. M. Godelier - El enigma del don 

94. T. Eagleton - Ideología 

95. M. Platts - Realidades morales 

96. C. Solís - Alta tensión: filosofía, sociología e historia de la ciencia 

97. J. Bestard - Parentesco y modernidad 

98. J. Habermas - La - inclusión del otro 

99. J. Goody - Representaciones y contradicciones 

100. M. Foucault - Entre filosofía y literatura. Obras esenciales, vol. 1 

101. M. Foucault - Estrategias de poder. Obras esenciales, vol. 2 

102. M. Foucault - Estética, ética y hermenéutica. Obras esenciales, vol. 3 

103. K. R. Popper - El mundo de Parménides 

104. R. Rorty - Verdad y progreso 

105. C. Geertz - Negara 

106. H. Blumenberg - La legibilidad del mundo 

107. J. Derrida - Dar la muerte 

108. P. Feyerabend - La conquista de la abundancia 

109. B. Moore - Pureza moral y persecución en la historia 

110. H. Arendt - La vida del espíritu 

111. A. Maclntyre - Animales racionales y dependientes 

112. A. Kuper - Cultura 

113. J. Rawls - Lecciones sobre la historia de la filosofía moral 

114. T. S.Kuhn - El camino desde la «estructura» 

115. W. V. O. Quine - Desde un punto de vista lógico 

116. H. Blumenberg - Trabajo sobre el mito 

117. J. Elster - Alquimias de la mente 

118. I. F. Shaw - La evaluación cualitativa 

119. M. Nusshaum - La terapia del deseo 

120. H. Arendt - La tradición oculta 

121. H. Putnam - El desplome de la dicotomía hecho/valor y otros ensayos. 


Gilíes Deleuze y Félix Guattari 


El Anti Edipo 


Capitalismo y esquizofrenia 


Nueva edición ampliada 



Paidós 




Título original: L’Anti-Oedipe. Capitalisme et schizophrénie 
Publicado en francés por Les Editions de Minuit, París, 1972 

Traducción de Francisco Monge 

Cubierta de Mario Eskenazi 


1. a edición castellana en Barral Editores, 1973 


Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titu¬ 
lares del «Copiright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la re¬ 
producción total o parcial de esta obra por cualquier método o proced¬ 
imiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la 
distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. 

© 1985 de todas las ediciones en castellano, 

Ediciones Paidós Ibérica, S.A., 

Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona 
http://www.paidos.com 

ISBN: 84-7509-329-9 Depósito legal: B-29.235/2004 

Impreso en Novagráfik, S. L. 

Vivaldi, 5-08110 Monteada i Reixac 


Impreso en España - Printed in Spain 


NOTA SOBRE LA TRADUCCION 


A causa de la confusión y desacuerdo que, a fuerza de reinar, domina en el 
vocabulario psicoanalítico, damos de antemano algunas de las opciones que aquí 
se han tomado. 

1. Frente a la dicotomía conceptual répression-refoulement, que en cas¬ 
tellano usualmente, aunque tal vez no debidamente, se traducen por el mismo 
término represión, hemos optado por seguir la tradición, excepto cuando el contexto 
no explicitaba el sentido. En este caso hemos traducido, de un modo convencional, 
répression por «represión general» y refoulement por «represión» a secas. Como 
es sabido, refoulement (el freudiano Verdrángung) remite, en sentido propio, a 
aquella operación por la que el sujeto intenta rechazar o mantener en el incons¬ 
ciente representaciones ligadas a una pulsión. Por otra parte, creemos que répres¬ 
sion debería traducirse por «supresión» cuando remite a la desaparición del afecto, 
pero no de la representación. 

2. En cuanto al polémico término investissement (cuando se refiere a la Be- 
setzungfreudiana), lo hemos traducido por «catexis», aunque en la forma verbal, 
además del barbarismo «catesizar», hemos utilizado por lo general la forma «car¬ 
gar», también clásica, a pesar de la seducción que siempre ofrece el término ocupar. 

3. La forclusion lacaniana ha sido traducida por «repudio» y en cuanto al 
fantasme (la Phantasie de Freud) hemos optado por traducirlo por «fantasma», 
atendiendo a las razones de Laplanche y Pontalis en su «Vocabulaire de la Psy- 
chanalyse». No olvidamos, sin embargo, que, en su traducción de Freud, López 
Ballesteros utiliza «fantasía». 

En la, más o menos, creación de palabras, hemos intentado seguir el mismo 
método que los autores de este libro. 


7 



Richard Lindner, Boy with Machine 
(1954, en tela, 40 X 30, Sr. y Sra. C. L. Harrison, Batavia, Ohio) 









CAPÍTULO PRIMERO 
LAS MÁQUINAS DESEANTES 



Ello funciona en todas partes, bien sin parar, bien discontinuo. Ello respira, 
ello se calienta, ello come. Ello caga, ello besa. Qué error haber dicho el ello. 
En todas partes máquinas, y no metafóricamente: máquinas de máquinas, con 
sus acoplamientos, sus conexiones. Una máquina-órgano empalma con una 
máquina-fuente: una de ellas emite un flujo que la otra corta. El seno es una 
máquina que produce leche, y la boca, una máquina acoplada a aquélla. La 
boca del anoréxico vacila entre una máquina de comer, una máquina anal, una 
máquina de hablar, una máquina de respirar (crisis de asma). De este modo, 
todos «bricoleurs»; cada cual sus pequeñas máquinas. Una máquina-órgano 
para una máquina energía, siempre flujos y cortes. El presidente Schreber tie¬ 
ne los rayos del cielo en el culo. Ano solar. Además, podemos estar seguros 
de que ello marcha; el presidente Schreber siente algo, produce algo, y puede 
teorizarlo. Algo se produce: efectos de máquina, pero no metáforas. 

El paseo del esquizofrénico es un modelo mejor que el neurótico acostado 
en el diván. Un poco de aire libre, una relación con el exterior. Por ejemplo, 
el paseo de Lenz reconstituido por Büchner 1 . Por completo diferente de los 
momentos en que Lenz se encuentra en casa de su buen pastor, que le obliga 
a orientarse socialmente, respecto al Dios de la religión, respecto al padre, a la 
madre. En el paseo, por el contrario, está en las montañas, bajo la nieve, con 
otros dioses o sin ningún dios, sin familia, sin padre ni madre, con la natura¬ 
leza. «¿Qué quiere mi padre? ¿Puede darme algo mejor? Imposible. Dejadme 
en paz.» Todo forma máquinas. Máquinas celestes, las estrellas o el arco iris, 
máquinas alpestres, que se acoplan con las de su cuerpo. Ruido ininterrumpi- 

1. Cf. el texto de Büchner, Lenz, tr. fr. Ed. Fontaine (tr. cast. Ed. Montesinos, 1981). 


11 


do de máquinas. «Creía que se produciría una sensación de infinita beatitud 
si era alcanzado por la vida profunda de cualquier forma, si poseía un alma 
para las piedras, los metales, el agua y las plantas, si acogía en sí mismo todos 
los objetos de la naturaleza, maravillosamente, como las flores absorben el aire 
con el crecimiento y la disminución de la luna.» Ser una máquina clorofílica, 
o de fotosíntesis, o por lo menos deslizar el cuerpo como una pieza en tales 
máquinas. Lenz se colocó más allá de la distinción hombre-naturaleza, más 
allá de todos los puntos de referencia que esta distinción condiciona. No vi¬ 
vió la naturaleza como naturaleza, sino como proceso de producción. Ya no 
existe ni hombre ni naturaleza, únicamente el proceso que los produce a uno 
dentro del otro y acopla las máquinas. En todas partes, máquinas productoras 
o deseantes, las máquinas esquizofrénicas, toda la vida genérica: yo y no-yo, 
exterior e interior ya no quieren decir nada. 

Comitiva del paseo del esquizo, cuando los personajes de Beckett se deci¬ 
den a salir. En primer lugar hemos de ver cómo su propio andar variado es asi¬ 
mismo una máquina minuciosa. Y luego la bicicleta: ¿qué relación existe entre 
la máquina bicicleta-bocina y la máquina madre ano? «hablar de bicicletas y 
de bocinas, qué descanso. Por desgracia, no es de esto de lo que tengo que ha¬ 
blar ahora, sino de la que me dio a luz, por el ojo del culo si mal no recuerdo.» 
A menudo creemos que Edipo es algo sencillo, que está dado. Sin embargo, 
no es así: Edipo supone una fantástica represión de las máquinas deseantes. 
¿Por qué, con qué fin? En verdad, ¿es necesario o deseable someterse a él? ¿Y 
con qué? ¿Qué poner en el triángulo edípico, con qué formarlo? La bocina de 
bicicleta y el culo de mi madre, ¿son el meollo del asunto? ¿No hay cuestiones 
más importantes? Dado un efecto, ¿qué máquina puede producirlo? y dada 
una máquina, ¿para qué puede servir? Por ejemplo, adivine usted qué uso tie¬ 
ne una funda de cuchillo a partir de su descripción geométrica. O bien, ante 
una máquina completa formada por seis piedras en el bolsillo derecho de mi 
abrigo (bolsillo que suministra), cinco en el bolsillo derecho de mi pantalón, 
cinco en el bolsillo izquierdo de mi pantalón (bolsillos de transmisión), y con 
el último bolsillo del abrigo recibiendo las piedras utilizadas a medida que las 
otras avanzan, ¿qué efecto produce este circuito de distribución en el que la 
propia boca se inserta como máquina para chupar las piedras? En este caso, 
¿cuál es la producción de voluptuosidad? Al final de Malone meurt, Mme. 
Pédale lleva de paseo a los esquizofrénicos, en charabán, en barco, de pic-nic 
por la naturaleza: se prepara una máquina infernal. 


12 


Le corps sous la pean est une usine surchauffée, 
et debors, 
le malade brille, 
il luit, 

de tous ses pores, 
éclatés 2 . 


No pretendemos fijar un polo naturalista de la esquizofrenia. Lo que el es¬ 
quizofrénico vive de un modo específico, genérico, no es en absoluto un polo 
específico de la naturaleza, sino la naturaleza como proceso de producción. 
¿Qué quiere decir aquí proceso? Es probable que, a un determinado nivel, la 
naturaleza se distinga de la industria: por una parte, la industria se opone a la 
naturaleza, por otra, saca de ella materiales, por otra, le devuelve sus residuos, 
etc. Esta relación distintiva entre hombre-naturaleza, industria-naturaleza, 
sociedad-naturaleza, condiciona, hasta en la sociedad, la distinción de esferas 
relativamente autónomas que denominaremos «producción», «distribución», 
«consumo». Sin embargo, este nivel de distinciones, considerado en su es¬ 
tructura formal desarrollada, presupone (como lo demostró Marx), además 
del capital y de la división del trabajo, la falsa conciencia que el ser capitalista 
necesariamente tiene de sí y de los elementos coagulados de un proceso de 
conjunto. Pues en verdad —la brillante y negra verdad que yace en el delirio— 
no existen esferas o circuitos relativamente independientes: la producción es 
inmediatamente consumo y registro, el registro y el consumo determinan de 
un modo directo la producción, pero la determinan en el seno de la propia 
producción. De suerte que todo es producción: producciones de produccio¬ 
nes, de acciones y de pasiones; producciones de registros, de distribuciones y 
de anotaciones; producciones de consumos, de voluptuosidades, de angustias 
y de dolores. De tal modo todo es producción que los registros son inmedia¬ 
tamente consumidos, consumados, y los consumos directamente reproduci¬ 
dos 3 . Este es el primer sentido de proceso: llevar el registro y el consumo a la 

2. El cuerpo bajo la piel es una fábrica recalentada / y fuera / el enfermo brilla, / reluce, 
/ con todos sus poros, / reventados. (N. del T.) Artaud, Van Gogh le suicidé de la société (tr. cast.. 
Fundamentos, 1977) 

3. Cuando Georges Bataille habla de gastos o consumos suntuarios, no productivos, en 
relación con la energía de la naturaleza, se trata de gastos o consumos que no se inscriben en la 
esfera supuestamente independiente de la producción humana en tanto que determinada por 
«lo útil»: se trata, por tanto, de lo que nosotros llamamos producción de consumo (cf. La No- 
tion de dépense y la Parí maudite, Ed. de Minuit) (La parte maldita, tr. cast. EDHASA, 1974). 


13 


producción misma, convertirlos en las producciones de un mismo proceso. 

En segundo lugar, ya no existe la distinción hombre-naturaleza. La esencia 
humana de la naturaleza y la esencia natural del hombre se identifican en 
la naturaleza como producción o industria, es decir, en la vida genérica del 
hombre. La industria ya no se considera entonces en una relación extrínseca 
de utilidad, sino en su identidad fundamental con la naturaleza como produc¬ 
ción del hombre y por el hombre 4 . Pero no el hombre como rey de la creación, 
sino más bien como el que llega a la vida profunda de todas las formas o de 
todos los géneros, como hombre cargado de estrellas y de los propios animales, 
que no cesa de empalmar una máquina-órgano a una máquina-energía, un 
árbol en su cuerpo, un seno en la boca, el sol en el culo: eterno encargado de 
las máquinas del universo. Este es el segundo sentido de proceso. Hombre y 
naturaleza no son como dos términos uno frente al otro, incluso tomados en 
una relación de causa, de comprensión o de expresión (causa-efecto, sujeto- 
objeto, etc.). Son una misma y única realidad esencial del productor y del 
producto. La producción como proceso desborda todas las categorías ideales 
y forma un ciclo que remite al deseo en tanto que principio inmanente. Por 
ello, la producción deseante es la categoría efectiva de una psiquiatría mate¬ 
rialista que enuncia y trata al esquizo como Homo natura. No obstante, con 
una condición que constituye el tercer sentido de proceso: no hay que tomarlo 
por una finalidad, un fin, ni hay que confundirlo con su propia continuación 
hasta el infinito. El fin del proceso, o su continuación hasta el infinito, que 
es estrictamente lo mismo que su detención brutal y prematura, es la causa 
del esquizofrénico artificial, tal como lo vemos en el hospital, andrajo autisti- 
zado producido como entidad. Lawrence dice del amor: «Hemos convertido 
un proceso en una finalidad; el fin de todo proceso no radica en su propia 
continuación hasta el infinito, sino en su realización... El proceso debe tender 
a su realización, pero no a cierta horrible intensificación, a cierta horrible 
extremidad en la que el cuerpo y el alma acaban por perecer» 5 . Lo mismo que 
para el amor es para la esquizofrenia: no existe ninguna especificidad ni enti¬ 
dad esquizofrénica, la esquizofrenia es el universo de las máquinas deseantes 
productoras y reproductoras, la universal producción primaria como «realidad 
esencial del hombre y de la naturaleza». 


4. Sobre la identidad Naturaleza-Producción y la vida genérica, según Marx, cf. los co¬ 
mentarios de Gerard Granel, «L’Ontologie marxiste de 1844 et la question de la coupure», en 
l’Endurance de lapensée. Pión, 1968, págs. 301-310. 

5. D. H. Lawrence, La Verge d’Aaron, tr. fr. Gallimard, pág. 199. 


14 


Las máquinas deseantes son máquinas binarias, de regla binaria o de ré¬ 
gimen asociativo; una máquina siempre va aclopada a otra. La síntesis pro¬ 
ductiva, la producción de producción, posee una forma conectiva: «y», «y 
además»... Siempre hay, además de una máquina productora de un flujo, otra 
conectada a ella y que realiza un corte, una extracción de flujo (el seno — la 
boca). Y como la primera a su vez está conectada a otra con respecto a la cual 
se comporta como corte o extracción, la serie binaria es lineal en todas las 
direcciones. El deseo no cesa de efectuar el acoplamiento de flujos continuos 
y de objetos parciales esencialmente fragmentarios y fragmentados. El deseo 
hace fluir, fluye y corta. «Me gusta todo lo que fluye, incluso el flujo menstrual 
que arrastra los huevos no fecundados...», dice Miller en su canto del deseo 6 . 
Bolsa de aguas y cálculos del riñón; flujo de cabellos, flujo de baba, flujo de 
esperma, de mierda o de orina producidos por objetos parciales, constante¬ 
mente cortados por otros objetos parciales, que a su vez producen otros flujos, 
cortados por otros objetos parciales. Todo «objeto» supone la continuidad de 
un flujo, todo flujo, la fragmentación del objeto. Sin duda, cada máquina- 
órgano interpreta el mundo entero según su propio flujo, según la energía 
que le fluye: el ojo lo interpreta todo en términos de ver —el hablar, el oír, 
el cagar, el besar... Pero siempre se establece una conexión con otra máquina, 
en una transversal en la que la primera corta el flujo de la otra o «ve» su flujo 
cortado por la otra. 

Por lo tanto, el acoplamiento de la síntesis conectiva, objeto parcial-flujo, 
posee además otra forma, producto-producir. El producir siempre está injerta¬ 
do en el producto; por ello, la producción deseante es producción de produc¬ 
ción, como toda máquina, máquina de máquina. No podemos contentarnos 
con la categoría idealista de expresión. No podemos, no deberíamos pensar 
en describir el objeto esquizofrénico sin vincularlo al proceso de producción. 
Los Cahiers de l’art brut son su demostración viviente (y a la vez niegan que 
haya una entidad del esquizofrénico). Así, Henri Michaux describe una mesa 
esquizofrénica en función de un proceso de producción (el del deseo): «Desde 
el momento que uno la notaba, continuaba ocupando la mente. Incluso con¬ 
tinuaba no se qué, sin duda su propio quehacer... Lo que sorprendía era que, 
sin ser simple, tampoco era verdaderamente compleja, compleja de entrada o 
de intención o de plan complicado. Más bien se desimplificaba a medida que 
era trabajada... Tal como estaba era una mesa de añadidos, al igual que algunos 

6. Henry Miller, Tropique du Cáncer, cap. XIII («... y mis entrañas se expanden en un 
inmenso flujo esquizofrénico, evacuación que me coloca frente a frente con lo absoluto...») 
(trad. cast. Ed. Bruguera, 1982). 


15 


dibujos de esquizofrénicos llamados abarrotados, y si estaba terminada era en 
la medida en que ya no había forma de añadir nada; mesa que se había ido 
convirtiendo en amontonamiento, dejando de ser mesa... No era apropiada 
para ningún uso, para nada de lo que se espera de una mesa. Pesada, volu¬ 
minosa, apenas era transportable. Uno no sabía cómo cogerla (ni mental, ni 
manualmente). El tablero, la parte útil de la mesa, progresivamente reducido, 
desaparecía, y tenía tan poca relación con el voluminoso armazón, que uno 
ya no pensaba en el conjunto como una mesa, sino como un mueble aparte, 
un instrumento desconocido cuyo empleo se ignoraba. Mesa deshumanizada, 
que no tenía ningún acomodo, que no era burguesa, ni rústica, ni de campa¬ 
ña, ni de cocina, ni de trabajo. Que no se prestaba a nada, que se protegía, 
que rechazaba todo servicio, toda comunicación. En ella había algo aterrado, 
petrificado. Se hubiera podido pensar en un motor parado» 7 . El esquizofréni¬ 
co es el productor universal. Aquí no es posible distinguir entre el producir y 
su producto. El objeto producido se lleva su aquí en un nuevo producir. La 
mesa continúa su «propio quehacer». El armazón se come el tablero. La no- 
terminación de la mesa es un imperativo de producción. Cuando Lévi-Strauss 
define el «bricolage», propone un conjunto de caracteres bien engarzados: la 
posesión de un stock o de un código múltiple, heteróclito y sin embargo limi¬ 
tado; la capacidad de introducir los fragmentos en fragmentaciones siempre 
nuevas; de lo que se desprende una indiferencia del producir y del produc¬ 
to, del conjunto instrumental y del conjunto a realizar 8 . La satisfacción del 
«bricoleur» cuando acopla algo a una conducción eléctrica, cuando desvía un 
conducto de agua, no podría explicarse mediante un juego de «papá-mamá» o 
mediante un placer de transgresión. La regla de producir siempre el producir, 
de incorporar el producir al producto, es la característica de las máquinas de¬ 
seantes o de la producción primaria: producción de producción. Un cuadro de 
Richard Lindner, Boy with Machine, muestra un enorme y turgente niño que 
ha injertado y hace funcionar una de sus pequeñas máquinas deseantes sobre 
una gran máquina social técnica (pues, como veremos, también esto es cierto 
con respecto al niño). 

El producir, un producto, una identidad producto-producir... Precisa¬ 
mente es esta identidad la que forma un tercer término en la serie lineal: 
un enorme objeto no diferenciado. Todo se detiene un momento, todo se 
paraliza (luego todo volverá a empezar). En cierta manera, sería mejor que 
nada marcharse, que nada funcionase. No haber nacido, salir de la rueda de 

7. Henri Michaux, Les Grandes épreuves de l’esprit, Gallimard, 1966, págs. 26 y sg. 

8. Claude Lévi-Strauss, La Pensée sauvage. Pión, 1962, págs. 26 y sg. (tr. cast. F.C.E.). 


16 


los nacimientos; ni boca para mamar, ni ano para cagar. ¿Estarán las máqui¬ 
nas suficientemente estropeadas, sus piezas suficientemente sueltas como para 
entregarse y entregarnos a la nada? Se diría que los flujos de energía todavía 
están demasiado ligados, que los objetos todavía son demasiado orgánicos. Un 
puro fluido en estado libre y sin cortes, resbalando sobre un cuerpo lleno. Las 
máquinas deseantes nos forman un organismo; pero en el seno de esta pro¬ 
ducción, en su producción misma, el cuerpo sufre por ser organizado de este 
modo, por no tener otra organización, o por no tener ninguna organización. 
«Una parada incomprensible y por completo recta» en medio del proceso, 
como tercer tiempo: «Ni boca. Ni lengua. Ni dientes. Ni laringe. Ni esófago. Ni 
vientre. Ni ano.» Los autómatas se detienen y dejan subir la masa inorganizada 
que articulaban. El cuerpo lleno sin órganos es lo improductivo, lo estéril, lo 
engendrado, lo inconsumible. Antonin Artaud lo descubrió, allí donde esta¬ 
ba, sin forma y sin rostro. Instinto de muerte, éste es su nombre, y la muerte 
no carece de modelo. Pues el deseo también desea esto, es decir, la muerte, ya 
que el cuerpo lleno de la muerte es su motor inmóvil, del mismo modo como 
desea la vida, ya que los órganos de la vida son la working machine. No nos 
preguntaremos como pueden funcionar juntos: esta cuestión incluso es el pro¬ 
ducto de la abstracción. Las máquinas deseantes no funcionan más que estro¬ 
peadas, estropeándose sin cesar. El presidente Schreber «durante largo tiempo 
vivió sin estómago, sin intestinos, casi sin pulmones, el esófago desgarrado, sin 
vejiga, las costillas molidas; a veces se había comido parte de su propia larin¬ 
ge...». El cuerpo sin órganos es lo improductivo; y sin embargo, es producido 
en el lugar adecuado y a su hora en la síntesis conectiva, como la identidad del 
producir y del producto (la mesa esquizofrénica es un cuerpo sin órganos). El 
cuerpo sin órganos no es el testimonio de una nada original, como tampoco es 
el resto de una totalidad perdida. Sobre todo, no es una proyección; no tiene 
nada que ver con el cuerpo propio, o con una imagen del cuerpo. Es el cuerpo 
sin imágenes. El, lo improductivo, existe allí donde es producido, en el tercer 
tiempo de la serie binaria-lineal. Perpetuamente es reinyectado en la produc¬ 
ción. El cuerpo catatónico es producido en el agua del baño. El cuerpo lleno 
sin órganos pertenece a la antiproducción; no obstante, una característica de 
la síntesis conectiva o productiva consiste también en acoplar la producción a 
la antiproducción, a un elemento de antiproducción. 


* 


* * 


17 


Entre las máquinas deseantes y el cuerpo sin órganos se levanta un con¬ 
flicto aparente. Cada conexión de máquinas, cada producción de máquina, 
cada ruido de máquina se vuelve insoportable para el cuerpo sin órganos. 
Bajo los órganos siente larvas y gusanos repugnantes, y la acción de un Dios 
que lo chapucea o lo ahoga al organizado. «El cuerpo es el cuerpo / está solo 
/ y no necesita órganos / el cuerpo nunca es un organismo / los organismos 
son los enemigos del cuerpo» 9 . Tantos clavos en su carne, tantos suplicios. A 
las máquinas-órganos, el cuerpo sin órganos opone su superficie resbaladiza, 
opaca y blanda. A los flujos ligados, conectados y recortados, opone su fluido 
amorfo indiferenciado. A las palabras fonéticas, opone soplos y gritos que son 
como bloques inarticulados. Creemos que éste es el sentido de la represión 
llamada originaria o primaria: no es una «contracatexis», es esta repulsión de 
las máquinas deseantes por el cuerpo sin órganos. Y esto es lo que significa la 
máquina paranoica, la acción de efracción de las máquinas deseantes sobre el 
cuerpo sin órganos, y la reacción repulsiva del cuerpo sin órganos que las sien¬ 
te globalmente como aparato de persecución. Por tanto, no podemos seguir a 
Tausk cuando ve en la máquina paranoica una simple proyección del «propio 
cuerpo» y de los órganos genitales 10 . La génesis de la máquina tiene lugar sobre 
el propio terreno, en la oposición entre el proceso de producción de las máqui¬ 
nas deseantes y la detención improductiva del cuerpo sin órganos. Dan fe de 
ello el carácter anónimo de la máquina, y la indiferenciación de su superficie. 
La proyección no interviene más que de forma secundaria, lo mismo que la 
contracatexis, en la medida en que el cuerpo sin órganos carga un contra¬ 
interior o un contra-exterior, bajo la forma de un órgano perseguidor o de un 
agente exterior de persecución. La máquina paranoica es en sí un avatar de las 
máquinas deseantes: es el resultado de la relación de las máquinas deseantes 
con el cuerpo sin órganos, en tanto que éste ya no puede soportarlas. 

Sin embargo, si queremos tener una idea de las fuerzas posteriores del cuer¬ 
po sin órganos en el proceso no interrumpido, debemos pasar por un paralelo 
entre la producción deseante y la producción social. Un paralelo tal sólo es 
fenomenológico; no prejuzga para nada ni la naturaleza ni la relación de las 
dos producciones, ni siquiera prejuzga la cuestión de saber si efectivamente 
existen dos producciones. Lo que ocurre, simplemente, es que las formas de 
producción social también implican una pausa improductiva inengendrada, 
un elemento de antiproducción acoplado al proceso, un cuerpo lleno determi- 

9. Amud, en 84, n.° 5-6, 1948. 

10. Victor Tausk. «De la genése de l’appareil á influencer au cours de la schizophrénie», 
1919, tr. fr. en La Psycbanalyse, n.° 4. 


18 


nado como socius. Este puede ser el cuerpo de la tierra, o el cuerpo despótico, 
o incluso el capital. De él dice Marx: no es el producto del trabajo, sino que 
aparece como su presupuesto natural o divino. En efecto, no se contenta con 
oponerse a las fuerzas productivas mismas. Se vuelca sobre toda la producción, 
constituye una superficie en la que se distribuyen las fuerzas y los agentes de 
producción, de tal modo que se apropia del excedente de producción y se 
atribuye el conjunto y las partes del proceso que ahora parecen emanar de él 
como de una cuasi-causa. Fuerzas y agentes se convierten en su poder bajo una 
forma milagrosa, parecen milagroseados por él. En una palabra, el socius como 
cuerpo lleno forma una superficie en la que se registra toda la producción 
que a su vez parece emanar de la superficie de registro. La sociedad construye 
su propio delirio al registrar el proceso de producción; pero no es un delirio 
de la conciencia, más bien la falsa conciencia es verdadera conciencia de un 
falso movimiento, verdadera percepción de un movimiento objetivo aparente, 
verdadera percepción del movimiento que se produce sobre la superficie de 
registro. El capital es el cuerpo sin órganos del capitalista, o más bien del ser 
capitalista. Pero como tal, no es sólo substancia fluida y petrificada del dinero, 
es lo que va a proporcionar a la esterilidad del dinero la forma bajo la cual 
éste produce a su vez dinero. Produce la plusvalía, como el cuerpo sin órganos 
se reproduce a sí mismo, brota y se extiende hasta los confines del universo. 
Carga la máquina de fabricar con una plusvalía relativa, a la vez que se encarna 
en ella como capital fijo. Y sobre el capital se enganchan las máquinas y los 
agentes, hasta el punto que su propio funcionamiento parece milagrosamente 
producido por aquél. Todo parece (objetivamente) producido por el capital en 
tanto que cuasi-causa. Como dice Marx, al principio los capitalistas tienen ne¬ 
cesariamente conciencia de la oposición entre el trabajo y el capital, y del uso 
del capital como medio para arrebatar el excedente de trabajo. Sin embargo, a 
la vez que se instaura rápidamente un mundo perverso embrujado, el capital 
desempeña el papel de superficie de registro en la que recae toda la produc¬ 
ción (proporcionar la plusvalía, o realizarla, éste es el derecho de registro). «A 
medida que la plusvalía relativa se desarrolla en el sistema específicamente ca¬ 
pitalista y que la productividad social del trabajo crece, las fuerzas productivas 
y las conexiones sociales del trabajo parecen separarse del proceso productivo, 
pasando del trabajo al capital. De este modo, el capital se convierte en un ser 
muy misterioso, pues todas las fuerzas productivas parecen nacer en su seno 
y pertenecerle» 11 . En este caso, lo específicamente capitalista es el papel del 

11. Marx, Le Capital, III, cap. 25 (Pléiade II, pág. 1435). (Tr. cast. Siglo XXI). Cf. 
Althusser, Lire le Capital, los comentarios de Balibar, t. II, págs. 213 sg., y Macherey, t. I, págs. 
201 sg. (Maspero, 1965) (tr. cast. Ed. Siglo XXI). 


19 


dinero y el uso del capital como cuerpo lleno para formar la superficie de ins¬ 
cripción o de registro. Sin embargo, cualquier cuerpo lleno, cuerpo de la tierra 
o del déspota, una superficie de registro, un movimiento objetivo aparente, 
un mundo perverso embrujado y fetichista, pertenecen a todos los tipos de 
sociedad como constante de la reproducción social. 

El cuerpo sin órganos se vuelca sobre la producción deseante, y la atrae, y 
se la apropia. Las máquinas-órganos se le enganchan como sobre un chaleco 
de floretista, o como medallas sobre el jersey de un luchador que avanza balan¬ 
ceándolas. Una máquina de atracción sucede, puede suceder, a la máquina re¬ 
pulsiva: una máquina milagrosa después de la máquina paranoica. Pero, ¿qué 
quiere decir «después»? Las dos coexisten, y el humor negro no se encarga de 
resolver las contradicciones, sino de lograr que no las haya, que nunca las haya 
habido. El cuerpo sin órganos, lo improductivo, lo inconsumible, sirve de su¬ 
perficie para el registro de codos los procesos de producción del deseo, de tal 
modo que las máquinas deseantes parece que emanan de él en el movimiento 
objetivo aparente que les relaciona. Los órganos son regenerados, enmilagra- 
dos, sobre el cuerpo del presidente Schreber que atrae sobre sí los rayos de 
Dios. Sin duda, la antigua máquina paranoica subsiste bajo la forma de voces 
burlonas que intentan «eliminar el milagro» de los órganos y principalmente 
el ano del presidente. No obstante, lo esencial radica en el establecimiento de 
una superficie encantada de inscripción o de registro que se atribuye todas 
las fuerzas productivas y los órganos de producción, y que actúa como cuasi- 
causa, comunicándoles el movimiento aparente (el fetiche). Totalmente cierto 
es que el esquizo hace economía política y que toda la sexualidad es asunto de 
economía. 

Sólo que la producción no se registra del mismo modo que se produce. 
O más bien no se reproduce en el movimiento objetivo aparente del mismo 
modo como se producía en el proceso de constitución. Lo que ocurre es que 
insensiblemente hemos pasado a un dominio de la producción de registro, 
cuya ley no es la misma que la de la producción de producción. La ley de esta 
última era la síntesis conectiva o acoplamiento. Pero cuando las conexiones 
productivas pasan de las máquinas a los cuerpos sin órganos (como del trabajo 
al capital), parece que pasan a depender de otra ley que expresa una distri¬ 
bución con respecto al elemento no productivo en tanto que «presupuesto 
natural o divino» (las disyunciones del capital). Las máquinas se enganchan al 
cuerpo sin órganos como puntos de disyunción entre los que se teje toda una 
red de nuevas síntesis que cuadriculan la superficie. El «ya... ya» esquizofrénico 
releva al «y además»: cualesquiera que sean los dos órganos considerados, la 


20 


manera como se enganchan sobre el cuerpo sin órganos debe ser tal que todas 
las síntesis disyuntivas entre ambos vengan a ser lo mismo sobre la superfi¬ 
cie resbaladiza. Mientras que el «o bien» pretende señalar elecciones decisivas 
entre términos impermutables (alternativa), el «ya» designa el sistema de per¬ 
mutaciones posibles entre diferencias que siempre vienen a ser lo mismo al 
desplazarse, al deslizarse. Así por ejemplo, para la boca que habla o para los 
pies que andan: «Solía detenerse sin decir nada. Ya porque no tuviera nada 
que decir. Ya porque a pesar de tener algo que decir renunciase finalmente a 
decirlo... Otros casos principales se presentan a la mente. Comunicación con¬ 
tinua inmediata con nueva partida inmediata. Lo mismo con nueva partida 
retardada. Comunicación continua retardada con nueva partida inmediata. 
Lo mismo con nueva partida retardada. Comunicación discontinua inmediata 
con nueva partida inmediata. Lo mismo con nueva partida retardada. Comu¬ 
nicación discontinua retardada con nueva partida inmediata. Lo mismo con 
nueva partida retardada» 12 . Es de este modo que el esquizofrénico, poseedor 
del capital más raquítico y más conmovedor, como por ejemplo las propie¬ 
dades de Malone, escribe sobre su cuerpo la letanía de las disyunciones y se 
construye un mundo de paradas en el que la más minúscula permutación se 
considera que responde a la nueva situación o al interpelador indiscreto. La 
síntesis disyuntiva de registro, por lo tanto, viene a recubrir las síntesis co¬ 
nectivas de producción. El proceso como proceso de producción se prolonga 
en procedimiento como procedimiento de inscripción. O mejor, si llamamos 
libido al «trabajo» conectivo de la producción deseante, debemos decir que 
una parte de esta energía se transforma en energía de inscripción disyuntiva 
(Numen). Transformación energética. Pero, ¿por qué llamar divina, o Numen, 
a la nueva forma de energía a pesar de todos los equívocos soliviantados por 
un problema del inconsciente que no es religioso más que en apariencia? El 
cuerpo sin órganos no es Dios, sino todo lo contrario. Sin embargo, es divina 
la energía que le recorre, cuando atrae a toda la producción y le sirve de su¬ 
perficie encantada y milagrosa, inscribiéndola en todas sus disyunciones. De 
ahí las extrañas relaciones que Schreber mantiene con Dios. Al que pregunta 
¿cree usted en Dios? debemos responder de un modo estrictamente kantiano 
o schreberiano: seguro, pero sólo como señor del silogismo disyuntivo, como 
principio a priori de este silogismo (Dios define la Omnitudo realitatis de la 
que todas las realidades derivadas surgen por división). 

Por tanto, sólo es divino el carácter de una energía de disyunción. Lo divi- 

12. Beckett, «Assez», in Tétes-mortes, Ed. de Minuit, 1967, págs. 40-41 (tr. cast. Ed. 
Tusquets, 1978). 


21 


no de Schreber es inseparable de las disyunciones en las que se divide él mis¬ 
mo: imperios anteriores, imperios posteriores; imperios posteriores de un Dios 
superior, y de un Dios inferior. Freud señaló con insistencia la importancia de 
estas síntesis disyuntivas en el delirio de Schreber en particular, pero también 
en el delirio en general. «Una división de este tipo es por completo caracterís¬ 
tica de las psicosis paranoicas. Estas dividen mientras que la histeria condensa. 
O más bien, estas psicosis resuelven de nuevo en sus elementos las conden¬ 
saciones y las identificaciones realizadas en la imaginación inconsciente» 13 . 
Pero, ¿por qué añade Freud, con reflexión ya hecha, que la neurosis histérica 
es primera y que las disyunciones no se obtienen más que por proyección de 
un condensado primordial? Sin duda, porque ésta es una manera de mantener 
los derechos de Edipo en el Dios del delirio y en el registro esquizo-paranoico. 
Es por esta razón por la que sobre este problema debemos plantear la pre¬ 
gunta más general: ¿el registro del deseo pasa por los términos edípicos? Las 
disyunciones son la forma de la genealogía deseante; pero, ¿esta genealogía es 
edípica, se inscribe en el triángulo de Edipo? ¿Es Edipo una exigencia o una 
consecuencia de la reproducción social, en tanto que esta última se propone 
domesticar una materia y una forma genealógicas que se escapan por todos los 
lados? Pues es por completo cierto que el esquizo es interpelado, y que no deja 
de serlo. Precisamente porque su relación con la naturaleza no es un polo espe¬ 
cífico, es interpelado con los términos del código social en vigor: ¿tu nombre, 
tu padre, tu madre? Durante sus ejercicios de producción deseante, Molloy 
es interpelado por un policía: «Usted se llama Molloy, dijo el comisario. Sí, 
dije, acabo de acordarme. ¿Y su mamá?, dijo el comisario. Yo no comprendía. 
¿También se llama Molloy?, dijo el comisario. ¿Se llama Molloy?, dije yo. Sí, 
dijo el comisario. Yo reflexioné. Usted se llama Molloy, dijo el comisario. Sí, 
dije yo. ¿Y su mamá?, dijo el comisario, ¿también se llama Molloy? Yo reflexio¬ 
né.» No podemos decir que el psicoanálisis sea muy innovador en este aspecto: 
continúa planteando sus cuestiones y desarrollando sus interpretaciones desde 
el fondo del triángulo edípico, incluso cuando ve que los fenómenos llama¬ 
dos psicóticos desbordan este marco de referencia. El psicoanálisis dice que 
debemos descubrir al papá bajo el Dios superior de Schreber, y ¿por qué no al 
hermano mayor bajo el Dios inferior? Ora el esquizofrénico se impacienta y 
pide que se le deje tranquilo. Ora entra en el juego, incluso lo exagera, con la 
libertad de poder reintroducir sus propios puntos de referencia en el modelo 
que se le propone y que desde el interior hace estallar (sí, es mi madre, pero mi 

13. Freud, Cinqpsychanalyses, tr. fr. P.U.F., pág. 297 (tr. cast. Obras completas, Ed. Biblio¬ 
teca Nueva, 1981). 


22 


madre es la Virgen). Nos imaginamos al presidente Schreber respondiendo a 
Freud: claro que sí, los pájaros parlantes son muchachas, y el Dios superior es 
papá, y el Dios inferior, mi hermano. Pero a la chita callando vuelve a emba¬ 
razar a las muchachas con todos los pájaros parlantes, y a su padre con el Dios 
superior, y a su hermano con el Dios inferior, formas divinas que se complican 
o más bien «se desimplifican» a medida que se abren camino bajo los términos 
y funciones demasiado simples del triángulo edípico. 

Je ne crois a nipére 
ni mere 

Ja na pas 
a papa-mama * 

La producción deseante forma un sistema lineal-binario. El cuerpo lleno se 
introduce en la serie como tercer término, pero sin romper su carácter: 2, 1,2, 
1... La serie es por completo rebelde a una transcripción que la obligaría a pa¬ 
sar (y la amoldaría) por una figura específicamente ternaria y triangular como 
la de Edipo. El cuerpo lleno sin órganos es producido como Antiproducción, 
es decir, no interviene como tal más que para recusar toda tentativa de trian¬ 
gulación que implique una producción parental. ¿Cómo queremos que sea 
producido por padres ése que da fe de su auto-producción, de su engendra¬ 
miento por sí mismo? Es sobre él, allí donde está, que el Numen se distribuye 
y que las disyunciones se establecen independientemente de cualquier proyec¬ 
ción. Si, be sido mi padre y he sido mi hijo. «Yo, Antonin Artaud, soy mi hijo, 
mi padre, mi madre y yo.» El esquizo dispone de modos de señalización pro¬ 
pios, ya que dispone en primer lugar de un código de registro particular que 
no coincide con el código social o que sólo coincide para parodiarlo. El código 
delirante, o deseante, presenta una extraordinaria fluidez. Se podría decir que 
el esquizofrénico pasa de un código a otro, que mezcla todos los códigos, en un 
deslizamiento rápido, siguiendo las preguntas que le son planteadas, variando 
la explicación de un día para otro, no invocando la misma genealogía, no re¬ 
gistrando de la misma manera el mismo acontecimiento, incluso aceptando, 
cuando se le impone y no está irritado, el código banal edípico, con el riesgo 
de atiborrarlo con todas las disyunciones que este código estaba destinado a 
excluir. Los dibujos de Adolf Wólfli ponen en escena relojes, turbinas, dina¬ 
mos, máquinas-celestes, máquinas-edificios, etc. Y su producción se realiza de 

* No creo ni en padre ni en madre. La segunda estrofa es intraducibie o ilegible, un ejemplo 
de traducción libre podría ser: Ya nada con papá-mamá. (N. del T.) 


23 


forma conectiva, yendo de la orilla al centro por capas o sectores sucesivos. Sin 
embargo, las «explicaciones» que une, y que cambia según su estado de humor, 
apelan a series genealógicas que constituyen el registro del dibujo. Además, el 
registro se vuelca sobre el propio dibujo, bajo la forma de líneas de «catástro¬ 
fe» o de «caída» que son otras tantas disyunciones envueltas en espirales 14 . El 
esquizo vuelve a caer sobre sus pies siempre vacilantes, por la simple razón de 
que es lo mismo en todos lados, en todas las disyunciones. Por más que las 
máquinas-órganos se enganchen al cuerpo sin órganos, éste no deja de per¬ 
manecer sin órganos y no se convierte en un organismo en el sentido habitual 
de la palabra. Mantiene su carácter fluido y resbaladizo. Del mismo modo, 
los agentes de producción se colocan sobre el cuerpo de Schreber, se cuelgan 
de este cuerpo, como los rayos del cielo que atrae y que contienen millares de 
pequeños espermatozoides. Rayos, pájaros, voces, nervios entran en relaciones 
permutables de genealogía compleja con Dios y las formas divididas de Dios. 
Sin embargo, todo ocurre y se registra sobre el cuerpo sin órganos, incluso las 
cópulas de los agentes, incluso las divisiones de Dios, incluso las genealogías 
cuadriculantes y sus permutaciones. Todo permanece sobre este cuerpo in¬ 
creado como los piojos en las melenas del león. 


* * * 

Según el sentido de la palabra «proceso», el registro recae sobre la produc¬ 
ción, pero la propia producción de registro es producida por la producción 
de producción. Del mismo modo, el consumo es la continuación del registro, 
pero la producción de consumo es producida por y en la producción de regis¬ 
tro. Ocurre que sobre la superficie de inscripción se anota algo que pertenece 
al orden de un sujeto. De un extraño sujeto, sin identidad fija, que vaga sobre 
el cuerpo sin órganos, siempre al lado de las máquinas deseantes, definido por 
la parte que toma en el producto, que recoge en todo lugar la prima de un 
devenir o de un avatar, que nace de los estados que consume y renace en cada 
estado. «Luego soy yo, es a mí...» Incluso sufrir, como dice Marx, es gozar 
de uno mismo. Sin duda, toda producción deseante ya es de un modo in¬ 
mediato consumo y consumación, por tanto, «voluptuosidad». Sin embargo, 
todavía no lo es para un sujeto que no puede orientarse más que a través de 
las disyunciones de una superficie de registro, en los restos de cada división. 
El presidente Schreber, siempre él, es plenamente consciente de ello; existe 
una tasa constante de goce cósmico, de tal modo que Dios exige encontrar 
la voluptuosidad en Schreber, aunque sea al precio de una transformación de 

14. W. Morgenthaler, «Adolf Wólfli», tr. fr. L’Art brut, n.° 2. 


24 


Schreber en mujer. Sin embargo, el presidente no experimenta más que una 
parte residual de esta voluptuosidad, como salario de sus penas o como prima 
por convertirse en mujer. «Es mi deber ofrecer a Dios este goce; y si, hacién¬ 
dolo así, me cae en suerte algo de placer sensual, me siento justificado para 
aceptarlo, en concepto de ligera compensación por el exceso de sufrimientos y 
privaciones que he padecido desde hace tantos años.» Del mismo modo como 
una parte de la libido en tanto que energía de producción se ha transformado 
en energía de registro (Numen), una parte de ésta se transforma en energía de 
consuma (Volupias). Esta energía residual es la que anima la tercera síntesis del 
inconsciente, la síntesis conjuntiva del «luego es...» o producción de consumo. 

Debemos considerar cómo se forma esta síntesis o cómo es producido el 
sujeto. Partíamos de la oposición entre las máquinas deseantes y el cuerpo 
sin órganos. Su repulsión, tal como aparecía en la máquina paranoica de la 
represión originaria, daba lugar a una atracción en la máquina milagrosa. Sin 
embargo, entre la atracción y la repulsión persiste la oposición. Parece que la 
reconciliación efectiva sólo puede realizarse al nivel de una nueva máquina 
que funcionase como «retorno de lo reprimido». Que tal reconciliación exista 
o pueda existir es por completo evidente. De Robert Gie, el excelente dibu¬ 
jante de máquinas paranoicas eléctricas, se nos dice sin más precisión: «Pare¬ 
ce que, a falta de poderse librar de estas corrientes que le atormentaban, ha 
acabado por tomar su partido, exaltándose al figurárselas en su victoria total, 
en su triunfo.» 15 Freud señala, más específicamente, la importancia del cam¬ 
bio de la enfermedad en Schreber, cuando éste se reconcilia con su devenir- 
mujer y se lanza a un proceso de autocuración que le conduce a la identidad 
Naturaleza-Producción (producción de una nueva humanidad). Schreber se 
encuentra encerrado en una actitud y un aparato de travesti, en un momento 
en el que está prácticamente curado y ha recobrado todas sus facultades: «A 
veces me encuentro ante el espejo, o en algún otro lugar, adornado con pre¬ 
seas femeninas (lazos, collares, etc.). Pero esto sucede únicamente hallándome 
sólo...» Tomemos el nombre de «máquina célibe» para designar esta máquina 
que sucede a la máquina paranoica y a la máquina milagrosa, y que forma una 
nueva alianza entre las máquinas deseantes y el cuerpo sin órganos, para el na¬ 
cimiento de una nueva humanidad o de un organismo glorioso. Viene a ser lo 
mismo decir que el sujeto es producido como un resto, al lado de las máquinas 
deseantes, o que él mismo se confunde con esta tercera máquina productiva y 
la reconciliación residual que realiza: síntesis conjuntiva de consumo bajo la 
forma fascinada de un «¡Luego era eso! ». 

15. L’Art brut , n.° 3, pág. 63. 


25 


Michel Carrouges aisló, bajo el nombre de «máquinas célibes», un cierto 
número de máquinas fantásticas que descubrió en la literatura. Los ejemplos 
que invoca son muy variados y a simple vista parece que no pueden situarse 
bajo una misma categoría: la Manée mise a nu... de Duchamp, la máquina 
de La Colonia penitenciaria de Kafka, las máquinas de Raymond Roussel, las 
del Surmále de Jarry, algunas máquinas de Edgar Poe, la Evefuture de Villiers, 
etc . 16 Sin embargo, los rasgos que crean la unidad, de importancia variable 
según el ejemplo considerado, son los siguientes: en primer lugar, la máquina 
célibe da fe de una antigua máquina paranoica, con sus suplicios, sus sombras, 
su antigua Ley. No obstante, no es una máquina paranoica. Toda la diferencia 
de esta última, sus mecanismos, carro, tijeras, agujas, imanes, radios. Hasta 
en los suplicios o en la muerte que provoca, manifiesta algo nuevo, un poder 
solar. En segundo lugar, esta transfiguración no puede explicarse por el ca¬ 
rácter milagroso que la máquina debe a la inscripción que encierra, aunque 
efectivamente encierre las mayores inscripciones (cf. el registro colocado por 
Edison en la Eva futura). Existe un consumo actual de la nueva máquina, un 
placer que podemos calificar de auto-erótico o más bien de automático en el 
que se contraen las nupcias de una nueva alianza, nuevo nacimiento, éxtasis 
deslumbrante como si el erotismo liberase otros poderes ilimitados. 

La cuestión se convierte en: ¿qué produce la máquina célibe? ¿qué se pro¬ 
duce a través de ella? La respuesta parece que es: cantidades intensivas. Hay 
una experiencia esquizofrénica de las cantidades intensivas en estado puro, en 
un punto casi insoportable —una miseria y una gloria célibes sentidas en el 
punto más alto, como un clamor suspendido entre la vida y la muerte, una 
sensación de paso intensa, estados de intensidad pura y cruda despojados de 
su figura y de su forma. A menudo se habla de las alucinaciones y del delirio; 
pero el dato alucinatorio (veo, oigo) y el dato delirante (pienso...) presuponen 
un Yo siento más profundo, que proporcione a las alucinaciones su objeto y al 
delirio del pensamiento su contenido. Un «siento que me convierto en mu¬ 
jer», «que me convierto en Dios», etc., que no es ni delirante ni alucinatorio, 
pero que va a proyectar la alucinación o a interiorizar el delirio. Delirio y alu¬ 
cinación son secundarios con respecto a la emoción verdaderamente primaria 
que en un principio no siente más que intensidades, devenires, pasos 17 . ¿De 
dónde proceden estas intensidades puras? Proceden de las dos fuerzas prece- 


16. Michel Carrouges, Les Machines célibataires, Arcanes, 1954. 

17. W. R. Bion es el primero que ha insistido en esta importancia del Yo siento ; sin 
embargo, la inscribe tan sólo en el orden del fantasma, y realiza un paralelo afectivo con el Yo 
pienso. Cf. Elements of Psycho-analysis, Heinemann, 1963, páginas 94 sg. 


26 


dentes, repulsión y atracción, y de la oposición entre estas dos fuerzas. No es 
que las propias intensidades estén en oposición unas con otras y se equilibren 
alrededor de un estado neutro. Por el contrarío, todas son positivas a partir de 
la intensidad = 0 que designa el cuerpo lleno sin órganos. Y forman caídas o 
alzas relativas según su relación compleja y según la proporción de atracción y 
repulsión que entra en su juego. En una palabra, la oposición entre las fuerzas 
de atracción y repulsión produce una serie abierta de elementos intensivos, 
todos positivos, que nunca expresan el equilibrio final de un sistema, sino 
un número ilimitado de estados estacionarios y metastásicos por los que un 
sujeto pasa. Profundamente esquizoide es la teoría kantiana que dice que las 
cantidades intensivas llenan la materia sin vacío en diversos grados. Siguiendo 
la doctrina del presidente Schreber, la atracción y la repulsión producen inten¬ 
sos estados de nervios que llenan el cuerpo sin órganos en diversos grados, por 
los que pasa el sujeto-Schreber, convirtiéndose en mujer, convirtiéndose en 
muchas más cosas siguiendo un círculo de eterno retorno. Los senos sobre el 
torso desnudo del presidente no son ni delirantes ni alucinatorios; en primer 
lugar, designan una banda de intensidad, una zona de intensidad sobre su 
cuerpo sin órganos. El cuerpo sin órganos es un huevo: está atravesado por ejes 
y umbrales, latitudes, longitudes, geodésicas, está atravesado por gradientes 
que señalan los devenires y los cambios del que en él se desarrolla. Aquí nada 
es representativo. Todo es vida y vivido: la emoción vivida de los senos no se 
parece a los senos, no los representa, del mismo modo como una zona predes¬ 
tinada en el huevo no se parece al órgano que de allí va a surgir. Sólo bandas 
de intensidad, potenciales, umbrales y gradientes. Experiencia desgarradora, 
demasiado conmovedora, mediante la cual el esquizo es el que está más cerca 
de la materia, de un centro intenso y vivo de la materia: «esta emoción situada 
fuera del punto particular donde la mente la busca... esta emoción que devuel¬ 
ve a la mente el sonido turbador de la materia, toda el alma corre por ella y 
pasa por su fuego ardiente» 18 . 

¿Cómo nos hemos podido figurar al esquizo como este andrajo autista, 
separado de lo real y de la vida? Peor aún: ¿cómo ha podido la psiquiatría con¬ 
vertirlo en este andrajo, cómo ha podido reducirlo a este estado de un cuerpo 
sin órganos ya muerto —a ése que se instalaba en este punto insoportable 
donde la mente toca la materia y vive sus momentos de intensidad, y la consu¬ 
me? Además, ¿no sería preciso relacionar esta pregunta con otra, en apariencia 
muy diferente: qué hace el psicoanálisis para reducir, esta vez al neurótico, 

18. Artaud, La Pése-nerfs , Gallimard, Oeuvres completes I, pág. 112 (tr. cast. El pesa- 
nervios, Ed. Corazón, 197.6). 


27 


a una pobre criatura que consume eternamente el papá-mamá, y nada más? 
¿Cómo ha podido ser reducida la síntesis conjuntiva del “¡Luego era eso!”, 
“¡Luego soy yo!” el eterno y triste descubrimiento de Edipo, “Luego es mi pa¬ 
dre, luego es mi madre...”? Todavía no podemos responder a estas cuestiones. 
Tan sólo vemos hasta qué punto el consumo de intensidades puras es ajeno 
a las figuras familiares, y en qué medida el tejido conjuntivo del «luego es (o 
soy)...» es ajeno al tejido edípico. ¿Cómo resumir todo este movimiento vital? 
Siguiendo un primer camino (vía breve): los puntos de disyunción sobre el 
cuerpo sin órganos forman círculos de convergencia alrededor de las máqui¬ 
nas deseantes; entonces el sujeto, producido como residuo al lado de la mᬠ
quina, apéndice o pieza adyacente de la máquina, pasa por todos los estados 
del círculo y pasa de un círculo a otro. No está en el centro, pues lo ocupa la 
máquina, sino en la orilla, sin identidad fija, siempre descentrado, deducido 
de los estados por los que pasa. Así los rizos trazados por el Innombrable, «ora 
bruscos y breves, como valses, ora con una amplitud de parábola», teniendo 
como estados a Murphy, Watt, Mercier, etc., sin que la familia cuente para 
nada. O bien otro camino más complejo, pero que viene a ser lo mismo: a 
través de la máquina paranoica y la máquina milagrosa, las proporciones de 
repulsión y de atracción sobre el cuerpo sin órganos producen en la máquina 
célibe una serie de estados a partir de 0; y el sujeto nace de cada estado de la 
serie, renace siempre del estado siguiente que le determina en un momento, 
consumiendo y consumando todos estos estados que le hacen nacer y renacer 
(el estado vivido es primero con respecto al sujeto que lo vive). 

Esto es lo que Klossowski ha demostrado admirablemente en su comenta¬ 
rio de Nietzsche: la presencia de la Stimmung como emoción material, consti¬ 
tutiva del pensamiento más alto y de la percepción más aguda 19 . «Las fuerzas 
centrífugas nunca huyen del centro, sino que se aproximan una vez más para 
alejarse de nuevo: éstas son las vehementes oscilaciones que conmocionan a un 
individuo en tanto que no busque más que su propio centro y no vea el círculo 
del que él mismo forma parte; pues si las oscilaciones lo conmocionan, es de¬ 
bido a que cada una responde a otro individuo distinto del que cree ser, desde 
el punto de vista del centro inencontrable. De ahí, que una identidad es esen¬ 
cialmente fortuita y que una serie de individualidades deben ser recorridas por 
cada una de ellas, para que el carácter fortuito de ésta o de aquella haga que 
todas sean necesarias.» Las fuerzas de atracción y de repulsión, de desarrollo y 
de decadencia, producen una serie de estados intensivos a partir de la intensi- 

19. Pierre Klossowski, Nietzsche et le cercle vicieux, Mercure de France, 1969 (tr. cast. Ed. 
Seix Barral). 


28 


dad = O que designa al cuerpo sin órganos («pero lo singular radica en que allí 
todavía es necesario un nuevo aflujo, para significar tan sólo esta ausencia»). 
No existe el yo-Nietzsche, profesor de filología, que pierde de golpe la razón, y 
que podría identificarse con extraños personajes; existe el sujeto nietszcheano 
que pasa por una serie de estados y que identifica los nombres de la historia 
con estos estados: yo soy todos los nombres de la historia... El sujeto se extiende 
sobre el contorno del círculo cuyo centro abandonó el yo. En el centro hay la 
máquina del deseo, la máquina célibe del eterno retorno. Sujeto residual de la 
máquina, el sujeto nietzscheano saca una prima eufórica (Voluptas) de todo 
lo que la máquina hace girar, y que el lector había creído que era sólo la obra 
en fragmentos de Nietzsche: «Nietzsche cree proseguir en lo sucesivo, no la 
realización de un sistema, sino la aplicación de un programa... bajo la forma 
de los residuos del discurso nietzscheano, convertidos en cierta manera en el 
repertorio de su histrionismo.» No es identificarse con personas, sino identi¬ 
ficar los nombres de la historia con zonas de intensidad sobre el cuerpo sin 
órganos; y cada vez el sujeto exclama: «¡Soy yo, luego soy yo! » Nunca se ha he¬ 
cho tanta historia como la que el esquizo hace, ni de la manera como la hace. 
De una vez consume la historia universal. Empezamos a definirlo como Homo 
natura y acaba como Homo historia. De uno a otro ese largo camino que va de 
Elolderlin a Nietzsche, y que se precipita («La euforia no podría prolongarse 
en Nietzsche tanto tiempo como la alienación contemplativa de Elolderlin... 
La visión del mundo concedida a Nietzsche no inaugura una sucesión más 
o menos regular de paisajes o de naturalezas muertas, extendida sobre unos 
cuarenta años; es la parodia rememorante de un acontecimiento: un solo actor 
para representarla en una jornada solemne —ya que todo se pronuncia y vuel¬ 
ve a desaparecer en una sola jornada— aunque debiera haber durado del 31 de 
diciembre al 6 de enero —más allá del calendario razonable.») 


* * 


* 


La célebre tesis del psiquíatra Clerambault parece que está bien fundada: 
el delirio, con su carácter global sistemático, es secundario con respecto a 
fenómenos de automatismo parcelarios y locales. En efecto, el delirio califica 
al registro que recoge el proceso de producción de las máquinas deseantes; y 
aunque tenga síntesis y afecciones propias, como podemos verlo en la para¬ 
noia e incluso en las formas paranoides de la esquizofrenia, no constituye una 
esfera autónoma y es secundario con respecto al funcionamiento y a los fallos 
de las máquinas deseantes. No obstante, Clerambault utilizaba el término «au- 


29 


tomatismo (mental)» tan sólo para designar fenómenos atemáticos de eco, de 
sonorización, de explosión, de sinsentido, en los que veía el efecto mecánico 
de infecciones o intoxicaciones. A su vez, explicaba una buena parte del delirio 
como un efecto del automatismo; en cuanto a la otra parte, «personal», era 
de naturaleza reactiva y remitía al «carácter», cuyas manifestaciones, por otra 
parte, podían preceder al automatismo (por ejemplo, el carácter paranoico) 20 . 
De este modo, Clerambault no veía en el automatismo más que un mecanis¬ 
mo neurológico en el sentido más general de la palabra, y no un proceso de 
producción económica que ponía en acción máquinas deseantes; y en cuanto 
a la historia, se contentaba con invocar el carácter innato o adquirido. Cleram¬ 
bault es el Feuerbach de la psiquiatría, en el mismo sentido en que Marx dice: 
«En la medida en que Feuerbach es materialista, la historia no se encuentra 
en él, y en la medida que considera la historia, no es materialista.» Una psi¬ 
quiatría verdaderamente materialista se define, por el contrario, por una doble 
operación; introducir el deseo en el mecanismo, introducir la producción en 
el deseo. 

No existe una diferencia profunda entre el falso materialismo y las for¬ 
mas típicas del idealismo. La teoría de la esquizofrenia está señalada por tres 
conceptos que constituyen su fórmula trinitaria: la disociación (Kraepelin), 
el autismo (Bleuler), el espacio-tiempo o el ser en el mundo (Binswanger). 
El primero es un concepto explicativo que pretende indicar el trastorno es¬ 
pecífico o el déficit primario. El segundo es un concepto comprensivo que 
indica la especificidad del efecto: al propio delirio o la ruptura, «el desapego 
a la realidad acompañado por una predominancia relativa o absoluta de la 
vida interior». El tercero es un concepto expresivo que descubre o redescubre 
al hombre delirante en su mundo específico. Los tres conceptos tienen en 
común el relacionar el problema de la esquizofrenia con el yo, a través de «la 
imagen del cuerpo» (último avatar del alma, en el que se confunden las exigen¬ 
cias del esplritualismo y del positivismo). Pero, el yo es como el papá-mamá, 
ya hace tiempo que el esquizo no cree en él. Está más allá, está detrás, debajo, 
en otro lugar, pero no en esos problemas. Sin embargo, allí donde esté, exis¬ 
ten problemas, sufrimientos insuperables, pobrezas insoportables, mas ¿por 
qué queremos llevarlo al lugar de donde ha salido, y queremos colocarlo en 
esos problemas que ya no son los suyos? ¿por qué queremos burlarnos de su 
verdad a la que creemos haber rendido suficiente homenaje al concederle un 
saludo ideal? Tal vez se diga que el esquizo no puede decir yo, y que es preciso 
devolverle esta función sagrada de enunciación. Ante lo cual dice resumiendo: 

20. G. de Clerambault, Oeuvrepsychiatrique , P.U.F. 


30 


se me vuelve a enmarranar. «Ya no diré yo, nunca más lo diré, es demasiado es¬ 
túpido. Pondré en su lugar, cada vez que lo oiga, a la tercera persona, si pienso 
en ello. Quizás esto les divierta, sin embargo, no cambiará nada.» Y si vuelve 
a decir yo, esto tampoco cambiará nada. Completamente ajeno a estos pro¬ 
blemas, por completo más allá. Incluso Freud no escapa a este limitado punto 
de vista del yo. Y lo que se lo impedía era su propia fórmula trinitaria —la 
edípica, la neurótica: papá-mamá-yo. Será preciso que nos preguntemos si el 
imperialismo analítico del complejo de Edipo no condujo a Freud a recobrar, 
y a garantizar con su autoridad, el fastidioso concepto de autismo aplicado a la 
esquizofrenia. Pues, en una palabra, a Freud no le gustan los esquizofrénicos, 
no le gusta su resistencia a la edipización, más bien tiene tendencia a tratar¬ 
los como tontos: toman las palabras por cosas, dice, son apáticos, narcisistas, 
están separados de lo real, son incapaces de transferencia, se parecen a filóso¬ 
fos, «indeseable semejanza». A menudo se ha preguntado sobre la manera de 
concebir analíticamente la relación entre las pulsiones y los síntomas, entre 
el símbolo y lo simbolizado. ¿Es una relación causal , o de comprensión , o de 
expresión ? La cuestión se plantea demasiado teóricamente. Pues, de hecho, 
desde que nos introducimos en Edipo, desde que se nos mide con Edipo, ya 
se ha desarrollado el juego y se ha suprimido la única relación auténtica: la 
de producción. El gran descubrimiento del psicoanálisis fue el de la produc¬ 
ción deseante, de las producciones del inconsciente. Sin embargo, con Edipo, 
este descubrimiento fue encubierto rápidamente por un nuevo idealismo: el 
inconsciente como fábrica fue sustituido por un teatro antiguo; las unidades 
de producción del inconsciente fueron sustituidas por la representación; el 
inconsciente productivo fue sustituido por un inconsciente que tan sólo podía 
expresarse (el mito, la tragedia, el sueño...). 

Cada vez que se remite el problema del esquizofrénico al yo, sólo podemos 
«probar» una esencia o especificidad supuestas del esquizo, sea con amor y 
piedad, sea para escupirla con desagrado. Una vez como yo disociado, otra 
como yo escindido, otra, la más coqueta, como yo que no había cesado de ser, 
que estaba allí específicamente, pero en su mundo, y que se deja recobrar por 
un psiquiatra maligno, un super-observador comprensivo, en suma, un feno- 
menólogo. También ahí recordamos la advertencia de Marx: no adivinamos 
por el gusto del trigo quien lo ha cultivado, no adivinamos en el producto el 
régimen y las relaciones de producción. El producto aparece específico, ine¬ 
narrablemente específico, cuando se le relaciona con formas ideales de causa, 
comprensión o expresión-, pero no aparece específico si se le relaciona con el 
proceso de producción real del que depende. El esquizofrénico aparece tanto más 


31 


específico y personificado desde que se detiene el proceso, o desde que se le 
convierte en un fin, o desde que se le hace jugar en el vacío hasta el infinito, de 
manera que provoque esta «horrible extremidad en la que el alma y el cuerpo 
acaban por perecer» (el Autista). El famoso estado terminal de Kraepelin... 
Por el contrario, desde que se asigna el proceso material de producción, la es¬ 
pecificidad del producto tiende a desvanecerse, al mismo tiempo que aparece 
la posibilidad de otra «realización». Antes que la afección del esquizofrénico 
artificializado, personificado en el autismo, la esquizofrenia es el proceso de 
la producción del deseo y de las máquinas deseantes. Por tanto, la cuestión 
importante es: ¿cómo pasamos de uno a otro? ¿es inevitable este paso? Sobre 
este punto, al igual que sobre otros, Jaspers proporcionó las indicaciones más 
valiosas, ya que su idealismo era singularmente atípico. Oponiendo el concep¬ 
to de proceso a los de reacción o desarrollo de la personalidad, piensa el pro¬ 
ceso como ruptura, intrusión, alejado de una relación ficticia con el yo para 
sustituirla por una relación con lo «demoníaco» en la naturaleza. Tan sólo le 
faltaba concebir el proceso como realidad material económica, como proceso 
de producción en la identidad Naturaleza = Industria, Naturaleza = Historia. 

En cierta manera, la lógica del deseo pierde su objeto desde el primer paso: 
el primer paso de la división platónica que nos obliga a escoger entre produc¬ 
ción y adquisición. Desde el momento en que colocamos el deseo al lado de 
la adquisición, obtenemos una concepción idealista (dialéctica, nihilista) del 
deseo que, en primer lugar, lo determina como carencia, carencia de objeto, 
carencia del objeto real. Cierto es que el otro lado, el lado «producción», no es 
ignorado. Incluso correspondió a Kant el haber realizado en la teoría del deseo 
una revolución crítica, al definirlo como «la facultad de ser por sus represen¬ 
taciones causa de la realidad de los objetos de estas representaciones». Sin 
embargo, no es por casualidad que, para ilustrar esta definición, Kant invoca 
las creencias supersticiosas, las alucinaciones y los fantasmas: sabemos perfec¬ 
tamente que el objeto real no puede ser producido más que por una causalidad 
y por mecanismos externos, pero este saber no nos impide creer en el poder 
interior del deseo para engendrar su objeto, aunque sea bajo una forma irreal, 
alucinatoria o fantasmática, y para representar esta causalidad en el propio 
deseo 21 . La realidad del objeto en tanto que producido por el deseo es, por 
tanto, la realidad psíquica. Entonces podemos decir que la revolución crítica 
no cambia para nada lo esencial: esta manera de concebir la productividad no 
pone en cuestión la concepción clásica del deseo como carencia, sino al con¬ 
trario se apoya en ella, se extiende sobre ella y se contenta con profundizarla. 

21. Kant, Critique du jugement, introducción, 3 (tr. cast. Ed. Espasa Calpe, 1981). 


32 


En efecto, si el deseo es carencia del objeto real, su propia realidad forma parte 
de una «esencia de la carencia» que produce el objeto fantasmático. El deseo 
concebido de esta forma como producción, pero producción de fantasmas, 
ha sido perfectamente expuesto por el psicoanálisis. En el nivel más bajo de la 
interpretación, esto significa que el objeto real del que el deseo carece remite 
por su cuenta a una producción natural o social extrínseca, mientras que el 
deseo produce intrínsecamente un imaginario que dobla a la realidad, como 
si hubiese «un objeto soñado detrás de cada objeto real» o una producción 
mental detrás de las producciones reales. Ciertamente, el psicoanálisis no está 
obligado a desembocar en un estudio de los gadgets y de los mercados, bajo la 
forma más miserable de un psicoanálisis del objeto (psicoanálisis del paquete 
de tallarines, del automóvil o de la «máquina»). Pero incluso cuando el fan¬ 
tasma es interpretado en toda su extensión, ya no como un objeto, sino como 
una máquina específica que pone en escena al deseo, esta máquina tan sólo 
es teatral, y deja subsistir la complementariedad de lo que separa: entonces, 
la necesidad es definida por la carencia relativa y determinada de su propio 
objeto, mientras que el deseo aparece como lo que produce el fantasma y se 
produce a sí mismo separándose del objeto, pero también redoblando la ca¬ 
rencia, llevándola al absoluto, convirtiéndola en una «incurable insuficiencia 
de ser», una «carencia-de-ser que es la vida». De donde, la presentación del de¬ 
seo como apoyado en las necesidades, la productividad del deseo continuando 
su hacer sobre el fondo de las necesidades, y su relación de carencia de objeto 
(teoría del apoyo o anaclisis). En una palabra, cuando reducimos la produc¬ 
ción deseante a un problema de fantasma, nos contentamos con sacar todas las 
consecuencias del principio idealista que define el deseo como una carencia, y 
no como producción, producción «industrial». Clément Rosset dice acertada¬ 
mente: cada vez que insistimos sobre una carencia de la que carecería el deseo 
para definir su objeto, «el mundo se ve doblado por otro mundo, gracias al 
siguiente itinerario: el objeto falta al deseo; luego el mundo no contiene todos 
los objetos, al menos le falta uno, el del deseo; luego existe otro lugar que po¬ 
see la clave del deseo (de la que carece el mundo).» 22 

Si el deseo produce, produce lo real. Si el deseo es productor, sólo puede 
serlo en realidad, y de realidad. El deseo es este conjunto de síntesis pasivas 
que maquinan los objetos parciales, los flujos y los cuerpos, y que funcionan 
como unidades de producción. De ahí se desprende lo real, es el resultado de 
las síntesis pasivas del deseo como autoproducción del inconsciente. El deseo 
no carece de nada, no carece de objeto. Es más bien el sujeto quien carece de 

22. Clément Rosset, Logique dupire , P.U.F., 1970, pág. 37 (tr. cast. Ed. Barral, 1976). 


33 


deseo, o el deseo quien carece de sujeto fijo; no hay más sujeto fijo que por 
la represión. El deseo y su objeto forman una unidad: la máquina, en tanto 
que máquina de máquina. El deseo es máquina, el objeto del deseo es todavía 
máquina conectada, de tal modo que el producto es tomado del producir, y 
que algo se desprende del producir hacia el producto, que va a dar un resto al 
sujeto nómada y vagabundo. El ser objetivo del deseo es lo Real en sí mismo 23 . 
No existe una forma de existencia particular que podamos llamar realidad 
psíquica. Como dice Marx, no existe carencia, existe pasión como «ser objeto 
natural y sensible». No es el deseo el que se apoya sobre las necesidades, sino 
al contrario, son las necesidades las que se derivan del deseo: son contrapro¬ 
ductos en lo real que el deseo produce. La carencia de un contra-efecto del 
deseo, está depositada, dispuesta, vacualizada en lo real natural y social. El 
deseo siempre se mantiene cerca de las condiciones de existencia objetiva, se 
las adhiere y las sigue, no sobrevive a ellas, se desplaza con ellas, por ello es 
tan fácilmente deseo de morir, mientras que la necesidad mide el alejamiento 
de un sujeto que perdió el deseo al perder la síntesis pasiva de estas condi¬ 
ciones. La necesidad como práctica del vacío no tiene más sentido que ese: 
ir a buscar, capturar, ser parásito de las síntesis pasivas allí donde estén. Por 
más que digamos: no se es hierba, hace tiempo que se ha perdido la síntesis 
clorofílica, es preciso comer... El deseo se convierte entonces en este miedo 
abyecto a carecer. Pero justamente, esta frase no la pronuncian los pobres o los 
desposeídos. Ellos, por el contrario, saben que están cerca de la hierba, y que 
el deseo «necesita» pocas cosas, no estas cosas que se les deja, sino estas mismas 
cosas de las que no se cesa de desposeerles, y que no constituían una carencia en 
el corazón del sujeto, sino más bien la objetividad del hombre, el ser objetivo 
del hombre, para el cual desear es producir, producir en realidad. Lo real no es 
imposible; por el contrario, en lo real todo es posible, todo se vuelve posible. 
No es el deseo el que expresa una carencia molar en el sujeto, sino la organi¬ 
zación molar la que destituye al deseo de su ser objetivo. Los revolucionarios, 
los artistas y los videntes se contentan con ser objetivos, nada más que obje¬ 
tivos: saben que el deseo abraza a la vida con una potencia productiva, y la 
reproduce de una forma tan intensa que tiene pocas necesidades. Y tanto peor 
para los que creen que es fácil de decir, o que es una idea en los libros. «De lo 

23. La admirable teoría sobre el deseo de Lacan creemos que tiene dos polos: uno con re¬ 
lación al «pequeño objeto-a» como máquina deseante, que define el deseo por una producción 
real, superando toda idea de necesidad y también de fantasma; otro con relación al «gran Otro» 
como significante, que reintroduce una cierta idea de carencia. Podemos ver claramente la os¬ 
cilación entre estos dos polos en el artículo de Leclaire sobre «La Réalité du désir» (en Sexualité 
humaine, Aubier, 1970). 


34 


poco que leí saqué la conclusión de que los hombres que más se empapaban 
en la vida, que la moldeaban, que eran la propia vida, comían poco, dormían 
poco, poseían pocos bienes, si es que poseían alguno. No mantenían ilusiones 
en cuestiones de deber, de procreación, en los limitados fines de perpetuar 
la familia o defender el Estado... El mundo de los fantasmas es aquél que 
no hemos acabado de conquistar. Es un mundo del pasado y no del futuro. 
Quien va hacia adelante aferrado al pasado, arrastra consigo las cadenas del 
presidiario» 24 . El viviente vidente es Spinoza bajo el hábito del revolucionario 
napolitano. Nosotros sabemos de dónde proviene la carencia — y su correlato 
subjetivo el fantasma. La carencia es preparada, organizada, en la producción 
social. Es contraproducida por mediación de la antiproducción que se vuelca 
sobre las fuerzas productivas y se las apropia. Nunca es primera; la producción 
nunca es organizada en función de una escasez anterior, es la escasez la que 
se aloja, se vacuoliza, se propaga según la organización de una producción 
previa 25 . Es el arte de una clase dominante, práctica del vacío como economía 
de mercado: organizar la escasez, la carencia, en la abundancia de producción, 
hacer que todo el deseo recaiga es el gran miedo a carecer, hacer que el objeto 
dependa de una producción real que se supone exterior al deseo (las exigencias 
de la racionalidad), mientras que la producción del deseo pasa al fantasma 
(nada más que al fantasma). 

No existe por una parte una producción social de realidad y por otra una 
producción deseante de fantasma. Entre estas dos producciones no se esta¬ 
blecen más que lazos secundarios de introyección y de proyección, como si 
las prácticas sociales se doblasen en prácticas mentales interiorizadas, o bien 
como si las prácticas mentales se proyectasen en los sistemas sociales, sin que 
nunca unas mermasen a las otras. Mientras nos contentemos con colocar para¬ 
lelamente, por una parte, el dinero, el oro, el capital y el triángulo capitalista, 
y por otra parte, la libido, el ano, el falo y el triángulo familiar, nos entrega¬ 
remos a un agradable pasatiempo; sin embargo, los mecanismos del dinero 
permanecen por completo indiferentes a las proyecciones anales de quienes lo 
manejan. El paralelismo Marx-Freud permanece por completo estéril e indife- 

24. H. Miller, Sexus, tr. fr. Buchet-Chastel, pág. 277 (tr. cast. Seix Barral, 1984). 

25- Maurice Clavel señala, a propósito de Sartre, que una filosofía marxista no permite 
que se introduzca en el principio la noción de escasez o rareza: «Esta escasez anterior a la explo¬ 
tación erige en realidad nunca independiente, puesto que está situada a un nivel primordial, 
la ley de la oferta y la demanda. Por tanto, ya no se trata de incluir o deducir esta ley en el 
marxismo, puesto que es inmediatamente legible desde antes, en un plano del que el marxismo 
mismo se derivaría. Marx, riguroso, se niega a utilizar la noción de rareza (en el sentido de es¬ 
casez, N. delT.), y debe negarla, pues esta categoría lo arruinaría» (Qui est aliéné?, Flammarion, 
1970, pág. 330). 


35 


rente, colocando en escena términos que se interiorizan o se proyectan el uno 
en el otro sin cesar de ser extranjeros, como en esta famosa ecuación dinero = 
mierda. En verdad, la producción social es tan sólo la propia producción deseante 
en condiciones determinadas. Nosotros decimos que el campo social está inme¬ 
diatamente recorrido por el deseo, que es su producto históricamente determi¬ 
nado, y que la libido no necesita ninguna mediación ni sublimación, ninguna 
operación psíquica, ninguna transformación, para cargar las fuerzas produc¬ 
tivas y las relaciones de producción. Sólo hay el deseo y lo social, y nada más. 
Incluso las formas más represivas y más mortíferas de la reproducción social 
son producidas por el deseo, en la organización que se desprende de él bajo tal 
o cual condición que deberemos analizar. Por ello, el problema fundamental 
de la filosofía política sigue siendo el que Spinoza supo plantear (y que Reich 
redescubrió): «¿Por qué combaten los hombres por su servidumbre como si se 
tratase de su salvación?» Cómo es posible que se llegue a gritar: ¡queremos más 
impuestos! ¡menos pan! Como dice Reich, lo sorprendente no es que la gente 
robe, o que haga huelgas; lo sorprendente es que los hambrientos no roben 
siempre y que los explotados no estén siempre en huelga. ¿Por qué soportan 
los hombres desde siglos la explotación, la humillación, la esclavitud, hasta 
el punto de quererlas no sólo para los demás, sino también para sí mismos? 
Nunca Reich fue mejor pensador que cuando rehúsa invocar un desconoci¬ 
miento o una ilusión de las masas para explicar el fascismo, y cuando pide una 
explicación a partir del deseo, en términos de deseo: no, las masas no fueron 
engañadas, ellas desearon el fascismo en determinado momento, en determi¬ 
nadas circunstancias, y esto es lo que precisa explicación, esta perversión del 
deseo gregario 26 . Sin embargo, Reich no llega a dar una respuesta suficiente, ya 
que a su vez restaura lo que estaba abatiendo, al distinguir la racionalidad tal 
como es o debería ser en el proceso de la producción social, y lo irracional en 
el deseo, siendo tan sólo lo segundo justiciable por el psicoanálisis. Por tanto, 
reserva al psicoanálisis la única explicación de lo «negativo», de lo «subjetivo» 
y de lo «inhibido» en el campo social. Con lo cual, necesariamente, llega a un 
dualismo entre el objeto real racionalmente producido y la producción fan- 
tasmática irracional 27 . Renuncia a descubrir la común medida o la coextensión 
del campo social y del deseo. Ocurría que, para fundar verdaderamente una psi- 

26. Reich, Psycologie de masse du fascisme (tr. cast. Ed. Bruguera, 1980). 

27. En los culturalistas encontramos una distinción entre sistemas racionales y sistemas 
proyectivos, no aplicándose el psicoanálisis más que a estos últimos (por ejemplo, Kardiner). A 
pesar de su hostilidad frente al culturalismo, Reich, y también Marcuse, recogen algún aspecto 
de esta dualidad, aunque determinan y aprecian de un modo por completo distinto lo racional 
y lo irracional. 


36 


quiatría materialista, le faltaba la categoría de producción deseante, a la cual lo 
real fue sometido bajo sus formas llamadas tanto racionales como irracionales. 

La existencia masiva de una represión social realizada sobre la producción 
deseante no afecta para nada nuestro principio: el deseo produce lo real, o la 
producción deseante no es más que la producción social. No es cuestión de 
reservar al deseo una forma de existencia particular, una realidad mental o 
psíquica que se opondría a la realidad material de la producción social. Las 
máquinas deseantes no son máquinas fantasmáticas u oníricas, que se dis¬ 
tinguirían de las máquinas técnicas y sociales y las doblarían. Los fantasmas 
son más bien expresiones secundarias que provienen de la identidad de las 
dos clases de máquinas en un medio dado. El fantasma nunca es individual; 
es fantasma de grupo, como supo mostrarlo el análisis institucional. Y si hay 
dos clases de fantasmas de grupo, es debido a que la identidad puede ser leída 
en los dos sentidos, según que las máquinas deseantes sean tomadas en las 
grandes masas gregarias que forman, o según que las máquinas sociales sean 
relacionadas con las fuerzas elementales del deseo que las forman. Por tanto, 
puede suceder, en el fantasma de grupo, que la libido cargue el campo social 
existente, comprendido en sus formas más represivas; o puede suceder, al con¬ 
trario, que proceda a una contracatexis que conecte el deseo revolucionario 
con el campo social existente (por ejemplo, las grandes utopías socialistas del 
siglo XIX funcionan, no como modelos ideales, sino como fantasmas de gru¬ 
po, es decir, como agentes de la productividad real del deseo que hacen posible 
una descarga, retiro de catexis, o una «desinstitución» del campo social actual, 
en provecho de una institución revolucionaria del propio deseo). Pero, entre 
ambas, entre las máquinas deseantes y las máquinas sociales técnicas, nunca 
existe diferencia de naturaleza. Existe una distinción, pero sólo una distinción 
de régimen, según relaciones de tamaño. Son las mismas máquinas, con una 
diferencia aproximada de régimen; y ello es lo que precisamente muestran los 
fantasmas de grupo. 

Cuando anteriormente esbozábamos un paralelo entre la producción social 
y la producción deseante, para mostrar en ambos casos la presencia de una 
instancia de antiproducción presta a volcarse sobre las formas productivas y 
a apropiárselas, este paralelismo no prejuzgaba para nada la relación entre las 
dos producciones. Tan sólo podíamos precisar algunos aspectos relativos a la 
distinción de régimen. En primer lugar, las máquinas técnicas no funcionan, 
evidentemente, más que con la condición de no estar estropeadas; su límite 
propio es el desgaste y no el desarreglo. Marx puede basarse en este simple 
principio para mostrar que el régimen de las máquinas técnicas es el de una 


37 


firme distinción entre el medio de producción y el producto, gracias a la cual 
la máquina transmite el valor al producto, y sólo el valor que pierde desgas¬ 
tándose. Las máquinas deseantes, por el contrario, al funcionar no cesan de 
estropearse, no funcionan más que estropeadas: el producir siempre se injerta 
sobre el producto, y las piezas de la máquina también son el combustible. El 
arte a menudo utiliza esta propiedad creando verdaderos fantasmas de grupo 
que cortocircuitan la producción social con una producción deseante, e in¬ 
troducen una función de desarreglo en la reproducción de máquinas técnicas. 
Como por ejemplo los violines quemados de Arman o los coches comprimidos 
de César. O de una forma más general, el método de paranoia crítica de Dalí 
asegura la explosión de una máquina deseante en un objeto de producción so¬ 
cial. Sin embargo, ya Ravel prefería el desarreglo al desgaste y sustituía la mar¬ 
cha lenta y la extinción gradual por las detenciones bruscas, las vacilaciones, 
las trepidaciones, los fallos, las roturas 28 . El artista es el señor de los objetos; 
integra en su arte objetos rotos, quemados, desarreglados para devolverlos al 
régimen de las máquinas deseantes en las que el desarreglo, el romperse, forma 
parte del propio funcionamiento; presenta máquinas paranoicas, milagrosas, 
célibes, como otras tantas máquinas técnicas, libre para minar las máquinas 
técnicas con máquinas deseantes. Además, la propia obra de arte es máquina 
deseante. El artista amontona su tesoro para una próxima explosión, y es por 
ello por lo que encuentra que las destrucciones, verdaderamente, no llegan 
con la suficiente rapidez. 

Una segunda diferencia de régimen se desprende de ello: las máquinas 
deseantes producen por sí mismas la antiproducción, mientras que la antipro¬ 
ducción propia de las máquinas técnicas sólo es producida en las condiciones 
extrínsecas de la reproducción del proceso (aunque estas condiciones no ven¬ 
gan «después»). Por esta razón, las máquinas técnicas no son una categoría 
económica, y siempre remiten a un socius o máquina social que no se con¬ 
funde con ellas y que condiciona esta reproducción. Por tanto, una máquina 
técnica no es causa, sino sólo índice de una forma general de la producción 
social: así por ejemplo, las máquinas manuales y las sociedades primitivas, la 
máquina hidráulica y el modo asiático, la máquina industrial y el capitalismo. 
Por tanto, cuando planteábamos el socius como lo análogo a un cuerpo lleno 
sin órganos, no dejaba de haber una diferencia importante. Pues las máquinas 
deseantes son la categoría fundamental de la economía del deseo, ya que pro¬ 
ducen por sí mismas un cuerpo sin órganos y no distinguen a los agentes de 
sus propias piezas, ni las relaciones de producción de sus propias relaciones, 

28. Jankelevitch, Ravel, Ed. du Seuil, págs. 74-80. 


38 


ni lo social de lo técnico. Las máquinas deseantes son a la vez técnicas y socia¬ 
les. Es en este sentido que la producción deseante constituye el lugar de una 
represión originaria, mientras que la producción social es el lugar de la repre¬ 
sión general, y que de ésta a aquélla se ejerce algo que se parece a la represión 
secundaria «propiamente dicha»: todo depende de la situación del cuerpo sin 
órganos, o de su equivalente, según sea resultado interno o condición extrín¬ 
seca (cambia notablemente el papel del instinto de muerte). 

Sin embargo, son las mismas máquinas bajo dos regímenes diferentes 
—aunque sea una extraña aventura para el deseo el desear la represión. Sólo 
hay una producción, la de lo real. Sin duda, podemos expresar esta identidad 
de dos maneras, pero estas dos maneras constituyen la auto-producción del in¬ 
consciente como oído. Podemos decir que toda producción social se despren¬ 
de de la producción deseante en determinadas condiciones: en primer lugar, el 
Homo natura. No obstante, también podemos decir, y más exactamente, que 
la producción deseante es en primer lugar social y que no tiende a liberarse 
más que al final (en primer lugar, el Homo historia). Ocurre que el cuerpo sin 
órganos no está dado por sí mismo en un origen, y luego proyectado en las di¬ 
ferentes clases de socius, como si un gran paranoico, jefe de la horda primitiva, 
estuviese en la base de la organización social. La máquina social o socius puede 
ser el cuerpo de la Tierra, el cuerpo del Déspota, el cuerpo del Dinero. Nunca 
es una proyección del cuerpo sin órganos. Más bien, el último residuo de 
un socius desterritorializado es el cuerpo sin órganos. El problema del socius 
siempre ha sido éste: codificar los flujos del deseo, inscribirlos, registrarlos, lo¬ 
grar que ningún flujo fluya si no está canalizado, taponado, regulado. Cuando 
la máquina territorial primitiva ya no bastó, la máquina despótica instauró una 
especie de sobrecodificación. Sin embargo, la máquina capitalista, en tanto 
que se establece sobre las ruinas más o menos lejanas de un Estado despótico, 
se encuentra en una situación por completo nueva: la descodificación y la 
desterritorialización de los flujos. El capitalismo no se enfrenta a esa situación 
desde afuera, puesto que de ella vive y encuentra en ella a la vez su condición 
y su materia, y la impone con toda su violencia. Su producción y su represión 
soberanas no pueden ejercerse más que a este precio. El capitalismo nace, en 
efecto, del encuentro entre dos clases de flujos, flujos descodificados de pro¬ 
ducción bajo la forma del capital-dinero, flujos descodificados del trabajo bajo 
la forma del «trabajador libre». Además, al contrario que las máquinas sociales 
precedentes, la máquina capitalista es incapaz de proporcionar un código que 
cubra el conjunto del campo social. La propia idea de código la sustituye en 
el dinero por una axiomática de las cantidades abstractas que siempre llega 


39 


más lejos en el movimiento de desterritorialización del socius. El capitalismo 
tiende hacia un umbral de descodificación, que deshace el socius en provecho 
de un cuerpo sin órganos y que, sobre este cuerpo, libera los flujos del deseo 
en un campo desterritorializado. ¿Podemos decir, en este sentido, que la es¬ 
quizofrenia es el producto de la máquina capitalista, como la manía depresiva 
y la paranoia son el producto de la máquina despótica, como la histeria el 
producto de la máquina territorial? 29 

La descodificación de los flujos, la desterritorialización del socius forman, 
de este modo, la tendencia más esencial del capitalismo. No cesa de aproxi¬ 
marse a su límite, que es un límite propiamente esquizofrénico. Tiende con 
todas sus fuerzas a producir el esquizo como el sujeto de los flujos descodifi¬ 
cados sobre el cuerpo sin órganos —más capitalista que el capitalista y más 
proletario que el proletario. Tender siempre hacia lo más lejano, hasta el punto 
en que el capitalismo se enviaría a la luna con todos sus flujos: en verdad, to¬ 
davía no hemos visto nada. Cuando decimos que la esquizofrenia es nuestra 
enfermedad, la enfermedad de nuestra época, no queremos decir solamente 
que la vida moderna nos vuelve locos. No se trata de modo de vida, sino de 
proceso de producción. No se trata tampoco de un simple paralelismo, aun¬ 
que el paralelismo ya sea más exacto, desde el punto de vista del fracaso de los 
códigos, por ejemplo, entre los fenómenos de deslizamiento de sentido en los 
esquizofrénicos y los mecanismos de discordancia creciente en todos los estra¬ 
tos de la sociedad industrial. De hecho, queremos decir que el capitalismo, en 
su proceso de producción, produce una formidable carga esquizofrénica sobre 
la que hace caer todo el peso de su represión, pero que no cesa de reproducirse 
como límite del proceso. Pues el capitalismo no cesa de contrariar, de inhibir 
su tendencia al mismo tiempo que se precipita en ella; no cesa de rechazar 
su límite al mismo tiempo que tiende a él. El capitalismo instaura o restaura 
todas las clases de territorialidades residuales y facticias, imaginarias o simbó¬ 
licas, sobre las que intenta, tanto bien como mal, volver a codificar, a sellar 
las personas derivadas de las cantidades abstractas. Todo vuelve a pasar, todo 

29. Sobre la histeria, la esquizofrenia y sus relaciones con estructuras sociales cf. los análi¬ 
sis de Georges Devereux, Essais d’ethnopsychiatrie général, tr. fr. Gallimard, págs. 67 sg. (tr. cast. 
Barral Editores, 1973), y las hermosas páginas de Jaspers, Strindberg et van Gogh, tr. fr. Ed. de 
Minuit, págs. 232-236 (tr. cast. Ed. Aguilar) (¿En nuestra época, es la locura «una condición 
de completa sinceridad, en campos en los que, en tiempos menos incoherentes, hubieran sido 
posibles sin ella experiencia y expresión honesta»? — pregunta que Jaspers corrige añadiendo: 
«Eíemos visto que antaño algunos seres se esforzaban por lograr la histeria; del mismo modo, 
hoy podríamos decir que muchos se esfuerzan por llegar a la locura. Pero si la primera tentativa 
es posible psicológicamente en cierta medida, la otra no lo es en modo alguno y sólo puede 
conducir a la mentira.»). 


40 


vuelve de nuevo, los Estados, las patrias, las familias. Esto es lo que convierte 
al capitalismo, en su ideología, en «la pintura abigarrada de todo lo que se ha 
creído». Lo real no es imposible, sino cada vez más artificial. Marx llamaba ley 
de la tendencia opuesta al doble movimiento de la baja tendencial de la tasa de 
ganancia y del crecimiento de la masa absoluta de plusvalía. Como corolario 
de esta ley está el doble movimiento de la descodificación o de la desterritoria- 
lización de los flujos y de su nueva territorialización violenta y facticia. Cuanto 
más desterritorializa la máquina capitalista, descodificando y axiomatizando 
los flujos para extraer su plusvalía, tanto más sus aparatos anexos, burocráticos 
y policiales, vuelven a territorializarlo todo absorbiendo una parte creciente 
de plusvalía. 

Ciertamente, no es en relación con las pulsiones que podemos dar defini¬ 
ciones suficientes y actuales del neurótico, del perverso y del psicótico; pues 
las pulsiones son tan sólo las propias máquinas deseantes. Podemos darlas en 
relación con las territorialidades modernas. El neurótico sigue instalado en las 
territorialidades residuales o facticias de nuestra sociedad, y todas las vuelca 
sobre Edipo como última territorialidad que se reconstituye en el gabinete 
del analista, sobre el cuerpo lleno del psicoanalista (sí, el patrón, es el padre, 
y también el jefe del Estado, y usted también, doctor...) El perverso es el que 
toma el artificio a la palabra: palabra: usted quiere, usted tendrá, territoriali¬ 
dades infinitamente más artificiales todavía que las que la sociedad nos pro¬ 
pone, nuevas familias por completo artificiales, sociedades secretas y lunares. 
En cuanto al esquizo, con su paso vacilante que no cesa de errar, de tropezar, 
siempre se hunde más hondo en la desterritorialización, sobre su propio cuer¬ 
po sin órganos en el infinito de la descomposición del socius, y tal vez ésta es 
su propia manera de recobrar la tierra, el paseo del esquizo. El esquizofrénico 
se mantiene en el límite del capitalismo: es su tendencia desarrollada, el exce¬ 
dente de producto, el proletario y el ángel exterminador. Mezcla todos los có¬ 
digos, y lleva los flujos descodificados del deseo. Lo real fluye. Los dos aspectos 
del proceso se unen: el proceso metafísico que nos pone en contacto con lo 
«demoníaco» en la naturaleza o en el corazón de la tierra, el proceso histórico 
de la producción social que restituye a las máquinas deseantes una autono¬ 
mía con respecto a la máquina social desterritorializada. La esquizofrenia es 
la producción deseante como límite de la producción social. La producción 
deseante y su diferencia de régimen con respecto a la producción social están, 
por tanto, en el final y no en el principio. De una a otra no hay más que un 
devenir que es el devenir de la realidad. Y si la psiquiatría materialista se define 
por la introducción del concepto de producción en el deseo, no puede evitar 


41 


plantear en términos escatológicos el problema de la relación final entre la 
máquina analítica, la máquina revolucionaria y las máquinas deseantes. 


* * * 

¿En qué son las máquinas deseantes verdaderamente máquinas, inde-pen- 
dientemente de cualquier metáfora? Una máquina se define como un sistema 
de cortes. No se trata en modo alguno del corte considerado como separación 
con la realidad; los cortes operan en dimensiones variables según el carácter 
considerado. Toda máquina, en primer lugar, está en relación con un flujo 
material continuo ( hylé ) en el cual ella corta. La máquina funciona como mᬠ
quina de cortar jabón: los cortes efectúan extracciones en el flujo asociativo. 
Así por ejemplo, el ano y el flujo de mierda que corta; la boca y el flujo de le¬ 
che, pero también el flujo de aire, y el flujo sonoro; el pene y el flujo de orina, 
pero también el flujo de esperma. Cada flujo asociativo debe ser considerado 
como ideal, flujo infinito de un muslo de cerdo inmenso. La hylé designa, 
en efecto, la continuidad pura que una materia posee idealmente. Cuando 
Jaulin describe las polillas y polvos que se toman en la iniciación, muestra 
que cada año son producidos como un conjunto de extracciones sobre «una 
sucesión infinita que teóricamente no posee más que un sólo origen», única 
bola extendida hasta los confines del universo 30 . El corte no se opone a la con¬ 
tinuidad, la condiciona, implica o define lo que corta como continuidad ideal. 
Pues, como hemos visto, toda máquina es máquina de máquina. La máquina 
sólo produce un corte de flujo cuando está conectada a otra máquina que se 
supone productora del flujo. Y sin duda, esta otra máquina es, en realidad, a 
su vez corte. Pero no lo es más que en relación con la tercera máquina que 
produce idealmente, es decir, relativamente, un flujo continuo infinito. Así 
por ejemplo, la máquina-ano y la máquina-intestino, la máquina-intestino y 
la máquina-estómago, la máquina-estómago y la máquina-boca, la máquina- 
boca y el flujo del rebaño («y además, y además, y además...»). En una palabra, 
toda máquina es corte de flujo con respecto a aquélla a la que está conectada, 
pero ella misma es flujo o producción de flujo con respecto a la que se le co¬ 
necta. Esta es la ley de la producción de producción. Por ello, en el límite de 
las conexiones transversales o transfinitas, el objeto parcial y el flujo continuo, 
el corte y la conexión, se confunden en uno —en todo lugar cortes, flujos 
de donde brota el deseo, y que son su productividad, realizando siempre el 
injerto del producir sobre el producto (es muy curioso como Melanie Klein, 
en su profundo descubrimiento de los objetos parciales, olvida a este respecto 

30. Robert Jaulin, La Mort Sara, Pión, 1967, pág. 122. 


42 


el estudio de los flujos y los considera sin importancia: de ese modo, cortocir- 
cuita todas las conexiones) 31 . 

Connecticut, Connect — I — cut, grita el pequeño Joey. Bettelheim traza 
el cuadro de este niño que no vive, no come, no defeca o no duerma más que 
enchufándose a máquinas provistas de motores, de hilos, de lámparas, de car¬ 
buradores, de hélices y de volantes: máquina eléctrica alimenticia, máquina- 
auto para respirar, máquina luminosa anal. Pocos ejemplos muestran tan bien 
el régimen de la producción deseante, y el modo como la rotura, o el desa¬ 
rreglo, forma parte del propio funcionamiento, o el corte, de las conexiones 
maquinales. Sin duda, se puede objetar que esta vida mecánica, esquizofré¬ 
nica, expresa la ausencia y la destrucción del deseo más bien que el deseo, y 
supone determinadas actividades parentales de extremada negación ante las 
que el niño reacciona convirtiéndose en máquina. Pero incluso Bettelheim, 
favorable a una causalidad edípica o preedípica, reconoce que ésta no puede 
intervenir más que como respuesta a aspectos autónomos de la productividad 
o de la actividad del niño, libre a continuación para determinar en él una 
estasis improductiva o una actitud de retirada absoluta. Por tanto, existe en 
primer lugar una «reacción autónoma ante la experiencia total de la vida de la 
cual la madre no es más que una parte» 32 . Además, no es preciso creer que son 
las propias máquinas las que dan fe de la pérdida o de la represión del deseo (lo 
que Bettelheim traduce en términos de autismo). Siempre volvemos a encon¬ 
trar el mismo problema: ¿cómo el proceso de producción del deseo, cómo las 
máquinas deseantes del niño han empezado a girar en el vacío hasta el infinito, 
hasta llegar a producir el niño-máquina? ¿cómo se ha transformado el proceso 
en fin? ¿o bien, cómo ha sido víctima de una interrupción prematura, o de 
una horrible agravación extrema? Sólo en relación con el cuerpo sin órganos 
se produce algo, contraproducto, que desvía o exaspera toda la producción de 
la que, sin embargo, forma parte. Pero la máquina queda como deseo, posi¬ 
ción de deseo que prosigue su historia a través de la represión originaría y el 
retorno de lo reprimido, en la sucesión de las máquinas paranoicas, máquinas 
milagrosas y máquinas célibes por las que pasa Joey, a medida que progresa la 
terapéutica de Bettelheim. 

En segundo lugar, toda máquina implica una especie de código que se 
encuentra tramado, almacenado en ella. Este código es inseparable no sólo 

31. Melanie Klein, La Psychanalyse des enfants, P.U.F.: «La orina en su aspecto positivo 
es un equivalente de la leche materna, el inconsciente no distingue en absoluto entre las subs¬ 
tancias del cuerpo.» 

32. Bruno Bettelheim, La Forteresse vide, 1967, tr. fr. Gallimard, pág. 500. (trad. cast. 
Ed. Laia, 1981). 


43 


de su registro y de su transmisión en las diferentes regiones del cuerpo, sino 
también del registro de cada una de las regiones en sus relaciones con las otras. 
Un órgano puede estar asociado a diversos flujos según diferentes conexiones; 
puede vacilar entre varias regiones, e incluso puede tomar sobre sí mismo el ré¬ 
gimen de otro órgano (la boca anoréxica). Toda clase de cuestiones funcionales 
se plantean: ¿qué flujo cortar? ¿dónde cortar? ¿cómo y de qué modo? ¿Qué 
sitio hay que dejar a otros productores o antiproductores (el lugar del herma¬ 
no pequeño)? ¿Es preciso o no es preciso atragantarse con lo que uno come, 
tragar el aire, cagar con la boca? En todo lugar los registros, las informaciones, 
las transmisiones, forman un cuadriculado de disyunciones, de distinto tipo 
que las conexiones precedentes. Pertenece a Lacan el descubrimiento de este 
rico dominio de un código del inconsciente, envolviendo la o las cadenas sig¬ 
nificantes; y el haber transformado de este modo el análisis (en este aspecto el 
texto básico es la Lettre volée). Pero qué extraño es este dominio en virtud de 
su multiplicidad, hasta el punto que apenas podemos hablar de una cadena o 
incluso de un código deseante. Las cadenas son llamadas significantes porque 
están hechas con signos, pero estos signos no son en sí mismos significantes. 
El código se parece menos a un lenguaje que a una jerga, formación abierta y 
polívoca. Los signos aquí son de cualquier naturaleza, indiferentes a su soporte 
(¿o es el soporte el que les es indiferente? El soporte es el cuerpo sin órganos). 
Carecen de plan previo, trabajan a todos los niveles y en todas las conexiones; 
cada uno habla su propia lengua y establece con los otros síntesis tanto más 
directas en transversal en cuanto permanecen indirectas en la dimensión de 
los elementos. Las disyunciones propias a estas cadenas todavía no implican 
ninguna exclusión, las exclusiones no pueden surgir más que por un juego 
de inhibidores y de represores que vienen a determinar el soporte y a fijar un 
sujeto específico y personal 33 . Ninguna cadena es homogénea, pero se parece 
a un desfile de letras de diferentes alfabetos en el que surgirían de repente un 
ideograma, un pictograma, la pequeña imagen de un elefante que pasa o de 
un sol que se levanta. De repente, en la cadena que mezcla (sin componerlos) 
fonemas, morfemas, etc., aparecen los bigotes de papá, el brazo levantado de 
mamá, una cinta, una muchacha, un policía, un zapato. Cada cadena captura 

33. Lacan, Ecrits, «Remarque sur le rapport de Daniel Lagache», ed. du Seuil, pág. 658: 
«...una exclusión que proviene de estos signos como tales y que no puede ejercerse más que 
como condición de consistencia en una cadena por cons-itituir; añadamos que la dimensión 
en la que se controla esta condición es sólo la traducción de la que una cadena tal es capaz. 
Detengámonos todavía un instante en este loto. Para considerar que es la inorganización real 
por la que estos elementos están mezclados, en lo ordinal, al azar, la que con motivo de su salida 
nos hace sacar las suertes...». 


44 


fragmentos de otras cadenas de las que saca una plusvalía, como el código (o 
cifrado) de la orquídea «saca» la forma de una avispa: fenómeno de plusvalía 
de código. Todo un sistema de agujas y de sacar a suerte forman fenómenos 
aleatorios parcialmente dependientes, parecidos a una cadena de Markoff. Los 
registros de transmisiones provenientes de los códigos internos del medio ex¬ 
terior, de una región a otra del organismo, se cruzan según las vías perpetua¬ 
mente ramificadas de la gran síntesis disyuntiva. Si allí existe una escritura, 
es una escritura en el mismo Real, extrañamente polívoca y nunca bi-unívoca, 
lineal, una escritura transcursiva y nunca discursiva: todo el campo de la «in¬ 
organización real» de las síntesis pasivas, en el que en vano se buscaría algo que 
se pudiese llamar el significante, y que no cesa de componer y descomponer 
las cadenas en signos que no poseen ninguna vocación para ser significantes. 
Producir el deseo, ésta es la única vocación del signo, en todos dos sentidos en 
que ello se maquina. 

Estas cadenas son sin cesar el lugar de alejamiento en todas direcciones, 
en todas partes esquizias que se valen por sí mismas y que sobre todo no 
es preciso llenar. Esta es, por tanto, la segunda característica de la máquina: 
cortes-separación, que no se confunden con los cortes-extracción. Estos llevan 
a flujos continuos y remiten a los objetos parciales. Aquellos conciernen a las 
cadenas heterogéneas y proceden por segmentos separables, stocks móviles, 
como bloques o ladrillos volantes. Es preciso concebir cada ladrillo emiti¬ 
do a distancia y compuesto por elementos heterogéneos: no sólo encerrando 
una inscripción con signos de diferentes alfabetos, sino también con figuras 
y luego una o varias pajas, y tal vez un cadáver. La extracción o toma de flujo 
implica la separación de la cadena; y los objetos parciales de la producción 
suponen los stocks o los ladrillos de registro, en la coexistencia y la interacción 
de todas las síntesis. ¿Cómo podría haber extracción parcial en un flujo, sin se¬ 
paración fragmentaria en un código que llega a informar el flujo? Si hace poco 
dijimos que el esquizo está en el límite de los flujos descodificados del deseo, 
era preciso entenderlo como de los códigos sociales en los que un Significante 
despótico aplasta todas las cadenas, las linealiza, les da una bi-univocidad, y se 
sirve de los ladrillos como de otros tantos elementos inmóviles para una mu¬ 
ralla de la China imperial. Pero el esquizo los separa, los despega, se los lleva 
en todos los sentidos para recobrar una nueva polivocidad que es el código 
del deseo. Toda composición, y también toda descomposición, se realiza con 
ladrillos móviles. Diaschisis y diaspasis, decía Monakow: sea una lesión que se 
extiende según fibras que la unen a otras regiones y en ellas provoca a distancia 
fenómenos incomprensibles desde un punto de vista puramente mecanicista 


45 


(pero no maquínico); sea un trastorno de la vida humoral que lleva consigo 
una desviación de la energía nerviosa y la instauración de direcciones rotas, 
fragmentadas, en la esfera de los instintos. Los ladrillos son las piezas esencia¬ 
les de las máquinas deseantes desde el punto de vista del procedimiento de 
registro: a la vez partes componentes y productos de descomposición que no 
se localizan especialmente más que en tal o cual momento, en relación con la 
gran máquina temporal que es el sistema nervioso (máquina melódica del tipo 
«caja de música», de localización no espacial) 34 . Lo que produce el carácter 
desigual del libro de Monakow y Mourgue es su superación infinita de todo el 
jacksonismo en el que se inspira, es la teoría de los ladrillos, de su separación 
y su fragmentación, pero sobre todo es que una teoría semejante supone haber 
introducido el deseo en la neurología. 

El tercer corte de la máquina deseante es el corte-resto o residuo, que pro¬ 
duce un sujeto al lado de la máquina, pieza adyacente de la máquina. Y si este 
sujeto no tiene identidad específica o personal, si recorre el cuerpo sin órganos 
sin romper su indiferencia, es debido a que no sólo es una parte al lado de la 
máquina, sino una parte a su vez partida, a la que llegan partes correspon¬ 
dientes a las separaciones de cadena y a las extracciones de flujo realizadas por 
la máquina. Además, consume los estados por los que pasa, y nace de estos 
estados, siempre deducido de estos estados como una parte formada de par¬ 
tes, de las que cada una llena en un momento el cuerpo sin órganos. Lo que 
permite a Lacan desarrollar un juego maquínico más que etimológico, parere 
/ procurar, separare / separar, se parere I engendrarse a sí mismo, al señalar el 
carácter intensivo de un juego de esta clase: la parte no tiene nada que ver con 
el todo, «ella desempeña su parte por completo sola. El sujeto procede aquí 
de su partición a su parto..., por ello, el sujeto puede procurarse lo que aquí le 
concierne, un estado que nosotros calificaremos como civil. Nada en la vida de 
nadie desencadena más encarnizamiento para lograrlo. Para ser pars, sacrifica¬ 
ría una gran parte de sus intereses»... 35 No más que los otros cortes, el corte 
subjetivo no designa una carencia, sino al contrario una parte que vuelve al 
sujeto como parte, una renta que vuelve al sujeto como resto (incluso ahí, ¡qué 
mal modelo es el modelo edípico de la castración!) Ocurre que los cortes no 
son el resultado de un análisis, pues son síntesis. Son las síntesis que producen 
las divisiones. Consideremos el ejemplo del retorno de la leche en el eructo del 
niño; a la vez es restitución de extracción en el flujo asociativo, reproducción 


34. Monakow y Mourgue, Introduction biologique a l’étude de la neurologie et de lapsycho- 
pathologie, A 1 can, 1928. 

35. Lacan, Ecrits, «Position de l’inconscient», pág. 843. (Tr. cast. abv. Ed. Siglo XXI). 


46 


de separación o alejamiento en la cadena significante, residuo que vuelve al 
sujeto por su propia parte. La máquina deseante no es una metáfora; es lo que 
corta y es cortado según estos tres modos. El primer modo remite a la síntesis 
conectiva y moviliza la libido como energía de extracción. El segundo remite 
a la síntesis disyuntiva y moviliza el Numen como energía de separación. El 
tercero remite a la síntesis conjuntiva y moviliza la Yoluptas como energía resi¬ 
dual. Bajo estos tres aspectos, el proceso de la producción deseante es simultᬠ
neamente producción de producción, producción de registro, producción de 
consumo. Extraer, separar, «dar restos», es producir y efectuar las operaciones 
reales del deseo. 


* * 


* 


En las máquinas deseantes todo funciona al mismo tiempo, pero en los 
hiatos y las rupturas, las averías y los fallos, las intermitencias y los cortocircui¬ 
tos, las distancias y las parcelaciones, en una suma que nunca reúne sus partes 
en un todo. En ellas los cortes son productivos, e incluso son reuniones. Las 
disyunciones, en tanto que disyunciones, son inclusivas. Los propios consu¬ 
mos son pasos, devenires y regresos. Maurice Blanchot ha sabido plantear el 
problema con todo rigor, al nivel de una máquina literaria: ¿cómo producir, 
y pensar, fragmentos que tengan entre sí relaciones de diferencia en tanto que 
tal, que tengan como relaciones entre sí a su propia diferencia, sin referencias 
a una totalidad original incluso perdida, ni a un totalidad resultante incluso 
por llegar? 36 Sólo la categoría de multiplicidad, empleada como sustantivo y 
superando lo múltiple tanto como lo Uno, superando la relación predicativa 
de lo Uno y de lo múltiple, es capaz de dar cuenta de la producción deseante: 
la producción deseante es multiplicidad pura, es decir, afirmación irreductible 
a la unidad. Estamos en la edad de los objetos parciales, de los ladrillos y de 
los restos o residuos. Ya no creemos en estos falsos fragmentos que, como los 
pedazos de la estatua antigua, esperan ser completados y vueltos a pegar para 
componer una unidad que además es la unidad de origen. Ya no creemos en 
una totalidad original ni en una totalidad de destino. Ya no creemos en la 
grisalla de una insulsa dialéctica evolutiva, que pretende pacificar los pedazos 
limando sus bordes. No creemos en totalidades más que al lado. Y si encon¬ 
tramos una totalidad tal al lado de partes, esta totalidad es un todo de aquellas 
partes, pero que no las totaliza, es una unidad de todas aquellas partes, pero 
que no las unifica, y que se añade a ellas como una nueva parte compues- 

36. Maurice Blanchot, L’Entretien infini, Gallimard, 1969, págs. 431-432. 


47 


ta aparte. «Surge, pero aplicándose esta vez al conjunto, como determinado 
pedazo compuesto aparte, nacido de una inspiración» — nos dice Proust de 
la unidad de la obra de Balzac, pero también de la suya. Y en la máquina 
literaria de la Recberche du temps perdu, es sorprendente hasta que punto to¬ 
das las partes son producidas como lados disimétricos, direcciones rotas, cajas 
cerradas, vasos no comunicantes, compartimentos, en los que incluso las con¬ 
tigüidades son distancias, y las distancias afirmaciones, pedazos de puzzle que 
no pertenecen a uno solo, sino a puzzles diferentes, violentamente insertados 
unos en otros, siempre locales y nunca específicos, y sus bordes discordantes 
siempre forzados, profanados, imbricados unos en otros, siempre con restos. 
Esta es la obra esquizoide por excelencia: podríamos decir que la culpabilidad, 
las declaraciones de culpabilidad, no están presentes más que para reír. (En 
términos kleinianos se podría decir que la posición depresiva no es más que 
una cobertura para una posición esquizoide más profunda). Pues los rigores 
de la ley sólo en apariencia expresan la protesta de lo Uno y, por el contrario, 
encuentran su verdadero objeto en la absolución de los universos parcelados, 
en los que la ley no reúne nada en un Todo, sino que por el contrario mide 
y distribuye las separaciones, las dispersiones, los estallidos de los que saca su 
inocencia en la locura. Por ello, el tema aparente de la culpabilidad se entre¬ 
laza en Proust con otro tema que lo niega, el de la ingenuidad vegetal en la 
separación de los sexos, en los encuentros de Charlus así como en el sueño 
de Albertine, allí donde reinan las flores y se revela la inocencia de la locura, 
locura manifiesta de Charlus o locura supuesta de Albertine. 

Pues Proust decía que el todo es producido, que es producido como una 
parte al lado de las partes, que ni unifica ni totaliza, sino que se aplica a ellas 
instaurando solamente comunicaciones aberrantes entre vasos no comunican¬ 
tes, unidades transversales entre elementos que mantienen toda su diferencia 
en sus propias dimensiones. Así por ejemplo, en el viaje en ferrocarril, nunca 
hay totalidad de lo que se ve ni unidad de los puntos de vista; sólo en la trans¬ 
versal que traza el viajero enloquecido de una ventana a otra, «para aproxi¬ 
mar, para pegar los fragmentos intermitentes y opuestos». Aproximar, pegar, 
es lo que Joyce denominaba «re-embody». El cuerpo sin órganos es producido 
como un todo, pero en su debido lugar, en el proceso de producción, al lado 
de las partes que ni unifica ni totaliza. Y cuando se aplica a ellas, se vuelca 
sobre ellas, e induce comunicaciones transversales, avisos transfinitos, inscrip¬ 
ciones polívocas y transcursivas, sobre su propia superficie en la que los cortes 
funcionales de los objetos parciales no cesan de ser recortados por los cortes de 
cadenas significantes y por los cortes de un sujeto que allí se orienta. El todo 


48 


no sólo coexiste con las partes, es contiguo, él mismo producido aparte, y apli¬ 
cándose a ellas: los genetistas lo muestran a su modo cuando dicen que «los 
aminoácidos son asimilados individualmente en la célula, pues son colocados 
en el orden conveniente por un mecanismo análogo a un molde en el que la 
cadena lateral característica de cada ácido se coloca en su propia posición» 37 . 
Por regla general, el problema de las relaciones partes-todo permanece mal 
planteado tanto por el mecanicismo como por el vitalismo clásicos, en tanto 
el todo es considerado como totalidad derivada de las partes, o como tota¬ 
lidad originaria de la que emanan las partes, o como totalización dialéctica. 
El mecanicismo no más que el vitalismo, no ha captado la naturaleza de las 
máquinas deseantes, ni la doble necesidad de introducir la producción en el 
deseo tanto como el deseo en la mecánica. 

No hay una evolución de las pulsiones que las haría progresar, con sus 
objetos, hacia un todo de integración, como tampoco hay una totalidad pri¬ 
mitiva de la que derivarían. Melanie Klein hizo el maravilloso descubrimiento 
de los objetos parciales, este mundo de explosiones, de rotaciones, de vibra¬ 
ciones. Sin embargo, ¿cómo explicar que fracase en la lógica de estos objetos? 
En primer lugar, ocurre que Melanie Klein los piensa como fantasmas y los 
juzga desde el punto de vista del consumo, y no como producción real. Asigna 
mecanismos de causa (como la introyección y la proyección), de efecto (grati¬ 
ficación y frustración), de expresión (lo bueno y lo malo), que le imponen una 
concepción idealista del objeto parcial. No lo vincula a un verdadero proceso 
de producción como podría ser el de las máquinas deseantes. En segundo 
lugar, Melanie Klein no se desembaraza de la idea de que los objetos parciales 
esquizo-paranoides remiten a un todo, ya original en una fase primitiva, ya 
por llegar en la posición depresiva ulterior (el Objeto completo). Los objetos 
parciales, por tanto, le parecen extraídos de personas globales; y no sólo entran 
en totalidades de integración concernientes al yo, el objeto y las pulsiones, 
sino que además ya constituyen el primer tipo de relación objetal entre el yo, 
el padre y la madre. Ahora bien, precisamente es ahí donde todo se decide a 
fin de cuentas. Es por completo cierto que los objetos parciales tienen en sí 
mismos una carga suficiente como para hacer estallar a Edipo y destituirle de 
su imbécil pretensión de representar el inconsciente, de triangular el incons¬ 
ciente, de captar toda la producción deseante. La cuestión que aquí se plantea 
no es en modo alguno la de una importancia relativa de lo que podemos lla¬ 
mar preedípico con respecto a Edipo (pues «preedípico» todavía presenta una 
referencia evolutiva o estructural con Edipo). La cuestión es la del carácter ab- 

37. J. H. Rush, L’Origine de la vie, tr. fr. Payot, pág. 141. 


49 


solutamente anedípico de la producción deseante. Pero por conservar el punto 
de vista del todo, de las personas globales y de los objetos completos — y tal 
vez también por querer evitar lo peor con respecto a la Asociación Psicoana- 
lítica Internacional que escribió sobre su puerta: «que nadie entre aquí si no 
es edípico»—, Melanie Klein no utiliza los objetos parciales para hacer saltar 
la picota de Edipo, sino al contrario, los utiliza o finge utilizarlos para diluir 
Edipo, para miniaturizarlo, multiplicarlo, esparcirlo en la primera infancia. 

Y si escogemos el ejemplo menos edipizante de todos los psicoanalistas, 
es para mostrar el «forcing» que debe realizar para armonizar a Edipo con la 
producción deseante. Con mayor razón se dará en los psicoanalistas normales 
que ni siquiera tienen conciencia del «movimiento». No es sugestión, es te¬ 
rrorismo. Melanie Klein escribe: «La primera vez que Dick vino a mi consulta 
no manifestó ninguna emoción cuando su niñera me lo confió. Cuando le 
enseñé los juguetes que tenía preparados, los miró sin el menor interés. Cogí 
un tren grande y lo coloqué al lado de un tren más pequeño y los llamé con 
el nombre de “tren papá” y “tren Dick”. A continuación, tomó el tren que yo 
había llamado “Dick” y lo hizo rodar hasta la ventana y dijo “Estación”. Yo le 
expliqué “la estación es mamá; Dick entra en mamá”. Dejó el tren y corrió a 
colocarse entre la puerta interior y la puerta exterior de la habitación, se en¬ 
cerró diciendo “negro” y salió en seguida corriendo. Repitió varias veces esta 
operación. Le expliqué que “en mamá se está negro; Dick está en el negro de 
mamá”... Cuando su análisis hubo progresado... Dick descubrió también que el 
lavabo simbolizaba el cuerpo materno y manifestó un miedo extraordinario 
a mojarse con el agua» 38 . ¡Di que es Edipo o si no recibirás una bofetada! El 
psicoanalista nunca pregunta: «¿Qué son para ti tus máquinas deseantes?», 
sino que exclama: «¡Responde papá-mamá cuando te hablo!» Incluso Melanie 
Klein... Entonces toda la producción deseante es aplastada, abatida, sobre las 
imágenes parentales, alineada en las fases preedípicas, totalizada en Edipo: de 
este modo, la lógica de los objetos parciales es reducida a nada. Edipo se con¬ 
vierte desde ahora para nosotros en la piedra de toque de la lógica. Pues, corno 
ya lo presentíamos al principio, los objetos parciales sólo en apariencia son 
extraídos de las personas globales; son producidos realmente por extracción 
sobre un flujo o una hylé no personal, con la que comunican al conectarse 
con otros objetos parciales. El inconsciente ignora las personas. Los objetos 
parciales no son representantes de los personajes parentales ni de los soportes 
de relaciones familiares; son piezas en las máquinas deseantes, que remiten a 

38. Melanie Klein, Essais de psycbanalyse, tr. fr. Payot, págs. 269-271 (el subrayado es 
nuestro). 


50 


un proceso y a relaciones de producción irreductibles y primeras con respecto 
a lo que se deja registrar en la figura de Edipo. 

Cuando se habla de la ruptura Freud-Jung, se olvida demasiado a menudo 
el punto de partida modesto y práctico: Jung señalaba que en la transferencia 
el psicoanalista aparecía a menudo como un diablo, un dios, un brujo, y que 
sus papeles o funciones desbordaban de manera singular las imágenes parenta- 
les. Sin embargo, toda la problemática a continuación se desvió, a pesar de que 
el principio era bueno. Exactamente igual ocurre con los juegos de los niños. 
Un niño no juega sólo a papá-mamá. También juega al brujo, al cow-boy, al 
policía y al ladrón, al tren y los coches. El tren no es forzosamente papá, ni 
la estación mamá. El problema no conduce al carácter sexual de las máquinas 
deseantes, sino al carácter familiar de esta sexualidad. Se admite que, cuando 
se ha hecho mayor, el niño se encuentra engarzado en relaciones sociales que 
ya no son familiares. Pero como se considera que estas relaciones sólo llegan 
después de las otras, no quedan más que dos vías posibles: o admitir que la 
sexualidad se sublima o se neutraliza en las relaciones sociales (y metafísicas), 
bajo la forma de un «después» analítico; o admitir que estas relaciones ponen 
en juego una energía no sexual, que la sexualidad a su vez se contentaría con 
simbolizar como un «más allá» anagógico. Es ahí donde Freud y Jung ya no 
se entienden. Aunque al menos tienen en común el creer que la libido no 
puede cargar o catexizar un campo social o metafísico sin mediación. Sin em¬ 
bargo, no es así. Consideremos un niño que juega o que explora a gatas las 
habitaciones de la casa. Contempla un enchufe eléctrico, trama su cuerpo, 
se sirve de una pierna como de una rama, entra en la cocina, en el despacho, 
manipula cochecitos. Es evidente que la presencia de los padres es constante 
y que el niño nada puede sin ellos. Pero éste no es el problema. El problema 
radica en saber si todo lo que le concierne es vivido como representante de 
los padres. Desde su nacimiento, la cuna, el seno, la tetina, los excrementos, 
son máquinas deseantes en conexión con las partes de su cuerpo. Nos parece 
contradictorio decir a la vez que el niño vive entre los objetos parciales y que 
lo que capta en los objetos parciales son las personas parentales incluso en 
pedazos. En rigor, no es cierto que el seno sea tomado o extraído del cuerpo 
de la madre, pues existe como pieza de una máquina deseante, en conexión 
con la boca, extraído de un flujo de leche no-personal, escaso o denso. Una 
máquina deseante, un objeto parcial no representa nada: no es representativo. 
Más bien es soporte de relaciones y distribuidor de agentes; pero estos agen¬ 
tes no son personas, como tampoco estas relaciones son intersubjetivas. Son 
simples relaciones de producción, agentes de producción y de antiproducción. 


51 


Bradbury nos lo señala claramente cuando describe la guardería como lugar 
de producción deseante y de fantasma de grupo, que no combina más que 
objetos parciales y agentes 39 . El niño está continuamente en familia; pero en 
familia y desde el principio, lleva a cabo inmediatamente una formidable ex¬ 
periencia no-familiar que el psicoanálisis deja escapar. El cuadro de Lindner. 

No se trata de negar la importancia vital y amorosa de los padres. Se trata 
de saber cuál es su lugar y su función en la producción deseante, en lugar de 
hacer a la inversa, haciendo recaer todo el juego de las máquinas deseantes en 
el código restringido de Edipo. ¿Cómo se forman los lugares y funciones que 
los padres van a ocupar en calidad de agentes especiales, en relación con otros 
agentes? Pues Edipo no existe desde el principio más que abierto a las cuatro 
esquinas de un campo social, de un campo de producción directamente carga¬ 
do por la libido. Parece evidente que los padres aparecen en la superficie de re¬ 
gistro de la producción deseante. Pero todo el problema de Edipo es justamen¬ 
te éste: ¿bajo la acción de qué fuerzas se cierra la triangulación edípica? ¿en qué 
condiciones la triangulación canaliza el deseo sobre una superficie que no la 
implicaba por sí misma? ¿cómo forma la triangulación un tipo de inscripción 
para experiencias y maquinaciones que la desbordan por todas partes? En este 
sentido, y sólo en este sentido, el niño relaciona el seno como objeto parcial 
con la persona materna, y no cesa de consultar el rostro materno. «Relacionar» 
no designa aquí una relación natural productiva, sino una información, una 
inscripción en la inscripción, en el Numen. El niño posee desde su más tierna 
edad toda una vida deseante, todo un conjunto de relaciones no familiares 
con los objetos y las máquinas del deseo, que no se relaciona con los padres 
desde el punto de vista de la producción inmediata, sino que está relacionado 
con ellos (con amor u odio) desde el punto de vista del registro del proceso, y 
en determinadas condiciones muy particulares de este registro, incluso si éstas 
reaccionan sobre el propio proceso ( feed-back ). 

Es entre los objetos parciales y en las relaciones no familiares de la produc¬ 
ción deseante que el niño siente su vida y se pregunta qué es vivir, incluso si la 
cuestión debe «relacionarse» con los padres y no puede recibir una respuesta 
provisional más que en las relaciones familiares. «Me acuerdo desde los ocho 
años, e incluso antes, que me preguntaba siempre quién era, lo que era y por 
qué vivía, me acuerdo de que a los seis años en una casa del bulevar de la Blan- 
carde en Marsella (exactamente en el número 59) me pregunté a la hora de la 
merienda, pan con chocolate que una cierta mujer llamada madre me daba, 
lo que era ser y vivir, lo que era verse respirar, y haber querido respirarme con 

39. Bradbury, L’Homme illustré , «La Brousse», tr. fr. Denoel (tr. cast. EDHASA, 1980). 


52 


el fin de sentir el hecho de vivir y ver si me convenía y en qué me convenía» 40 . 
Aquí radica lo esencial: una cuestión se plantea al niño, que tal vez será «rela¬ 
cionada» con la mujer llamada mamá, pero que no es producida en función 
de ella, pues es producida en el juego de las máquinas deseantes, por ejemplo, 
al nivel de la máquina boca-aire o de la máquina de saborear — ¿qué es vivir? 
¿qué es respirar? ¿qué soy yo? ¿qué es la máquina de respirar sobre mi cuerpo 
sin órganos? El niño es un ser metafísico. Al igual que para el cogito cartesia¬ 
no, los padres no habitan en estas cuestiones. Y nos equivocamos si confundi¬ 
mos el hecho de que la cuestión sea relacionada con los padres (en el sentido 
de relatada, expresada) con la idea de que la cuestión se refiere a ellos (en el 
sentido de una relación natural con ellos). Al enmarcar la vida del niño en el 
Edipo, al convertir las relaciones familiares en la universal mediación de la 
infancia, nos condenamos a desconocer la producción del propio inconsciente 
y los mecanismos colectivos que se asientan sobre el inconsciente, principal¬ 
mente todo el juego de la represión originaria, de las máquinas deseantes y del 
cuerpo sin órganos. Pues el inconsciente es huérfano, y él mismo se produce en 
la identidad de la naturaleza y el hombre. La autoproducción del inconsciente 
surge en el mismo punto donde el sujeto del cogito cartesiano se descubría sin 
padres, allí donde también el pensador socialista descubría en la producción 
la unidad del hombre y la naturaleza, allí donde el ciclo descubre su inde¬ 
pendencia con respecto a la regresión parental indefinida. 

Ja na pas 

a papa-mama 

filemos visto cómo los dos sentidos de «proceso» se confundían: el proceso 
como producción metafísica de lo demoníaco en la naturaleza y el proceso 
como producción social de las máquinas deseantes en la historia. Las relacio¬ 
nes sociales y las relaciones metafísicas no constituyen un después o un más 
allá. Estas relaciones deben ser reconocidas en todas las instancias psico-pato- 
lógicas, y su importancia será tanto mayor cuanto más se refiera a síndromes 
psicóticos que se presenten bajo los aspectos más embrutecidos y más deso¬ 
cializados. Ahora bien, ya en la vida del niño, desde los comportamientos más 
elementales del niño de pecho, estas relaciones se tejen con los objetos parcia¬ 
les, los agentes de producción, los factores de antiproducción, según las leyes 
de la producción deseante en su conjunto. Al no ver desde el principio cuál es 
la naturaleza de esta producción deseante, ni cómo, en qué condiciones, bajo 

40. Artaud, «Je n’ai jamais rien etudié...», en 84, dic. 1950. 


53 


qué presiones la triangulación edípica interviene en el registro del proceso, 
nos encontramos presos en las redes de un edipismo difuso y generalizado 
que desfigura radicalmente la vida del niño y sus consecuencias, los problemas 
neuróticos y psicóticos del adulto, y el conjunto de la sexualidad. Recordemos 
y no olvidemos la reacción de Lawrence ante el psicoanálisis. Al menos en él 
su reticencia no provenía de un temor ante el descubrimiento de la sexuali¬ 
dad. Sin embargo, tenía la impresión, mera impresión, de que el psicoanálisis 
estaba encerrando la sexualidad en una extraña caja con adornos burgueses, en 
una especie de triángulo artificial bastante desagradable, que ahogaba toda la 
sexualidad como producción de deseo, para rehacerla de nuevo bajo el «sucio 
secretito», el secretito familiar, un teatro íntimo en lugar de la fábrica fantás¬ 
tica, Naturaleza y Producción. Tenía la impresión de que la sexualidad poseía 
más fuerza o potencia. Quizás el psicoanálisis podría llegar a «desinfectar el 
sucio secretito», pero no por ello dejaba de ser el pobre y sucio secreto del Edi- 
po-tirano moderno. ¿Es posible que, de este modo, el psicoanálisis asuma de 
nuevo una vieja tentativa para envilecernos, rebajarnos, y hacernos culpables? 
Michel Foucault ha podido señalar hasta qué punto la relación de la locura 
con la familia estaba basada en un desarrollo que afectaba al conjunto de la 
sociedad burguesa del siglo XIX y que confiaba a la familia funciones a través 
de las que se evaluaban la responsabilidad de sus miembros y su culpabilidad 
eventual. Ahora bien, en la medida que el psicoanálisis envuelve la locura en 
un «complejo parental» y encuentra la confesión de culpabilidad en las figuras 
de auto-castigo que resultan de Edipo, el psicoanálisis no innova, sino que 
concluye lo que había empezado la psiquiatría del siglo XIX: hacer aparecer un 
discurso familiar y moralizado de la patología mental, vincular la locura «a la 
dialéctica semi-real semi-imaginaria de la Familia», descifrar en ella «el atenta¬ 
do incesante contra el padre», «el sordo estribo de los instintos contra la soli¬ 
dez de la institución familiar y contra sus símbolos más arcaicos» 41 . Entonces, 
en vez de participar en una empresa de liberación efectiva, el psicoanálisis se 
une a la obra de represión burguesa más general, la que consiste en mantener 
a la humanidad europea bajo el yugo del papá-mamá, lo que impide acabar con 
aquél problema. 


41. Michel Foucault, Histoire de la folie a l’age classique, Pión, 1961, págs. 588-589 (tr. 
cast. de la ed. abreviada en Ed. F.C.E., México, 1979). 


54 


CAPÍTULO II 

PSICOANALISIS Y FAMILIARISMO: 
LA SAGRADA FAMILIA 



Edipo restringido es la figura del triángulo papá-mamá-yo, la constelación 
familiar en persona. Sin embargo, cuando el psicoanálisis lo convierte en su 
dogma, no ignora la existencia de relaciones llamadas preedípicas en el niño, 
exoedípicas en el psicótico, paraedípicas en otros. La función de Edipo como 
dogma, o «complejo nuclear», es inseparable de un forcing mediante el cual el 
teórico psicoanalista se eleva a la concepción de un Edipo generalizado. Por 
una parte, tiene en cuenta, para cada sujeto de ambos sexos, una serie intensi¬ 
va de pulsiones, afectos y relaciones que unen la forma normal y positiva del 
complejo con su forma inversa y negativa: Edipo de serie, tal como Freud lo 
presenta en El Yo y el Ello, que permite, cuando es necesario, vincular las fases 
preedípicas al complejo negativo. Por otra parte, tiene en cuenta la coexisten¬ 
cia en extensión de los propios sujetos y de sus interacciones múltiples: Edipo 
de grupo que reúne familiares colaterales, descendientes y ascendientes (es 
de este modo que la resistencia visible del esquizofrénico a la edipización, la 
ausencia evidente del vínculo edípico, puede ser ahogada en una constelación 
que incluye a los abuelos, ya porque se estime necesaria una acumulación 
de tres generaciones para hacer un psicótico, ya porque se descubra un me¬ 
canismo de intervención todavía más directo de los abuelos en la psicosis, 
formándose de este modo Edipos de Edipo al cuadrado: padre-madre es la 
neurosis, pero la abuelita es la psicosis). En una palabra, la distinción entre lo 
imaginario y lo simbólico permite extraer una estructura edípica como sistema 
de lugares y funciones que no se confunden con la figura variable de los que 
vienen a ocuparlos en determinada formación social o patológica: Edipo de 
estructura (3 + 1), que no se confunde con un triángulo aunque realiza todas 


57 


las triangulaciones posibles al distribuir en un campo determinado el deseo, 
su objeto y la ley. 

Es evidentemente cierto que los dos modos precedentes de generalización 
no encuentran su verdadero alcance más que en la interpretación estructural. 
La cual convierte a Edipo en una especie de símbolo católico universal, más 
allá de todas las modalidades imaginarias. Convierte a Edipo en un eje de re¬ 
ferencia tanto para las fases preedípicas como para las variedades paraedípicas 
y los fenómenos exoedípicos: la noción de «repudio», por ejemplo, parece 
indicar una laguna propiamente estructural, a favor de la cual el esquizofréni¬ 
co es naturalmente colocado de nuevo en el eje edípico, en la órbita edípica, 
en la perspectiva de las tres generaciones por ejemplo, en la que la madre no 
pudo plantear su deseo frente a su propio padre, ni el hijo, desde entonces, 
frente a la madre. Un discípulo de Lacan puede escribir: vamos a considerar 
«los sesgos por los que la organización edípica desempeña un papel en las 
psicosis; a continuación, cuáles son las formas de la pregenitalidad psicótica 
y cómo pueden mantener la referencia edípica». Nuestra crítica precedente 
de Edipo, por tanto, corre el riesgo de ser juzgada por completo superficial y 
mezquina, como si se aplicase tan sólo a un Edipo imaginario y se refiriese al 
papel desempeñado por las figuras parentales, sin mellar en nada la estructura 
y su orden de colocación y funciones simbólicas. Sin embargo, el problema 
para nosotros radica en saber si es allí donde se instala la diferencia. ¿La ver¬ 
dadera diferencia no estará entre Edipo, estructural tanto como imaginario, y 
algo distinto que todos los Edipos aplastan y reprimen: es decir, la producción 
deseante —las máquinas del deseo que ya no se dejan reducir ni a la estructura 
ni a las personas, y que constituyen lo Real en sí mismo, más allá o más acá 
tanto de lo simbólico como de lo imaginario? En modo alguno pretendemos 
reemprender una tentativa como la de Malinowski, que señalaba cómo varían 
las figuras según la forma social considerada. Nosotros incluso creemos en este 
Edipo que se nos presenta como una especie de invariante. No obstante, la 
cuestión es por completo otra: ¿existe adecuación entre las producciones del 
inconsciente y este invariante (entre las máquinas deseantes y la estructura 
edípica)? ¿O bien el invariante no expresa más que la historia de un largo error, 
a través de todas sus variaciones y modalidades, el esfuerzo de una intermina¬ 
ble represión? Lo que ponemos en cuestión es la furiosa edipización a la que 
el psicoanálisis se entrega, práctica y teóricamente, con los recursos aunados 
de la imagen y la estructura. Pues a pesar de los hermosos libros escritos por 
algunos discípulos de Lacan, nosotros nos preguntamos si el pensamiento de 
Lacan va precisamente en ese sentido. ¿Se trata tan sólo de edipizar incluso al 


58 


esquizo? ¿O se trata de algo distinto, de lo contrario? 1 ¿Esquizofrenizar, esqui- 
zofrenizar el campo del inconsciente, y también el campo social histórico, de 
forma que se haga saltar la picota de Edipo y se recobre en todo lugar la fuerza 
de las producciones deseantes, y se reanuden en el mismo Real los lazos de la 
máquina analítica, del deseo y de la producción? Pues el propio inconsciente 
no es más estructural que personal, no simboliza ni imagina, ni representa: 
maquina, es maquínico. Ni imaginario ni simbólico, es lo Real en sí mismo, 
«lo real imposible» y su producción. 

Pero, ¿qué es esta larga historia si la consideramos tan sólo en el período 
del psicoanálisis? Es una historia con dudas, desviaciones y arrepentimientos. 
Laplanche y Pontalis señalan que Freud «descubre» el complejo de Edipo en 
1897 en su autoanálisis; pero que no nos da una primera fórmula teórica 
generalizada más que en 1923, en El Yo y el Ello; y que, entre ambas fechas, 
Edipo lleva una existencia más bien marginal, «arrinconado, por ejemplo, en 
un capítulo aparte sobre la elección de objeto en la pubertad ( Ensayos ) o sobre 
los sueños típicos (La interpretación de los sueños)». Lo que ocurre, dicen, es 
que un cierto abandono por parte de Freud de la teoría del traumatismo y de 
la seducción no inaugura una determinación unívoca de Edipo, sino la des¬ 
cripción de una sexualidad infantil espontánea de carácter endógeno. Ahora 
bien, todo ocurre como si «Freud no llegase a articular, uno y otro, Edipo y 
sexualidad infantil», ésta remitiendo a una realidad biológica del desarrollo, 
aquél remitiendo a una realidad psíquica del fantasma: Edipo es lo que se 
perdió «en provecho de un realismo biológico» 2 . 

Pero, ¿es correcto presentar las cosas de este modo? ¿El imperialismo de 
Edipo exigía tan sólo la renuncia al realismo biológico? ¿No fue sacrificado 
a Edipo algo mucho más poderoso? Pues lo que Freud y los primeros ana¬ 
listas descubren es el campo de las síntesis libres en las que todo es posible, 
las conexiones sin fin, las disyunciones sin exclusividad, las conjunciones sin 
especificidad, los objetos parciales y los flujos. Las máquinas deseantes gru- 


1. «Ni siquiera porque predico el retorno a Freud puedo decir que Tótem y tabú está 
errado. Es incluso por ello que hay que volver a Freud. Nadie me ha ayudado para saber lo 
que son las formaciones del inconsciente... No estoy diciendo que Edipo no sirva para nada, ni 
que no tenga ninguna relación con lo que hacemos. Ello no sirve para nada a los psicoanalistas 
¡ello es cierto! Pero como los psicoanalistas seguramente no son psicoanalistas, ello no prueba 
nada... Son cosas que expuse en su momento; era cuando hablaba a gente a la que era preciso 
cuidar, eran: psicoanalistas. A ese nivel hablé de la metáfora paterna, nunca hablé de complejo 
de Edipo...» (Lacan, seminario 1970). 

2. J. Laplanche y J. B. Pontalis, «Fantasme originaire, fantasmes des origines et origine du 
fantasme», Temps modemes, n.° 215, abril 1964, págs. 1844-1846. (tr. cast. Ed. Nueva Visión). 


59 


ñen, zumban en el fondo del inconsciente, la inyección de Irma, el tic-tac 
del Hombre de los lobos, la máquina de toser de Anna, y también todos los 
aparatos explicativos montados por Freud, todas esas máquinas neurobioló- 
gicas-deseantes. Este descubrimiento del inconsciente productivo implica dos 
correlaciones: por una parte, la confrontación directa entre esta producción 
deseante y la producción social, entre las formaciones sintomatológicas y las 
formaciones colectivas, a la vez que su identidad de naturaleza y su diferencia 
de régimen; por otra parte, la represión general que la máquina social ejerce 
sobre las máquinas deseantes, y la relación de la represión con esa represión 
general. Todo esto se perderá, al menos se verá singularmente comprometido, 
con la instauración del Edipo soberano. La asociación libre, en vez de abrirse 
sobre las conexiones polívocas, se encierra en un callejón sin salida de univo¬ 
cidad. Todas las cadenas del inconsciente dependen bi-unívocamente, están 
linealizadas, colgadas de un significante despótico. Toda la producción desean¬ 
te está aplastada, sometida a las exigencias de la representación, a los limitados 
juegos del representante y del representado en la representación. Y ahí radica 
lo esencial: la reproducción del deseo da lugar a una simple representación, 
en el proceso de la cura tanto como en la teoría. El inconsciente productivo 
da lugar a un inconsciente que sólo sabe expresarse — expresarse en el mito, 
en la tragedia, en el sueño. Pero, ¿quién nos dice que el sueño, la tragedia, el 
mito, están adecuados a las formaciones del inconsciente, incluso teniendo en 
cuenta el trabajo de transformación? Groddeck, más que Freud, permanecía 
fiel a una autoproducción del inconsciente en la coextensión del hombre y la 
naturaleza. Como si Freud hubiese hecho marcha atrás ante este mundo de 
producción salvaje y de deseo explosivo, y a cualquier precio quisiese poner en 
él un poco de orden, un orden ya clásico, del viejo teatro griego. Pues, ¿qué 
significa: Freud descubre a Edipo en su autoanálisis? ¿En su análisis o en su 
cultura clásica goethiana? En su autoanálisis descubre algo sobre lo que se dice: 
¡toma, esto se parece a Edipo! Y este algo, en primer lugar lo considera como 
una variante de la «novela familiar», registro paranoico mediante el cual el de¬ 
seo hace estallar, precisamente, las determinaciones de familia. Por el contra¬ 
rio, sólo poco a poco convierte la novela familiar en una simple dependencia 
de Edipo y lo neurotiza todo en el inconsciente al mismo tiempo que edipiza, 
que cierra el triángulo familiar sobre todo el inconsciente. El esquizo, he ahí 
al enemigo. La producción deseante es personalizada, o más bien personologi- 
zada, imaginarizada, estructuralizada (hemos visto que la verdadera diferencia 
o frontera no pasaba por entre estos términos, que tal vez son complementa¬ 
rios). La producción ya no es más que producción de fantasma, producción 


60 


de expresión. El inconsciente deja de ser lo que es, una fábrica, un taller, para 
convertirse en un teatro, escena y puesta en escena. Y no en un teatro de van¬ 
guardia, que ya lo había en tiempos de Freud (Wedekind), sino en el teatro 
clásico, el orden clásico de la representación. El psicoanalista se convierte en 
el director de escena para un teatro privado — en lugar de ser el ingeniero o 
el mecánico que monta unidades de producción, que se enfrenta con agentes 
colectivos de producción y de antiproducción. 

El psicoanálisis es como la revolución rusa, nunca sabemos cuándo empezó 
a andar mal. Siempre es preciso remontarse más arriba. ¿Con los americanos? 
¿con la primera Internacional? ¿con el Comité secreto? ¿con las primeras rup¬ 
turas que señalan tanto renuncias de Freud como traiciones de los que rompen 
con él? ¿con el propio Freud, desde el descubrimiento de Edipo? Edipo es el 
viraje idealista. No obstante, no podemos decir que el psicoanálisis haya igno¬ 
rado la producción deseante. Las nociones fundamentales de la economía del 
deseo, trabajo y catexis, mantienen su importancia, pero subordinadas a las 
formas de un inconsciente expresivo y no a las formaciones del inconsciente 
productivo. La naturaleza anedípica de la producción de deseo sigue presente, 
pero colocada en las coordenadas de Edipo que la traducen en «preedípica», 
«paraedípica», «cuasi-edípica», etc. Las máquinas deseantes siempre están ahí, 
pero no funcionan más que detrás del muro del gabinete. Detrás del muro 
o entre bastidores, éste es el lugar que el fantasma originario concede a las 
máquinas deseantes, cuando lo vuelca todo sobre la escena edípica 3 . Sin em¬ 
bargo, no dejan de hacer un estrépito infernal. El propio psicoanalista no 
puede ignorarlo. De este modo su actitud más bien es de negación: todo eso 
es cierto, pero a pesar de todo está el papá-mamá. En el frontón del gabinete 
está escrito: deja tus máquinas deseantes en la puerta, abandona tus máquinas 
huérfanas y célibes, tu magnetofón y tu bici, entra y déjate edipizar. Todo sur¬ 
ge ahí, empezando por el carácter inenarrable de la cura, su carácter intermi¬ 
nable altamente contractual, flujo de palabras contra flujo de dinero. Entonces 
basta con lo que se llama un episodio psicótico: una chispa esquizofrénica, un 
día llevamos nuestro magnetófono al gabinete del analista, stop, intrusión de 
una máquina deseante, todo está invertido, hemos roto el contrato, no hemos 
sido fieles al gran principio de la exclusión del tercero, hemos introducido 
el tercero, la máquina deseante en persona 4 . No obstante, cada psicoanalis- 

3. Sobre la existencia de una pequeña máquina en el «fantasma originario», pero existen¬ 
cia siempre entre bastidores, cf. Freud, Un caso de paranoia que contradecía la teoría psicoanalí- 
tica de esta afección, 1915. 

4. «Jean-Jacques Abrahams, L’Homme au magnétophone, dialogue psychanalytique». 
Temps modernes, n.° 274, abril 1969 (tr. cast. Ed. Anagrama): «A: Ya ves que no es tan grave 


61 


ta debería saber que, bajo Edipo, a través de Edipo, detrás de Edipo, tiene 
que enfrentarse con las máquinas deseantes. Al principio, los psicoanalistas 
no podían no tener conciencia del forcing realizado para introducir Edipo, para 
inyectarlo en todo el inconsciente. Luego, Edipo se apropió de la producción 
deseante como si todas las fuerzas productivas del deseo emanasen de él. El 
psicoanalista se convierte de este modo en el perchero de Edipo, el gran agente 
de la antiproducción en el deseo. La misma historia que la del Capital y de su 
mundo encantado, milagroso (al principio también, decía Marx, los primeros 
capitalistas no podían no tener conciencia...). 


* * * 

Fácilmente podemos ver que el problema es en primer lugar práctico, que 
ante todo concierne al problema de la cura. Pues el violento proceso de edi- 
pización se traza precisamente en el momento en que Edipo todavía no ha 
recibido su plena formulación teórica como «complejo nuclear» y lleva una 
existencia marginal. Que el análisis de Schreber no sea in vivo no elimina para 
nada su valor ejemplar desde el punto de vista de la práctica. Ahora bien, es 
en este texto (1911) donde Freud se enfrenta a la cuestión más temible: ¿cómo 
atreverse a reducir al tema paterno un delirio tan rico, tan diferenciado, tan 
«divino» como el delirio del presidente — sabiendo que el presidente en sus 
Memorias sólo concede unas breves referencias al recuerdo de su padre? En va¬ 
rias ocasiones el texto de Freud señala hasta qué punto percibe la dificultad: en 
primer lugar, parece difícil asignar como causa, aunque sólo sea ocasional, de 
la enfermedad un «acceso de libido homosexual» sobre la persona del médico 
Flechsig; pero, cuando reemplazamos el médico por el padre y encargamos al 
padre la explicación del Dios del delirio, apenas podemos seguir por nosotros 
mismos esta ascensión, pues nos otorgamos derechos que no pueden justifi¬ 
carse más que por sus ventajas desde el punto de vista de nuestra comprensión 
del delirio. Sin embargo, cuanto más enuncia Freud estos escrúpulos más los 
rechaza, más los barre con una firme respuesta. Respuesta doble: no es por 

como todo eso: no soy tu padre; y puedo gritar más pero no. Bueno, ya basta. — Dr. X: ¿Ahora 
imita a su padre? — A: No, no; al suyo. Al que veo en sus ojos. — Dr. X: Usted intenta hacer 
el papel... — A: ... Usted no puede curar a la gente, tan sólo puede endosarles su problema de 
padre del que nunca sale; y de sesión en sesión arrastra sus víctimas con el problema del padre... 
Yo era el enfermo, usted era el médico; usted por fin había vuelto a su problema de infancia, de 
ser el hijo frente al padre... — Dr. X: yo telefoneaba al 609 para hacerle marchar, al 609, a la 
policía para que lo expulsen. — A: ¿A la policía? ¿Al papá? ¡eso es! Su papá es agente de policía 
y usted iba a telefonear a su papá para que viniera a buscarme... ¡Qué historia de locos! Usted 
está nervioso, excitado, sólo porque uno saca un aparatito que va a permitirnos comprender lo 
que aquí está pasando.» 


62 



mi culpa que el psicoanálisis dé prueba de una gran monotonía y encuentre 
al padre por todas partes, en Flechsig, en el Dios, en el sol; la culpa está en 
la sexualidad y en su obstinado simbolismo. Por otra parte, no tiene nada de 
sorprendente el que el padre aparezca constantemente en los delirios actuales 
bajo las formas menos reconocibles y más ocultas, puesto que aparece en to¬ 
das partes y de manera más visible en los mitos antiguos y las religiones que 
expresan fuerzas o mecanismos que actúan eternamente en el inconsciente. 
Debemos constatar que el presidente Schreber no conoció tan sólo el destino 
de ser sodomizado por los rayos del cielo mientras vivía, sino el postumo de 
ser edipizado por Freud. Del enorme contenido político, social e histórico del 
delirio de Schreber no se tiene en cuenta ni una sola palabra, como si la libido 
no se ocupase de esas cosas. Sólo se invocan un argumento sexual, que lleva a 
cabo la soldadura entre la sexualidad y el complejo familiar, y un argumento 
mitológico, que plantea la adecuación entre el poder productivo del incons¬ 
ciente y las «fuerzas edificadoras de los mitos y las religiones». 

Este último argumento es muy importante, y no es por casualidad que 
Freud aquí declare su acuerdo con Jung. En cierta medida este acuerdo subsis¬ 
te después de su ruptura. Pues, si consideramos que el inconsciente se expresa 
adecuadamente en los mitos y las religiones (teniendo siempre en cuenta el 
trabajo de transformación), existen dos maneras de leer esta adecuación, pero 
estas dos maneras tienen en común el postulado que armoniza el inconsciente 
con el mito y que, desde el principio, substituyó las formaciones productivas 
por simples formas expresivas. La cuestión fundamental: ¿por qué volver al 
mito? ¿por qué tomarlo como modelo? es ignorada, rechazada. Entonces, la 
adecuación o es interpretada de manera anagógica, hacia «arriba»; o bien, a la 
inversa, de manera analítica, hacia «abajo», relacionando el mito con las pul¬ 
siones — pero, como las pulsiones están calcadas del mito, deducidas del mito 
teniendo en cuenta las transformaciones... Queremos decir que es a partir del 
mismo postulado que Jung se ve conducido a restaurar la religiosidad más 
difusa, más espiritualizada, y que Freud se encuentra confirmado en su ateís¬ 
mo más riguroso. Freud tiene tanta necesidad de negar la existencia de Dios 
como Jung de afirmar la esencia de lo divino para interpretar la adecuación 
postulada en común. Sin embargo, volver la religión inconsciente o volver el 
inconsciente religioso es siempre inyectar lo religioso en el inconsciente (¿qué 
sería del análisis freudiano sin los famosos sentimientos de culpabilidad que 
se confieren al inconsciente?). Freud se mantenía en su ateísmo al modo de 
un héroe. Pero, a su alrededor y cada vez más, se le dejaba hablar respetuosa¬ 
mente, se dejaba hablar al viejo, libres para preparar o sus espaldas la reconci- 


63 


liación entre las iglesias y el psicoanálisis, para preparar el momento en que la 
Iglesia formaría sus propios psicoanalistas y se podría escribir en la historia del 
movimiento: ¡también nosotros somos todavía piadosos! Recordemos la gran 
declaración de Marx: el que niega a Dios sólo hace «algo secundario», pues 
niega a Dios para plantear la existencia del hombre, para colocar al hombre en 
el lugar de Dios (teniendo en cuenta la transformación) 5 . Pero el que sabe que 
el lugar del hombre está en otro lugar, en la coextensividad del hombre y la 
naturaleza, ése ni siquiera deja subsistir la posibilidad de una cuestión «sobre un 
ser extraño, un ser colocado por encima de la naturaleza y el hombre»: ya no 
necesita de esta mediación, el mito, ya no necesita pasar por esta mediación, 
la negación de la existencia de Dios, pues ha alcanzado las regiones de una au- 
toproducción del inconsciente, donde el inconsciente es tan ateo como huér¬ 
fano, inmediatamente huérfano, inmediatamente ateo. Y no cabe la menor 
duda de que el primer argumento nos conduciría a una conclusión parecida. 
Pues, al unir la sexualidad con el complejo familiar, al convertir a Edipo en el 
criterio de la sexualidad en el análisis, la prueba de ortodoxia por excelencia, el 
propio Freud planteó el conjunto de las relaciones sociales y metafísicas como 
un después o un más allá que el deseo era incapaz de cargar inmediatamente. 
Desde entonces es bastante indiferente que este más allá se derive del complejo 
familiar por transformación analítica del deseo o sea significado por éste en 
una simbolización anagógica. 

Consideremos otro texto de Freud, más tardío, en el que Edipo ya está 
designado como «complejo nuclear»: Pegan a un niño (1919). El lector no 
puede evitar una impresión de inquietante extrañeza. Nunca el tema paterno 
ha sido menos visible y, sin embargo, nunca fue afirmado con tanta pasión 
y resolución: el imperialismo de Edipo se basa, en este caso, en la ausencia. 
Pues, en una palabra, de los tres tiempos del fantasma supuestos en la niña, el 
primero es tal que el padre todavía no aparece, y en el tercero ya ha aparecido: 
queda por tanto el segundo en el que el padre brilla con todo su esplendor, 
«netamente y sin equívocos» — pero precisamente «esta segunda fase nunca 
tiene existencia real; ha permanecido inconsciente, por lo que nunca puede ser 
recordada, y no es más que una reconstitución analítica, aunque una reconsti¬ 
tución necesaria». ¿De qué se trata, de hecho, en este fantasma? Alguien pega 
a unos muchachos, por ejemplo el educador, bajo la mirada de unas niñas. 
Desde el principio asistimos a una doble reducción freudiana, que no es en 

5. Marx, Economie etphilosophie, Pléiade II, pág. 98 (tr. cast. Ed. Alianza, 1974). Y el 
excelente comentario de Franfois Chatelet sobre este punto, «La Question de l’athéisme de 
Marx», in Etudesphilosophiques, julio 1966. 


64 


modo alguno impuesta por el fantasma, pero sí exigida por Freud a modo de 
presupuesto. Por una parte, Freud quiere reducir deliberadamente el carácter 
de grupo del fantasma a una dimensión puramente individual: es preciso que 
los niños golpeados sean en cierta manera el yo («substitutos del propio suje¬ 
to») y que el autor de los golpes sea el padre («substituto del padre»). Por otra 
parte, es preciso que las variaciones del fantasma se organicen en disyunciones 
cuyo uso debe ser estrictamente exclusivo: de este modo, habrá una serie-niña 
y una serie-niño pero disimétricas, el fantasma femenino tendrá tres tiempos 
siendo el último el de «los muchachos son golpeados por el educador», el 
fantasma masculino no tendrá más que dos tiempos siendo el último el de 
«mi madre me pega». El único tiempo común (el segundo de las niñas y el 
primero de los niños) afirma sin equívocos la prevalencia del padre en ambos 
casos, pero éste es el famoso tiempo inexistente. Y así ocurre siempre en Freud. 
Es preciso algo común a ambos sexos, pero para carecer tanto a uno como a 
otro, para distribuir la carencia en dos series no simétricas y fundar el uso 
exclusivo de las disyunciones: ¡tú eres chica o chico! Así ocurre con Edipo y su 
«resolución», diferentes en el chico y en la chica. Así ocurre con la castración y 
su relación con Edipo en ambos casos. La castración es a la vez el patrimonio 
común, es decir, el Falo prevalente y trascendente, y la exclusiva distribución 
que se presenta en las chicas como deseo del pene y en los chicos como miedo 
de perderlo o rechazo de la actitud pasiva. Este algo común debe fundamentar 
el uso exclusivo de las disyunciones del inconsciente —y enseñarnos la resig¬ 
nación: resignación ante Edipo, resignación ante la castración, renuncia de las 
chicas al deseo del pene, renuncia de los chicos a la protesta masculina, en una 
palabra, «asunción del sexo» 6 . Este algo común, ese gran Falo, la Carencia o la 
Falta de dos caras no superponibles, es puramente mítico: es como lo Uno de 
la teología negativa, introduce la carencia en el deseo y hace emanar las series 
exclusivas a las que fija un fin, un origen y un curso resignado. 

Será preciso afirmar lo contrario: no existe nada común entre ambos sexos, 
y a la vez no cesan de comunicarse, de un modo transversal en el que cada su- 

6. Freud, «Análisis terminable e interminable», 1937: «Los dos temas que se correspon¬ 
den son, para la mujer, la envidia del pene, la aspiración positiva a poseer un órgano genital 
masculino; para el hombre, la rebelión contra su propia actitud pasiva o femenina con respecto 
a otro hombre... Nunca se tiene tanta impresión de predicar en el desierto como cuando se 
quiere presionar a las mujeres para que abandonen, ya que es irrealizable, su deseo de pene, 
o cuando se intenta convencer a los hombres de que su actitud pasiva frente a otro hombre 
no equivale a la castración y de que es inevitable en muchas relaciones humanas. Una de las 
resistencias de transferencia más fuertes emana de la sobrecompensación obstinada del hombre. 
No quiere doblegarse ante un substituto del padre, se niega a ser su deudor, y con ello se niega 
a verse curado por el médico...» 


65 


jeto posee ambos, pero tabicados, y comunica con uno u otro sexo de otro sujeto. 
Esta es la ley de los objetos parciales. Nada falta, nada puede ser definido como 
una falta, como una carencia; y las disyunciones en el inconsciente nunca son 
exclusivas, pero son objeto de un uso propiamente inclusivo que tendremos 
que analizar. Para afirmar lo contrario Freud disponía de un concepto, el de 
bisexualidad; pero no es una casualidad el que nunca pudiese, o quisiese, dar 
a este concepto la posición y la extensión analítica que exigía. Sin ni siquiera 
llegar ahí, una viva controversia se levantó cuando algunos analistas, siguiendo 
a Mclanie Klein, intentaron definir las fuerzas inconscientes del órgano sexual 
femenino mediante caracteres positivos en función de los objetos parciales y 
de los flujos: este ligero deslizamiento que no suprimía la castración mítica, 
pero que la hacía depender secundariamente del órgano en lugar de considerar 
que el órgano dependiese de aquella, encontró en Freud una gran oposición 7 . 
Freud mantenía que el órgano, desde el punto de vista del inconsciente, no 
podía comprenderse más que a partir de una carencia o de una privación pri¬ 
mera y no a la inversa. Existe ahí un paralogismo propiamente analítico (que 
se volverá a encontrar con gran fuerza en la teoría del significante) que consiste 
en pasar del objeto parcial separable a la posición de un objeto completo como 
separado (falo). Este paso implica un sujeto determinado como yo fijo bajo tal 
o cual sexo, que necesariamente vive como una carencia su subordinación al 
objeto completo tiránico. Tal vez ya no es así cuando el objeto parcial es pues¬ 
to por sí mismo sobre el cuerpo sin órganos, teniendo como único sujeto, no 
un «yo», sino la pulsión que forma con él la máquina deseante y que entabla 
relaciones de conexión, de disyunción, de conjunción con otros objetos par¬ 
ciales, en el seno de la multiplicidad correspondiente de la que cada elemento 
no puede definirse más que positivamente. Es preciso hablar de «castración» 
en el mismo sentido que de edipización, pues aquélla es su coronación: de¬ 
signa la operación por la que el psicoanálisis castra el inconsciente, inyecta la 
castración en el inconsicente. La castración como operación práctica sobre el 
inconsciente es obtenida cuando los mil cortes-flujos de máquinas deseantes, 
todas positivas, todas productivas, son proyectados a un mismo lugar mítico, 
al rasgo unitario del significante. Todavía no hemos acabado de cantar la leta¬ 
nía de las ignorancias del inconsciente. El inconsciente ignora la castración del 
mismo modo como ignora a Edipo, los padres, los dioses, la ley, la carencia... 
Los movimientos de liberación de las mujeres tienen razón cuando dicen: no 


7. Sobre la importancia de esta controversia, cf. André Green, «Sur la Mere phallique», 
Revue frangaise depsychanalyse, enero 1968, págs. 8-9. 


66 


estamos castradas, se os enmierda 8 . Y en lugar de salir airosos con la miserable 
astucia que consiste, para los hombres, en responder que ésta es la prueba de 
su castración — o en lugar de consolarlas diciendo que los hombres también 
están castrados, aunque alegrándonos de que lo estén en la otra cara, la que 
no es superponible—, debemos reconocer que los movimientos de liberación 
femenina presentan con ambigüedad lo que pertenece a cualquier exigencia 
de liberación: la propia fuerza del inconsciente, la catexis o carga del campo 
social por el deseo, el retiro de catexis de las estructuras represivas. Y tampoco 
se deberá argüir que la cuestión no radica en saber si las mujeres están castra¬ 
das o no, sino en saber si el propio inconsciente «cree en ello», pues toda la 
ambigüedad radica ahí: ¿qué significa creencia aplicada al inconsciente, qué 
es un inconsciente que tan sólo «cree» en vez de producir, cuáles son las ope¬ 
raciones, los artificios, que inyectan al inconsciente «creencias» — ni siquiera 
irracionales, sino al contrario demasiado razonables y conformes con el orden 
establecido? 

Volvamos al fantasma «pegan a un niño, unos niños son pegados»: es tí¬ 
picamente un fantasma de grupo, en el que el deseo carga el campo social y 
sus propias formas represivas. Si existe puesta en escena, es la puesta en escena 
de una máquina social-deseante cuyos productos no debemos considerar abs¬ 
tractamente, separando el caso de la chica y del chico, como si cada uno fuese 
un pequeño yo manteniendo su propio «affaire» con su papá y su mamá. Por 
el contrario, debemos considerar el conjunto y la complementariedad chico- 
chica, padres-agentes de producción y de antiproducción, a la vez en cada 
individuo y en el socius que preside la organización del fantasma de grupo. 
Es al mismo tiempo que los chicos se hacen golpear-iniciar por el educador 
en la escena erótica de la chiquilla (máquina de ver) y se gozan masoquísti- 
camente en la mamá (máquina anal). De tal modo que no pueden ver más 
que convirtiéndose en chicas y las chicas no pueden experimentar el placer 
del castigo más que convirtiéndose en chicos. Es todo un coro, un montaje: 
de regreso al pueblo después de una expedición en el Vietnam, en presencia 
de las desconsoladas hermanas, los crápulas Marines se hacen pegar por el 
instructor, sobre cuyas rodillas está sentada la mamá, y se gozan de haber sido 
tan malos, de haber torturado tan bien. ¡Qué mal, pero qué bueno! Tal vez nos 
podamos acordar de una secuencia del film Dixseptiéme paralléle: en ella ve¬ 
mos al coronel Patton, el hijo del general, declarando que sus muchachos son 


8. Cf. por ejemplo la protesta (moderada) de Betty Friedan contra la concepción freu- 
diana y psicoanalítica de los «problemas femeninos», tanto sexuales como sociales: La Femme 
mystifiée, 1963. tr. fr. Gonthier, t. I, págs. 114 y siguientes (tr. cast. Ed. Júcar, 1974). 


67 


formidables, que aman a su padre, a su madre y a su patria, que lloran en los 
servicios religiosos por sus compañeros muertos, bravos muchachos —luego 
el rostro del coronel cambia, gesticula, revela a un gran paranoico de uniforme 
que grita para acabar: y con ello tenemos verdaderos matadores... Es evidente 
que cuando el psicoanálisis tradicional explica que el instructor es el padre, y 
que el coronel también es el padre, y que incluso la madre también es el padre, 
vuelca todo el deseo sobre una determinación familiar que ya no tiene nada 
que ver con el campo social realmente cargado por la libido. Está claro que 
siempre hay algo del padre o de la madre tomado en la cadena significante, 
los bigotes del padre, el brazo levantado de la madre, pero siempre yendo a 
ocupar determinado lugar furtivo entre los agentes colectivos. Los términos 
de Edipo no forman un triángulo, existen reventados en todos los rincones 
del campo social, la madre sobre las rodillas del educador, el padre al lado del 
coronel. El fantasma de grupo está enchufado, maquinado, sobre el socius. Ser 
enculado por el socius, desear ser enculado por el socius, no deriva del padre 
y de la madre, aunque el padre y la madre desempeñen su papel como agentes 
subalternos de transmisión o de ejecución. 

Cuando la noción de fantasma de grupo fue elaborada en la perspectiva 
del análisis institucional (en los trabajos del equipo de La Borde, en torno de 
Jean Oury), la primera tarea radicó en señalar su diferencia de natu-iraleza con 
respecto al fantasma individual. Entonces apareció que el fantasma de grupo 
era inseparable de las articulaciones «simbólicas» que definen un campo social 
en tanto que real, mientras que el fantasma individual volcaba el conjunto 
de este campo sobre datos «imaginarios». Si prolongamos esta primera dis¬ 
tinción vemos que el propio fantasma individual está enchufado en el campo 
social existente, pero lo capta bajo cualidades imaginarias que le confieren 
una especie de transcendencia o inmortalidad al abrigo de las cuales el indi¬ 
viduo, el yo, desempeña su seudo-destino: qué importa que yo muere, dice 
el general, si el ejército es inmortal. La dimensión imaginaria del fantasma 
individual posee una importancia decisiva sobre la pulsión de muerte, por lo 
que la inmortalidad conferida al orden social existente implica en el yo todas 
las catexis de represión, los fenómenos de identificación, de «superyoización» 
y de castración, todas las resignaciones-deseos (convertirse en general, conver¬ 
tirse en un bajo, medio o alto cuadro), comprendida en ellas la resignación de 
morir al servicio de este orden, mientras que la misma pulsión es proyectada 
hacia el exterior y volcada hacia los otros (¡muerte al extranjero, a los que no 
pertenecen a nuestro grupo!). El polo revolucionario del fantasma de grupo 
aparece, al contrario, en el poder vivir las propias instituciones como mortales, 


68 


en el poder destruirlas o cambiarlas según las articulaciones del deseo y del 
campo social, al convertir la pulsión de muerte en una verdadera creatividad 
institucional. Pues ahí radica el criterio, al menos formal, entre la institución 
revolucionaria y la enorme inercia que la ley comunica a las instituciones en 
un orden establecido. Como dice Nietzsche, ¿iglesias, ejércitos, Estados, cuál 
de estos perros quiere morir? De lo que se deduce una tercera diferencia entre 
el fantasma de grupo y el fantasma llamado individual: éste último tiene por 
sujeto el yo en tanto que determinado por las instituciones legales y legaliza¬ 
das en las que «se imagina», hasta el punto que, incluso en sus perversiones, 
el yo se adecúa al uso exclusivo de las disyunciones impuestas por la ley (por 
ejemplo, homosexualidad edípica). Pero el fantasma de grupo ya no tiene por 
sujeto más que las propias pulsiones y las máquinas deseantes que forman con 
la institución revolucionaria. El fantasma de grupo incluye las disyunciones, 
en el sentido en que cada uno, destituido de su identidad personal, pero no 
de sus singularidades, entra en relación con el otro siguiendo la comunicación 
propia a los objetos parciales: cada uno pasa al cuerpo del otro sobre el cuerpo 
sin órganos. Klossowski ha mostrado claramente, a este respecto, la relación 
inversa que divide el fantasma en dos direcciones, según que la ley económica 
establezca la perversión en los «intercambios psíquicos» o que, por el contra¬ 
rio, los intercambios psíquicos promuevan una subversión de la ley: «Anacró¬ 
nico, respecto al nivel institucional de lo gregario, el estado singular puede 
según su intensidad más o menos fuerte efectuar una desactualización de la 
misma institución y a su vez denunciarla como anacrónica» 9 . Los dos tipos de 
fantasma, o más bien los dos regímenes, se distinguen, pues, según que la pro¬ 
ducción social de los «bienes» imponga su regla al deseo por intermedio de un 
yo cuya unidad ficticia está garantizada por los propios bienes, o según que la 
producción deseante de los afectos imponga su regla a instituciones cuyos ele¬ 
mentos ya no son más que pulsiones. Si todavía es preciso hablar de utopía en 
este último sentido, a lo Fourier, ciertamente no es como modelo ideal, sino 
como acción y pasión revolucionarias. Klossowski, en sus obras recientes, nos 
indica el único medio para superar el paralelismo estéril en el que nos debati¬ 
mos entre Freud y Marx: descubriendo la manera como la producción social y 
las relaciones de producción son una institución del deseo y como los afectos 
o las pulsiones forman parte de la propia infraestructura. Pues forman parte de 
ella, están allí presentes en todos los modos, creando en las formas económicas su 

9. Pierre Klossowski, Nietzsche et le cercle vicieux, pág. 122 (tr. cast. Ed. Seix Barral). 
La meditación de Klossowski sobre la relación entre las pulsiones y las instituciones, sobre la 
presencia de las pulsiones en la propia infraestructura económica, se desarrolla en su artículo 
sobre «Sade et Fourier» ( Topique, n.° 4-5), y sobre todo en la Monnaie vivante (Losfeld, 1970). 


69 


propia represión así como los medios para romper con esta represión. 

El desarrollo de las distinciones entre fantasma de grupo y fantasma indivi¬ 
dual muestra, finalmente, que no existe fantasma individual. Más bien existen 
dos clases de grupos-sujetos y los grupos sometidos — Edipo y la castración 
forman la estructura imaginaria bajo la que los miembros del sometido están 
determinados a vivir o fantasmasear individualmente su pertenencia al grupo. 
Es preciso añadir que las dos clases de grupos están en deslizamiento perpetuo, 
un grupo-sujeto está siempre amenazado por la sujeción, un grupo sometido 
en algunos casos puede verse obligado a asumir un papel revolucionario. No 
deja de ser inquietante ver cómo el análisis freudiano no retiene del fantasma 
más que sus líneas de disyunción exclusiva y lo aplasta en sus dimensiones 
individuales o seudo-individuales que por naturaleza le relacionan con grupos 
sometidos, en lugar de realizar la operación inversa extrayendo del fantasma el 
elemento subyacente de una potencialidad revolucionaria de grupo. Cuando 
aprendemos que el instructor, el educador, es el papá, y también el coronel, y 
también la madre, cuando de este modo se encierran todos los agentes de la pro¬ 
ducción y de la antiproducción sociales en las figuras de la reproducción familiar, 
comprendemos que la alocada libido no se arriesgue a salir de Edipo y lo in¬ 
teriorice. Lo interioriza bajo la forma de una dualidad castradora entre sujeto 
del enunciado y sujeto de la enunciación, característica del fantasma seudo- 
individual («Yo, como hombre, le comprendo, pero como juez, como patrón, 
como coronel o general, es decir, como padre, le condeno»). Pero esta dualidad 
es artificial, derivada, y supone una relación directa del enunciado con agentes 
colectivos de enunciación en el fantasma de grupo. 

Entre el asilo represivo, el hospital legalista, por una parte, y el psicoa¬ 
nálisis contractual por otra, el análisis institucional trata de trazar su difícil 
camino. Desde el principio, la relación psicoanalítica está moldeada por la 
relación contractual de la medicina burguesa más tradicional: la fingida ex¬ 
clusión del tercero, el papel hipócrita del dinero al que el psicoanálisis aporta 
nuevas justificaciones bufonescas, la pretendida limitación en el tiempo que 
se desmiente a sí misma al reproducir una deuda hasta el infinito, al alimentar 
una inagotable transferencia, al alimentar siempre nuevos conflictos. Uno se 
sorprende al oír decir que un análisis terminado es por ello mismo un análisis 
fracasado, aunque esta proposición venga acompañada por una fina sonrisa 
del analista. Uno se sorprende al oír a un sagaz analista mencionar, de paso, 
que uno de sus «enfermos» todavía sueña con ser invitado a tomar el aperitivo 
en su casa, después de varios años de análisis, como si ahí no tuviera el signo 
minúsculo de una dependencia abyecta a la que el analista reduce a sus pa- 


70 


cientes. ¿Cómo conjurar en la cura este abyecto deseo de ser amado, el deseo 
histérico y llorón que nos obliga a doblar las rodillas, nos acuesta en el diván y 
hace que allí nos quedemos? Consideremos un tercer y último texto de Freud, 
Análisis terminable e interminable (1937)*. No debemos seguir una sugestión 
reciente que afirma que sería mejor traducir «Análisis finito, análisis infinito». 
Pues finito-infinito pertenece casi a las matemáticas o a la lógica, mientras que 
el problema singularmente práctico y concreto es: ¿esta historia tiene un fin? 
¿podemos acabar con un análisis, puede terminarse el proceso de la cura, sí o 
no? ¿puede concluirse o está condenado a una continuación hasta el infinito? 
Como dice Freud, ¿podemos agotar un «conflicto» actualmente dado, pode¬ 
mos prevenir al enfermo de conflictos posteriores, incluso podemos levantar 
nuevos conflictos con un fin preventivo? Una enorme belleza anima este texto 
de Freud: al mismo tiempo que algo desesperado, desencantado, cansado, hay 
una serenidad, una certeza de la obra realizada. Es el testamento de Freud. 
Ya a morir y lo sabe. Sabe que algo no funciona en el psicoanálisis: ¡la cura 
tiende cada vez más a ser interminable! Sabe que pronto ya no estará allí para 
ver cómo cambia todo ello. Entonces, realiza la recensión de los obstáculos a 
la cura con la serenidad del que siente que ése es el tesoro de su obra, pero ya 
la ponzoña se ha introducida en ella. Todo iría bien si el problema económico 
del deseo fuese solamente cuantitativo; se trataría de reforzar el yo contra las 
pulsiones. El famoso yo fuerte y maduro, el «contrato», el «pacto» entre un yo 
a pesar de todo normal y el analista... Sin embargo, existen factores cualitativos 
en la economía deseante que precisamente obstaculizan la cura y con respecto 
a los cuales se reprocha no haberlos tenido suficientemente en cuenta. 

El primero de estos factores es el «peñasco» de la castración, el peñasco con 
dos laderas no simétricas que introduce en nosotros un alveolo incurable y 
sobre el cual descansa el análisis. El segundo es una aptitud cualitativa del con¬ 
flicto que hace que la cantidad de libido no se divida en dos fuerzas variables 
correspondientes a la heterosexualidad y a la homosexualidad, pero crea en la 
mayoría de la gente oposiciones irreductibles entre las dos fuerzas. El tercero, 
por último, de una importancia económica tal que relega las consideraciones 
dinámicas y tópicas, concierne a un tipo de resistencias no localizables: se 
podría decir que algunos sujetos tienen una libido tan viscosa, o más bien al 
contrario tan líquida, que nada llega a «cuajar» en ellos. Nos equivocaríamos si 
en esta observación de Freud no viésemos más que una observación de detalle, 


* Este título es el existente en las Obras completas en castellano. La traducción del título 
francés sería: Análisis terminado y análisis interminable. (N. del T.) 


71 


una anécdota. De hecho, se trata de lo más esencial del fenómeno del deseo, a 
saber, los flujos cualitativos de la libido. André Green, en unas bellas páginas, 
recientemente ha vuelto a abordar la cuestión presentándonos el cuadro de 
tres tipos de «sesiones cuyas dos primeras implican contra-indicación: sólo la 
tercera constituiría la sesión ideal del análisis» 10 . Según el tipo I (viscosidad, 
resistencia de forma histérica), «la sesión está dominada por un clima pesado, 
grave, cenagoso. Los silencios son de plomo, el discurso está dominado por la 
actualidad... es uniforme, es un relato descriptivo en el que nada que remita 
al pasado es discernible, es un relato que se desarrolla según un hilo continuo 
que no permite ninguna rotura... Los sueños son relatados... el enigma, que 
todo sueño es, es tomado en la elaboración secundaria que concede prelación 
al sueño como relato y como acontecimiento antes que al sueño como trabajo 
sobre pensamientos... Transferencia enviscada...». Según el tipo II (liquidez, 
resistencia de forma obsesiva), «la sesión está dominada por una extrema mo¬ 
vilidad de representaciones de toda clase... la lengua está desatada, rápida, 
casi torrencial... todo pasa por ella, ...el paciente también podría decir todo 
lo contrario de lo que dice sin que cambiase para nada lo fundamental de la 
situación analítica. Todo ello no tiene consecuencias, pues el análisis se desliza 
sobre el diván como el agua sobre las plumas de un pato. No existe ningún 
forzamiento por parte del inconsciente, ningún amarre en la transferencia. 
La transferencia aquí es volátil...». Queda pues el tercer tipo, cuyas caracte¬ 
rísticas definen un buen análisis: el paciente «habla para constituir el proceso 
de una cadena de significantes. La significación no está fijada al significado 
al que remite cada uno de los significantes enunciados, pero está constituida 
por el proceso, la sutura, la concatenación de los elementos encadenados... 
Toda interpretación proporcionada por (el paciente) puede darse por un ya- 
significado en espera de su significación. Con este motivo la interpretación 
siempre es retrospectiva, como la significación percibida. Era, pues, aquello lo 
que esto quería decir...» 

Lo grave es que Freud nunca pusiera en duda el proceso de la cura. Sin 
duda, es demasiado tarde para él, pero ¿para los demás?... Freud interpretó 
estos problemas como obstáculos a la cura y no como insuficiencias de la cura 
o como efectos, contra-efectos, de su procedimiento. Pues la castración como 
estado analizable (o inanalizable, último peñasco) es más bien el efecto de la 
castración como acto psicoanalítico. Y la homosexualidad edípica (la aptitud 
cualitativa hacia el conflicto) es más bien el efecto de la edipización, que la 
cura sin duda no inventa, pero precipita y acentúa en las condiciones artificia- 

10. André Green, L’Affect, P.U.F., 1970, págs. 154-168. 


72 


les de su ejercicio (transferencia). Y, a la inversa, cuando flujos de libido resis¬ 
ten a la práctica de la cura, más bien nos encontramos con el inmenso clamor 
de toda la producción deseante que con una resistencia del ello. Ya sabíamos 
que el perverso es difícil de edipizar: ¿por qué se deja, sin embargo, dado que 
ha inventado otras territorialidades, más artificiales e incluso más lunares que 
la de Edipo? Sabíamos que el esquizo no es edipizable, ya que está fuera de 
toda territorialidad, ya que ha llevado sus flujos al desierto. Pero, ¿qué es lo 
que queda cuando aprendemos que «resistencias» de forma histérica u obse¬ 
siva dan fe de la cualidad anedípica de los flujos de deseo en la propia tierra 
de Edipo? Esto es lo que muestra la economía cualitativa: los flujos chorrean, 
pasan a través del triángulo, desunen sus vértices. El tampón edípico no deja 
señal en esos flujos, como tampoco sobre la confitura o sobre el agua. Contra 
las paredes del triángulo, hacia el exterior, ejercen la irresistible presión de 
la lava o el invencible chorreo del agua. ¿Cuáles son las buenas condiciones 
de la cura? Un flujo que se deja sellar por Edipo; objetos parciales que se de¬ 
jan subsumir bajo un objeto completo incluso ausente, falo de la castración; 
cortes-flujos que se dejan proyectar a un lugar mítico; cadenas polívocas que 
se dejan convertir en bi-unívocas, que se dejan linealizar, suspender, en un 
significante; un inconsciente que se deja expresar; síntesis conectivas que se 
dejan tomar en un uso global y específico; síntesis disyuntivas que se dejan 
tomar en un uso exclusivo, limitativo; síntesis conjuntivas que se dejan tomar 
en un uso personal y segregativo...; Pues, ¿qué significa «era, pues, aquello lo 
que esto quería decir»? Aplastamiento del «pues» sobre Edipo y la castración. 
Suspiro de alivio: ves, el coronel, el instructor, el educador, el patrón, todo 
esto quería decir aquello, Edipo y la castración, «toda la historia en una nueva 
versión»... No decimos que Edipo y la castración no sean nada: se nos edipiza, 
se nos castra, y no es el psicoanálisis quien inventó estas operaciones a las que 
tan sólo presta los recursos y procedimientos de nuevo cuño. Pero basta esto 
para hacer callar este clamor de la producción deseante: ¡todos somos esquizos! 
¡todos somos perversos! todos somos Libidos demasiado viscosas o demasiado 
fluidas... y no por propio gusto, sino porque allí nos han llevado los flujos 
desterritorializados... ¿Qué neurótico un poco grave no está apoyado sobre el 
peñasco o la roca de la esquizofrenia, peñasco esta vez móvil, aerolito? ¿Quién 
no frecuenta las territorialidades perversas, más allá de los jardines de infancia 
de Edipo? ¿Quién no siente los flujos de su deseo y la lava y el agua? Y sobre 
todo ¿de qué estamos enfermos? ¿De la esquizofrenia incluso como proceso? 
¿O bien de la neurotización violenta a la que se nos entrega y para la que el 
psicoanálisis ha inventado nuevos medios, Edipo y castración? ¿Estamos en- 


73 


fermos de la esquizofrenia como proceso —o de la continuación del proceso 
hasta el infinito, en el vacío, horrible exasperación (la producción del esquizo¬ 
frénico-entidad), o de la confusión del proceso con un fin (la producción del 
perverso-artificio), o de la interrupción prematura del proceso (la producción 
del neurótico-análisis)? Se nos enfrenta a la fuerza con Edipo y la castración, 
se nos echa sobre ellos; sea para medirnos con esa cruz, sea para constatar que 
no somos mensurables por ella. Sin embargo, el mal de cualquier modo está 
hecho, la cura eligió el camino de la edipización, todo alfombrado de residuos, 
contra la esquizofrenización que debe curarnos de la cura. 


* * * 

Dadas las síntesis del inconsciente, el problema práctico es el de su uso, 
legítimo o no, y de las condiciones que definen un uso de síntesis como legí¬ 
timo o ilegítimo. Sea el ejemplo de la homosexualidad (aunque sea algo más 
que un ejemplo). Anteriormente señalábamos como, en Proust, las páginas 
célebres de Sodoma y Gomorra entrelazaban dos temas abiertamente contra¬ 
dictorios, uno sobre la culpabilidad fundamental de las «razas malditas», el 
otro sobre la inocencia radical de las flores. Con mucha rapidez se ha aplicado 
a Proust el diagnóstico de una homosexualidad edípica, por fijación a la ma¬ 
dre, de dominante depresiva y culpabilidad sado-masoquista. De un modo 
más general, con demasiada rapidez se han descubierto contradicciones en los 
fenómenos de lectura, ya sea para declararlas irreductibles, o para resolverlas 
o mostrar que tan sólo son aparentes, según los gustos. En verdad, nunca 
hay contradicciones, aparentes o reales, sólo hay grados de humor. Y como 
la lectura misma posee sus grados de humor, del negro al blanco, con los que 
evalúa los grados coexistentes de lo que ella lee, el único problema siempre es 
el de una repartición sobre una escala de intensidades que asigna el lugar y el 
uso de cada cosa, cada ser o cada escena; hay esto y además aquello, y aclaré¬ 
monos con ello y tanto peor si no nos gusta. Es posible que a este respecto la 
chabacana advertencia de Charlus sea profética: «¡A uno le importa un bledo 
su vieja abuela, eh, golfilla!» Pues, ¿qué ocurre en la Recherche, una sola y mis¬ 
ma historia infinitamente variada? Está claro que el narrador no ve nada, no 
oye nada, es un cuerpo sin órganos, que no observa nada, pero que responde 
a los más mínimos signos, a la menor vibración, saltando sobre su presa. Todo 
empieza con nebulosas, conjuntos estadísticos de vagos contornos, formacio¬ 
nes molares o colectivas que implican singularidades repartidas al azar (un 
salón, un grupo de muchachas, un paisaje...). Luego, en estas nebulosas o estos 
colectivos, se dibujan unos «lados», se organizan series, se figuran personas en 


74 


estas series, bajo extrañas leyes de carencia, ausencia, simetría, exclusión, no 
comunicación, vicio y culpabilidad. Luego, todo se mezcla de nuevo, se des¬ 
hace, pero esta vez en una multiplicidad pura y molecular, en la que los objetos 
parciales, las «cajas», los «vasos», tienen todos igualmente sus determinaciones 
positivas y entran en comunicación aberrante según una transversal que re¬ 
corre toda la obra, inmenso flujo que cada objeto parcial produce y recorta, 
reproduce y corta a la vez. Más que el vicio, dice Proust, inquietan la locura 
y su inocencia. Sí la esquizofrenia es lo universal, el gran artista es aquél que 
franquea el muro esquizofrénico y llega a la patria desconocida, allí donde ya 
no pertenece a ningún tiempo, a ningún medio, a ninguna escuela. 

Así ocurre en un pasaje ejemplar, el primer beso a Albertine. El rostro de 
Albertine primero es una nebulosa, apenas extraída del colectivo de las mu¬ 
chachas. Luego aparece la persona de Albertine, a través de una serie de planos 
que son como sus distintas personalidades, el rostro de Albertine saltando de 
un plano a otro, a medida que los labios del narrador se acercan a la mejilla. 
Por último, en la proximidad total, todo se deshace como una visión sobre la 
arena, el rostro de Albertine estalla en objetos parciales moleculares, mientras 
que los del rostro del narrador reúnen el cuerpo sin órganos, ojos cerrados, 
nariz encogida, boca llena. O aún más, es el amor que cuenta la misma his¬ 
toria. De la nebulosa estadística, del conjunto molar de los amores hombres- 
mujeres, se desprenden las dos series malditas y culpables que dan fe de una 
misma castración bajo dos caras no superponibles, la serie de Sodoma y la serie 
de Gomorra, cada una excluyendo a la otra. Sin embargo, ésta no es la última 
palabra, puesto que el tema vegetal, la inocencia de las flores, nos proporciona 
otro mensaje y otro código: cada uno es bisexuado, cada uno posee los dos 
sexos, pero compartimentados, incomunicados; el hombre es tan sólo aquél 
en el que la parte masculina domina estadísticamente, la mujer, aquélla en la 
que la parte femenina domina estadísticamente. De tal modo que al nivel de 
las combinaciones elementales es preciso hacer intervenir al menos dos hom¬ 
bres y dos mujeres para constituir la multiplicidad en la que se establezcan 
comunicaciones transversales, conexiones de objetos parciales y de flujos: la 
parte masculina de un hombre puede comunicar con la parte femenina de 
una mujer, pero también con la parte masculina de una mujer, o con la parte 
femenina de otro hombre, o incluso con la parte masculina de otro hombre, 
etc. Ahí cesa toda culpabilidad, pues ésta no puede introducirse en esas flores. 
A la alternativa de las exclusiones «o bien... o bien», se opone el «ya» de las 
combinaciones y permutaciones en el que las diferencias vuelven a lo mismo 
sin cesar de ser diferencias. 


75 


Estadística o molarmente somos heterosexuales, pero personalmente 
homosexuales, sin saberlo o sabiéndolo, y por último somos trans-sexuados 
elemental o molecularmente. Por ello Proust, el primero en desmentir toda 
interpretación edipizante de sus propias interpretaciones, opone dos tipos de 
homosexualidad, o más bien dos regiones en las que sólo una es edípica, exclu¬ 
siva y depresiva, pero la otra esquizoide anedípica, inclusa e inclusiva: «Unos, 
los que sin duda tuvieron la infancia más tímida, apenas se preocupan del tipo 
material de placer que reciben, con tal que puedan relacionarlo con un rostro 
masculino. Mientras que otros, sin duda poseedores de sentidos más violentos, 
conceden a su placer material imperiosas localizaciones. Aquellos tal vez con 
sus confesiones estarán en contra de la mayoría de la gente. Quizás viven me¬ 
nos exclusivamente bajo el satélite de Saturno, pues para ellos las mujeres no 
están enteramente excluidas como para los primeros... Los segundos buscan 
a aquéllas que prefieren a su vez a las mujeres, pues ellas pueden procurarles 
un muchacho y acrecentar el placer que experimentan al encontrarse con él; 
además, pueden, de la misma manera, sentir con ellas el mismo placer que con 
un hombre... Pues en las relaciones que mantienen con ellas desempeñan, para 
la mujer que ama a las mujeres, el papel de otra mujer, y la mujer les ofrece al 
mismo tiempo aproximadamente lo que encuentran en el hombre...» 11 . 

Lo que aquí se opone son dos usos de la síntesis conectiva: un uso global 
y específico, un uso parcial y no específico. En el primer uso el deseo recibe a 
la vez un sujeto fijo, yo especificado bajo tal o cual sexo, y objetos completos 
determinados como personas globales. La complejidad y los fundamentos de 
una operación tal aparecen mejor si consideramos las reacciones mutuas en¬ 
tre las diferentes síntesis del inconsciente según tal o cual uso. En efecto, en 
primer lugar la síntesis de registro pone, sobre su superficie de inscripción en 
las condiciones de Edipo, un yo determinable o diferenciable con relación 
a imágenes parentales que sirven de coordenadas (madre, padre). Se da una 
triangulación que implica en su esencia una prohibición constituyente, que 
condiciona la diferenciación de las personas: prohibición de realizar el incesto 
con la madre y de ocupar el lugar del padre. Sin embargo, con un extraño 
razonamiento se saca en conclusión que, puesto que está prohibido, por ello 
mismo sería deseado. En verdad, las personas globales, la forma misma de las 
personas, no preexisten a las prohibiciones que pesan sobre ellas y que las 
constituyen, como tampoco escapan a la triangulación en la que entran: a 
un mismo tiempo el deseo recibe sus primeros objetos completos y ve cómo 

11. Proust, Sodome et Gomorrhe, Pléiade II, pág. 622 (el subrayado es nuestro) (tr. cast. 
Ed. Alianza). 


76 


le son prohibidos. Por tanto, es la misma operación edípica la que funda¬ 
menta la posibilidad de su propia «solución», por vía de la diferenciación de 
las personas conforme a lo prohibido, y la posibilidad de su fracaso o de su 
estancamiento, por caída en lo indiferenciado o en diferenciaciones que lo 
prohibido crea (incesto por identificación con el padre, homosexualidad por 
identificación con la madre...). Del mismo modo que la forma de las perso¬ 
nas, la materia personal de la transgresión no preexiste a lo prohibido. Vemos, 
pues, la facilidad que posee lo prohibido para desplazarse a sí mismo, ya que 
desde el principio desplaza al deseo. Se desplaza él mismo, en el sentido que 
la descripción edípica no se impone en la síntesis de registro sin reaccionar so¬ 
bre la síntesis de producción, y transforma profundamente las conexiones de 
esta síntesis al introducir nuevas personas globales. Estas nuevas imágenes de 
personas son la hermana y la esposa, después del padre y la madre. A menudo 
se ha señalado que lo prohibido existía bajo dos formas, una negativa que 
ante todo conduce a la madre e impone la diferenciación, la otra positiva, que 
concierne a la hermana y domina el intercambio (obligación de tomar como 
esposa a cualquiera menos mi hermana, obligación de reservar mi hermana 
para cualquier otro; dejar mi hermana a un hermano político, recibir mi espo¬ 
sa de un padre político) 12 . Y aunque a este nivel se produzcan nuevas estasis o 
caídas, como nuevas figuras de incesto y homosexualidad, no cabe la menor 
duda de que el triángulo edípico no poseería medio alguno para transmitirse 
y reproducirse sin este segundo grado: el primer grado elabora la forma del 
triángulo, pero sólo el segundo asegura la transmisión de esta forma. Tomo 
una mujer que no sea mi hermana para constituir la base diferenciada de un 
nuevo triángulo cuya cima, cabeza abajo, será mi hijo —lo que se llama salir 
de Edipo, pero también reproducirlo, transmitirlo antes de reventar solo, in¬ 
cesto, homosexual y zombi. 

De este modo, el uso parental o familiar de la síntesis de registro se 
prolonga en un uso conyugal, o de alianza, de las síntesis conectivas de pro¬ 
ducción: un régimen de conjugación de las personas substituye a la conexión 
de los objetos parciales. En el conjunto, las conexiones de máquinas-órganos 
propias a la producción deseante dan sitio a una conjugación de personas bajo 
las reglas de la reproducción familiar. Los objetos parciales ahora parecen ex¬ 
traídos de las personas, en lugar de serlo de los flujos no personales que pasan 
de unos a otros. Ocurre que las personas se derivan de cantidades abstractas, 
en el lugar de los flujos. Los objetos parciales, en vez de una apropiación co- 

12. Luc de Heusch, Essai sur le symbolisme de l’inceste royal en Afrique, Bruselas, 1959, 
págs. 13-16. 


77 


nectiva, se convierten en las posesiones de una persona y, si es preciso, en la 
propiedad de otra. Kant, del mismo modo que saca la conclusión de siglos de 
meditación escolástica al definir a Dios como principio del silogismo disyun¬ 
tivo, saca la conclusión de siglos de meditación jurídica romana cuando define 
el matrimonio como el vínculo a partir del cual una persona se convierte en 
propietaria de los órganos sexuales de otra persona 13 . Basta consultar un ma¬ 
nual religioso de casuística sexual para ver con qué restricciones las conexiones 
órganos-máquinas son toleradas en el régimen de la conjugación de las per¬ 
sonas, que legalmente fija su extracción del cuerpo de la esposa. Pero, incluso 
mejor, la diferencia de régimen aparece cada vez que una sociedad deja sub¬ 
sistir un estado infantil de promiscuidad sexual, en la que todo está permitido 
hasta la edad en que el joven entra a su vez bajo el principio de conjugación 
que regula la producción social de hijos. Sin duda, las conexiones de la pro¬ 
ducción deseante obedecían a una regla binaria; e incluso hemos visto cómo 
intervenía un tercer término en esta binariedad, el cuerpo sin órganos que 
reinyecta el producir en el producto, prolonga las conexiones de máquinas y 
sirve de superficie de registro. Pero precisamente aquí no se produce ninguna 
operación bi-unívoca que eche la producción sobre representantes; ninguna 
triangulación aparece a este nivel que relacione los objetos del deseo con per¬ 
sonas globales, ni el deseo con un sujeto específico. El único sujeto es el propio 
deseo sobre el cuerpo sin órganos, en tanto que maquina objetos parciales y 
flujos, extrayendo y cortando unos con otros, pasando de un cuerpo a otro, 
según conexiones y apropiaciones que cada vez destruyen la unidad facticia de 
un yo posesor o propietario (sexualidad anedípica). 

El triángulo se forma en el uso parental y se reproduce en el uso con¬ 
yugal. Todavía no sabemos qué fuerzas determinen esta triangulación que se 
inmiscuye en el registro del deseo para transformar todas sus conexiones pro¬ 
ductivas. Pero al menos podemos seguir, someramente, la forma cómo estas 
fuerzas proceden. Se nos dice que los objetos parciales están tomados en una 
intuición de totalidad precoz, del mismo modo que el yo en una intuición 
de unidad que precede a su realización. (Incluso en Melanie Klein, el objeto 
parcial esquizoide es relacionado a un todo que prepara la llegada del objeto 
completo en la fase depresiva.) Es evidente que una totalidad-unidad seme¬ 
jante no se establece más que sobre un cierto modo de ausencia, como ése del 
que «carecen» los objetos parciales y los sujetos de deseo. Desde ese momento 
ya todo está realizado: en todo lugar encontramos la operación analítica que 

13. Kant, Metafísica de las costumbres, I, 1797. (Fundamentación de la metafísica de las 
costumbres, Ed. Espasa Calpe, 1981). 


78 


consiste en extrapolar un algo transcendente y común, pero que no es un 
universal-común más que para introducir la carencia en el deseo, para fijar 
y especificar personas y un yo bajo tal o cual cara de su ausencia, e imponer 
a la disyunción de los sexos un sentido exclusivo. Así por ejemplo en Freud: 
para Edipo, para la castración, para el segundo tiempo del fantasma Pegan a 
un niño, o incluso para el famoso período de latencia en el que culmina la 
mixtificación analítica. Este algo común, transcendente y ausente, será llama¬ 
do falo o ley, para designar «el» significante que distribuye en el conjunto de la 
cadena los efectos de significación e introduce en ellos las exclusiones (de ahí 
las interpretaciones edipizantes del lacanismo). Ahora bien, este significante 
actúa como causa formal de la triangulación, es decir, hace posible la forma 
del triángulo y su reproducción: Edipo también tiene como fórmula 3 + 1, el 
Uno del falo transcendente sin el cual los términos considerados no formarían 
un triángulo 14 . Todo ocurre como si la cadena llamada significante, formada 
por elementos en sí mismos no significantes, de una escritura polívoca y de 
fragmentos separables, fuese el objeto de un tratamiento especial, de un aplas¬ 
tamiento que sacase su objeto separado, significante despótico bajo cuya ley 
toda la cadena parece desde ese momento suspendida, cada eslabón triangu¬ 
lado. Se da ahí un curioso paralogismo que implica un uso trascendente de 
las síntesis del inconsciente: pasamos de los objetos parciales separables al objeto 
completo separado, de donde se derivan las personas globales por asignación de 
carencia. Por ejemplo, en el código capitalista y su fórmula trinitaria, el dinero 
como cadena separable se convierte en capital como objeto separado, que no 
existe más que bajo el aspecto fetichista del stock y de la carencia. Lo mismo 
ocurre con el código edípico: la libido como energía de extracción y de sepa¬ 
ración es convertida en falo como objeto separado, no existiendo éste más que 
bajo la forma trascendente de stock y de carencia (algo común y ausente que 
falta tanto a los hombres como a las mujeres). Es esta conversión la que hace 
volcar toda la sexualidad en el marco edípico: esta proyección de todos los 
cortes-flujos sobre un mismo lugar mítico, de todos los signos no significantes 
en un mismo significante mayor. «La triangulación efectiva permite la espe¬ 
cificación de la sexualidad al sexo. Los objetos parciales no han perdido nada 
de su virulencia y de su eficacia. Sin embargo, la referencia al pene concede a 
la castración su pleno sentido. Por ella se significan posteriormente todas las 
experiencias externas vinculadas a la privación, a la frustración, a la carencia 

14. M. C. y E. Ortigues, Oedipe africain, Pión, 1966, pág. 83: «Para que se cumplan 
las condiciones necesarias para la existencia de una estructura en la institución familiar o en el 
complejo de Edipo, se precisan como mínimo cuatro términos, es decir, un término más de lo 
que es naturalmente necesario.» 


79 


de los objetos parciales. Toda la historia anterior es refundida en una nueva 
versión a la luz de la castración» 15 . 

Esto es precisamente lo que nos inquieta, esta refundición de la historia, 
y esta «carencia» atribuida a los objetos parciales. ¿Y cómo no habrían perdi¬ 
do su virulencia y su eficacia, una vez introducidos en un uso de síntesis que 
permanece fundamentalmente ilegítimo a su respecto? No negamos que haya 
una sexualidad edípica, una heterosexualidad y una homosexualidad edípicas, 
una castración edípica — objetos completos, imágenes globales y yos especí¬ 
ficos. Lo que negamos es que sean producciones del inconsciente. Además, la 
castración y la edipización engendran una ilusión fundamental que nos hace 
creer que la producción deseante real es justiciable de formaciones más altas 
que la integran, la someten a leyes transcendentes y le sirven una producción 
social y cultural superior: entonces aparece una especie de «desprendimiento» 
del campo social con respecto a la producción del deseo, en nombre del cual 
todas las resignaciones están desde un principio justificadas. Ahora bien, el 
psicoanálisis, al nivel más concreto de la cura, apoya con todas sus fuerzas este 
movimiento aparente. El mismo asegura esta conversión del inconsciente. En 
lo que llama preedípico ve un estadio que debe ser superado en el sentido de 
una integración evolutiva (hacia la posición depresiva bajo el reino del objeto 
completo), o debe ser organizado en el sentido de una integración estruc¬ 
tural (hacia la posición de un significante despótico, bajo el reino del falo). 
La aptitud al conflicto de que hablaba Freud, la oposición cualitativa entre 
la homosexualidad y la heterosexualidad, de hecho es una consecuencia de 
Edipo: en vez de ser un obstáculo a la cura encontrada en el exterior, es un 
producto de la edipización, y un contra-efecto de la cura que la refuerza. En 
verdad, el problema no concierne a los estadios preedípicos que todavía ten¬ 
drían a Edipo como eje, sino a la existencia y a la naturaleza de una sexualidad 
anedípica, de una heterosexualidad y una homosexualidad anedípicas, de una 
castración anedípica: los cortes-flujos de la producción deseante no se dejan 
proyectar en un lugar mítico, los signos del deseo no se dejan extrapolar en un 
significante, la trans-sexualidad no deja nacer ninguna oposición cualitativa 
entre una heterosexualidad y una homosexualidad locales y no específicas. Por 
todas partes, en esta reversión, la inocencia de las flores, en lugar de la culpa¬ 
bilidad de conversión. Pero en lugar de asegurar, de tender a asegurar la rever¬ 
sión de todo el inconsciente sobre la forma y en el contenido anedípicos de la 
producción deseante, la teoría y la práctica analítica no cesan de promover la 
conversión del inconsciente en Edipo, forma y contenido (en efecto, veremos 

15. André Green, L'Affect, pág. 167. 


80 


lo que el psicoanálisis llama «resolver» Edipo). En primer lugar, promueve esta 
conversión realizando un uso global y específico de las síntesis conectivas. Este 
uso puede ser definido como trascendente e implica un primer paralogismo 
en la operación psicoanalítica. Si utilizamos una vez más términos kantianos 
es por una simple razón. Kant se proponía, en lo que él llamaba revolución 
crítica, descubrir criterios inmanentes al conocimiento para distinguir el uso 
legítimo y el uso ilegítimo de las síntesis de la conciencia. En nombre de una 
filosofía transcendental (inmanencia de los criterios) denunciaba el uso trans¬ 
cendente de las síntesis tal como aparecía en la metafísica. Del mismo modo, 
debemos decir que el psicoanálisis tiene su metafísica, a saber, Edipo. Y que 
una revolución, esta vez materialista, no puede pasar más que por la crítica de 
Edipo, denunciando el uso ilegítimo de las síntesis del inconsciente tal como 
aparece en el psicoanálisis edipiano, de modo que recobre un inconsciente 
transcendental definido por la inmanencia de sus criterios, y una práctica co¬ 
rrespondiente como esquizoanálisis. 


* * 


* 


Cuando Edipo se desliza en las síntesis disyuntivas del registro deseante, 
les impone el ideal de un determinado uso, limitativo o exclusivo, que se con¬ 
funde con la forma de la triangulación — ser papá, mamá, o el hijo. Es el reino 
del O bien en la función diferenciante de la prohibición del incesto: allí es la 
mamá quien empieza, allá es el papá, y acullá eres tú mismo. Permanece en tu 
lugar. La desgracia de Edipo radica precisamente en no saber dónde empieza 
ese quién, ni quién es quién. Además, «ser padre o hijo» viene acompañado 
de otras dos diferenciaciones en los lados del triángulo, «ser hombre o mujer», 
«estar muerto o vivo». Edipo no debe saber si está vivo o muerto, si es hombre 
o mujer, antes de saber si es padre o hijo. Incesto: serás zombi y hermafrodi- 
ta. Es en este sentido que las tres grandes neurosis llamadas familiares pare¬ 
cen corresponder a fallos edípicos de la función diferenciante o de la síntesis 
disyuntiva: el fóbico no puede saber si es padre o hijo; el obseso, si está muerto 
o vivo; el histérico, si es hombre o mujer 16 . En una palabra, la triangulación 
familiar representa el mínimo de condiciones bajo las que un «yo» recibe las 
coordenadas que le diferencian a la vez en cuanto a la generación, al sexo y 
al estado. Y la triangulación religiosa confirma este resultado de otro modo: 

16. Sobre la «cuestión» histérica (¿soy hombre o mujer?) y la «cuestión» obsesiva (¿estoy 
vivo o muerto?), cf. Serge Leclaire, «La Mort dans la vie de l’obsédé», en la Psychanalyse, n.° 2, 
págs. 129-130. 


81 


así, en la trinidad, la desaparición de la imagen femenina en provecho de un 
símbolo fálico muestra cómo el triángulo se desplaza hacia su propia causa e 
intenta integrarla. Esta vez se trata del máximo de condiciones bajo las que 
las personas se diferencian. Por ello, nos importaba la definición kantiana que 
pone a Dios como principio a priori del silogismo disyuntivo, en tanto que 
todo se deriva de él por limitación de una realidad mayor ( omnitudo realitatis ): 
humor de Kant que convierte a Dios en el señor de un silogismo. 

Lo propio del registro edípico radica en introducir un uso exclusivo, li¬ 
mitativo, negativo, de la síntesis disyuntiva. Estamos tan formados por Edi- 
po que con dificultad podemos imaginar otro uso; e incluso las tres neurosis 
familiares no salen de él, aunque sufran por no poderlo aplicar. Por todas 
partes en el psicoanálisis, en Freud, hemos visto formularse esa afición por las 
disyunciones exclusivas. No obstante, resulta que la esquizofrenia nos da una 
singular lección extra-edípica, y nos revela una fuerza desconocida de la sínte¬ 
sis disyuntiva, un uso inmanente que ya no será exclusivo ni limitativo, sino 
plenamente afirmativo, ilimitativo, inclusivo. Una disyunción que permanece 
disyuntiva y que, sin embargo, afirma los términos disjuntos, los afirma a 
través de toda su distancia, sin limitar uno por el otro, ni excluir uno del otro, es 
tal vez la mayor paradoja. «Ya... ya» en lugar de «o bien». El esquizofrénico no 
es hombre y mujer. Es hombre o mujer, pero precisamente es de los dos lados, 
hombres del lado de los hombres, mujer del lado de las mujeres. Aimable 
Jayet (Albert Désiré, matrícula 54161001) letaniza las series paralelas de lo 
masculino y lo femenino, y se coloca de una parte y de otra: «Mat Albert 5416 
ricu-le sultán Román vesin», «Mat Désiré 1001 ricu-la sultane romaine vesine» 17 . 
El esquizofrénico está muerto o vivo y no las dos cosas a la vez, pero uno u otro 
al término de una distancia que sobrevuela al deslizar. Es hijo o padre y no uno 
y otro, pero uno al final del otro como los dos puntos de un bastón en un espa¬ 
cio indescomponible. Este es el sentido de las disyunciones en el que Beckett 
inscribe sus personajes y los acontecimientos que les suceden: todo se divide, 
pero en sí mismo. Incluso las distancias son positivas, al mismo tiempo que las 
disyunciones incluidas. Desconoceríamos por completo este orden de pensa¬ 
miento si actuásemos como si el esquizofrénico substituyese las disyunciones 
por vagas síntesis de identificación de contrarios, como el último de los filó¬ 
sofos hegelianos. No sustituye síntesis disyuntivas por síntesis de contrarios, 
sino que sustituye el uso exclusivo y limitativo de la síntesis disyuntiva por un 
uso afirmativo. Está y permanece en la disyunción: no suprime la disyunción 

17. Art brut, n.° 4, pág. 139. (En su representación, Jean Oury denomina a Jayet «el no 
delimitado», «en sobrevuelo permanente».) 


82 


al identificar los contrarios por profundización, por el contrario, la afirma al 
sobrevolar una distancia indivisible. No es simplemente bisexuado, ni inter¬ 
sexuado, sino trans-sexuado. Está trans-vivomuerto, es trans-padrehijo. No 
identifica dos contrarios, sino que afirma su distancia como lo que les relacio¬ 
na en tanto que diferentes. No se cierra sobre los contrarios, sino que se abre, 
y, como un saco lleno de esporas, las suelta como singularidades que indebi¬ 
damente encerraba, de las que pretendía excluir unas y retener otras, pero que 
ahora se convierten en puntos-signos, afirmados por su nueva distancia. Inclu¬ 
siva, la disyunción no se cierra sobre sus términos, al contrario, es ilimitativa. 
«Entonces ya no era esta caja cerrada que debería haberme conservado tan 
bien; un tabique se había derribado», liberando un espacio en el que Molloy 
y Moran ya no designan personas, sino singularidades que acuden de todas 
partes, agentes de producción evanescentes. Es la disyunción libre; las posi¬ 
ciones diferenciales subsisten perfectamente, incluso adquieren un valor libre, 
pero todas son ocupadas por un sujeto sin rostro y transposicional. Schreber es 
hombre y mujer, padre e hijo, muerto y vivo; es decir, es en todo lugar donde 
hay una singularidad, en todas las series y en todas las ramas marcadas con un 
punto singular, ya que él mismo es esta distancia que le transforma en mujer, 
al final de la cual ya es madre de una nueva humanidad y por fin puede morir. 

Por esta razón, el Dios esquizofrénico tiene muy poco que ver con el Dios 
de la religión, aunque se ocupen del mismo silogismo. En Le Baphomet, Klos- 
sowski, al Dios como señor de las exclusiones y limitaciones de la realidad que 
se deriva de él oponía un anticristo, príncipe de las modificaciones que, por 
el contrario, determina el paso de un sujeto por todos los predicados posibles. 
Soy Dios no soy Dios, soy Dios soy Elombre: no se trata de una síntesis que 
en una realidad originaria del Hombre-Dios supere las disyunciones negativas 
de la realidad derivada, se trata de una disyunción inclusiva que realiza ella 
misma la síntesis derivando de un término a otro y siguiendo la distancia. No 
existe nada originario. Es como el célebre: «Es mediodía. La lluvia golpea las 
ventanas. No era mediodía. No llovía.» Nijinsky escribía: «Soy Dios no era 
Dios soy el clown de Dios.» «Soy Apis, soy un egipcio, un indio piel roja, un 
negro, un nicho, un japonés, un extranjero, un desconocido, soy el pájaro del 
mar y el que sobrevuela la tierra firme, soy el árbol de Tolstoi con sus raíces.» 
«Soy el esposo y la esposa, amo a mi mujer, amo a mi marido..» 18 Lo que cuen¬ 
ta no son las denominaciones parentales, ni las denominaciones raciales o las 
denominaciones divinas. Tan sólo importa el uso que se hace de ello. Nada de 


18. Nijinsky, Journal, tr. fr. Gallimard. 


83 


problema de sentido, sino tan sólo de uso. Nada de originario ni de derivado, 
sino una derivación generalizada. Podríamos decir que el esquizo libera una 
materia genealógica bruta, ilimitativa, en la que puede meterse, inscribirse, y 
orientarse en todos los ramales a la vez, en todos los lados. Derriba la genea¬ 
logía edípica. Bajo las relaciones, progresivamente, realiza vuelos absolutos 
sobre distancias indivisibles. El genealogista-loco divide el cuerpo sin órganos 
en una red disyuntiva. También Dios, que no designa más que la energía de re¬ 
gistro, puede ser el mayor enemigo en la inscripción paranoica, pero también 
el mayor amigo en la inscripción milagrosa. De cualquier manera, la cuestión 
de un ser superior en la naturaleza y en el hombre no se plantea del todo. Todo 
está sobre el cuerpo sin órganos, lo que está inscrito y la energía que inscribe. 
Sobre el cuerpo inengendrado las distancias indescomponibles son necesaria¬ 
mente sobrevoladas, al mismo tiempo que los términos disjuntos son todos 
afirmados. Soy la carta y la pluma y el papel (es de este modo que Nijinski 
llevaba su diario) — sí, he sido mi padre y he sido mi hijo. 

Por tanto, la síntesis disyuntiva de registro nos conduce al mismo resulta¬ 
do que la síntesis conectiva: también ella es capaz de dos usos, uno inmanente 
y el otro trascendente. ¿Por qué, también en este caso, el psicoanálisis apoya el 
uso trascendente que por todas partes introduce las exclusiones, las limitacio¬ 
nes en la red disyuntiva, y vuelca el inconsciente en Edipo? ¿Por qué es esto, 
precisamente, la edipización? Ocurre que la relación exclusiva introducida 
por Edipo no se desarrolla tan sólo entre las diversas disyunciones concebidas 
como diferenciaciones, sino entre el conjunto de estas diferenciaciones que im¬ 
pone y un indiferenciado que supone o indica. Edipo nos dice: si no sigues las 
líneas de diferenciación, papá-mamá-yo, y las exclusivas que las jalonan, caerás 
en la noche negra de lo indiferenciado. Comprendemos que las disyunciones 
exclusivas no son del todo las mismas que las inclusivas: Dios en ellas no 
tiene el mismo uso, ni las denominaciones parentales. Estas ya no designan 
estados intensivos por los que el sujeto pasa sobre el cuerpo sin órganos y en 
el inconsciente que permanece huérfano (sí, he sido...), pero designan perso¬ 
nas globales que no preexisten a las prohibiciones que las fundamentan, y las 
diferencian entre sí y con relación al yo. De tal modo que la transgresión de lo 
prohibido se convierte correlativamente en una confusión de personas, en una 
identificación del yo con las personas, en la pérdida de las reglas diferenciantes 
o de las funciones diferenciales. Sin embargo, de Edipo debemos decir que 
crea ambas, las diferenciaciones que ordena y lo indiferenciado con que nos ame¬ 
naza. Con el mismo movimiento, el complejo de Edipo introduce el deseo 
en la triangulación y prohíbe al deseo que se satisfaga con los términos de la 


84 


triangulación. Obliga al deseo a tomar por objeto las personas parentales dife¬ 
renciadas y prohíbe al yo correlativo que satisfaga su deseo con estas personas, 
en nombre de las mismas exigencias de diferenciación, esgrimiendo las ame¬ 
nazas de lo indiferenciado. Pero este indiferenciado lo crea como el reverso de 
las diferenciaciones que crea. Edipo nos dice: o bien interiorizarás las funciones 
diferenciales que dominan las disyunciones exclusivas, y así «resolverás» Edi¬ 
po — o bien caerás en la noche neurótica de las identificaciones imaginarias. 
O bien seguirás las líneas del triángulo que estructuran y diferencian los tres 
términos — o bien harás que un término siempre se desenvuelva como si estu¬ 
viese de más con relación a los otros dos y reproducirás en todos los sentidos 
las relaciones duales de identificación en lo indiferenciado. Pero, tanto de un 
lado como de otro, es Edipo. Y todo el mundo sabe lo que el psicoanálisis 
llama resolver (superar) Edipo: interiorizarlo para poderlo recobrar mejor en el 
exterior en la autoridad social, y con ello dispersarlo, pasándolo a los peque¬ 
ños. «El niño no se convierte en un hombre más que resolviendo el complejo 
de Edipo, cuya resolución le introduce en la sociedad en la que encuentra, 
en la figura de la Autoridad, la obligación de revivirlo, esta vez con todas las 
salidas interceptadas. Entre el imposible retorno a lo que precede al estado de 
cultura y el malestar creciente que provoca éste, tampoco es seguro que pueda 
encontrarse un punto de equilibrio» 19 . Edipo es como el laberinto, uno no sale 
de él más que volviendo a entrar (o haciendo entrar a alguien). Edipo como 
problema o como solución es los dos cabos de una ligadura que detiene toda 
la producción deseante. Se aprietan las tuercas, ya no puede pasar nada de la 
producción, salvo un rumor. El inconsciente ha sido aplastado, triangulado, se 
le ha colocado ante una elección que no era suya. Todas las salidas bloqueadas: 
ya no existe un uso posible de las disyunciones inclusivas, ilimitativas. ¡Se han 
puesto padres al inconsciente! 

Bateson llama double bind a la emisión simultánea de dos órdenes de 
mensajes, uno de ellos contradiciendo al otro (por ejemplo, el padre que dice 
al hijo: ¡vamos, critícame!, pero que claramente da a sobreentender que toda 
crítica efectiva, al menos un cierto tipo de crítica, será mal recibida). Bate- 
son ve en ello una situación particularmente esquizofrenizante que interpreta 
como un «sinsentido» desde el punto de vista de las teorías de los tipos de 
Russell 20 . Más bien nos parece que el double bind, el doble atolladero, es una 
situación corriente, edipizante por excelencia. Y, con riesgo de formalizarla, 

19. A. Besan^on, «Vers une histoire psychanalytique», Anuales, mayo 1969. 

20. G. Bateson y colab., «Towards a Theory of Schizophrenia», B ehavioral Science, 1956, 
I (cf. los comentarios de Pierre Fédida, «Psychose et parenté», Critique, oct. 1968). 


85 


remite a otra clase de sinsentido ruselliano: una alternativa, una disyunción 
exclusiva está determinada con respecto a un principio que constituye, sin em¬ 
bargo, los dos términos o los dos subconjuntos, y que él mismo entra en la al¬ 
ternativa (caso por completo diferente de lo que ocurre cuando la disyunción 
es inclusiva). Este es el segundo paralogismo del psicoanálisis. En resumen, el 
«double bind» no es más que el conjunto de Edipo. Es en este sentido que Edipo 
debe ser presentado como una serie, en la que oscila entre dos polos: la iden¬ 
tificación neurótica y la interiorización llamada normativa. Tanto de un lado 
como del otro, Edipo es el doble atolladero. Y si aquí un esquizo es producido 
como entidad, es sólo como único medio para escapar a esta doble vía, en la 
que la normatividad carece tanto de salida como la neurosis, y la solución está 
tan bloqueada como el problema: entonces nos replegamos sobre el cuerpo 
sin órganos. 

Parece que el propio Freud tuvo una clara conciencia de que Edipo era 
inseparable de un doble atolladero, o callejón sin salida, en el que precipitaba 
el inconsciente. Así, en la carta de 1936 a Romain Rolland: «Todo ocurre 
como si lo principal en el éxito radicase en llegar más lejos que el padre y 
como si siempre estuviese prohibido el que el padre fuese superado.» Lo ve¬ 
mos aún más claramente cuando Freud expone toda la serie histórico-mítica: 
en un cabo Edipo está anudado por la identificación asesina, en el otro está 
reanudado por la restauración y la interiorización de la autoridad paterna 
(«restablecimiento del antiguo orden bajo un nuevo plan») 21 . Entre ambos, 
la latencia, la famosa latencia, sin duda la mayor mixtificación psicoanalítica: 
esta sociedad de «hermanos» que se prohíben los frutos del crimen y se pasan 
todo el tiempo necesario en interiorizarlo. Pero se nos previene: la sociedad de 
«hermanos» es desapacible, inestable y peligrosa, debe preparar el reencuentro 
de un equivalente de la autoridad parental, debe hacernos pasar al otro polo. 
De acuerdo con una sugestión de Freud, la sociedad americana, la sociedad 
industrial con gestión anónima y desaparición del poder personal, etc., nos es 
presentada como una resurrección de la «sociedad sin padres». Con el encargo, 
por supuesto, de encontrar modos originales para la restauración del equiva¬ 
lente (por ejemplo, el sorprendente descubrimiento de Mitscherlich: de que la 
familia real inglesa, después de todo, no es una cosa mala...) 22 . Está claro, por 
tanto, que sólo se abandona un polo de Edipo para pasar al otro. La cuestión 
no radica en salir de él, neurosis o normalidad. La sociedad de los hermanos 


86 


21. Freud, Psicología de las masas , cap. XII (tr. cast. Ed. Alianza, 1981). 

22. A. Mitscherlich, Vers La société sansperes, 1963, tr. fr. Gallimard, págs. 327- 330. 


no recobra nada de la producción y de las máquinas deseantes; por el con¬ 
trario, extiende el velo de la latencia. En cuanto a los que no se dejan edipizar, 
bajo una forma u otra, el psicoanalista está allí para llamar en su ayuda al asilo 
o a la policía. ¡La policía con nosotros!, nunca el psicoanálisis mostró mejor su 
afición por apoyar el movimiento de la represión social y participar en él con 
todas sus fuerzas. Que no se crea que hacemos alusión a aspectos folklóricos 
del psicoanálisis. No porque, por parte de Lacan, se tenga otra concepción 
del psicoanálisis hay que considerar como menor lo que en verdad es el tono 
dominante en las asociaciones más reconocidas: veamos al doctor Mendel, los 
doctores Stéphane, el estado rabioso en que caen y su llamada literalmente po¬ 
licial ante la idea de que alguien pretende escapar a la ratonera de Edipo. Edi- 
po es como estos objetos que se convierten en tanto más peligrosos cuando ya 
nadie cree en ellos; entonces los polizontes entran para reemplazar a los sumos 
sacerdotes. El primer ejemplo profundo de un análisis de double bind, en este 
sentido, lo podemos encontrar en La cuestión judía de Marx: entre la familia y 
el Estado — el Edipo de la autoridad familiar y el Edipo de la autoridad social. 

Edipo no sirve estrictamente para nada, salvo para ligar el inconsciente en 
los dos lados. Veremos en qué sentido Edipo es estrictamente «indecidible», 
según el lenguaje de los matemáticos. Estamos hartos de estas historias en las 
que se está bien por Edipo, enfermo de Edipo, y con diversas enfermedades 
bajo Edipo. Ocurre que un analista está hasta las narices de este mito que es 
bebedero y madriguera del psicoanálisis y por ello vuelve a las fuentes: «Freud 
finalmente no salió del mundo del padre, ni de la culpabilidad... Pero fue el 
primero que, dando la posibilidad de construir una lógica de la relación con 
el padre, abrió el camino para la liberación de este dominio del padre sobre el 
hombre. La posibilidad de vivir más allá de la ley del padre, más allá de toda 
ley, es tal vez la posibilidad más esencial que aporta el psicoanálisis freudiano. 
Pero, paradójicamente, y tal vez a causa del propio Freud, todo nos hace pen¬ 
sar que esta liberación, que el psicoanálisis permite, se realizará, ya se realiza, 
fuera de él» 23 . Sin embargo, no podemos compartir ni ese pesimismo ni ese 
optimismo. Pues es mucho optimismo pensar que el psicoanálisis posibilita 
una verdadera solución de Edipo: Edipo es como Dios, el padre es como Dios; 
el problema no se resuelve más que al suprimir el problema y la solución. El 
esquizoanálisis no se propone resolver Edipo, no se propone resolverlo mejor 
de lo que pueda hacerlo el psicoanálisis edípico. Se propone desedipizar el 


23. Marie-Claire Boons, «Le Meurtre du pére chez Freud», L’Inconscient, n.° 5, enero 
1968, pág. 129. 


87 


inconsciente para llegar a los verdaderos problemas. Se propone llegar a es¬ 
tas regiones del inconsciente huérfano, precisamente «más allá de toda ley», 
donde el problema ni siquiera puede plantearse. Por esto tampoco comparti¬ 
mos el pesimismo que consiste en creer que este cambio, esta liberación, no 
pueden realizarse más que fuera del psicoanálisis. Por el contrario, creemos en 
la posibilidad de una reversión interna que convierta a la máquina analítica 
en una pieza indispensable del aparato revolucionario. Además, parece que 
actualmente ya existen las condiciones objetivas. 

Todo ocurre, pues, como si Edipo tuviese por sí mismo dos polos: un 
polo de figuras imaginarias identificatorias, un polo de funciones simbólicas 
diferenciantes. Pero, de cualquier modo, se edipiza: si no se tiene a Edipo 
como crisis, se lo tiene como estructura. Entonces se transmite la crisis a otros 
y todo vuelve a empezar. Esta es la disyunción edípica, el movimiento de pén¬ 
dulo, la razón inversa exclusiva. Por ello, cuando se nos invita a superar una 
concepción simplista de Edipo basada en las imágenes parentales para definir 
funciones simbólicas en una estructura, por más que se reemplace el papá- 
mamá tradicional por una función-madre, una función-padre, no vemos bien 
lo que ganamos con ello, salvo fundamentar la universalidad de Edipo más 
allá de la variabilidad de las imágenes, unir todavía mejor el deseo con la ley y 
lo prohibido, y llevar hasta el final el proceso de edipización del inconsciente. 
Edipo encuentra aquí sus dos extremos, su mínimo y su máximo, según se le 
considere tendiendo hacia un valor indiferenciado de sus imágenes variables 
o hacia el poder de diferenciación de sus funciones simbólicas. «Cuando nos 
acercamos a la imaginación material, la función diferencial disminuye, tende¬ 
mos hacia equivalencias. Cuando nos acercamos a los elementos formadores, 
la función diferencial aumenta, tendemos hacia valencias distintivas» 24 . Ape¬ 
nas nos sorprenderá el saber que Edipo como estructura es la trinidad cristia¬ 
na, mientras que Edipo como crisis es una trinidad familiar insuficientemente 
estructurada por la fidelidad: siempre los dos polos en razón inversa, ¡Edipo/or 
ever ! 25 ¡Cuántas interpretaciones del lacanismo, abierta o estrictamente piado¬ 
sas, han invocado de este modo un Edipo estructural para formar y cerrar el 

24. Edmond Ortigues, Le Discours et le symbole, Aubier, 1962, pág. 197. 

25. Cf. J. M. Pohier, «La Paternité de Dieu», L’Inconscient, n.° 5 (en este artículo se en¬ 
cuentra una perfecta formulación de Edipo como double bind: «La vida psíquica del hombre se 
desarrolla en una especie de tensión dialéctica entre dos formas de vivir el complejo de Edipo: 
una consiste en vivirlo, la otra consiste en vivir según las estructuras que podríamos llamar edí- 
picas. Además la experiencia muestra que estas estructuras no son ajenas a la fase más crítica de 
este complejo. Para Freud, el hombre está marcado definitivamente por este complejo: es tanto 
su grandeza como su miseria», etc., págs. 57-58.) 


88 


doble callejón sin salida, volver a conducirnos a la cuestión del padre, edipizar 
incluso al esquizo, y mostrar que un agujero en lo simbólico nos remitía a 
lo imaginario, y que, inversamente, manchas o confusiones imaginarias nos 
remitían a la estructura! Como decía un predecesor célebre a sus animales; ya 
lo habéis convertido en una cantinela... Por ello, por nuestra propia cuenta no 
podíamos marcar ninguna diferencia de naturaleza, ninguna frontera, ningún 
límite, entre lo imaginario y lo simbólico, como tampoco entre el Edipo-crisis 
y el Edipo-estructura, o entre el problema y la solución. Se trata tan sólo de un 
doble callejón sin salida correlativo, de un movimiento de péndulo encargado 
de barrer todo el inconsciente, y que sin cesar remite de un polo a otro. Unas 
tenazas que aplastan el insconsciente en su disyunción exclusiva. 

La verdadera e innata diferencia no reside entre los simbólico y lo imagi¬ 
nario, sino entre el elemento real de lo maquínico, que constituye la produc¬ 
ción deseante, y el conjunto estructural de lo imaginario y lo simbólico, que 
tan sólo forma un mito y sus variantes. La diferencia no radica entre dos usos 
de Edipo, sino entre el uso anedípico de las disyunciones inclusivas, ilimitati¬ 
vas, y el uso edípico de las disyunciones exclusivas, que este último uso toma 
de las vías de lo imaginario o de los valores de lo simbólico. Por eso era preciso 
escuchar las advertencias de Lacan sobre el mito freudiano de Edipo, que «no 
podría mantener indefinidamente el cartel en las formas de sociedad en las 
que se pierde cada vez más el sentido de la tragedia...: un mito no se basta si 
no soporta ningún rito, y el psicoanálisis no es el rito de Edipo». E incluso 
si nos remontamos de las imágenes a la estructura, de las figuras imaginarias 
a las funciones simbólicas, del padre a la ley, de la madre al gran Otro, en 
verdad tan sólo se ha hecho retroceder la cuestión 26 . Y si consideramos el tiempo 
empleado en este retroceso, Lacan todavía dice: el único fundamento de la 
sociedad de los hermanos, de la fraternidad, es la «segregación» (¿qué quiere 
decir?). De todos modos, no convenía apretar las tuercas allí donde Lacan aca¬ 
baba de aflojarlas; edipizar el esquizo, allí donde, por el contrario, acababa de 
esquizofrenizar hasta la neurosis, haciendo pasar un flujo esquizofrénico capaz 
de subvertir el campo del psicoanálisis. El objeto a irrumpe en el seno del 
equilibrio estructural a modo de una máquina infernal, la máquina deseante. 
Llega una segunda generación de discípulos de Lacan cada vez menos sensi¬ 
bles ante el falso problema de Edipo. Pero los primeros, si han sido tentados 
a volver a cerrar el yugo de Edipo, ¿no es en la medida en que Lacan parecía 
mantener una especie de proyección de las cadenas significantes sobre un sig- 


26. Lacan, Ecrits, pág. 813. 


89 


niñeante despótico y parecía que lo suspendía todo de un término que faltaba, 
que faltaba a sí mismo y que reintroducía la falta en las series del deseo a las 
que imponía un uso exclusivo? ¿Era posible denunciar a Edipo como mito y, 
sin embargo, mantener que el complejo de castración no era un mito, sino al 
contrario algo real? (¿No era volver a tomar el grito de Aristóteles: «hay que 
detenerse», esta Anankb freudiana, este Peñasco?) 


* * 


* 


Eternos visto cómo en la tercera síntesis, síntesis conjuntiva de consu¬ 
mo, el cuerpo sin órganos era verdaderamente un huevo, atravesado por ejes, 
vendado por zonas, localizado por áreas o campos, medido por gradientes, 
recorrido por potenciales, marcado por umbrales. En este sentido creemos 
en la posibilidad de una bioquímica de la esquizofrenia (en vinculación con 
la bioquímica de las drogas), que cada vez será más capaz de determinar la 
naturaleza de este huevo y la repartición campo-gradiente-umbral. Se trata de 
relaciones de intensidades a través de las cuales el sujeto pasa sobre el cuerpo 
sin órganos y opera devenires, caídas y alzas, migraciones y desplazamientos. 
Laing está por completo en lo cierto al definir el proceso esquizo como un 
viaje iniciático, una experiencia trascendental de la pérdida del Ego que pone 
en boca de un sujeto: «En cierta manera había llegado al presente a partir de 
la forma más primitiva de la vida» (el cuerpo sin órganos), «miraba, no, más 
bien sentía ante mí un viaje espantoso» 27 . Ahí, ya no es cuestión de metáfora 
hablar de un viaje como hace un rato al hablar del huevo, y de lo que ocurre 
en él y sobre él, movimientos morfogenéticos, desplazamientos de grupos ce¬ 
lulares, estiramientos, plegamientos, migraciones, variaciones locales de po¬ 
tenciales. Ni siquiera hay que oponer un viaje interior a los viajes exteriores: 
el paseo de Lenz, el paseo de Nijinsky, los paseos de las criaturas de Beckett 
son realidades efectivas, pero donde lo real de la materia ha abandonado toda 
extensión, como el viaje interior ha dejado toda forma y cualidad, para ya no 
hacer brillar tanto dentro como fuera más que intensidades puras conectadas, 
casi insoportables, por las que pasa un sujeto nómada. No es una experiencia 
alucinatoria ni un pensamiento delirante, sino una sensación, una serie de 
emociones y sensaciones como consumo de cantidades intensivas que forman 
el material de las alucinaciones y delirios subsiguientes. La emoción intensiva, 

27. Ronald Laing, La Politique de 1’expe.rience, 1967, tr. fr. Stock, pág. 106 (tr. cast. Ed. 
Crítica, 1978). 


90 



el afecto, es a la vez raíz común y principio de diferenciación de los delirios 
y alucinaciones. También creeremos que todo se mezcla en estos devenires, 
pasos y migraciones intensos, toda esta deriva que remonta y desciende el 
tiempo — países, razas, familias, denominaciones parentales, denominaciones 
divinas, denominaciones históricas, geográficas e incluso hechos diversos. (Yo 
siento que ) me convierto en Dios, me convierto en mujer, que era Juana de 
Arco y soy Heliogábalo, y el Gran Mongol, un chino, un piel roja, un templa¬ 
rio, he sido mi padre y he sido mi hijo. Y todos los criminales, toda la lista de 
criminales, los criminales honestos y los deshonestos: Szondi antes que Freud 
y su Edipo. «Es tal vez al querer ser Worm que por fin seré Mahood. Entonces 
ya no tendré que ser Worm. A lo que sin duda llegaré al esforzarme por ser 
Tartempion.» Pero si todo se mezcla de ese modo, es en intensidad, no hay 
confusión de los espacios y de las formas puesto que precisamente están deshe¬ 
chos, en provecho de un nuevo orden, el orden intenso, intensivo. 

¿Cuál es este orden? Lo que en primer lugar se reparte sobre el cuerpo 
sin órganos son las razas, las culturas y sus dioses. No se ha señalado sufi¬ 
cientemente hasta qué punto el esquizo hacía historia, alucinaba y deliraba 
la historia universal, y dispersaba las razas. Todo delirio es racial, lo que no 
quiere decir necesariamente racista. No es que las regiones del cuerpo sin ór¬ 
ganos «representen» razas y culturas. El cuerpo lleno no representa nada del 
todo. Por el contrario, son las razas y las culturas las que designan regiones 
sobre este cuerpo, es decir, zonas de intensidades, campos de potenciales. En 
el interior de estos campos se producen fenómenos de individualización, de 
sexualización. De un campo a otro se pasa franqueando umbrales: no se cesa 
de emigrar, se cambia de individuo como de sexo, y partir se convierte en 
algo tan simple como nacer y morir. Ocurre que se lucha contra otras razas, 
que se destruyen civilizaciones, a la manera de los grandes emigrantes: por allí 
donde pasan ya nunca crece nada — aunque estas destrucciones, como vere¬ 
mos, puedan hacerse de dos maneras muy distintas. ¿Cómo el rebasamiento 
de un umbral no implicaría, por otra parte, estragos? El cuerpo sin órganos 
se cierra sobre los lugares dándoselos. No podemos separar el teatro de la 
crueldad de la lucha contra nuestra cultura, del enfrentamiento de las «razas», 
y de la gran emigración de Artaud a México, sus poderes y sus religiones: las 
individuaciones no se producen más que en campos de fuerzas expresamente 
definidas por vibraciones intensivas, y que no animan personajes crueles más 
que como órganos inducidos, piezas de máquinas deseantes (los maniquís) 28 . 

28. Sobre el juego de las razas y las intensidades en el teatro de la crueldad cf. Artaud, 
Oeuvres completes, t. IV y V (por ejemplo, el proyecto de «La conquéte du Mexique», IV, pág. 


91 


Una temporada en el infierno, cómo separarla de la denuncia de las familias 
de Europa, de la llamada a destrucciones que no llegan con la suficiente ra¬ 
pidez, de la admiración por el presidiario, del intenso franqueamiento de los 
umbrales de la historia, de esta prodigiosa emigración, este convertirse-mujer, 
este convertirse-escandinavo y mongol, este «desplazamiento de razas y conti¬ 
nentes», esta sensación de intensidad bruta que preside el delirio tanto como 
la alucinación, y sobre todo esta voluntad deliberada, obstinada, material, de 
ser «de raza inferior desde la eternidad»: «Conocí cada hijo de familia, ...nunca 
he sido de ese pueblo, nunca he sido cristiano, ...sí, tengo los ojos cerrados a 
vuestra luz. Soy una bestia, un negro...» 

Tampoco podemos separar a Zaratustra de la «gran política» y de la ani¬ 
mación de las razas que obliga a Nietzsche a decir: no soy un alemán, soy 
polaco. Aún ahí las individuaciones no se forman más que en complejos de 
fuerzas que determinan a las personas como otros tantos estados intensivos 
encarnados en un «criminal», no cesando de atravesar un umbral al destruir 
la unidad facticia de una familia y de un yo: «Yo soy Prado, soy el padre de 
Prado, me atrevo a decir que soy Lesseps: yo quisiera dar a mis parisinos, a 
los que quiero bien, una nueva noción, la de un criminal honesto. Yo soy 
Chambige, otro criminal honrado... Una cosa desagradable y que molesta a 
mi modestia, es que en el fondo yo soy todos los nombres de la historia» 29 . Nun¬ 
ca se trata, sin embargo, de identificarse con determinados personajes, como 
cuando equivocadamente se dice de un loco que «se creía que era...». Se trata 
de algo distinto: identificar las razas, las culturas y los dioses, con campos de 
intensidad sobre el cuerpo sin órganos, identificar los personajes con estados 
que llenan estos campos, con efectos que fulguran y atraviesan estos campos. 
De ahí el papel de los nombres, en su magia propia: no hay un yo que se 
identifica con razas, pueblos, personas, sobre una escena de la representación, 
sino nombres propios que identifican razas, pueblos y personas con umbrales, 
regiones o efectos en una producción de cantidades intensivas. La teoría de los 
nombres propios no debe concebirse en términos de representación, sino que 
remite a la clase de los «efectos»: estos no son una simple dependencia de cau¬ 
sas, sino el rellenado de un campo, la efectuación de un sistema de signos. Lo 
podemos comprobar perfectamente en física, en la que los nombres propios 
designan determinados efectos en campos de potenciales (efecto Joule, efecto 
Seebeck, efecto Kelvin). Ocurre lo mismo en historia que en física: un efecto 
Juana de Arco, un efecto Heliogábalo — todos los nombres de la historia y no 


151; y el papel de las vibraciones y rotaciones intensivas en «Les Censi», V, págs. 46 sg.). 
29. Nietzsche, carta a Burckhard del 5 de enero de 1889. 


92 



el nombre del padre. 

Sobre la poca realidad, la pérdida de realidad, la falta de contacto con la 
vida, el autismo y la atimia, ya se ha dicho todo, los propios esquizofrénicos lo 
han dicho todo — prestos a introducirse en el molde clínico esperado. Mundo 
negro, desierto creciente: una máquina solitaria zumba en la playa, una fábrica 
atómica instalada en el desierto. Pero si el cuerpo sin órganos es este desierto, 
lo es como una distancia indivisible, indescomponible, que el esquizo sobre¬ 
vuela para estar en todo lugar donde lo real es producido, en todo lugar donde 
lo real ha sido y será producido. Cierto es que la realidad ha dejado de ser un 
principio. Según un principio tal, la realidad del deseo era planteada como 
cantidad abstracta divisible, mientras que lo real era repartido en unidades 
cualificadas, formas cualitativas distintas. Pero, ahora, lo real es un producto 
que envuelve las distancias en cantidades intensivas. Lo indivisible es envuelto 
y significa que lo que lo envuelve no se divide sin cambar de naturaleza o de 
forma. El esquizo no tiene principios: no es algo más que siendo algo distinto. 
No es Mahood más que siendo Worm y no es Worm más que siendo Tartem- 
pion. No es una muchacha más que siendo un viejo que imita o simula a la 
muchacha. O, más bien, siendo alguien que simula un viejo que está simu¬ 
lando una muchacha. O más bien simulando alguien..., etc. Ese ya era el arte 
oriental de los emperadores romanos, los doce paranoicos de Suetotonio. En 
un libro maravilloso de Jacques Besse encontramos el doble paseo del esquizo, 
el viaje exterior geográfico siguiendo distancias indescomponibles, el viaje his¬ 
tórico interior siguiendo intensidades envolventes: Cristóbal Colón no calma 
a su tripulación rebelada y no se convierte en almirante más que simulando un 
(falso) almirante que simula a una puta que baila 30 . Pero debemos entender la 
simulación del mismo modo como hace un momento entendíamos la identi¬ 
ficación. La simulación expresa estas distancias indescomponibles siempre en¬ 
vueltas en las intensidades que se dividen unas en otras cambiando de forma. 
Si la identificación es un nombramiento, una designación, la simulación es 
la escritura que le corresponde, escritura extrañamente polívoca en el mismo 
real. Lleva lo real fuera de su principio hasta el punto en que es efectivamente 
producido por la máquina deseante. Este punto en el que la copia deja de ser 
una copia para convertirse en lo Real y su artificio. Coger un real intensivo tal 
como es producido en la coextensión de la naturaleza y la historia, excavar el 
imperio romano, las ciudades mejicanas, los dioses griegos y los continentes 

30. Jacques Besse, «Le Danseur», en La Grande Pñque, Ed. Belfond, 1969 (toda la pri¬ 
mera parte de este libro describe el paseo del esquizo por la ciudad; la segunda parte, «Légendes 
folies», procede a la alucinación o al delirio de episodios históricos). 


93 


descubiertos para extraer de ellos este siempre-más de realidad y formar el 
tesoro de las torturas paranoicas y de las glorias célibes — yo soy todos los 
pogroms de la historia y también todos los triunfos, como si algunos acon¬ 
tecimientos simples unívocos se dedujesen de esta extrema polivocidad: éste 
es el «histrionismo» del esquizofrénico, según la fórmula de Klossowski, el 
verdadero programa de un teatro de la crueldad, la puesta en escena de una 
máquina de producir lo real. En vez de haber perdido no se sabe qué contacto 
con la vida, el esquizofrénico es el que está más cerca del corazón palpitante 
de la realidad, en un punto intenso que se confunde con la producción de 
lo real, y que hace decir a Reich: «Lo que caracteriza a la esquizofrenia es la 
experiencia de este elemento vital,....en lo que concierne a su sensación de la 
vida, el neurótico y el perverso son al esquizofrénico lo que el sórdido tendero 
al gran aventurero» 31 . Entonces vuelve la cuestión: ¿quién reduce al esquizo¬ 
frénico a su figura autista, hospitalizada, separada de la realidad? ¿Es el proceso 
o, al contrario, la interrupción del proceso, su exasperación, su continuación 
en el vacío? ¿Quién obliga al esquizofrénico a replegarse sobre un cuerpo sin 
órganos que se ha vuelto sordo, ciego y mudo? 

Decimos: se cree Luis XVII. Nada de eso. En el caso Luis XVII, o más 
bien en el caso más bello del pretendiente Richemont, hay en el centro una 
máquina deseante o célibe: el caballo de patas cortas y articuladas, en el que 
se habría colocado al delfín para hacerlo huir. Y luego, por todo el alrededor, 
hay agentes de producción y de antiproducción; los organizadores de la eva¬ 
sión, los cómplices, los soberanos aliados, los enemigos revolucionarios, los 
tíos hostiles y celosos que no son personas, sino otros tantos estados de alza y 
de caída por los que el pretendiente pasa. Además, la genialidad del preten¬ 
diente Richemont: no trata simplemente de «dar cuenta» de Luis XVII, ni de 
dar cuenta de los otros pretendientes denunciándolos como falsos. Da cuenta 
de los otros pretendientes asumiéndolos, autentificándolos, es decir, haciendo 
también de ellos estados por los que ha pasado: yo soy Luis XVII, pero tam¬ 
bién soy Hervagault y Mathurin Bruneau que decían que eran Luis XVII 32 . 
Richemont no se identifica con Luis XVII, reclama la prima que corresponde 
al que pasa por todas las singularidades de la serie convergente alrededor de 
la máquina para raptar a Luis XVII. En el centro no hay un centro, como 
tampoco hay personas repartidas por el contorno. Nada más que una serie 
de singularidades en la red disyuntiva, o de estados intensivos en el tejido 

31. Reich, La Fonction de l’orgasme, 1942, tr. fr. L’Arche, pág. 62 (tr. cas. Ed. Paidos). 
Sobre la crítica del autismo cf. las páginas de Roger Gentis, Les Murs de l’asile, Maspero, 1970, 
págs. 41 sg. (tr. cast. Ed. Laia, 1978). 

32. Maurice Garlón, Louis XVII ou lafausse énigme, Elachette, 1968, pág. 177. 


94 


conjuntivo, y un sujeto transposicional en todo el círculo, pasando por todos 
los estados, triunfando sobre unos como sus enemigos, saboreando a los otros 
como sus aliados, amontonando en todas partes la prima fraudulenta de sus 
avatares. Objeto parcial: una cicatriz local, por otra parte incierta, es mejor 
prueba que todos los recuerdos de infancia de los que el pretendiente carece. 
Entonces la síntesis conjuntiva puede expresarse: ¡yo soy, pues, el rey! ¡es, pues, 
a mí a quien pertenece el reino! Pero este yo tan sólo es el sujeto residual que 
recorre el círculo y acaba sus oscilaciones. 

Todo delirio posee un contenido histórico-mundial, político, racial; im¬ 
plica y mezcla razas, culturas, continentes, reinos: nos preguntamos si esta 
larga deriva no constituye más que un derivado de Edipo. El orden familiar 
estalla, las familias son rechazadas, hijo, padre, madre, hermana — «¡ffablo 
de familias como la mía que lo deben todo a la declaración de los derechos 
del hombre!», «Si busco mi más profundo contrario siempre encuentro a mi 
madre y a mi hermana; verme emparentado con semejante chusma alemana 
fue una blasfemia para la divinidad, ...¡la más profunda objeción contra mi 
pensamiento del eterno retorno!» Se trata de saber si lo histórico-político, 
racial y cultural, tan sólo forma parte de un contenido manifiesto y depende 
formalmente de un trabajo de elaboración o si, por el contrario, debe ser se¬ 
guido como el hijo de lo latente que el orden de las familias nos oculta. ¿La 
ruptura con las familias debe ser considerada como una especie de «novela 
familiar» que, precisamente, todavía nos conduciría a las familias, que nos 
remitiría a un acontecimiento o a una determinación estructural interior a la 
propia familia? ¿O bien es el signo de que el problema debe ser planteado de 
un modo por completo distinto, ya que se plantea en otra parte para el propio 
esquizo, fuera de la familia? ¿«Los nombres de la historia» se derivan del nom¬ 
bre del padre, y las razas, las culturas, los continentes, de los substitutos del 
papá-mamá, de las dependencias de la genealogía edípica? ¿Es que la historia 
tiene por significante al padre muerto? Consideremos una vez más el delirio 
del presidente Schreber. Ciertamente, el uso de las razas, la movilización o la 
noción de la historia se dan ahí de un modo distinto que en los autores que 
precedentemente invocábamos. Ocurre que las Memorias de Schreber están 
repletas de una teoría de los pueblos elegidos de Dios y de los peligros que 
corre el pueblo actualmente elegido, los alemanes, amenazados por los judíos, 
los católicos, los eslavos. En sus metamorfosis y cambios intensos, Schreber se 
convierte en alumno de los jesuitas, en burgomaestre de una ciudad en la que 
los alemanes luchan contra los eslavos, en muchacha que defiende la Alsacia 
contra los franceses; por último, traspasa el gradiente o el umbral ario para 


95 


convertirse en príncipe mongol. ¿Qué significa este devenir alumno, burgo¬ 
maestre, muchacha, mongol? No hay delirio paranoico que no agite determi¬ 
nadas masas históricas, geográficas y raciales. Sería una equivocación sacar en 
conclusión, por ejemplo, que los fascistas son simples paranoicos; sería una 
equivocación, precisamente, porque en el estado actual de las cosas todavía 
llevaríamos el contenido histórico y político del delirio a una determinación 
familiar interna. Y lo que nosotros todavía encontramos más turbador es que 
todo este enorme contenido desaparezca enteramente del análisis realizado 
por Freud: ninguna huella subsiste, todo está aplastado, molido, triangulado 
en Edipo, todo está volcado sobre el padre, de manera que revele lo más cru¬ 
damente posible la insuficiencia de un psicoanálisis edípico. 

Consideremos todavía un delirio paranoico de carácter político particu¬ 
larmente rico, tal como lo relata Maud Mannoni. El ejemplo nos parece tanto 
más sorprendente en cuanto que profesamos una gran admiración por la obra 
de Maud Mannoni y por la manera como sabe plantear los problemas institu¬ 
cionales y antipsiquiátricos. He aquí, pues, a un oriundo de Martinica que en 
su delirio se sitúa frente a los árabes y la guerra en Argelia, a los blancos y los 
acontecimientos de mayo, etc.: «Me puse enfermo por el problema argelino. 
Cometí la misma tontería que ellos (placer sexual). Me han adoptado como 
hermano de raza. Tengo la sangre mongol. Los argelinos me han discutido en 
todas las realizaciones. He tenido ideas racistas... Desciendo de la dinastía de 
los galos. Por este motivo soy noble... Que se determine mi nombre, que se 
determine científicamente y a continuación podré establecer un harem.» Aho¬ 
ra bien, aún reconociendo el carácter de «rebeldía» y de «verdad para todos» 
implicado en la psicosis, Maud Mannoni requiere que el estallido de las rela¬ 
ciones familiares en provecho de temas que el propio sujeto declara racistas, 
políticos y metafísicos, tiene su origen en el interior de la estructura familiar 
en tanto que matriz. Este origen se encuentra, pues, en el vacío simbólico o 
«el repudio inicial del significante del padre». El nombre a determinar cien¬ 
tíficamente, y que frecuenta la historia, ya no es más que el nombre paterno. 
En este caso como en otros, la utilización del concepto lacaniano de repudio 
tiende a la edipización forzada del rebelde: la ausencia de Edipo es interpre¬ 
tada como una carencia del lado del padre, un agujero en la estructura; luego, 
en nombre de esta carencia, se nos envía al otro polo edípico, el de las iden¬ 
tificaciones imaginarias en lo indiferencia do materno. La ley del double bind 
funciona despiadadamente, echándonos de un polo a otro, en el sentido de 
que lo que está repudiado en lo simbólico debe reaparecer en lo real bajo la 
forma alucinatoria. Pero de este modo todo el tema histórico-político es inter- 


96 


pretado como un conjunto de identificaciones imaginarias bajo la dependencia 
de Edipo, o de lo que «carece» el sujeto para dejarse edipizar 33 . Ciertamente, 
la cuestión no radica en saber si las determinaciones o las indeterminaciones 
familiares poseen un papel. Es evidente que tienen uno. Pero, ¿es un papel 
inicial de organizador (o de desorganizador) simbólico del que se derivarían 
los contenidos flotantes del delirio histórico, como otros tantos pedazos de un 
espejo imaginario? ¿El vacío del padn?, y el desarrollo canceroso de la madre y 
la hermana, es esto, la fórmula trinitaria del esquizo que le conduce a Edipo, 
coacción forzosa? Y sin embargo, como hemos visto, si existe un problema 
que no se plantea en la esquizofrenia es el de las identificaciones... Y si curar es 
edipizar, comprendemos los sobresaltos del enfermo que «no quiere curarse», 
y trata al analista como a un aliado de la familia, y luego de la policía. ¿El 
esquizofrénico está enfermo y separado de la realidad porque carece de Edipo, 
porque «carece» de algo en Edipo, o al contrario está enfermo a causa de la 
edipización que no puede soportar y que todo le obliga a sufrir (la represión 
social ante el psicoanálisis)? 

El huevo esquizofrénico es como el huevo biológico: poseen una historia 
semejante y su conocimiento choca con las mismas dificultades, con las mis¬ 
mas ilusiones. En primer lugar se creyó, en el desarrollo y la diferenciación del 
huevo, que verdaderos «organizadores» determinaban el destino de las partes. 
Pero, por un lado, se percibió que toda clase de substancias variables tenían 
la misma acción que el stimulus considerado, por otro, que las propias partes 
tenían competencias o potencialidades específicas que escapan al stimulus (ex¬ 
periencia de injertos). De ahí la idea de que los stimuli no son organizadores, 
sino simples inductores: en caso extremo, inductores de cualquier naturaleza. 
Toda clase de substancias, toda clase de materiales, muertos, hervidos, tri¬ 
turados, tienen el mismo efecto. Lo que había permitido la ilusión eran los 
principios del desarrollo: la simplicidad del principio, consistente por ejemplo 
en divisiones celulares, podía hacer creer en una especie de adecuación entre 
lo inducido y el inductor. Pero sabemos perfectamente que algo siempre está 

33. Maud Mannoni, Le Psychiatre, son fon et la psychanalyse, Ed. du Seuil, 1970, págs. 
104-107: «Los personajes edípicos están en su lugar, pero, en el juego de las permutaciones que 
se efectúa, hay como un lugar vacío... Lo que aparece como rechazado es todo lo relacionado 
con el falo o con el padre... Cada vez que Georges intenta captarse como deseante es remitido 
a una forma de disolución de identidades. El es otro cautivado por una imagen materna... Per¬ 
manece atrapado en una posición imaginaria en la que se encuentra cautivado por la ¡mago ma¬ 
terna; en el triángulo edípico se sitúa en ese lugar, lo que implica un proceso de identificación 
imposible, implicando siempre, bajo el modo de una pura dialéctica imaginaria, la destrucción 
de uno u otro de la pareja.» 


97 


mal juzgado cuando se juzga a pardr de sus inicios, ya que está obligado, para 
aparecer, a simular estados estructurales, a meterse en estados de fuerzas que le 
sirven de máscara. Además, desde el principio podemos reconocer que realiza 
otro uso distinto y que ya carga bajo la máscara, a través de la máscara, las for¬ 
mas terminales y los estados superiores específicos que planteará para sí mismo 
posteriormente. Esta es la historia de Edipo: las figuras parentales no son en 
modo alguno organizadores, sino inductores o stimuli de cualquier valor que 
desencadenan procesos de naturaleza distinta, dotados de una especie de in¬ 
diferencia ante el stimulus. Y sin duda podemos creer que, al principio (?), el 
stimulus, el inductor edípico es un verdadero organizador. Pero creer es una 
operación de la conciencia o del preconsciente, una percepción extrínseca y 
no una operación del inconsciente sobre sí mismo. Y, desde el principio de la 
vida del niño, ya se trata de otra empresa que atraviesa la máscara de Edipo, de 
otro flujo que fluye a través de todas sus grietas, de otra aventura que es la de 
la producción deseante. Sin embargo, no podemos decir que el psicoanálisis 
no haya reconocido esto en cierto modo. En su teoría del fantasma originario, 
de las huellas de una herencia arcaica y de las fuentes endógenas del super-yo, 
Freud afirma constantemente que los factores activos no son los padres reales, 
ni siquiera los padres tal como el niño se los imagina. Del mismo modo y con 
mayor razón, los discípulos de Lacan, cuando vuelven a tomar la distinción 
entre lo imaginario y lo simbólico, cuando oponen el nombre del padre a la 
imago, y el repudio que concierne al significante a una ausencia o carencia real 
del personaje paterno. No podemos reconocer mejor que las figuras parenta¬ 
les son inductores cualesquiera y que el verdadero organizador está, por otra 
parte, del lado de lo inducido y no del inductor. Pero ahí es donde empieza 
la cuestión, la misma que para el huevo biológico. Pues, en estas condiciones, 
¿no hay más salida que restaurar la idea de un «campo», ya bajo la forma de un 
innato filogenético de preformación, ya bajo la forma de un a priori simbólico 
cultural vinculado a la prematuración? Peor aún: es evidente que al invocar 
un tal a priori no salimos en modo alguno del familiarismo en el sentido más 
estricto que grava todo el psicoanálisis; por el contrario, nos hundimos en él y 
lo generalizamos, fiemos colocado a los padres en su verdadero lugar del in¬ 
consciente, el de los inductores cualesquiera, pero continuamos confiando el 
papel de organizador a elementos simbólicos o estructurales que todavía son 
los de la familia y de su matriz edípica. Una vez más no salimos del atolladero: 
tan sólo hemos encontrado el medio de volver trascendente a la familia. 

Este es el incurable familiarismo del psicoanálisis, enmarcando el in¬ 
consciente en Edipo, ligándolo a él de una parte a otra, aplastando la pro- 


98 


ducción deseante, condicionando al paciente a responder papá-mamá, a con¬ 
sumir siempre el papá-mamá. Foucault, por tanto, tenía toda la razón cuando 
decía que el psicoanálisis acababa en cierta manera, realizaba, lo que la psiquia¬ 
tría asilar del siglo XIX se había propuesto, con Pinel y Tuke: unir la locura a 
un complejo parental, vincularla «a la dialéctica semi-real, semi-imaginaria, de 
la familia»; constituir un microcosmos en el que se simbolizasen «las grandes 
estructuras masivas de la sociedad burguesa y de sus valores», Familia-Hijos, 
Falta-Castigo, Locura-Desorden; hacer que la desalienación pase por el mis¬ 
mo camino que la alienación, Edipo en los dos cabos, fundamentar de este 
modo la autoridad moral del médico como Padre y Juez, Familia y Ley; y 
llegar, por último, a la siguiente paradoja: «Mientras que el enfermo mental 
está enteramente alienado en la persona real de su médico, el médico disipa la 
realidad de la enfermedad mental en el concepto crítico de locura» 34 . Páginas 
luminosas. Añadamos que al envolver la enfermedad en un complejo familiar 
interior al paciente, y luego el complejo familiar mismo en la transferencia o 
en la relación paciente-médico, el psicoanalista freudiano hacía de la familia 
un cierto uso intensivo. Claro es que este uso desfiguraba la naturaleza de 
las cantidades intensivas en el inconsciente. Sin embargo, todavía respetaba 
en parte el principio general de una producción de estas cantidades. Por el 
contrario, cuando de nuevo fue preciso enfrentarse a la psicosis, la familia al 
mismo tiempo se volvió a desplegar en extensión, y fue considerada por sí 
misma como el gradímetro de las fuerzas de alienación y de desalienación. 
De este modo el estudio de las familias de esquizofrénicos ha vuelto a lanzar a 
Edipo haciéndole reinar en el orden extensivo de una familia desplegada, en el 
que cada uno no sólo combinaba más o menos bien su triángulo con el de los 
otros, sino que también en él el conjunto de la familia oscilaba entre los dos 


34. Michel Foucault, Histoire de la folie, Pión, 1961, págs. 607 sg. (tr. cast. F.C.E., 1979): 
«En esta medida, toda la psiquiatría del siglo XIX converge, realmente en Freud, el primero 
que aceptó en toda su seriedad la realidad de la pareja médico-enfermo... Freud deslizó hacia 
el médico todas las estructuras que Pinel y Tuke habían dispuesto en el internamiento.. Liberó 
al enfermo de esta existencia asilar en la que le habían alienado sus “liberadores”; pero no lo 
liberó de lo que tenía de esencial en esta existencia; reagrupó sus poderes, los tensó al máximo 
agrupándolos en las manos del médico; creó la situación psicoanalítica, en la que, por un corto¬ 
circuito genial, la alienación se convierte en desalienación, ya que en el médico se convierte en 
sujeto. El médico, en tanto que figura alienante, es la clave del psicoanálisis. Tal vez porque no 
ha suprimido esta estructura última, y porque ha conducido a ella todas las otras, el psicoanᬠ
lisis no puede, no podrá, oír la voz de la sinrazón, ni podrá descifrar por ellos mismos los signos 
de lo insensto. El psicoanálisis puede romper algunas formas de la locura, pero permanece ajeno 
al trabajo soberano de la sinrazón.» 


99 


polos de una «sana» triangulación, estructurante y diferenciante, y las formas 
de triángulos pervertidos, realizando sus fusiones en lo indiferenciado. 

Jacques Hochman analiza interesantes variedades de familias psicóticas 
bajo un mismo «postulado fusional»: la familia propiamente fusional, en la 
que ya no existe la diferenciación más que entre lo interior y lo exterior (los 
que no son de la familia); la familia escisional que instaura bloques, clanes, 
coaliciones en su propio seno; la familia tubular, en la que el triángulo se 
multiplica hasta el infinito, cada miembro posee el suyo que se ajusta a otros 
sin que se puedan reconocer los límites de una familia nuclear; la familia repu¬ 
diante, en la que la diferenciación se halla a la vez como incluida y conjurada 
en uno de sus miembros eliminado, anulado, repudiado 35 . Comprendemos 
que un concepto como el de repudio funcione en este cuadro extensivo de una 
familia en la que varias generaciones, tres por lo menos, forman la condición 
de fabricación de un psicótico: por ejemplo, las desavenencias de la madre 
frente a su propio padre hacen que el hijo, a su vez, ni siquiera pueda «plantear 
su deseo» frente a la madre. De donde la extraña idea de que si el psicótico es¬ 
capa a Edipo es porque lo es al cuadrado, en un campo de extensión que com¬ 
prende a los abuelos. El problema de la cura se convierte en algo parecido a 
una operación de cálculo diferencial en la que se procede por despotencializa¬ 
ción para recobrar las primeras funciones y restaurar el triángulo característico 
o nuclear — siempre una sagrada trinidad, el acceso a una situación de tres... 
Es evidente que este familiarismo en extensión, en el que la familia recibe las 
potencias propias de la alienación y de la desalienación, implica un abandono 
de las posiciones básicas del psicoanálisis en lo concerniente a la sexualidad, a 
pesar de la conservación formal de un vocabulario analítico. Verdadera regre¬ 
sión en provecho de una taxonomía de las familias. Podemos verlo claramente 
en las tentativas de psiquiatría comunitaria o de psicoterapia llamada familiar, 
que en efecto rompen con la existencia asilar, pero no dejan de mantener 
todos sus presupuestos, y reanudan fundamentalmente la psiquiatría del siglo 
XIX, según el slogan propuesto por Elochmann: ¡«de la familia a la institución 
hospitalaria, de la institución hospitalaria a la institución familiar, ...retorno 
terapéutico a la familia»! 

Pero, incluso en los sectores progresistas o revolucionarios del análisis 
institucional por una parte, de la antipsiquiatría por otra, subsiste el peligro 
de este familiarismo en extensión, de acuerdo con el doble callejón sin salida 

35. Jacques Hochmann, Pour unepsychiatrie communautaire, Ed. du Seuil, 1971, cap IV 
(tr. cast. Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 1972). (Y «Le postulat fusionnel», Information psycbi- 
atrique, sept. 1969). 


100 


de un Edipo no restringido, tanto en el diagnóstico de familias patógenas en 
sí mismas como en la constitución de cuasi familias terapéuticas. Una vez 
dicho que ya no se trata de volver a formar marcos de adaptación o de inte¬ 
gración familiar y social, sino de instituir formas originales de grupos activos, 
la cuestión que se plantea radica en saber hasta qué punto estos grupos de 
base se parecen a familias artificiales, hasta qué punto todavía se prestan a 
la edipización. Estas cuestiones han sido profundamente analizadas por Jean 
Oury. Estas cuestiones muestran que la psiquiatría revolucionaria, por más 
que rompa con los ideales de adaptación comunitaria, con todo lo que Maud 
Mannoni llama la policía de adaptación, todavía corre el peligro de volcarse a 
cada instante en el marco de un Edipo estructural cuya laguna se diagnostica y 
cuya integridad se restaura, santísima trinidad que continúa estrangulando la 
producción deseante y ahogando sus problemas. El contenido político y cul¬ 
tural, histórico-mundial y racial, permanece aplastado en el molinete edípico. 
Todavía se continúa tratando a la familia como a una matriz o, mejor, como 
un microcosmos, un medio expresivo válido por sí mismo, y que, por capaz 
que sea de expresar la acción de las fuerzas alienantes, las «mediatiza» precisa¬ 
mente al suprimir las verdaderas categorías de producción en las máquinas del 
deseo. Creemos que un punto de vista similar existe incluso en Cooper (Laing 
a este respecto se deshace mejor del familiarismo, gracias a los recursos de un 
flujo llegado de Oriente). «Las familias, escribe Cooper, operan una media¬ 
ción entre la realidad social y sus hijos. Si la realidad social en cuestión es rica 
en formas sociales alienadas, entonces esta alienación será mediatizada por 
el hijo y experimentada por él como extrañeza en las relaciones familiares... 
Una persona puede decir, por ejemplo, que su mente está controlada por una 
máquina eléctrica o por hombres de otro planeta. Estas construcciones, sin 
embargo, son en gran medida encarnaciones del proceso familiar, que posee 
las apariencias de la realidad substancial, pero no es más que la forma alienada 
de la acción o de la praxis de los miembros de la familia, praxis que domina 
literalmente la mente del miembro psicótico. Estos hombres metafóricos del cos¬ 
mos son literalmente la madre, el padre y los hermanos, que ocupan un lugar 
alrededor de la mesa del desayuno en compañía del pretendido psicótico» 36 . 
Incluso la tesis esencial de la antipsiquiatría, que plantea en el límite una iden¬ 
tidad de naturaleza entre la alienación social y la alienación mental, debe com¬ 
prenderse en función de un familiarismo mantenido, y no de su refutación. 
Pues, es en tanto que la familia-microcosmos, la familia-gradímetro, expresa 
la alienación social, que se considera que «organiza» la alienación mental en la 

36. . David Cooper, Psychiatrie et antipsychiatrie, 1967, tr. fr. Ed. du Seuil, pág. 64 (tr. cast. Ed. Paidós). 


101 


mente de sus miembros, o de su miembro psicótico (y entre todos sus miem¬ 
bros, ¿«cuál es el que está bueno»?). 

En la concepción general de las relaciones microcosmos-macrocosmos 
Bergson introdujo una discreta revolución a la que es preciso volver. La asi¬ 
milación de lo vivo a un microcosmos es un antiguo lugar común. Pero si lo 
vivo era semejante al mundo, lo era, se decía, porque era o tendía a ser un 
sistema aislado, naturalmente cerrado: la comparación entre el microcosmos y 
el macrocosmos, por tanto, era la de dos figuras cerradas, una de las cuales se 
inscribía en la otra y se expresaba en ella. Al principio de L’Evolution créatrice, 
Bergson cambia por completo el alcance de la comparación al abrir los dos to¬ 
dos. Si lo vivo se parece al mundo es, por el contrario, en la medida en que se 
abre sobre la abertura del mundo; si es un todo lo es en la medida que el todo, 
el del mundo tanto como el de lo vivo, siempre está haciéndose, producién¬ 
dose o progresando, inscribiéndose en una dimensión temporal irreductible 
y no cerrada. Creemos que ocurre lo mismo con la relación familia-sociedad. 
No existe triángulo edípico: Edipo siempre está abierto en un campo social 
abierto. Edipo abierto a todos los vientos, a las cuatro esquinas del campo 
social (ni siquiera 3+1, sino 4 + n). Triángulo mal cerrado, triángulo poroso 
o rezumante, triángulo reventado del que se escapan los flujos del deseo hacia 
otros lugares. Es curioso que haya sido preciso esperar los sueños de coloni¬ 
zados para darse cuenta de que, en los vértices del seudo triángulo, la mamá 
bailaba con el misionero, el papá se hacía encular por los cobradores de im¬ 
puestos, el yo se hacía pegar por un blanco. Es precisamente este acoplamiento 
de las figuras parentales con agentes de otra naturaleza, su abrazo como lucha¬ 
dores, el que impide que el triángulo vuelva a cerrarse, valer por sí mismo y 
pretender expresar o representar esta otra naturaleza de los agentes planteados 
en el propio inconsciente. Cuando Fanón encuentra un caso de psicosis de 
persecución vinculado a la muerte de la madre, se pregunta, en primer lugar, 
si está «en presencia de un complejo de culpabilidad inconsciente como Freud 
describió en La aflicción y la melancolía »; pero rápidamente descubre que la 
madre ha sido muerta por un soldado francés y que el propio sujeto asesinó a 
la mujer de un colono cuyo fantasma destripado va perpetuamente a arrastrar, 
despedazar, el recuerdo de la madre 37 . Siempre se puede decir que estas situa¬ 
ciones límite de traumatismo de guerra, de estado de colonización, de extrema 
miseria social, etc., son poco propicias para la construcción del Edipo, y que 
es precisamente por ello por lo que favorecen un desarrollo o una explosión 


37. . Frantz Fanón, Les Damnés de la terre, Maspero, 1961, pág. 199 (tr. cast. Ed. F.C.E.). 


102 


psicótica. Sin embargo, nosotros sabemos bien que el problema radica en otro 
lugar. Pues, además de que se confiese que es preciso un cierto confort de la 
familia burguesa para proporcionar sujetos edipizados, siempre se rechaza la 
cuestión de saber lo que está realmente cargado en las condiciones confortables 
de un Edipo supuesto normal o normativo. 

El revolucionario es el primero que puede decir con pleno derecho: Edi¬ 
po, no lo conozco —ya que los trozos disjuntos permanecen pegados a todas 
las esquinas del campo social histórico, como campo de batalla y no como 
escena de teatro burgués. Tanto peor si los psicoanalistas rugen. Pero Fanón 
señalaba que los períodos con desórdenes no sólo tenían efectos inconscientes 
sobre los militantes activos, sino también sobre los neutrales y los que preten¬ 
den permanecer fuera del asunto, no mezclándose en la política. Lo mismo 
se puede decir de los períodos aparentemente apacibles: error grotesco es el 
creer que el inconsciente-niño no conoce más que papá-mamá y que no sabe 
«a su modo» que el padre tiene un jefe que no es un padre de padre, o incluso 
que su padre es un jefe que no es un padre... De tal modo que para todos los 
casos planteamos la siguiente regla: el padre y la madre no existen más que en 
pedazos y nunca se organizan en una figura o en una estructura capaces tanto 
de representar el inconsciente como de representar en él los diversos agentes 
de la colectividad, sino que siempre estallan en fragmentos que se codean con 
estos agentes, se enfrentan, se oponen o se conciban con ellos como en un 
cuerpo a cuerpo. El padre, la madre y el yo están enfrentados, y se enfrentan de 
forma directa con los elementos de la situación histórica y política, el soldado, 
el polizonte, el ocupante, el colaborador, el contestatario o el resistente, el jefe 
del trabajo, la mujer del jefe, que rompen a cada instante toda triangulación e 
impiden al conjunto de la situación que se vuelque sobre el complejo familiar 
y se interiorice en él. En una palabra, la familia nunca es un microcosmos en 
el sentido de una figura autónoma, incluso inscrita en un círculo mayor al que 
mediatizaría y expresaría. La familia por naturaleza está excentrada, descentra¬ 
da. Se nos habla de familia fusional, escisional, tubular, repudiante. Pero, ¿de 
dónde provienen los cortes y su distribución que precisamente impiden que la 
familia sea un «interior»? Siempre hay un tío de América, un hermano oveja 
negra, una tía que se marchó con un militar, un primo en paro, en quiebra 
o en crac, un abuelo anarquista, una abuela en el hospital, loca o chocha. La 
familia no engendra sus cortes. Las familias están cortadas por cortes que no 
son familiares: la Comuna, el caso Dreyfus, la religión y el ateísmo, la guerra 
de España, la subida del fascismo, el estalinismo, la guerra de Vietnam, mayo 
del 68... todo lo cual forma los complejos del inconsciente, más eficaces que 


103 


el Edipo sempiterno. Y se trata del inconsciente. Sí hay estructuras, no existen 
en la mente, a la sombra de un falo fantástico que distribuiría sus lagunas, 
pasos y articulaciones. Existen en lo real inmediato imposible. Como dice 
Gombrowicz, los estructuralistas «buscan sus estructuras en la cultura, yo en 
la realidad inmediata. Mi manera de ver está directamente relacionada con 
los acontecimientos de entonces: hitlerismo, estalinismo, fascismo... Estaba 
fascinado por las formas grotescas y terroríficas que surgían en la esfera de lo 
interhumano destruyendo todo lo que hasta entonces era venerable» 38 . 

Los helenistas tienen razón al recordar que, incluso en el venerable Edipo, 
ya se trataba de «política». Tan sólo se equivocan cuando concluyen que la 
libido, desde entonces, no tiene nada que ver con ello. Es todo lo contrario: 
lo que la libido carga (catexiza) a través de los elementos disjuntos de Edipo, 
y precisamente en la medida que estos elementos nunca forman una estructu¬ 
ra mental autónoma expresiva, son estos cortes extrafamiliares, subfamiliares, 
estas formas de la producción social en relación con la producción deseante. El 
esquizoanálisis no oculta que es un psicoanálisis político y social, un análisis 
militante: y ello no porque generalice Edipo en la cultura, en las condiciones 
ridiculas mantenidas hasta ahora. Sino, por el contrario, porque se propone 
mostrar la existencia de una catexis libidinal inconsciente de la producción so¬ 
cial histórica, distinta de las catexis conscientes que coexisten con ella. Proust 
no se equivoca al decir que, en vez de realizar una obra intimista, va más 
lejos que los sostenedores de un arte populista o proletario que se contentan 
con describir lo social y lo político en obras «voluntariamente» expresivas. 
Por su parte, Proust se interesa por la manera como el caso Dreyfus, luego 
la guerra del 14, cortan las familias, introduciendo en ellas nuevos cortes y 
nuevas conexiones que implican una modificación de la libido heterosexual 
y homosexual (por ejemplo, en el medio descompuesto de los Guermantes). 
Corresponde a la libido el cargar el campo social con formas inconscientes y 
con ello alucinar toda la historia, delirar las civilizaciones, los continentes y las 
razas, y «sentir» intensamente un devenir mundial. No hay cadena significante 
sin un chino, un árabe, un negro que pasan la cabeza y vienen a turbar la no¬ 
che de un blanco paranoico. El esquizoanálisis se propone deshacer el incons¬ 
ciente expresivo edípico, siempre artificial, represivo y reprimido, mediatizado 
por la familia, para llegar al inconsciente productivo inmediato. Sí, la familia 
es un stimulus —pero un stimulus de cualquier valor, un inductor que no es 
ni organizador ni desorganizador. En cuanto a la respuesta, siempre viene de 


38. . Witold Gombrowicz, L’Herne, n.° 14, pág. 230. 


104 


otra parte. Si hay lenguaje, lo hay del lado de la respuesta y no del estímulo. 
Incluso el psicoanálisis edípico ha reconocido la indiferencia de las imágenes 
parentales efectivas, la irreductibilidad de la respuesta a la estimulación que 
aquéllas realizan. Sin embargo, se ha contentado con comprender la respuesta 
a partir de un simbolismo expresivo todavía familiar, en lugar de interpretarlo 
en un sistema inconsciente de la producción como tal (economía analítica). 

El gran argumento del familiarismo es: «al menos al principio...». Esta 
argumentación puede formularse explícitamente, pero también tiene una per¬ 
sistencia implícita en teorías que no obstante rechazan el punto de vista de 
la génesis. Al menos al principio, el inconsciente se expresaría en un estado 
de relaciones y de constelaciones familiares en el que se mezclarían lo real, lo 
imaginario y lo simbólico. Las relaciones sociales y metafísicas surgirían des¬ 
pués, como un más allá. Y como el principio siempre vale por dos (es incluso 
la condición para no salir de él), se invoca un primer principio preedípico, «la 
indiferenciación primitiva de las etapas más precoces de la personalidad» en la 
relación con la madre, luego un segundo principio, Edipo mismo con la ley 
del padre y las diferenciaciones exclusivas que prescribe en el seno de la fami¬ 
lia; por último, la latencia, la famosa latencia, tras la cual comienza el más allá. 
Pero como este más allá consiste en rehacer a otros el mismo camino (los hijos 
por llegar), y también como el primer principio no es llamado «preedípico» 
más que por señalar ya su pertenencia a Edipo como eje de referencia, es evi¬ 
dente que simplemente se han cerrado los dos cabos de Edipo y que el más allá 
o el después siempre serán interpretados en función de Edipo, con respecto 
a Edipo, en el marco de Edipo. Todo será volcado en él, como testimonian 
las discusiones sobre el papel comparado de los factores infantiles y de los 
factores actuales en la neurosis: ¿cómo podría ser de otro modo en tanto que 
el factor «actual» es concebido bajo esta forma del «después»? Sin embargo, 
sabemos que los factores actuales están ahí desde la infancia y que determinan 
las catexis libidinales en función de los cortes y de las conexiones que intro¬ 
ducen en la familia. Por encima de las cabezas de los miembros de la familia, 
o por debajo, la producción deseante y la producción social experimentan en 
la experiencia infantil su identidad innata y su diferencia de régimen. Consi¬ 
deremos tres grandes libros de infancia: L’Enfant de Jules Valles, Bas les coeurs 
de Darien, Mort a crédit de Céline. En ellos vemos cómo el pan, el dinero, el 
habitat, la promoción social, los valores burgueses y revolucionarios, la riqueza 
y la pobreza, la opresión y la rebelión, las clases sociales, los acontecimientos 
políticos, los problemas metafísicos y colectivos, ¿qué es respirar?, ¿por qué 
ricos?, son objeto de catexis en las que los padres tan sólo poseen el papel de 


105 


agentes de producción o de antiproducción particulares, siempre pegados a 
otros agentes que no dejan de expresar que se enfrentan con ellos en el cielo y 
el infierno del niño. Y el niño dice: ¿por qué? El Hombre de las ratas no espera 
a ser un hombre para catexizar la mujer pobre y la mujer rica que constitu¬ 
yen el factor actual de su obsesión. Es por razones inconfesables que se niega 
la existencia de una sexualidad infantil, pero es también por razones poco 
confesables que se reduce esta sexualidad a desear la mamá y ocupar el lugar 
del papá. El chantaje freudiano consiste en esto: o bien reconoces el carácter 
edípico de la sexualidad infantil, o bien debes abandonar toda posición sobre 
la sexualidad. Sin embargo, ni siquiera a la sombra de un falo trascendente se 
colocan efectos inconscientes de «significado» sobre el conjunto de las deter¬ 
minaciones de un campo social; por el contrario, es la catexis libidinal de estas 
determinaciones la que fija su uso particular en la producción deseante y el 
régimen comparado de esta producción con la producción social, de donde se 
desprenden el estado del deseo y de su represión, la distribución de los agen¬ 
tes y el grado de edipización de la sexualidad. Lacan dice con justeza que en 
función de las crisis y de los cortes o rupturas de la ciencia existe un drama del 
sabio que a veces llega hasta la locura, y que «él mismo no podría incluirse en 
el Edipo, salvo poniéndolo en duda», por vía de consecuencia 39 . Cada niño es 
en este sentido un pequeño sabio, un pequeño Cantor. Y por más que remon¬ 
temos el curso de las edades, nunca nos encontramos con un niño preso en un 
orden familiar autónomo, expresivo o significante. En sus juegos tanto como 
en sus alimentos, sus cadenas y sus meditaciones, incluso el niño de pecho se 
encuentra ya cogido en una producción deseante actual en la que los padres 
desempeñan el papel de objetos parciales, de testigos, de relatores y de agentes, 
en la corriente de un proceso que los desborda por todos lados, y que coloca al 
deseo en relación inmediata con una realidad histórica y social. Cierto es que 
nada es preedípico y que es preciso llevar hacia atrás a Edipo basta la primera 
edad, pero en el orden de una represión del inconsciente. Pero no es menos 
cierto que todo es anedípico en el orden de la producción; que existe lo no 
edípico, que lo anedípico empieza tan pronto como Edipo y se prosigue tan 
tarde, con otro ritmo, bajo otro régimen, en otra dimensión, con otros usos 
de síntesis que alimentan la autoproducción del inconsciente, el inconsciente 
huérfano, el inconsciente jugador, el inconsciente meditativo y social. 


39. Lacan, Ecrits, pág. 870. (Sobre el papel específico de la mujer rica y de la mujer pobre 
en «el Hombre de las ratas» deberemos dirigirnos a los análisis de Lacan en «Le Mythe indivi- 
duel du névrosé», C.D.U., no recogido en los Ecrits.) 


106 


La operación de Edipo consiste en establecer un conjunto de relaciones 
bi-unívocas entre los agentes de producción, de reproducción y de antipro¬ 
ducción sociales por una parte, y los agentes de la reproducción familiar lla¬ 
mada natural. Esta operación se llama una aplicación. Todo ocurre como si se 
plegase un mantel y que sus 4 (+ n) esquinas estuviesen dobladas en 3 (3 + 1, 
para designar el factor trascendente que realiza el plegado). Desde ese momen¬ 
to es forzoso que los agentes colectivos sean interpretados como derivados o 
substitutos de figuras paren- tales, en un sistema de equivalencias que en todo 
lugar reencuentra al padre, la madre y el yo. (Y si consideramos el conjunto del 
sistema tan sólo alejamos la dificultad, al hacerla depender entonces del tér¬ 
mino trascendente, falo). Se produce entonces un uso defectuoso de la síntesis 
conjuntiva, que hace decir «luego era tu padre, luego era tu madre...». Y que 
sólo después se descubra que todo era ya el padre y la madre, no tiene nada de 
sorprendente, puesto que se supone que ya lo era desde el principio, pero que 
a continuación fue olvidado-reprimido, sin perjuicio de que se reencuentre 
después con respecto a la continuación. De ahí la fórmula mágica que señala 
la bi-univocización, es decir, el aplastamiento de lo real polívoco en provecho 
de una relación simbólica entre dos articulaciones: luego era aquello lo que esto 
quería decir. Se hace que todo parta de Edipo, por explicación, con tanta ma¬ 
yor certeza en cuanto todo remite a él por aplicación. Sólo en apariencia Edipo 
es un principio, ya como origen histórico o prehistórico, ya como fundación 
estructural. Es un principio por completo ideológico, para la ideología. De he¬ 
cho, Edipo siempre y tan sólo es un conjunto de llegada para un conjunto de 
partida constituido por una formación social. Todo se aplica a él, en el sentido 
que los agentes y relaciones de la producción social, y las cataxis libidinales 
que les corresponden, son volcados en las figuras de la reproducción familiar. 
En el conjunto de partida hay la formación social, o más bien las formaciones 
sociales; las razas, las clases, los continentes, los pueblos, los reinos, las sobe¬ 
ranías; Juana de Arco y el Gran Mongol, Lutero y la Serpiente azteca. En el 
conjunto de llegada no hay más que papá, mamá y yo. De Edipo como de la 
producción deseante es preciso decir: está al final, no al principio. Pero no por 
completo de la misma forma, fiemos visto que la producción deseante era el 
límite de la producción social, siempre contrariada en la producción capitalis¬ 
ta: el cuerpo sin órganos en el límite del socius desterritorializado, el desierto 
en las puertas de la ciudad... Pero precisamente es urgente, es esencial, que el 
límite sea desplazado, se vuelva inofensivo y pase al interior de la propia for¬ 
mación social. La esquizofrenia o la producción deseante es el límite entre la 
organización molar y la multiplicidad molecular del deseo; es preciso que este 


107 


límite de desterritorialización pase ahora al interior de la organización molar, 
que se aplique a una territorialidad facticia y sometida. Entonces presentimos 
lo que significa Edipo: desplaza el límite, lo interioriza. Antes un pueblo de 
neuróticos que un solo esquizofrénico logrado, no autistizado. Incomparable 
instrumento de gregarismo, Edipo es la última territorialidad sometida y pri¬ 
vada del hombre europeo. (Además, el límite desplazado, conjurado, pasa al 
interior de Edipo, entre sus dos polos.) 

Una palabra sobre la vergüenza del psicoanálisis en la historia y en la polí¬ 
tica. El procedimiento es harto conocido: se nos coloca ante el Gran Hombre 
y la Multitud. Se pretende hacer la historia con estas dos entidades, estos dos 
fantoches, el gran Crustáceo y la loca Invertebrada. Se coloca a Edipo al prin¬ 
cipio. En un lado se tiene al gran hombre definido edípicamente: por tanto, ha 
matado al padre, este asesinato que nunca acaba, ya para anonadarlo e identifi¬ 
carse con la madre, ya para interiorizarlo, colocarse en su lugar o reconciliarse 
con él (y, en detalle, otras tantas variantes que corresponden a las soluciones 
neuróticas, psicóticas, perversas o «normales», es decir, sublimatorias...). De 
cualquier manera, el gran hombre ya es mayor, puesto que en el bien o en el 
mal ha encontrado una determinada solución original del conflicto edípico. 
Hitler aniquila al padre y desencadena en sí mismo las fuerzas de la mala- 
madre, Lutero interioriza al padre y establece un compromiso con el super-yo. 
En el otro lado tenemos a la multitud, definida también edípicamente, por 
imágenes parentales de segundo orden, colectivas; el encuentro, por tanto, 
puede realizarse, Lutero y los cristianos del siglo XVI, Hitler y el pueblo ale¬ 
mán, en correspondencias que no implican necesariamente la identidad (Hit¬ 
ler desempeña el papel del padre por «transfusión homosexual» y con respecto 
a la multitud femenina; Lutero desempeña el papel de la mujer con respecto 
al Dios de los cristianos). Desde luego, para resguardarse de la justa cólera del 
historiador, el psicoanalista precisa que él no se ocupa más que de un cierto 
orden de causas, que hay que tener en cuenta «otras» causas, pero que él no 
puede hacerlo todo. Por otra parte se ocupa suficientemente de las otras cau¬ 
sas para darnos una primera impresión: tiene en cuenta instituciones de una 
época (la Iglesia católica del siglo XVI, el poder capitalista en el siglo XX) 
aunque sólo sea para ver en ellas... imágenes parentales todavía de un nuevo 
tipo, asociando el padre y la madre, que van a ser disociadas y de otro modo 
reagrupadas en la acción del gran hombre y la multitud. Importa muy poco 
que el tono de estos libros sea freudiano ortodoxo, culturalista, arquetípico. 
Estos libros dan náusea. No los rechacemos diciendo que pertenecen al lejano 
pasado del psicoanálisis: todavía se escriben en nuestros días, y no pocos. Que 


108 


no se diga que se trata de un uso imprudente de Edipo: ¿qué otro uso podría¬ 
mos hacer de él? Ya no se trata de una dimensión ambigua del «psicoanálisis 
aplicado»; pues es todo Edipo, Edipo en sí mismo, el que ya es una aplicación, 
en el sentido estricto de la palabra. Y cuando los mejores psicoanalistas se 
prohíben las aplicaciones histórico-políticas, no podemos decir que las cosas 
vayan mucho mejor, puesto que se repliegan en el peñasco de la castración 
presentado como lugar de una «verdad insostenible» irreductible: se encierran 
en un falocentrismo que les determina a considerar la actividad analítica como 
si siempre debiera evolucionar en un microcosmos familiar, y todavía tratan 
las catexis directas del campo social por la libido como simples dependencias 
imaginarias de Edipo, en el que sería preciso denunciar «un sueño fusional», 
«un fantasma de retorno a la Unidad». La castración, dicen, he ahí lo que nos 
separa del político, he ahí lo que nos proporciona la originalidad, a nosotros 
analistas que no olvidamos que la sociedad también es triangular y simbólica. 

Si es cierto que Edipo se obtiene por proyección o aplicación, presupone 
un cierto tipo de catexis libidinal del campo social, de la producción y de la 
formación de este campo. No hay Edipo individual como tampoco fantasma 
individual. Edipo es un medio de integración al grupo, tanto bajo la forma 
adaptativa de su propia reproducción que le hace pasar de una generación a 
otra, como en sus estasis neuróticas inadaptadas que bloquean el deseo en 
atolladeros ya dispuestos. Edipo florece además en los grupos sometidos, allí 
donde un orden establecido está catexizado en sus mismas formas represivas. 
Y no son las formas del grupo sometido las que dependen de proyecciones e 
identificaciones edípicas, sino todo lo contrario: son las aplicaciones edípicas 
las que dependen de las determinaciones del grupo sometido como conjunto 
de partida, y de su catexis libidinal (desde los trece años he trabajado, elevarse 
en la escala social, la promoción, formar parte de los explotadores...). Existe, 
pues, un uso segregativo de las síntesis conjuntivas en el inconsciente que no 
coincide con las divisiones de clases, aunque sea un arma incomparable al ser¬ 
vicio de una clase dominante: es este uso el que constituye el sentimiento de 
«ser de los nuestros», de formar parte de una raza superior amenazada por los 
enemigos de afuera. Así el blanco descendiente de pioneros, el irlandés protes¬ 
tante que conmemora la victoria de sus antepasados, el fascista de la raza de los 
señores. Edipo depende de un sentimiento nacionalista, religioso, racista, y no 
a la inversa: no es el padre quien se proyecta en el jefe, sino el padre quien se 
aplica al jefe, ya para decirnos «no superarás a tu padre», ya para decirnos «lo 
superarás reencontrando a nuestros abuelos». Lacan ha mostrado claramente 
el vínculo de Edipo con la segregación. Sin embargo, no en el sentido en que 


109 


la segregación sería una consecuencia de Edipo, subyacente a la fraternidad 
de los hermanos una vez muerto el padre. Por el contrario, el uso segregativo 
es una condición de Edipo, en la medida en que el campo social no se dobla 
sobre el vínculo familiar más que al presuponer un enorme arcaísmo, una 
encarnación de la raza en persona o en espíritu —sí, yo soy de los vuestros... 

No es una cuestión de ideología. Existe una catexis libidinal inconsciente 
del campo social, que coexiste pero no coincide necesariamente con las catexis 
preconscientes o con lo que las catexis preconscientes «deberían ser». Por ello, 
cuando sujetos, individuos o grupos actúan claramente contra sus intereses de 
clase, cuando se adhieren a los intereses e ideales de una clase que su propia 
situación objetiva debería determinarles a combatir, no basta con decir: han 
sido engañados, las masas han sido engañadas. No es un problema ideológico, 
de desconocimiento y de ilusión, es un problema de deseo, y el deseo forma 
parte de la infraestructura. Las catexis preconscientes se hacen o deberían ha¬ 
cerse según los intereses de clases opuestas. Pero las catexis inconscientes se 
realizan según posiciones de deseo y usos de síntesis, muy diferentes de los 
intereses del sujeto que desea individual o colectivo. Estas pueden asegurar la 
sumisión general a una clase dominante, haciendo pasar cortes y segregaciones 
a un campo social en tanto que catexizado precisamente por el deseo y no por 
los intereses. Una forma de producción o de reproducción social, con sus me¬ 
canismos económicos o financieros, sus formaciones políticas, etc., puede ser 
deseada como tal, totalmente o en parte, independientemente del interés del 
sujeto que desea. No es por metáfora, incluso por metáfora paterna, que Hit- 
ler ponía en tensión a los fascistas. No es por metáfora que una operación ban¬ 
cada o bursátil, un título, un cupón, un crédito pongan en tensión a gentes 
que no son tan sólo banqueros. ¿Y el dinero que crece, el dinero que produce 
dinero? Existen «complejos» económico-sociales que también son verdaderos 
complejos del inconsciente, y comunican una voluptuosidad de arriba a abajo 
de su jerarquía (el complejo militar industrial). Y la ideología, Edipo y el falo, 
no tienen nada que hacer en este caso, ya que dependen de ello en lugar de ser 
su principio. Se trata de flujos, stocks, cortes y fluctuaciones de flujos; el deseo 
está en todo lugar donde algo fluye y corre, arrastrando sujetos interesados, 
pero también sujetos ebrios o adormilados, hacia desembocaduras mortales. 

Este es, pues, el objetivo del esquizoanálisis: analizar la naturaleza especí¬ 
fica de las catexis libidinales de lo económico y lo político; y con ello mostrar 
que el deseo puede verse determinado a desear su propia represión en el sujeto 
que desea (de ahí el papel de la pulsión de muerte en el ramal del deseo y de 
lo social). Todo ello ocurre, no en la ideología, sino mucho más por debajo. 


110 


Una catexis inconsciente de tipo fascista, o reaccionario, puede coexistir con 
la catexis consciente revolucionaria. A la inversa, puede ocurrir (raramente) 
que una catexis revolucionaria, al nivel del deseo, coexista con una catexis 
reaccionaria de acuerdo con un interés consciente. De cualquier modo, las 
catexis conscientes e inconscientes no son del mismo tipo, incluso cuando 
coinciden y se superponen. Definíamos la catexis inconsciente reaccionaria 
como adecuada al interés de la clase dominante, pero procediendo por su 
cuenta, en términos de deseo, por el uso segregativo de las síntesis conjun¬ 
tivas de las que Edipo resulta: soy de raza superior. La catexis revolucionaria 
inconsciente es tal que el deseo, aun en su propio modo, recorta el interés de 
las clases dominadas, explotadas, y hace correr flujos capaces a la vez de todas 
las segregaciones y sus aplicaciones edípicas, capaces de alucinar la historia, 
delirar las razas y abrazar los continentes. No, no soy de los vuestros, soy el 
exterior y el desterritorializado, «soy de raza inferior desde toda la eternidad... 
soy una bestia, un negro». Incluso en este caso se trata de un intenso poder de 
catexizar y contracatexizar en el inconsciente. Edipo salta porque sus propias 
condiciones han saltado. El uso nómada y polívoco de las síntesis conjuntivas 
se opone al uso segregativo y bi-unívoco. El delirio tiene como dos polos, racista 
y racial, paranoico-segregativo y esquizo-nómada. Y entre ambos se produ¬ 
cen deslizamientos sutiles inciertos, en los que el inconsciente mismo oscila 
entre sus cargas reaccionarias y sus potencialidades revolucionarias. Incluso 
Schreber se considera Gran Mongol al franquear la segregación aria. De ahí 
la ambigüedad de los textos en los grandes autores cuando manejan el tema 
de las razas, fértil en equívocos como el destino. El esquizoanálisis debe des¬ 
enredar este hilo. Pues leer un texto nunca es un ejercicio erudito en busca de 
los significados, y todavía menos un ejercicio altamente textual en busca de 
un significante, es un uso productivo de la máquina literaria, un montaje de 
máquinas deseantes, ejercicio esquizoide que desgaja del texto su potencia re¬ 
volucionaria. El «¡Luego es!» o la meditación de Igitur sobre la raza, en esencial 
relación con la locura. 


* 


* * 


Inagotable y siempre actual, el disparatorio de Edipo. Se nos dice que 
los padres murieron «a lo largo de millares de años» (vaya, vaya) y que la 
«interiorización» correspondiente de la imagen paterna se produjo durante 
el paleolítico y hasta los comienzos del neolítico, «hace alrededor de 8.000 


111 


años» 40 . Se hace historia o no se hace. Pero verdaderamente, en cuanto a la 
muerte del padre, la noticia no corre de prisa. Nos equivocaríamos si em¬ 
barcásemos a Nietzsche en esa historia. Pues Nietzsche no es el que rumia la 
muerte del padre y pasa todo su paleolítico interiorizándolo. Por el contrario, 
Nietzsche está profundamente cansado de todas estas historias construidas 
alrededor de la muerte del padre, de la muerte de Dios, y quiere poner fin a 
los discursos interminables sobre este tema, discurso ya de moda en su tiem¬ 
po hegeliano. Pero se equivocó; los discursos, por desgracia, han continuado. 
Nietzsche quería que se pasase por fin a las cosas serias. Da doce o trece versio¬ 
nes de la muerte de Dios para hacer buen peso y que ya no se hable más, para 
convertirlo en un acontecimiento cómico. Explica que este acontecimiento 
no posee estrictamente ninguna importancia, que verdaderamente no interesa 
más que al último papa: Dios, muerto o no, el padre, muerto o no, todo viene 
a ser lo mismo, puesto que la misma represión general y la misma represión 
prosiguen, aquí en nombre de Dios o de un padre vivo, allí en nombre del 
hombre o del padre muerto interiorizado. Nietzsche dice que lo importante 
no es la noticia de que Dios está muerto, sino el tiempo que tarda en dar sus 
frutos. Aquí el psicoanalista levanta la oreja, cree recobrar su terreno: es harto 
conocido que el inconsciente tarda en digerir una noticia, incluso se pueden 
citar algunos textos de Freud sobre el inconsciente que ignora el tiempo y 
conserva sus objetos como una tumba egipcia. Sólo que Nietzsche no quiere 
decir exactamente esto: no quiere decir que la muerte de Dios tarde en llegar al 
inconsciente. Quiere decir que lo que tarda tanto tiempo en llegar a la concien¬ 
cia es la noticia de que la muerte de Dios no tiene ninguna importancia para 
el inconsciente. Los frutos de la noticia no son la consecuencia de la muerte de 
Dios, sino la noticia de que la muerte de Dios no tiene ninguna consecuencia. 
En otras palabras: que Dios, que el padre, nunca han existido (o si acaso hace 
mucho tiempo, quizás en el paleolítico...). Tan sólo se ha dado muerte a un 
muerto, muerto desde siempre. Los frutos de la noticia de la muerte de Dios 
suprimen tanto la flor de la muerte como el retoño de la vida. Pues, vivo o 
muerto, tan sólo es una cuestión de creencia, no salimos del elemento de la 
creencia. El anuncio del padre muerto constituye una última creencia, «la 
creencia en la virtud de la increencia» de la que Nietzsche dijo: «Esta violencia 
manifiesta siempre la necesidad de una creencia, de un sostén, de una estruc¬ 
tura ...» Edipo-estructura. 

Engels alababa la genialidad de Bachofen por haber reconocido en el 

40. Gérard Mendel, La Révolte contre le pére, Payot, 1968, pág. 422 (tr. cast. Ed. 
Península). 


112 


mito las figuras del derecho materno y del derecho paterno, sus luchas y sus 
relaciones. Pero desliza un reproche que lo cambia todo: se diría que Bachofen 
cree en ellos, que cree en las Erinias, en Apolo y Atenea 41 . El mismo reproche 
y aún más podemos dirigir contra los psicoanalistas: se diría que creen en el 
mito, en Edipo, en la castración. Responden: la cuestión no radica en saber 
si nosotros creemos en ello, sino en saber si el propio inconsciente cree. Pero, 
¿qué es este inconsciente reducido al estado de creencia? ¿Quién le inyecta la 
creencia? El psicoanálisis sólo puede convertirse en una disciplina rigurosa si 
pone entre paréntesis a la creencia, es decir, si realiza una reducción materialista 
de Edipo como forma ideológica. No se trata de decir que Edipo es una falsa 
creencia, sino que la creencia es necesariamente algo falso que desvía y ahoga 
la producción efectiva. Por ello los videntes son los menos creyentes. Cuan¬ 
do relacionamos el deseo con Edipo, nos condenamos a ignorar el carácter 
productor del deseo, lo condenamos a vagos sueños o imaginaciones que no 
son más que expresiones conscientes, lo relacionamos con existencias inde¬ 
pendientes, el padre, la madre, los genitores, que todavía no comprenden sus 
elementos como elementos internos del deseo. La cuestión del padre es como 
la de Dios: nacida de la abstracción, supone roto el vínculo entre el hombre 
y la naturaleza, el vínculo entre el hombre y el mundo, de tal modo que el 
hombre debe ser producido como hombre por algo exterior a la naturaleza y 
al hombre. Sobre este punto Nietzsche hace una observación muy parecida a 
las de Marx o Engels: «Estallamos de risa al ver en vecindad hombre y mundo, 
separados por la sublime pretensión de la palabrita y»' 2 . Otra es la coextensi- 
vidad, la coextensión del hombre y la naturaleza; movimiento circular por el 
que el inconsciente, permaneciendo siempre sujeto, se produce a sí mismo y 
se reproduce. El inconsciente no sigue las vías de una generación que progresa 
(o regresa) de un cuerpo a otro, tu padre, el padre de tu padre, etc. El cuerpo 
organizado es el objeto de la reproducción por la generación; no es su sujeto. 
El único sujeto de la reproducción es el propio inconsciente que se mantiene 
en la forma circular de la producción. La sexualidad no es un medio al servicio 
de la generación, sino que la generación de los cuerpos está al servicio de la 
sexualidad como autoproducción del inconsciente. No es la sexualidad la que 
representa una prima para el ego, a cambio de su subordinación al proceso de 
la generación, sino que al contrario, la generación es la consolación del ego, su 
prolongación, el paso de un cuerpo a otro a través del cual el inconsciente no 

41. Engels, L’Origine de la famille, Ed. Sociales, pág. 19, prefacio (tr. cast. Ed. Funda¬ 
mentos, 1981). 

42. Nietzsche, Le Gai Savoir, V, 346 (tr. cast. Ed. Olañeta, 1979). (Y Marx, Economie et 
philosophie, Pléiade, II, págs. 88-90; tr. cast. Ed. Alianza.) 


113 


hace más que reproducirse a sí mismo en sí mismo. En este sentido es preciso 
decir: el inconsciente desde siempre es huérfano, es decir, se engendra a sí mis¬ 
mo en la identidad de la naturaleza y el hombre, del mundo y el hombre. Es la 
cuestión del padre, la cuestión de Dios, la que se vuelve imposible, indiferente, 
en tanto viene a ser lo mismo afirmar o negar tal ser, vivirlo o matarlo: un solo 
y mismo contrasentido sobre la naturaleza del inconsciente. 

Pero los psicoanalistas siguen produciendo el hombre abstractamente, es 
decir, ideológicamente, para la cultura. Edipo produce el hombre de ese modo 
y proporciona una estructura al falso movimiento de la progresión o de la re¬ 
gresión infinitas: tu padre y el padre de tu padre, bola de nieve de Edipo hasta 
el padre de la horda, Dios y el paleolítico. Edipo es lo que nos hace hombres, 
para lo mejor y para lo peor, dice el disparatorio. Allá arriba el tono puede 
variar, pero el fondo permanece igual: no escaparás de Edipo, no tienes más 
elección que entre la «salida neurótica» y la «salida no neurótica». El tono 
puede ser el del psicoanalista airado, del psicoanalista polizonte: los que no 
reconocen el imperialismo de Edipo son peligrosos desviantes, izquierdistas 
que deben ser entregados a la represión social y policial, hablan demasiado 
y carecen de analidad (doctor Mendel, doctores Stéphane). ¿A continuación 
de qué inquietante juego de palabras el analista se convierte en promotor de 
analidad? O bien el psicoanalista sacerdotal, psicoanalista piadoso que canta 
la incurable insuficiencia de ser: no ve usted que Edipo nos salva de Edi¬ 
po, es nuestra miseria, pero también nuestra grandeza, según que sea vivido 
neuróticamente o que se viva su estructura, madre de la santa creencia (J. M. 
Pohier). O bien el tecno-psicoanalista, el reformista obsesionado por el trián¬ 
gulo que envuelve en Edipo los espléndidos regalos de la civilización, identi¬ 
dad, manía depresiva y libertad bajo una progresión infinita: «En el Edipo, 
el individuo aprende a vivir la situación triangular, prueba de su identidad, 
y al mismo tiempo descubre, ya sobre el modo depresivo, ya sobre el de la 
exaltación, la alienación fundamental, su irremediable soledad, precio de su li¬ 
bertad. La estructura fundamental de Edipo no debe ser tan sólo generalizada 
en el tiempo a todas las experiencias triangulares del hijo con sus padres, debe 
ser generalizada en el espacio a las otras relaciones triangulares además de las 
relaciones padres-hijos» 43 . 

El inconsciente no plantea ningún problema de sentido, sino únicamente 
problemas de uso. La cuestión del deseo no es «¿qué es lo que ello quiere 
decir?», sino cómo marcha ello. ¿Cómo funcionan las máquinas deseantes, las 

43. Jacques Hochmann, Pour une psychiatrie communautaire, pág. 38. (tr. cast. Ed. 
Amorrortu, Buenos Aires, 1972). 


114 


tuyas, las mías, qué fallos forman parte de su uso, cómo pasan de un cuerpo 
a otro, cómo se enganchan sobre el cuerpo sin órganos, como confrontan su 
régimen con las máquinas sociales? Un dócil mecanismo se engrasa, o al con¬ 
trario se prepara una máquina infernal. ¿Qué conexiones, qué disyunciones, 
qué conjunciones, cuál es el uso de las síntesis? Ello no representa nada, pero 
ello produce, ello no quiere decir nada, pero ello funciona. En el desmoro¬ 
namiento general de la cuestión «¿qué es lo que eso quiere decir?» el deseo 
efectúa su entrada. No se ha sabido plantear el problema del lenguaje más que 
en la medida en que los lingüistas y los lógicos han evacuado el sentido; y la 
más alta potencia del lenguaje ha sido descubierta cuando la obra ha sido con¬ 
siderada como una máquina que produce ciertos efectos, sometida a un cierto 
uso. Malcolm Lowry dice de su obra: es todo lo que usted quiera, desde el mo¬ 
mento que funciona, «y funciona, estén seguros, pues yo la he experimentado» 
— una maquinaria 44 . Sin embargo, que el sentido no sea más que el uso sólo 
se convierte en un principio firme si disponemos de criterios inmanentes capa¬ 
ces de determinar los usos legítimos, por oposición a los usos ilegítimos, que 
por el contrario remiten el uso a un sentido supuesto y restauran una especie 
de trascendencia. El análisis llamado trascendental es precisamente la deter¬ 
minación de estos criterios, inmanentes al campo del inconsciente, en tanto 
que se oponen a los ejercicios trascendentes de un «¿qué es lo que ello quiere 
decir?». El esquizoanálisis es a la vez un análisis trascendental y materialista. 
Es crítico en el sentido que lleva la crítica a Edipo, o lleva a Edipo al punto de 
su propia autocrítica. Se propone explorar un inconsciente trascendental, en 
lugar de metafísico; material, en lugar de ideológico; esquizofrénico, en lugar 
de edípico; no figurativo, en lugar de imaginario; real, en lugar de simbólico; 
maquínico, en lugar de estructural; molecular, micropsíquico y micrológico, 
en lugar de molar o gregario; productivo, en lugar de expresivo. Se trata de 
principios prácticos como direcciones de la «cura». 

Ya hemos visto anteriormente cómo los criterios inmanentes de la pro¬ 
ducción deseante permitían definir usos legítimos de síntesis, por completo 
diferentes de los usos edípicos. Y con respecto a esta producción deseante, 
los usos ilegítimos edípicos nos parecían multiformes, pero siempre giraban 
alrededor del mismo error y envolvían paralogismos teóricos y prácticos. En 
primer lugar, un uso parcial y no específico de las síntesis conectivas se opo¬ 
nía al uso edípico, global y específico. Este uso global- específico tenía dos 
aspectos, parental y conyugal, a los que correspondían la forma triangular 
de Edipo y la reproducción de esta forma. Descansaba sobre un paralogismo 

44. Malcolm Lowry, Choix de lettres, tr. fr. Denoél, págs. 86-87. 


115 


de la extrapolación que constituía, por fin, la causa formal de Edipo y cuya 
ilegitimidad pesaba sobre el conjunto de la operación: extraer de la cadena 
significante un objeto completo trascendente, como significante despótico del 
que toda la cadena entonces parecía depender, asignando una carencia o falta a 
cada posición de deseo, uniendo el deseo a una ley, engendrando la ilusión de 
un desprendimiento. En segundo lugar, un uso inclusivo o ilimitativo de las 
síntesis disyuntivas se opone a su uso edípico, exclusivo, limitativo. Este uso 
limitativo a su vez tiene dos polos, imaginario y simbólico, puesto que no deja 
elección más que entre las diferenciaciones simbólicas exclusivas y lo imagina¬ 
rio indiferenciado, correlativamente determinados por Edipo. Esta vez mues¬ 
tra cómo procede Edipo, cuál es el procedimiento de Edipo: paralogismo del 
double bind, del doble atolladero (o mejor valdría traducirlo, siguiendo una 
sugestión de Elenri Gobard, «doble presa», como en una doble llave de catch, 
para así mostrar mejor el tratamiento al que se obliga al inconsciente cuando 
se le ata en los dos cabos, no dejándole más posibilidad que la de responder 
Edipo, recitar Edipo, en la enfermedad como en la salud, en sus crisis como en 
su desenlace, en su solución como en su problema; pues, de cualquier manera, 
el double bind no es el proceso esquizofrénico, sino, al contrario, Edipo, en 
tanto que detiene el proceso o lo hace girar en el vacío). En tercer lugar, un uso 
nómada y polívoco de las síntesis conjuntivas se opone al uso segregativo y bi- 
unívoco. También aquí este uso bi-unívoco, ilegítimo desde el punto de vista 
del propio inconsciente, posee como dos momentos: un momento racista, na¬ 
cionalista, religioso, etc., que constituye por segregación un conjunto de parti¬ 
da siempre presupuesto por Edipo, incluso de una manera implícita; luego, un 
momento familiar que constituye el conjunto de llegada por aplicación. De 
donde el tercer paralogismo, de la aplicación, que fija la condición de Edipo al 
instaurar un conjunto de relaciones bi-unívocas entre las determinaciones del 
campo social y las determinaciones familiares, haciendo posible e inevitable 
de este modo el volcado de las catexis libidinales sobre el eterno papá-mamá. 
Todavía no hemos agotado todos los paralogismos que orientan prácticamente 
la cura en el sentido de una edipización furiosa, traición del deseo, reclusión 
del inconsciente en guardería infantil, máquina narcisista para pequeños yos 
charlatanes y arrogantes, perpetua absorción de plusvalía capitalista, flujo de 
palabras contra flujo de dinero, la historia interminable, el psicoanálisis. 

Los tres errores sobre el deseo se llaman la carencia, la ley y el significante. 
Es un único y mismo error, idealismo que se forma una piadosa concepción 
del inconsciente. Y por más que interpretemos estas nociones en términos de 
una combinatoria que convierte a la carencia en un lugar vacío, y no en una 


116 


privación, a la ley en una regla de juego, y no en un mandato, al significante 
en un distribuidor, y no en un sentido, no podemos impedir que arrastren 
tras de sí su cortejo teológico, insuficiencia de ser, culpabilidad, significación. 
La interpretación estructural rechaza toda creencia, se eleva por encima de 
las imágenes, no retiene del padre y de la madre más que funciones, define 
lo prohibido y la transgresión como operadores de estructura: pero ¿qué agua 
limpiará estos conceptos de su segundo plano, de sus mundos traseros — la 
religiosidad? El conocimiento científico como increencia es verdaderamente el 
último refugio de la creencia y, como dice Nietzsche, siempre hubo una sola 
psicología, la del sacerdote. Desde el momento que se introduce la carencia en 
el deseo se aplasta toda la producción deseante, se la reduce a no ser más que 
producción de fantasma; pero el signo no produce fantasmas, es producción 
de lo real y posición de deseo en la realidad. Desde el momento que se vuelve 
a unir el deseo a la ley, no sabemos si decir que es algo conocido desde siem¬ 
pre que no hay deseo sin ley, se recomienza en efecto la eterna operación de 
eterna represión, que cierra en el inconsciente el círculo de lo prohibido y la 
transgresión, misa blanca y misa negra; pero el signo del deseo nunca es signo 
de la ley, es signo de poder — y ¿quién se atrevería a llamar ley al hecho de 
que el deseo ponga y desarrolle su poder y que en todo lugar donde esté haga 
correr flujos y cortar substancias («Me guardo de hablar de leyes químicas, la 
palabra posee un trasfondo moral»)? Desde el momento que se hace depender 
al deseo del significante, se coloca al deseo bajo el yugo de un despotismo cuyo 
efecto es la castración, allí donde se reconoce el rasgo del propio significan¬ 
te; pero el signo del deseo nunca es significante, está en los mil cortes-flujos 
productivos que no se dejan significar en el rasgo unitario de la castración, 
siempre un punto-signo de varias dimensiones, la polivocidad como base de 
una semiología puntual. 

El inconsciente es negro, dicen. A menudo se reprocha a Reich y a Mar- 
cuse su «rousseauísmo», su naturalismo: una determinada concepción dema¬ 
siado idílica del inconsciente. Pero, ¿no atribuimos al inconsciente horrores 
que no pueden ser más que los de la conciencia, y de una creencia demasiado 
segura de sí misma? ¿Es exagerado decir que en el inconsciente necesariamente 
hay menos crueldad y terror, y de otro tipo, que en la conciencia de un here¬ 
dero, de un militar y de un jefe de Estado? El inconsciente posee sus horrores, 
pero no son antropomórficos. No es el sueño de la razón el que engendra 
mostraos, sino más bien la racionalidad vigilante e insomne. El inconsciente 
es rousseauniano, siendo el hombre-naturaleza. ¡Cuánta malicia y astucia hay 
en Rousseau! Transgresión, culpabilidad, castración: ¿son determinaciones 


117 


del inconsciente o la manera como un sacerdote ve las cosas? Y sin duda hay 
muchas más fuerzas además del psicoanálisis para edipizar el inconsciente, 
culpabilizarlo, castrarlo. Sin embargo, el psicoanálisis apoya el movimiento, 
inventa un último sacerdote. El análisis edipiano impone a todas las síntesis 
del inconsciente un uso trascendente que asegura su conversión. Por esto, el 
problema práctico del esquizoanálisis es la reversión contraria: llevar las síntesis 
del inconsciente a su uso inmanente. Desedipizar, deshacer la tela de araña 
del padre-madre, deshacer las creencias para llegar a la producción de las mᬠ
quinas deseantes y a las catexis económicas y sociales donde se desempeña el 
análisis militante. Nada se realiza que no concierna a las máquinas. Lo cual 
implica intervenciones muy concretas: substituir la seudo neutralidad bene¬ 
volente del analista edipiano, que sólo quiere y escucha al padre y la madre, 
por una actividad malévola, abiertamente malévola — me haces cagar con 
Edipo, si continúas detenemos el análisis, o bien un electrochoc, cesa de decir 
papá-mamá — por supuesto, «Elamlet vive en ti como Werther vive en ti», y 
también Edipo, y todo lo que tú quieras pero «tú haces crecer brazos y piernas 
uterinos, labios uterinos, un bigote uterino; al revivir los muertos reminis- 
centes tu yo se convierte en una especie de teorema mineral que demuestra 
constantemente la vanidad de la vida... ¿Naciste Hamlet? ¿No has hecho, más 
bien, nacer a Hamlet en ti? ¿Por qué volver al mismo?» v> . Al renunciar al mito, 
tratamos de colocar algo de alegría, algo de descubrimiento en el psicoanáli¬ 
sis. Pues se ha convertido en algo muy lúgubre, muy triste, interminable, ya 
realizado desde un principio. ¿Diremos que el esquizo tampoco es alegre? ¿Su 
tristeza no proviene de que ya no puede soportar las fuerzas de edipización, 
de hamletización, que le encierran por todas partes? Antes huir al cuerpo sin 
órganos y encerrarse en él, volverlo a cerrar sobre sí. La pequeña alegría es la 
esquizofrenización como proceso y no el esquizo como entidad clínica. «Usted 
ha convertido el proceso en un fin...» Si se obligase a un psicoanalista a entrar 
en los dominios del inconsciente productivo se sentiría en él tan desplazado, 
con su teatro, como una actriz de la Comédie Francaise en una fábrica, o un 
cura de la Edad Media en una cadena de un taller de producción. Montar 
unidades de producción, enganchar máquinas deseantes: todavía no se sabe lo 
que ocurre en esta fábrica, lo que es este proceso, sus ansias y sus glorias, sus 
dolores y sus alegrías. 


* * * 

Hemos intentado analizar la forma, la reproducción, la causa (formal), 
el procedimiento, la condición del triángulo edípico. Pero hemos descuida- 
45. Henry Miller, Hamlet, tr. fr. Correa, pág. 156. 


118 


do el análisis de las fuerzas reales, de las causas reales de las que depende la 
triangulación. La línea general de la respuesta es simple, ha sido trazada por 
Reich: es la represión social, las fuerzas de represión social. Sin embargo, esta 
respuesta deja subsistir dos problemas e incluso les confiere una mayor pre¬ 
mura: por una parte, la relación específica entre la represión y la represión 
general; por otra, la situación particular de Edipo en el sistema represión ge¬ 
neral-represión*. Los dos problemas están evidentemente vinculados porque si 
la represión se realizase sobre deseos incestuosos adquiriría por ello mismo una 
independencia y una primacía, como condición de constitución del intercam¬ 
bio o de toda sociedad, con respecto a la represión general que no concerniría 
más que a retornos de lo reprimido en una sociedad constituida. Por tanto, en 
primer lugar debemos considerar la segunda cuestión: ¿la represión se refiere 
al complejo de Edipo como expresión adecuada del inconsciente? ¿Es preciso 
decir con Freud que el complejo de Edipo, según sus dos polos, está o bien re¬ 
primido (no sin dejar huellas y retornos que chocarán con las prohibiciones), 
o bien suprimido (pero no sin pasar a los hijos, con los que la historia vuelve 
a empezar)? 46 Uno se pregunta si Edipo expresa efectivamente el deseo; si es 
deseado, la represión se refiere a él. Ahora bien, la argumentación freudiana 
nos deja pensativos: Freud toma una observación de Frazer según la cual «la 
ley no prohíbe más que lo que los hombres serían capaces de hacer bajo la 
presión de algunos de sus instintos; así por ejemplo, de la prohibición legal 
del incesto debemos sacar en conclusión que existe un instinto natural que nos 
empuja al incesto» 47 . En otras palabras, se nos dice: si está prohibido se debe a 
que es deseado (no habría necesidad de prohibirlo que no se desea...). Una vez 
más, esta confianza en la ley nos deja pensativos, la ignorancia de las astucias 
y procedimientos de la ley. 

El inmortal padre de Morta crédit exclama: ¿quieres hacerme morir, es eso 
lo que tú quieres, eh, dime? Sin embargo, no queremos nada de eso. No quere¬ 
mos que el tren sea papá y la estación mamá. Tan sólo queremos la inocencia 
y la paz y que se nos deje tramar nuestras pequeñas máquinas, oh producción 
deseante. Por supuesto, pedazos de cuerpos de madre y de padre están cogidos 
en las conexiones, denominaciones parentales surgen en las disyunciones de 
la cadena, los padres están ahí como estímulos cualesquiera que desencadenan 
el devenir de las aventuras, de las razas y de los continentes. Pero, qué extraña 

* Como ya se ha dicho, traducimos convencionalmente, y cuando las circunstancias 
lo requieren, répression por represión general y refoulement por represión (a secas). (N. del T.) 

46. Freud, «La Disparition du complexe d’Oedipe», 1923, tr. fr. en La Viesexuelle, P.U.F., 
pág. 120. 

47. Freud, Tótem ettabou, 1912, tr. fr. Payot, pág. 143 (tr. cast. Ed. Alianza, 1982). 


119 


manía freudiana la de relacionar Edipo con lo que le desborda por todas par¬ 
tes, empezando por la alucinación de los libros y el delirio de los aprendizajes 
(el educador-substituto del padre, el libro-novela familiar...). Freud no sopor¬ 
taba ni una simple broma de Jung, como aquella de que Edipo no debía tener 
existencia real ya que incluso el salvaje prefiere una mujer joven y bonita antes 
que a su madre o su abuela. Si Jung lo traicionó todo no fue, sin embargo, 
por esta broma, que puede sugerir tan sólo que la madre funciona como una 
bella muchacha o la bella muchacha como madre, siendo lo principal para 
el salvaje o para el niño el formar y hacer marchar sus máquinas deseantes, 
hacer pasar sus flujos, operar sus cortes. La ley nos dice: No te casarás con 
tu madre y no matarás a tu padre. Y nosotros, sujetos dóciles, nos decimos: 
¡luego esto es lo que quería! ¿Llegaremos a sospechar que la ley deshonra, que 
está interesada en deshonrar y en desfigurar al que presupone culpable, al que 
quiere culpable, al que quiere que se sienta culpable? fiacemos como si se 
pudiese deducir directamente de la represión la naturaleza de lo reprimido, 
y de la prohibición, la naturaleza de lo prohibido. Ahí radica típicamente 
un paralogismo, todavía uno más, cuarto paralogismo que habrá que llamar 
desplazamiento. Pues sucede que la ley prohíbe algo perfectamente ficticio en 
el orden del deseo o de los «instintos», para persuadir a sus sujetos que tenían 
la intención correspondiente a esta ficción. Incluso es la única manera como 
la ley puede morder al inconsciente y culpabilizarlo. En una palabra, no nos 
encontramos ante un sistema de dos términos en el que se podría deducir de la 
prohibición formal lo que está realmente prohibido. Nos encontramos en un 
sistema de tres términos en el que esta deducción se convierte por completo 
en ilegítima. Debemos distinguir: la representación reprímente, que ejerce la 
represión; el representante reprimido, sobre el que realmente actúa la repre¬ 
sión; lo representado desplazado, que da de lo reprimido una imagen aparente 
y trucada en la cual se considera que el deseo se deja prender. Edipo es esto, 
la imagen trucada. La represión no actúa sobre él, ni conduce a él. Ni siquiera 
es un retorno de lo reprimido. Es un producto facticio de la represión. Es sólo 
lo representado, en tanto que es inducido por la represión. Esta no puede 
actuar sin desplazar el deseo, sin levantar un deseo de consecuencia, preparado 
para el castigo, y colocarlo en lugar del deseo antecedente al que conduce en 
principio o en realidad («¡Ah, luego era esto!»). Lawrence, que no se enfrenta 
a Freud en nombre de los derechos del Ideal, sino que habla en virtud de los 
flujos de sexualidad, de las intensidades del inconsciente, y que se entristece y 
se espanta de lo que está haciendo Freud cuando encierra la sexualidad en la 
guardería edípica, presiente esta operación de desplazamiento y protesta con 


120 


todas sus fuerzas: no, Edipo no es un estado del deseo y de las pulsiones, es una 
idea, nada más que una idea que la represión nos inspira en lo concerniente al 
deseo, ni siquiera es un compromiso, sino una idea al servicio de la represión, 
de su propaganda o de su propagación. «El móvil incestuoso es una deducción 
lógica de la razón humana que recurre a este último extremo para salvarse a sí 
misma... Es primero y sobre todo una deducción lógica de la razón, incluso 
efectuada inconscientemente y que a continuación es introducida en la esfera 
pasional en la que se convierte en principio de acción... Ello no tiene nada que 
ver con el inconsciente activo, que centellea, vibra, viaja... Comprendemos 
que el inconsciente no contiene nada de ideal, nada que pertenezca al mundo 
de un concepto, y por consiguiente nada personal, puesto que la forma de las 
personas, del mismo modo que el ego, pertenece al yo consciente o mental¬ 
mente subjetivo. De modo que los primeros análisis son, o deberían ser, tan 
impersonales que las relaciones llamadas humanas no se pongan en juego. El 
primer contacto no es ni personal ni biológico, hecho que el psicoanálisis no 
ha llegado a comprender» 48 . 

Los deseos edípicos no están en modo alguno reprimidos, ni tienen que 
estarlo. Mantienen, sin embargo, una relación íntima con la represión, pero 
de otra manera. Son el cebo, o la imagen desfigurada, mediante la cual la re¬ 
presión caza al deseo en la trampa. Si el deseo está reprimido no es porque sea 
deseo de la madre y de la muerte del padre; al contrarío, si se convierte en este 
tipo de deseo es debido a que está reprimido, y sólo adopta esta máscara bajo 
la represión que se la modela y se la aplica. Por otra parte, podemos dudar de 
que el deseo sea un verdadero obstáculo a la instauración de la sociedad, como 
dicen los partidarios de una concepción cambista. Piemos visto a otros... El 
verdadero peligro radica en otro lugar. Si el deseo es reprimido se debe a que 
toda posición de deseo, por pequeña que sea, tiene motivos para poner en 
cuestión el orden establecido de una sociedad: no es que el deseo sea asocial, 
sino al contrario. Es perturbador: no hay máquina deseante que pueda estable¬ 
cerse sin hacer saltar sectores sociales enteros. Piensen lo que piensen algunos 
revolucionarios, el deseo en su esencia es revolucionario —el deseo, ¡no la 
fiesta! — y ninguna sociedad puede soportar una posición de deseo verdadero 
sin que sus estructuras de explotación, avasallamiento y jerarquía no se vean 
comprometidas. Si una sociedad se confunde con sus estructuras (hipótesis 
divertida), entonces, sí, el deseo la amenaza de forma esencial. Para una socie¬ 
dad tiene, pues, una importancia vital la represión del deseo, y aún algo mejor 

48. D. H. Lawrence, «Psyhanalyse et inconscient», 1920, tr. fr. (modificada), en Homme 
d’abord, bibl. 10-18, págs. 219-256. 


121 


que la represión, lograr que la represión, la jerarquía, la explotación, el ava¬ 
sallamiento mismos sean deseados. Es bastante molesto tener que decir cosas 
tan rudimentarias: el deseo no amenaza a una sociedad porque sea deseo de 
acostarse con su madre, sino porque es revolucionario. Lo cual no quiere decir 
que el deseo sea algo distinto de la sexualidad, sino que la sexualidad y el amor 
no viven en el dormitorio de Edipo, más bien sueñan en algo amplio y hacen 
pasar extraños flujos que no se dejan acumular en un orden establecido. El 
deseo no «quiere» la revolución, es revolucionario por sí mismo, y de un modo 
como involuntario, al querer lo que quiere. Desde el principio de este estudio 
mantenemos que la producción social y la producción deseante forman una 
sola unidad, pero difieren de régimen, de manera que una forma social de pro¬ 
ducción ejerce una represión esencial sobre la producción deseante y, además, 
que la producción deseante (un «verdadero» deseo) es capaz, potencialmente, 
de hacer estallar la forma social. Pero ¿qué es un «verdadero» deseo, ya que 
también la represión es deseada? ¿Cómo distinguirlos? — reclamamos los de¬ 
rechos de un análisis muy lento. Pues, no nos engañemos, incluso en sus usos 
opuestos, son las mismas síntesis. 

Vemos perfectamente lo que el psicoanálisis espera de un pretendido lazo 
en el que Edipo sería el objeto de la represión, e incluso su sujeto a través del 
super-yo. El psicoanálisis espera de ello una justificación cultural de la repre¬ 
sión, que la hace pasar al primer plano y ya no considera el problema de la 
represión general más que como secundario desde el punto de vista del incons¬ 
ciente. Es por ello que los críticos han podido asignar una viraje conservador o 
reaccionario de Freud a partir del momento en que daba a la represión un va¬ 
lor autónomo como condición de la cultura que se ejerce contra las pulsiones 
incestuosas: Reich incluso dice que el gran viraje del freudismo, el abandono 
de la sexualidad, se efectúa cuando Freud acepta la idea de una angustia pri¬ 
mera que desencadenaría la represión de manera endógena. Consideremos el 
artículo de 1908 sobre la «moral sexual cultural»: en él todavía no se nombra a 
Edipo, la represión se considera en función de la represión general, que suscita 
un desplazamiento y se ejerce sobre las pulsiones parciales en tanto que repre¬ 
sentan a su manera una especie de producción deseante, antes de ejercerse 
contra las pulsiones incestuosas u otras que amenacen al matrimonio legítimo. 
Pero a continuación es evidente que cuanto más el problema de Edipo y del 
incesto ocupe la delantera de la escena, más la represión y sus correlatos, la 
supresión y la sublimación, se fundamentarán en exigencias supuestas tras¬ 
cendentes de la civilización, al mismo tiempo que el psicoanálisis se hundirá 
más en una visión familiarista e ideológica. No tenemos por qué recomenzar 


122 


el relato de los compromisos reaccionarios del freudismo e incluso su «ca¬ 
pitulación teórica»: este trabajo se ha llevado a cabo varias veces, de manera 
profunda, rigurosa y matizada 49 . No vemos ningún problema particular en la 
coexistencia, en el seno de una misma doctrina teórica y práctica, de elemen¬ 
tos revolucionarios, reformistas y reaccionarios. Nos negamos al «lo toma o lo 
deja», bajo el pretexto de que la teoría justifica la práctica, al nacer de ésta, o 
que no se puede discutir el proceso de la «cura» más que a partir de elementos 
sacados de la misma cura. Como si toda gran doctrina no fuese \xm forma¬ 
ción combinada, hecha a base de piezas y pedazos, de códigos y flujos diversos 
entremezclados, de partes parciales y derivadas, que constituyen su propia vida 
o su devenir. Como si se pudiese reprochar a alguien el tener una relación 
ambigua con el psicoanálisis sin mencionar primero que el psicoanálisis está 
formado por una relación ambigua, teórica y prácticamente, con lo que des¬ 
cubre y las fuerzas que maneja. Si el estudio crítico de la ideología freudiana 
está hecho, y bien hecho, en cambio la historia del movimiento ni siquiera está 
esbozada: la estructura del grupo psicoanalítico, su política, sus tendencias y 
sus centros, sus auto-aplicaciones, sus suicidios y sus locuras, el enorme super- 
yo de grupo, todo lo que ha pasado por el cuerpo lleno del maestro. Lo que se 
ha convenido en llamar la obra fundamental de Jones no revienta la censura, 
la codifica. Tres elementos coexisten: el elemento explorador y pionero, revo¬ 
lucionario, que descubría la producción deseante; el elemento cultural clásico, 
que lo basa todo en una escena de representación teatral edípica (¡el retorno 
al mito!); y por último, el tercer elemento, el más inquietante, una especie de 
extorsión sedienta de respetabilidad, que no ha cesado de hacerse reconocer 
e institucionalizar, una formidable empresa de absorción de plusvalía, con su 
codificación de la cura interminable, su cínica justificación del papel del dine¬ 
ro, y todas las fianzas que da al orden establecido. En Freud había todo esto, 
fantástico Cristóbal Colón, genial lector burgués de Goethe, Shakespeare, Só¬ 
focles, Al Capone enmascarado. 

La fuerza de Reich radica en haber mostrado cómo la represión dependía 
de la represión general. Lo cual no implica ninguna confusión entre los dos 
conceptos, puesto que la represión general precisamente necesita de la repre¬ 
sión para formar sujetos dóciles y asegurar la reproducción de la formación 
social, ello comprendido en sus estructuras represivas. Pero, en vez de que la 

49. Cf. las dos exposiciones clásicas, de Reich (La Fonction de l’orgasme, págs. 165- 181) 
(tr. cast. Ed. Paidos) y de Marcuse (Eros et civilisation, los primeros capítulos) (tr. cast. Ed. Ariel, 
1981). En algunos excelentes artículos de Partisans, n.° 46, febrero de 1969, se volvió a conside¬ 
rar la cuestión: Franqois Gantheret, «Freud et la question socio-politique»; Jean-Marie Brohm, 
«Psychanalyse et révolution» (pág. 85, pág. 97) (tr. cast. Ed. Anagrama, 1975). 


123 


represión general social deba comprenderse a partir de una represión familiar 
coextensiva a la civilización, es ésta la que debe comprenderse en función de 
una represión general inherente a una forma de producción social dada. La 
represión general sólo se ejerce sobre el deseo, y no sólo sobre necesidades o 
intereses, a través de la represión sexual. La familia es el agente delegado de 
esta represión, en tanto asegura una «reproducción psicológica de masas del 
sistema económico de una sociedad». Ciertamente, no deduciremos de ello 
que el deseo es edípico. Al contrario, es la represión general del deseo o la 
represión sexual, es decir, la estasis de la energía libidinal, las que actualizan 
a Edipo e introducen al deseo en este atolladero querido, organizado por la 
sociedad represiva. Reich fue el primero que planteó el problema de la relación 
del deseo con el campo social (iba más lejos que Marcuse, que lo trata con lige¬ 
reza). El es el verdadero fundador de una psiquiatría materialista. Al plantear 
el problema en términos de deseo, es el primero que rechaza las explicaciones 
de un marxismo sumario demasiado presto a decir que las masas han sido 
engañadas, embaucadas... Sin embargo, porque no había formado suficien¬ 
temente el concepto de una producción deseante, no llegaba a determinar la 
inserción del deseo en la misma infraestructura económica, la inserción de las 
pulsiones en la producción social. Desde entonces, la catexis o carga revolu¬ 
cionaria le parecía tal que el deseo allí coincidía simplemente con una racio¬ 
nalidad económica; en cuanto a las catexis reaccionarias de masas todavía le 
parecía que remitían a la ideología, de tal modo que el psicoanálisis tenía por 
único papel el explicar lo subjetivo, lo negativo y lo inhibido, sin participar 
directamente como tal en la positividad del movimiento revolucionario o en 
la creatividad deseante (¿no era esto en cierto modo volver a introducir el error 
o la ilusión?). Queda que Reich, en nombre del deseo, introdujo un canto de 
vida en el psicoanálisis. En la resignación final del freudismo denunciaba un 
miedo a la vida, un resurgimiento del ideal ascético, un borbotón de cultura 
de la mala conciencia. Antes partir en busca del Orgón, decía, el elemento 
vital y cósmico del deseo, que continuar siendo psicoanalista en esas con¬ 
diciones. Nadie se lo perdonó, mientras que Freud recibió el gran perdón. Fue 
el primero que intentó hacer funcionar conjuntamente la máquina analítica y 
la máquina revolucionaria. Y, al final, no tuvo más que sus propias máquinas 
deseantes, sus cajas paranoicas, milagrosas, célibes, de paredes metálicas guar¬ 
necidas de lana y algodón. 

Que la represión se distingue de la represión general por el carácter in¬ 
consciente de la operación y de su resultado («hasta la inhibición de la rebelión 
se ha vuelto inconsciente»), esta distinción expresa perfectamente la diferencia 


124 


de naturaleza. Pero de ello no podemos deducir ninguna independencia real. 
La represión es tal que la represión general se vuelve deseada, dejando de ser 
consciente, e induce un deseo de consecuencia, una imagen trucada de aque¬ 
llo a que conduce, que le da una apariencia de independencia. La represión 
propiamente dicha es un medio al servicio de la represión general. Aquello 
sobre la que se ejerce es también objeto de la represión general: la produc¬ 
ción deseante. Pero, precisamente, la represión implica una doble operación 
original, una mediante la cual la formación social represiva ( répressive) delega 
su poder a una instancia reprimente (refoulanté), otra por la que, correlati¬ 
vamente, el deseo reprimido ( reprimé) está como recubierto por la imagen 
desplazada y trucada que de él suscita la represión. Hay a la vez una delegación 
de represión por la formación social y una desfiguración, un desplazamiento, 
de la formación deseante por la represión. El agente delegado de la represión, 
o más bien delegado a la represión, es la familia; la imagen desfigurada de lo 
reprimido son las pulsiones incestuosas. El complejo de Edipo, la edipiza- 
ción, es por tanto el fruto de la doble operación. En un mismo movimiento, 
la producción social represiva se hace reemplazar por la familia reprimente y ésta 
da de la producción deseante una imagen desplazada que representa lo reprimido 
como pulsiones familiares incestuosas. La relación de las dos producciones es 
sustituida, de este modo, por la relación familia-pulsiones, en una diversión 
en la que se pierde todo el psicoanálisis. Podemos comprender, pues, el interés 
de esta operación desde el punto de vista de la producción social, que de otro 
modo no podría conjurar el poder de rebelión y de revolución del deseo. Al 
presentarle el espejo deformante del incesto (¿eh, esto es lo que querías?), se 
avergüenza al deseo, se le deja estupefacto, se le coloca en una situación sin 
salida, se le persuade fácilmente para que renuncie «a sí mismo» en nombre de 
los intereses superiores de la civilización (¿y si todo el mundo actuase de ese 
modo, si todo el mundo se desposase con su madre, o guardase a su hermana 
para sí? ya no habría diferenciación ni intercambio posible...). Hay que actuar 
de prisa y pronto. Un peu profond ruisseau a calomnié el incesto. 

Pero si comprendemos el interés de la operación desde el punto de vista 
de la producción social, no vemos tan bien lo que la posibilita desde el punto 
de vista de la propia producción deseante. No obstante, poseemos los elemen¬ 
tos de una respuesta. Sería preciso que la producción social dispusiese, sobre 
la superficie de registro del socius, de una instancia capaz también de morder, 
de inscribirse también sobre la superficie de registro del deseo. Esta instancia 
existe: la familia. Pertenece esencialmente al registro de la producción social, 
como sistema de la reproducción de los productores. Y sin duda, en el otro 


125 


polo, el registro de la producción deseante sobre el cuerpo sin órganos se reali¬ 
za a través de una red genealógica que no es familiar: los padres no intervienen 
más que como objetos parciales, flujos, signos y agentes de un proceso que les 
desborda por todas partes. A lo sumo el niño «relaciona» inocentemente con 
los padres algo de la sorprendente experiencia productiva que mantiene con su 
deseo; pero esta experiencia no se relaciona con ellos en tanto que padres. Aho¬ 
ra bien, es ahí precisamente donde surge la operación. Bajo la acción precoz 
de la represión social, la familia se desliza, se inmiscuye en la red de genealogía 
deseante, aliena por su cuenta toda la genealogía, confisca el Numen (pero 
veamos, Dios es papá...). Actuamos como si la experiencia deseante «se» rela¬ 
cionase con los padres, y como si la familia fuese su ley suprema. Sometemos 
los objetos parciales a la famosa ley de totalidad-unidad que actúa como «care¬ 
ciente». Sometemos las disyunciones a la alternativa de lo indiferenciado o de 
la exclusión. La familia se introduce, pues, en la producción de deseo, y desde 
la más tierna edad opera un desplazamiento, una represión inaudita. Está dele¬ 
gada a la represión por la producción social. Y si puede deslizarse de ese modo 
en el registro del deseo es porque el cuerpo sin órganos en el que se realiza este 
registro ejerce ya por su cuenta, como hemos visto, una represión originaria 
sobre la producción deseante. Pertenece a la familia el aprovecharse de ello y 
el superponer la represión secundaria propiamente dicha, que le está delegada 
o a la que está delegada (el psicoanálisis ha mostrado claramente la diferencia 
entre estas dos represiones, pero no el alcance de esta diferencia o la distinción 
de su régimen). Por ello, la represión propiamente dicha no se contenta con 
reprimir la producción deseante real, sino que da de lo reprimido una ima¬ 
gen aparente desplazada, sustituyendo un registro del deseo por un registro 
familiar. El conjunto de la producción deseante no adopta la conocida figura 
edípica más que en la traducción familiar de su registro, traducción-traición. 

Ora decimos que Edipo no es nada, casi nada (en el orden de la produc¬ 
ción deseante, incluso en el niño), ora que está en todo lugar (en la empresa 
de domesticar el inconsciente, de representar el deseo y el inconsciente). Y 
ciertamente nunca hemos querido decir que el psicoanálisis inventase a Edipo. 
Todo nos demuestra lo contrario: los sujetos del psicoanálisis llegan totalmen¬ 
te edipizados, preguntan por él, se vuelven a preguntar... Recorte de prensa: 
Stravinsky declara antes de morir: «Mi desgracia, estoy seguro de ello, fue de¬ 
bida al alejamiento de mi padre y al poco afecto que mi padre me dio. Enton¬ 
ces decidí que un día le mostraría...» Si incluso los artistas se meten en él, nos 
equivocaríamos si nos molestásemos o si tuviésemos los escrúpulos ordinarios 
de un psicoanalista aplicado. Si un músico nos dice que la música no mani¬ 
fiesta fuerzas activas y conquistadoras, sino fuerzas reactivas, reacciones del 


126 


padre-madre, ya no hay más que volver a tomar una paradoja cara a Nietzsche, 
modificándola apenas — Freud-músico. No, los psicoanalistas no inventan 
nada, aunque de otro modo hayan inventado mucho, legislado mucho, re¬ 
forzado mucho, inyectado mucho. Lo que los psicoanalistas hacen radica tan 
sólo en apoyar el movimiento, añadir un último impulso al desplazamiento de 
todo el inconsciente. Simplemente hacen hablar al inconsciente siguiendo los 
usos trascendentes de síntesis que se le imponen a través de otras fuerzas — 
Personas globales, Objeto completo, gran Falo, terrible Indiferenciado de lo 
imaginario, Diferenciaciones simbólicas, Segregación... Los psicoanalistas tan 
sólo inventan la transferencia, un Edipo de transferencia, un Edipo de Edipo 
en sala de consulta, particularmente nocivo y virulento, pero donde el sujeto 
por fin tiene lo que quiere, y chupetea su Edipo sobre el cuerpo lleno del 
analista. Y esto ya es demasiado. Pero Edipo se hace en familia y no en la con¬ 
sulta del analista que no actúa más que como última territorialidad. Además, 
Edipo no es hecho por la familia. Los usos edípicos de síntesis, la edipización, 
la triangulación, la castración, todo ello remite a fuerzas algo más poderosas, 
algo más subterráneas que el psicoanálisis, que la familia, que la ideología, in¬ 
cluso reunidos. Ahí se dan todas las fuerzas de la producción, de la reproduc¬ 
ción y de la represión sociales. En verdad, se precisan fuerzas muy poderosas 
para vencer las del deseo, conducirlas a la resignación, y para sustituir en todas 
partes lo que era esencialmente activo, agresivo, artista, productivo y conquis¬ 
tador en el propio inconsciente. En este sentido, como hemos visto, Edipo es 
una aplicación y la familia un agente delegado. E, incluso por aplicación, es 
duro, es difícil para un niño el vivirse como un ángulo, 

Cet enfant, 
il n’estpas la, 
il n’est qu’un angle, 
un angle a venir, 
et il n’y a pas dangle... 

or ce monde du pére-mére estjustement ce qui doit s’en aller, 
c’est ce monde dédoublé-double, 
en état de désunion constante, 
en volonté d’unification constante aussi... 
autour duquel tourne tout le systéme de ce monde 
malignement soutenu par la plus sombre organisation 50 . 

50. Antonin Artaud, «Ainsi done la question...», en «Tel Quel», 1967, n.° 30 (Este niño, / 
no está ahí, / sólo es un ángulo, / un ángulo que ha de venir, / y no hay ángulos... / ahora bien, 
lo que debe largarse es precisamente este mundo del padre-madre, / este mundo desdoblado- 


127 


* * * 

En 1924, Freud proponía un criterio de distinción simple entre neurosis 
y psicosis: en la neurosis el yo obedece a las exigencias de la realidad sin perjui¬ 
cio de reprimir las pulsiones del ello, mientras que en las psicosis se encuentra 
bajo el dominio del ello, sin perjuicio de romper con la realidad. Las ideas de 
Freud a menudo tardaban un cierto tiempo en llegar a Francia. Sin embargo, 
ésta no; en el mismo año, Capgras y Carrette presentaron un caso de esqui¬ 
zofrenia con ilusiones de sosias; en él, la enferma manifestaba un marcado 
odio hacia la madre y un deseo incestuoso hacia el padre, pero en condiciones 
de pérdida de realidad en la que los padres eran vividos como falsos padres, 
«sosias». De ello sacaban la ilustración de la relación inversa: en la neurosis la 
función objetal de la realidad es conservada, pero con la condición de que el 
complejo causal sea reprimido; en la psicosis el complejo invade la conciencia 
y se convierte en su objeto, al precio de una «represión» que ahora se realiza 
sobre la realidad misma o la función de lo real. Sin duda, Freud insistía en el 
carácter esquemático de la distinción; pues la ruptura también se encuentra 
en la neurosis con el retorno de lo reprimido (la amnesia histérica, la anula¬ 
ción obsesiva), y en la psicosis aparece una renovación de realidad con la re¬ 
construcción delirante. Pero Freud nunca renunció a esta simple distinción 51 . 
Parece importante, por otra parte, que por una vía original recobre una idea 
cara a la psiquiatría tradicional: la idea de que la locura está fundamentalmen¬ 
te vinculada a una pérdida de la realidad. Convergencia con la elaboración 
psiquiátrica de las nociones de disociación, de autismo. Quizás por ello la 
exposición freudiana conoció una difusión tan rápida. 

Ahora bien, lo que nos interesa es el papel preciso del complejo de Edipo 
en esta convergencia. Pues, si es cierto que los temas familiares a menudo 
irrumpen en la conciencia psicótica, no nos sorprenderá tanto, según una 
observación de Lacan, que Edipo haya sido descubierto en la neurosis donde 
se consideraba que estaba latente, antes que en la psicosis donde, por el con¬ 
trario, estaría patente 52 . Pero, ¿no es en la psicosis donde el complejo familiar 

doble, / en estado de constante desunión, / en voluntad de unificación constante también... 
/ alrededor del cual gira todo el sistema de este mundo / malignamente sostenido por la más 
sombría organización.) (N. de T.) 

51. Los dos artículos de 1924 son «Neurosis y psicosis» y «La pérdida de realidad en la neu¬ 
rosis y la psicosis». Cf. también Capgras y Carrette, «Illusion des socies et complexe d’Oedipe», 
Armales médico-psychologiques, mayo 1924. El artículo de Freud sobre «El fetichismo» (1927) no 
vuelve a plantear la distinción, aunque a veces así se diga, pero la confirma (en La Vie sexuelle, 
P.U.F..., pág. 137: «De este modo puedo mantener mi suposición...»). 

52. Lacan, «La Famille», Encyclopédie frangaise VIII, 1938 (tr. cast. Ed. Métodos Vivientes, 
1979). 


128 



aparecería precisamente como estímulo de cualquier valor, simple inductor 
que no posee el papel de organizador, y las catexis intensivas de realidad ata¬ 
carían cualquier otra cosa (el campo social, histórico y cultural?) Al mismo 
tiempo, Edipo invade la conciencia y se disuelve en sí mismo, mostrando 
su incapacidad para ser un «organizador». Desde ese momento, basta que la 
psicosis se mida con esta medida trucada, que la pongamos bajo este falso cri¬ 
terio, Edipo, para que se obtenga el efecto de pérdida de realidad. No es una 
operación abstracta: se impone al psicótico una «organización» edípica, aun¬ 
que para asignar en él, dentro de él, la carencia. Es un ejercicio en plena carne, 
en plena alma. Ante ello, reacciona con el autismo y la pérdida de realidad. ¿Es 
posible que la pérdida de realidad no sea el efecto del proceso esquizofrénico, 
sino el efecto de su edipización forzada, es decir, de su interrupción?; 11 ay que 
corregir lo que hace un momento decíamos, y suponer que algunos toleran 
la edipización peor que otros? El esquizo no estaría enfermo en Edipo, de un 
Edipo que surgiría tanto más en su conciencia alucinada cuanto más faltase 
en la organización simbólica de «su» inconsciente. Por el contrario, estaría 
enfermo de la edipización que se le ha hecho sufrir (la más sombría organiza¬ 
ción) y que ya no puede soportar, en marcha para un lejano viaje, como si se le 
condujese continuamente a Bécon, el que desvía los continentes y las culturas. 
No sufre por un yo dividido, un Edipo reventado, sino al contrario porque 
se le devuelve a todo lo que abandonó. Caída de intensidad hasta el cuerpo 
sin órganos = 0, autismo: el psicótico no posee otro medio para reaccionar 
ante la barrera de todas sus catexis de realidad, barrera que le pone el sistema 
edípico represión general- represión. Como dice Laing, se les interrumpe en 
el viaje. Perdieron la realidad. Pero, ¿cuándo la perdieron? ¿en el viaje o en la 
interrupción del viaje? 

Así, pues, es posible otra formulación de una relación inversa: habría 
como dos grupos, los psicóticos y los neuróticos, los que no soportan la edi¬ 
pización y los que la soportan e incluso se contentan con ella, evolucionando 
en ella. Aquellos sobre los que el sello edípico no prende, y aquellos sobre los 
que prende. «Creo que mis amigos arrancaron al principio de la Nueva Edad 
en grupo, con fuerzas de explosión práctica que les lanzaron a una desviación 
paternalista que yo creo viciosa... Un segundo grupo de aislados, de los que 
formo parte, constituido sin duda por centros de clavículas, fue alejado de 
toda posibilidad de triunfo individual desde el momento en que asumieron 
arduos estudios en ciencia infusa. En lo que me concierne, mi rebelión frente 
al paternalismo del primer grupo me ha colocado desde el segundo año en una 
dificultad social cada vez más agobiante. ¿Eh, crees que estos dos grupos son ca- 


129 


paces de unión? No quiero nada de estos sinvergüenzas del paternalismo viril, 
no soy vindicativo... En cualquier caso, si he ganado, ya no habrá lucha entre 
el Padre y el Hijo... Hablo de las personas de Dios, naturalmente, y no de los 
prójimos que se toman por...» 53 Lo que se opone a través de los dos grupos es 
el registro del deseo sobre el cuerpo sin órganos increado y el registro familiar 
sobre el socius. La ciencia infusa en psicosis y las ciencias neuróticas experi¬ 
mentales. Es el círculo excéntrico esquizoide y el triángulo neurótico. Es, en 
general, las dos clases de uso de síntesis. Son las máquinas deseantes, por una 
parte, y la máquina edípica-narcisista, por otra. Para comprender los detalles 
de esta lucha, hay que considerar que la familia corta, no cesa de cortar en la 
producción deseante. Inscribiéndose en el registro del deseo, deslizando en él 
su presa, opera una vasta captación de las fuerzas productivas, desplaza y reor¬ 
ganiza a su manera el conjunto de cortes que caracterizaban a las máquinas del 
deseo. Todos esos cortes los hace recaer en el lugar de la universal castración 
que la condiciona a ella misma («un culo de rata muerta», dice Artaud, «colga¬ 
do del techo del cielo»), pero también las redistribuye según sus propias leyes 
y las exigencias de la producción social. La familia corta según su triángulo, 
distinguiendo lo que es de la familia y lo que no lo es. También corta dentro, 
siguiendo las líneas de diferenciación que forman las personas globales: allí 
está papá, allí está mamá, allí estás tú, y además tu hermana. Corta aquí el flu¬ 
jo de leche, es el turno de tu hermano, haz caca aquí, corta allí el río de mier¬ 
da. La primera función de la familia es de retención: se trata de saber lo que 
va a rechazar de la producción deseante, lo que va a retener de ella, lo que va a 
empalmar en los caminos sin salida que conducen a su propio indiferenciado 
(cloaca), lo que va a llevar, por el contrario, a las vías de una diferenciación 
enjambrable y reproducible. Pues la familia crea tanto sus vergüenzas como 
sus glorias, tanto la indiferenciación de su neurosis como la diferenciación de 
su ideal que no se distinguen más que en apariencia. Y durante este tiempo 
¿qué hace la producción deseante? Los elementos retenidos no entran en el 
nuevo uso de síntesis que les impone una transformación tan profunda sin 
hacer resonar todo el triángulo. Las máquinas deseantes están en la puerta y 
cuando entran lo hacen vibrar todo. Además, lo que no entra quizás incluso 
hace vibrar más. Reintroducen o intentan reintroducir sus cortes aberrantes. 
El niño resiente la tarea a la que se le invita. Pero ¿qué meter en el triángulo, 
cómo seleccionar? La nariz del padre y la oreja de la madre ¿pertenecería eso 
al asunto, puede ser retenido, proporcionaría un buen corte edípico? ¿Y la bo¬ 
cina de la bicicleta? ¿Quién forma parte de la familia? Es propio del triángulo 

53. Jacques Besse, La Grande Páque, págs. 27 y 61. 


130 


el vibrar, el resonar, bajo la presión tanto de lo que retiene como de lo que re¬ 
chaza. La resonancia (allí incluso ahogada o pública, vergonzosa o gloriosa) es 
la segunda función de la familia. La familia es a la vez ano que retiene, voz que 
resuena, y también boca que consume: sus tres síntesis propias, puesto que se 
trata de empalmar el deseo con los objetos ya hechos de la producción social. 
Compre las magdalenas de Combray para tener resonancias. 

Pero, de pronto, no podemos mantenernos en la simple oposición de dos 
grupos, que permitiría definir la neurosis como un trastorno intra-edípico 
y la psicosis como una huida extra-edípica. Ni siquiera basta con constatar 
que los dos grupos son «capaces de unión». Lo que se convierte en problema 
es más bien la posibilidad de discernirlos directamente. ¿Cómo distinguir la 
presión que la reproducción familiar ejerce sobre la producción deseante de la 
que la producción deseante ejerce sobre la reproducción familiar? El triángulo 
edípico vibra y tiembla; pero ¿es en función de la presa que está a punto de 
asegurarse en las máquinas del deseo, o bien es en función de estas máquinas 
que eluden su huella y le obligan a soltar la presa? ¿Dónde está el límite de re¬ 
sonancia? Una novela familiar expresa un esfuerzo por salvar la genealogía edí- 
pica, pero también un libre empuje de genealogía no edípica. Los fantasmas 
nunca son formas impuestas, son fenómenos de límite o de orilla preparados 
para verterse por un lado o por el otro. En una palabra, Edipo es estrictamente 
indecidible. Podemos encontrarlo tanto mejor en todo lugar donde es inde¬ 
cible; es precisamente en este sentido que se dice que no sirve estrictamente 
para nada. Volvamos a la bella historia de Nerval: quiere que Aurelia, la mujer 
amada, sea la misma que Adriana, la niña de su infancia; las «percibe» como 
idénticas. Y Aurelia y Adriana, ambas en una, es la madre. ¿Se dirá que la iden¬ 
tificación, como «identidad de percepción», es aquí signo de psicosis? Nos vol¬ 
vemos a encontrar entonces con el criterio de realidad: el complejo no invade 
la conciencia psicótica más que al precio de una ruptura con lo real, mientras 
que en la neurosis la identidad permanece en las representaciones inconscien¬ 
tes y no compromete la percepción. Pero ¿qué hemos ganado inscribiéndolo 
todo en Edipo, incluso la psicosis? Un paso más y Aurelia, Adriana y la madre, 
es la Virgen. Nerval busca el límite de vibración del triángulo. «Usted busca 
un drama», dice Aurelia. No se inscribe todo en Edipo sin que todo, en el 
límite, no huya fuera de Edipo. Las identificaciones no eran identificaciones 
de personas desde el punto de vista de la percepción, sino identificaciones 
de nombres en regiones de intensidad que dan la salida a otras regiones más 
intensas todavía, estímulos cualesquiera que desencadenan un viaje por com¬ 
pleto diferente, estasis que preparan otros pasos, otros movimientos donde ya 


131 


no se encuentra la madre, sino la Virgen y Dios: por tres veces he atravesado 
vencedor el Aqueronte. Por ello, el esquizo aceptará que se le reduzca todo a la 
madre, ya que esto no tiene ninguna importancia: está seguro de poder sacarlo 
todo de la madre y de retirar de ahí, para su uso secreto, todas las Vírgenes que 
se habían introducido. 

Todo se convierte en neurosis, o todo se vierte en psicosis: por tanto, 
no es de este modo que debe plantearse la cuestión. Sería inexacto guardar 
para las neurosis una interpretación edípica y reservar a las psicosis una ex¬ 
plicación extra-edípica. No hay dos grupos, no hay diferencia de naturaleza 
entre neurosis y psicosis. Pues de cualquier modo la producción deseante es la 
causa, causa última ya de las subversiones psicóticas que rompen a Edipo o lo 
sumergen, ya de las resonancias neuróticas que lo constituyen. Un principio 
semejante adquiere todo su sentido si se le relaciona con el problema de los 
«factores actuales». Uno de los puntos más importantes del psicoanálisis fue 
la evaluación del papel de estos factores actuales, incluso en la neurosis, en 
tanto que se distinguen de los factores infantiles familiares; todas las grandes 
disensiones estuvieron relacionadas con esta evaluación, presentándose las di¬ 
ficultades en varios aspectos. En primer lugar, la naturaleza de estos factores 
(¿somáticos, sociales, metafísicos?, ¿los famosos «problemas de la vida», por 
los que se volvía a introducir en el psicioanálisis un idealismo desexualizado 
muy puro?). En segundo lugar, la modalidad de estos factores: ¿actúan de 
manera negativa, primativa, por simple frustración? Por último, su momento, 
su tiempo: ¿no era evidente que el factor actual surgía después, y significaba 
«reciente», en oposición a lo infantil o a lo más antiguo que se explicaba sufi¬ 
cientemente mediante el complejo familiar? Incluso un autor como Reich, tan 
preocupado por relacionar el deseo con las formas de producción social, y por 
ello mismo preocupado también por mostrar que no hay psiconeurosis que no 
sea también neurosis actual, continúa presentando los factores actuales como 
si actuasen por privación represiva (la «estasis sexual»), y surgiendo después. 
Lo cual le lleva a mantener una especie de edipismo difuso, ya que la estasis 
o el factor actual privativo tan sólo define la energía de la neurosis, pero no 
el contenido que remite por su parte al conflicto infantil edípico, ese antiguo 
conflicto que se encuentra reactivado por la estasis actual 54 . Pero los edipis- 
tas no dicen nada distinto cuando señalan que una privación o frustración 
actuales no pueden ser experimentadas más que en el seno de un conflicto 

54. Reich, La Vonction de l’orgasme, pág. 94 (tr. cast. Ed. Paidós): «Todas las fantasías 
neuróticas hunden sus raíces en el cariño sexual infantil hacia los padres. Pero el conflicto hijo- 
padre no podría producir un desorden durable del equilibrio psíquico si no estuviese continua¬ 
mente alimentado por la estasis actual que el mismo conflicto crea en el origen...» 


132 


cualitativo interno más antiguo, que no intercepta tan sólo los caminos pro¬ 
hibidos por la realidad, sino también aquellos que deja abiertos y que el yo se 
prohíbe a su vez (fórmula del doble atolladero): ¿«encontraríamos ejemplos» 
que ilustrasen el esquema de las neurosis actuales «en el prisionero o el ence¬ 
rrado en campos de concentración o en el obrero agobiado de trabajo? Cierto 
es que no proporcionarían un contingente numeroso... Nuestra tendencia a 
lo sistemático nos impide aceptar sin inventario las iniquidades evidentes de 
la realidad, sin intentar descubrir en qué el desorden del mundo resulta del 
desorden subjetivo, incluso si está inscrito con el tiempo en estructuras más o 
menos irreversibles» 55 . Comprendemos esta frase y, sin embargo, no podemos 
evitar encontrar en ella un tono inquietante. Se nos impone la siguiente elec¬ 
ción: o bien el factor actual es concebido de manera privativa exterior (lo cual 
es imposible), o bien se hunde en un conflicto cualitativo interno necesaria¬ 
mente relacionado con Edipo... (Edipo, fuente donde el psicoanálisis se lava 
las manos de las iniquidades del mundo). 

En otra vía, si consideramos las desviaciones idealistas del psicoanálisis, 
vemos una interesante tentativa para conceder a los factores actuales un es¬ 
tatuto que no es ni privativo ni ulterior. Ocurre que las dos preocupaciones 
se encontraron ligadas en una aparente paradoja, por ejemplo en Jung: la 
preocupación por acortar la cura interminable dedicándose al presente o a la 
actualidad del trastorno, y la preocupación por ir más lejos que Edipo, más 
lejos incluso que lo pre-edípico, por llegar más arriba — como si lo más actual 
fuese también lo más original, y lo más rápido, lo más lejano 56 . Jung presenta 
los arquetipos a la vez como factores actuales que desbordan precisamente 
las imágenes familiares en la transferencia y como factores arcaicos infinita¬ 
mente más antiguos, con una antigüedad distinta a la de los propios factores 
infantiles. Sin embargo, nada ganamos con eso, pues el factor actual no cesa 
de ser privativo más que a condición de gozar de los derechos del Ideal, y no 
cesa de ser un «después» más que a condición de convertirse en un «más allá», 
que debe ser significado anagógicamente por Edipo en lugar de depender de 
él analíticamente. De manera que el «después» se vuelve a introducir necesa- 

55. Jean Laplanche, La Réalité dans la névrose et la psychose (conferencia pronunciada 
en la Sociedad francesa del psicoanálisis, 1961). Cf. también Laplanche y Pontalis, Vocabtdaire 
de lapsychanalyse, los artículos «Frustration» y «Névrose actuelle» (tr. cast. Ed. Labor, 1981). 

56. La misma observación sirve para Rank: el traumatismo del nacimiento no implica 
tan sólo un alejamiento más allá de Edipo y de lo preedípico, sino que también debe ser un me¬ 
dio para acortar la cura. Freud lo señala con amargura en Analyse terminée, analyse interminable 
(Análisis terminable e interminable): «Rank esperaba curar todas las neurosis liquidando más 
tarde, mediante un análisis, este traumatismo primitivo; de ese modo, un pequeño fragmento 
de análisis ahorraría todo el resto del trabajo analítico...» 


133 


riamente en la diferencia de temporalidad, como manifiesta el sorprendente 
reparto propuesto por Jung: para los jóvenes, cuyos problemas son familiares 
y amorosos, ¡el método de Freud!, para los no tan jóvenes, cuyos problemas 
son de adaptación social, ¡Adler!, y Jung, para los adultos y los viejos cuyos 
problemas son los del Ideal... 57 ; y ya hemos visto lo que es común a Freud y 
Jung, siempre el inconsciente medido por los mitos (y no por las unidades 
de producción), aunque la medida se realice en dos sentidos opuestos. Pero, 
¿qué importa finalmente que la moral o la religión encuentren en Edipo un 
sentido analítico y regresivo, o el Edipo un sentido anagógico y prospectivo 
en la religión o la moral? 

Decimos que la causa del trastorno, neurosis o psicosis, radica siempre en 
la producción deseante, en su relación con la producción social, su diferencia o 
su conflicto de régimen con ésta, y los modos de catexis que en ella operan. La 
producción deseante en tanto que presa en esta relación, este conflicto y estas 
modalidades, éste es el factor actual. Este factor, también, no es ni privativo ni 
ulterior. Constitutivo de la vida plena del deseo, es contemporáneo de la más 
tierna infancia, y lo acompaña a cada paso. No viene de improviso después de 
Edipo, no supone para nada una organización edípica, ni una preorganización 
preedípica. Al contrario, Edipo depende de él, ya como estímulo de cualquier 
valor, simple inductor a través del cual se establece desde la infancia la organiza¬ 
ción anedípica de la producción deseante, ya como efecto de la represión-represión 
general que la reproducción social impone a la producción deseante a través de la 
familia. Actual, por tanto, no se designa así por qué es más reciente, ni por 
oposición a antiguo o infantil, sino por diferencia con «virtual». Y lo virtual es 
el complejo de Edipo, ya porque deba ser actualizado en una formación neurótica 
como efecto derivado del factor actual, ya porque esté desmembrado y disuelto en 
una formación psicótica como el efecto directo de este mismo factor. Es en este 
sentido que la idea del «después» nos parecía un último paralogismo en la 
teoría y la práctica psicoanalíticas; la producción deseante activa, en su mismo 
proceso, carga desde el principio un conjunto de relaciones somáticas, sociales 
y metafísicas que no suceden a relaciones psicológicas edípicas, sino que se 
aplicarán, por el contrario, al subconjunto edipico definido por reacción, o 
bien lo excluirán del campo de catexis o de carga de su actividad. Indecidible, 
virtual, reactivo, así es Edipo. No es una formación reactiva. Formación reac¬ 
tiva ante la producción deseante: nos equivocaríamos si considerásemos esta 
formación por ella misma, de modo abstracto, independientemente del factor 
actual que coexiste con ella y ante el cual reacciona. 

57. Jung, La Guérison psychologique, Georg, 1953, caps. 1-4. 


134 


Sin embargo, esto es lo que hace el psicoanálisis al encerrarse en Edipo y 
al determinar progresiones y regresiones en función de Edipo, o incluso con 
respecto a él: así la idea de regresión preedípica por la que a veces se intenta 
caracterizar la psicosis. Es como un ludión; las regresiones y las progresiones 
sólo se efectúan en el interior de los vasos artificialmente cerrados de Edipo 
y dependen, en verdad, de un estado de fuerzas cambiantes, pero siempre 
actual y contemporáneo, en la producción deseante anedípica. La producción 
deseante no tiene más existencia que la actual; progresiones y regresiones son 
tan sólo las realizaciones de una virtualidad que siempre se halla tan perfec¬ 
tamente llenada como puede serlo en virtud de los estados de deseo. Entre 
los pocos psiquiatras y psicoanalistas que han sabido instaurar con los esqui¬ 
zofrénicos, adultos o niños, una relación directa realmente inspirada, Gisela 
Pankow y Bruno Bettelheim trazan nuevos caminos por su fuerza teórica y su 
eficacia terapéutica. No es una casualidad, por otra parte, que ambos pongan 
en duda la noción de regresión. Tomando el ejemplo de los cuidados cor¬ 
porales proporcionados a un esquizofrénico, masajes, baños, paños calientes, 
Gisela Pankow se pregunta si se trata de llegar al enfermo en el punto de su 
regresión, para proporcionarle satisfacciones simbólicas indirectas que le per¬ 
mitirían reanudar con una progresión, volver a tomar una marcha progresiva. 
Ahora bien, no es cuestión, dice, «de dar cuidados que el esquizofrénico no 
recibió cuando era bebé. Sino que se trata de proporcionar al enfermo sensa¬ 
ciones corporales táctiles y otras que le conduzcan a un reconocimiento de los 
límites de su cuerpo... Se trata del reconocimento de un deseo inconsciente, y 
no de la satisfacción de éste» 58 . Reconocer el deseo es precisamente volver a 
poner en marcha la producción deseante sobre el cuerpo sin órganos, allí mis¬ 
mo donde el esquizo se había replegado para hacerlo callar y ahogarlo. Este 
reconocimiento del deseo, esta posición de deseo, este Signo, remite a un orden 
de producción real y actual, que no se confunde con una satisfacción indirecta 
o simbólica y que, tanto en sus paradas como en sus puestas en marcha, es tan 
distinto de una regresión preedípica como de una restauración progresiva de 
Edipo. 


* * 


* 


58. Gisela Pankow, L’Homme et sa psychose, Aubier, 1969, págs. 24-26 (tr. cast. Ed. 
Amorrortu, Buenos Aires, 1974) (recordemos la bella teoría sobre el signo desarrollada por 
Gisela Pankow en Structuration dynamique dans la schizopbrénie, Huber, 1956). Sobre la crítica 
de la regresión por Bruno Bettelheim, cf. La Forteresse vide, págs. 369-374 (tr. cast. Ed. Laia). 


135 


Entre neurosis y psicosis no existe diferencia de naturaleza, ni de espe¬ 
cie, ni de grupo. No más que la psicosis, no podemos explicar la neurosis 
edípicamente. Es más bien lo contrario, es la neurosis la que explica a Edipo. 
Entonces, ¿cómo concebir la relación psicosis-neurosis? ¿No depende de otras 
relaciones? Todo cambia según que llamemos psicosis al propio proceso o, al 
contrario, una interrupción del proceso (¿y qué clase de interrupción?). La 
esquizofrenia como proceso es la producción deseante, pero tal como es al 
final, como límite de la producción social determinada en las condiciones 
del capitalismo. Es nuestra «enfermedad», la de nosotros, hombres modernos. 
Fin de la historia, no tiene otro sentido. En ella se unen los dos sentidos del 
proceso, como movimiento de la producción social que llega hasta el final 
de su desterritorialización y como movimiento de la producción metafísica 
que transporta y reproduce el deseo en una nueva Tierra. «El desierto está 
creciendo... el signo está cerca...» El esquizo lleva los flujos descodificados, les 
hace atravesar el desierto del cuerpo sin órganos, donde instala sus máquinas 
deseantes y produce un derrame perpetuo de fuerzas actuantes. Ela pasado el 
límite, la esquizia, que siempre mantenía la producción de deseo al margen de 
la producción social, tangencial y siempre rechazada. El esquizo sabe partir: 
ha convertido la partida en algo tan simple como nacer o morir. Pero al mis¬ 
mo tiempo su viaje es extrañamente in situ. No habla de otro mundo, no es 
de otro mundo: incluso al desplazarse en el espacio es un viaje en intensidad, 
alrededor de la máquina deseante que se erige y permanece aquí. Pues es aquí 
donde el desierto se propaga por nuestro mundo, y también la nueva tierra, 
y la máquina que zumba, alrededor de la cual los esquizos giran, planetas de 
un nuevo sol. Estos hombres del deseo (o bien no existen todavía) son como 
Zaratustra. Conocen increíbles sufrimentos, vértigos y enfermedades. Tienen 
sus espectros. Deben reinventar cada gesto. Pero un hombre así se produce 
como hombre libre, irresponsable, solitario y gozoso, capaz, en una palabra, 
de decir y hacer algo simple en su propio nombre, sin pedir permiso, deseo 
que no carece de nada, flujo que franquea los obstáculos y los códigos, nom¬ 
bre que ya no designa ningún yo. Simplemente ha dejado de tener miedo 
de volverse loco. Se vive como la sublime enfermedad que ya no padecerá. 
¿Qué vale, qué valdría aquí un psiquiatra? En toda la psiquiatría, sólo Jaspers 
y luego Laing han sabido lo que significaba proceso y lo que significaba su 
realización (por ello han sabido alejarse del familiarismo que es el hecho ordi¬ 
nario del psicoanálisis y de la psiquiatría). «Si la especie humana sobrevive, los 
hombres del futuro considerarán nuestra ilustrada época, me imagino, como 
un verdadero siglo de obscurantismo. Sin duda, serán capaces de degustar la 


136 


ironía de esta situación con más sentido del humor que nosotros. Se reirán de 
nosotros. Sabrán que lo que nosotros llamábamos esquizofrenia era una de 
las formas bajo las que — a menudo por mediación de gente por completo 
corriente — la luz empezó a aparecer a través de las fisuras de nuestros espíri¬ 
tus cerrados... La locura no es necesariamente un hundimiento ( breakdown); 
también puede ser una abertura ( breakthrough)... El individuo que realiza la 
experiencia trascendental de la pérdida del ego puede o no perder el equilibrio 
de diversas maneras. Entonces puede ser considerado como loco. Pero estar 
loco necesariamente no es estar enfermo, incluso si en nuestro mundo los 
dos términos se han vuelto complementarios... Desde el punto de partida de 
nuestra seudo salud mental, todo es equívoco. Esta salud no es una verdadera 
salud. La locura de los otros no es una verdadera locura. La locura de nuestros 
pacientes es un producto de la destrucción que nosotros les imponemos y que 
se imponen ellos mismos. Que nadie se imagine que nos encontramos ante la 
verdadera locura, o que nosotros estamos verdaderamente sanos de la mente. 
La locura con la que nos encontramos en nuestros enfermos es un disfraz gro¬ 
sero, una caricatura grotesca de lo que podría ser la curación natural de esta 
extraña integración. La verdadera salud mental implica de un modo o de otro 
la disolución del ego normal...» 59 

La visita a Londres es nuestra visita a la Pitonisa. Allá abajo está Turner. Al 
mirar sus cuadros comprendemos lo que quiere decir franquear el muro y, sin 
embargo, permanecer, hacer pasar flujos de los que ya no sabemos si nos llevan 
a otro lugar o si vuelven a nosotros. Los cuadros se escalonan en tres períodos. 
Si el psiquiatra tuviera algo que decir, podría hablar sobre los dos primeros, 
aunque, en verdad, estos son los más razonables. Las primeras telas son catás¬ 
trofes de fin del mundo, avalancha y tempestad. Turner empieza por ahí. Las 
segundas son como la reconstrucción delirante, donde se oculta el delirio, o 
más bien van a la par con una alta técnica heredada de Poussin, Lorrain, o 
de tradición holandesa: el mundo es reconstruido a través de arcaísmos que 
poseen una función moderna. Pero algo incomparable ocurre al nivel de los 
cuadros del tercer grupo, de la serie de los que Turner no enseña, que mantie- 

59. Ronald Laing, La Politique de l’expérience, págs. 89, 93, 96, 100. En un sentido 
parecido Michel Foucault anunciaba: «Tal vez un día ya no sabremos lo que pudo ser la lo¬ 
cura... Artaud pertenecerá al suelo de nuestro lenguaje y no a su ruptura... Todo lo que hoy 
sentimos como límite, o extrañeza, o como algo insoportable, se habrá unido a la serenidad 
de lo positivo. Y lo que para nosotros actualmente designa este Exterior corre el riesgo un día 
de designarnos, nosotros... La locura desata su parentesco con la enfermedad mental... locura 
y enfermedad mental deshacen su pertenencia a la misma unidad antropológica» («La Folie, 
l’absence d’oeuvre», La Table ronde, mayo de 1964). 


137 


ne secretos. Ni siquiera podemos decir que está muy avanzado con respecto 
a su época: algo que no pertenece a ninguna época y que nos llega desde un 
eterno futuro, o huye hacia él. La tela se hunde en sí misma, es atravesada por 
un agujero, un lago, una llama, un tornado, una explosión. Podemos volver 
a encontrar aquí los temas de los cuadros anteriores, su sentido ha cambiado. 
La tela está verdaderamente rota, rajada por lo que la agujerea. Tan sólo sobre¬ 
nada un fondo de niebla y oro, intenso, intensivo, atravesada en profundidad 
por lo que viene a rajarla en su amplitud: la esquizia. Todo se mezcla, y ahí se 
produce la abertura, el agujero (y no el hundimiento). 

Extraña literatura anglo-americana: de Thomas Hardy, de Lawrence a 
Lowry, de Miller a Ginsberg y Kerouac, los hombres saben partir, mezclar 
y confundir los códigos, hacer pasar flujos, atravesar el desierto del cuerpo 
sin órganos. Franquean un límite, derriban un muro, la barra capitalista. Y 
ciertamente fracasan en la realización del proceso, no cesan de fracasar en ello. 
Se cierra el callejón sin salida neurótico —el papá-mamá de la edipización, 
América, el retorno al país natal — o bien la perversión de las territorialidades 
exóticas, y además la droga, el alcohol — o peor aún, un viejo sueño fascista. 
Nunca el delirio osciló mejor entre un polo y otro. Pero, a través de los ca¬ 
llejones sin salida y los triángulos, corre un flujo esquizofrénico, irresistible, 
esperma, río, cloaca, blenorragia u ola de palabras que no se dejan codificar, 
libido demasiado fluida y demasiado viscosa: una violencia en la sintaxis, una 
destrucción concertada del significante, sinsentido erigido como flujo, poli- 
vocidad que frecuenta todas las relaciones. El problema de la literatura está 
mal planteado, a partir de la ideología que sustenta o de la recuperación que 
de ella realiza un orden social determinado. Se recupera a la gente, pero no 
las obras, que siempre despertarán a un nuevo joven adormecido y echarán 
su fuego más lejos. En cuanto a la ideología, ésta es la noción más confusa 
ya que nos impide captar la relación de la máquina literaria con un campo 
de producción y el momento en que el signo emitido agujerea esta «forma 
de contenido» que intentaba mantenerla en el orden del significante. Ya hace 
bastante tiempo, sin embargo, que Engels mostró, a propósito de Balzac, de 
qué modo un autor es grande, ya que no puede impedirse que tracen y hagan 
correr flujos que revientan el significante católico y despótico de su obra, y 
que necesariamente alimentan en el horizonte una máquina literaria. Esto 
es el estilo, o más bien la ausencia de estilo, la asintaxis, la agramaticalidad: 
momento en el que el lenguaje ya no se define por lo que dice, y menos por 
lo que le hace significante, sino por lo que le hace correr, fluir y estallar — el 
deseo. Pues la literatura es como la esquizofrenia: un proceso y no un fin, una 


138 


producción y no una expresión. 

Incluso ahí, la edipización es uno de los factores más importantes en la re¬ 
ducción de la literatura a un objeto de consumo adecuado al orden establecido 
e incapaz de dañar a nadie. No se trata de la edipización personal del autor y 
de sus lectores, sino de la forma edípica a la que se intenta esclavizar la propia 
obra, para convertirla en esta actividad menor expresiva que segrega ideolo¬ 
gía según los códigos sociales dominantes. De este modo se considera que la 
obra de arte se inscribe entre los dos polos de Edipo, problema y solución, 
neurosis y sublimación, deseo y verdad — uno regresivo, bajo el que trama y 
redistribuye los conflictos no resueltos de la infancia, otro prospectivo, por el 
cual inventa las vías de una nueva solución que concierne al futuro del hom¬ 
bre. Es una conversión interior a la obra la que la constituye, se dice, como 
«objeto cultural». Desde este punto de vista, ni siquiera hay por qué aplicar 
el psicoanálisis a la obra de arte, puesto que la propia obra de arte constituye 
un psicoanálisis logrado, «transferencia» sublime con virtualidades colectivas 
ejemplares. Resuena la hipócrita advertencia: un poco de neurosis es bueno 
para la obra de arte, una buena materia, pero no la psicosis, sobre todo no la 
psicosis; distinguimos el aspecto neurótico eventualmente creador y el aspecto 
psicótico, alienante y destructor... Como si las grandes voces, que supieron 
realizar una abertura en la gramática y en la sintaxis y convertir todo el len¬ 
guaje en un deseo, no hablasen desde el fondo de la psicosis y no nos mos¬ 
trasen un punto de huida revolucionario eminentemente psicótico. Es justo 
confrontar la literatura establecida con un psicoanálisis edípico: la literatura 
despliega una forma de super-yo propia más nociva todavía que el super-yo no 
escrito. Edipo es literario antes de ser psicoanalítico. Siempre habrá un Bretón 
contra Artaud, un Goethe contra Lenz, un Schiller contra Hólderlin, para 
superyoizar la literatura y decirnos: ¡cuidado, no más lejos!, ¡nada de «faltas 
de tacto»!, ¡Werther sí, Lenz no! La forma edípica de la literatura es su forma 
mercantil. Libres somos de pensar que incluso hay menos deshonestidad en 
un psicoanálisis que en esa literatura, pues el neurótico a secas realiza una 
obra solitaria, irresponsable, ilegible y no vendible, que, por el contrario, debe 
pagar para que sea no sólo leída, sino traducida y reducida. Al menos comete 
una falta económica, una falta contra el tacto, y no esparce sus valores. Artaud 
decía acertadamente: toda la escritura es marranería —es decir, toda literatura 
que se toma por fin, o se fija fines, en lugar de ser un proceso que «surca la 
caca del ser y de su lenguaje», acarrea débiles, afásicos, iletrados. Ahorrémonos 
al menos la sublimación. Todo escritor es un vendido. La única literatura es 
la que mina su paquete, fabricando falsa moneda, haciendo estallar el super- 


139 


yo de su forma de expresión y el valor mercandl de su forma de contenido. 
Pero unos responden: Artaud no es literatura, está fuera de ella porque está 
esquizofrénico. Los otros: no está esquizofrénico porque pertenece a la litera¬ 
tura, y a la más grande, a la textual. Unos y otros al menos tienen en común 
el poseer la misma concepción pueril y reaccionaria de la esquizofrenia y la 
misma concepción neurótica mercantil de la literatura. Un crítico malicioso 
escribe: es preciso no comprender nada del significante «para declarar peren¬ 
toriamente que el lenguaje de Artaud es el de un esquizofrénico; el psicótico 
produce un discurso involuntario, trabado, sometido: lo contrario, pues, en 
todos los aspectos, de la escritura textual». Pero, ¿qué es este enorme arcaísmo 
textual, el significante, que somete la literatura a la marca de la castración y 
santifica los dos aspectos de su forma edípica? Y ¿quién dice a este malicioso 
que el discurso del psicótico es «involuntario, trabado, sometido»? No es que 
sea al contrario, gracias a Dios. Pero estas oposiciones son singularmente poco 
pertinentes. Artaud es el despedazamiento de la psiquiatría, precisamente porque 
es esquizofrénico y no porque no lo sea. Artaud es la realización de la literatura, 
precisamente porque es esquizofrénico y no porque no lo sea. Hace tiempo 
que reventó el muro del significante: Artaud el Esquizo. Desde el fondo de su 
sufrimiento y de su gloria tiene derecho a denunciar lo que la sociedad hace 
con el psicótico que descodifica los flujos del deseo («Van Gogh el suicidado 
de la sociedad»), pero también lo que hace con la literatura, cuando la opone 
a la psicosis en nombre de una recodificación neurótica o perversa (Lewis Ca- 
rroll o el cobarde de las bellas letras). 

En este muro o este límite esquizofrénicos muy pocos efectúan lo que 
Laing llama su abertura: «gente por completo corriente», sin embargo... Pero 
la mayoría se acerca al muro y retroceden horrorizados. Antes volver a caer 
bajo la ley del significante, marcados por la castración, triangulados en Edi- 
po. Desplazan, pues, el límite, le introducen en el interior de la formación 
social, entre la producción y la reproducción sociales que ellos cargan y la 
reproducción familiar sobre la que vuelcan, a la que aplican todas las catexis. 
Introducen el límite en el interior del dominio así descrito por Edipo, entre 
los dos polos de Edipo. No cesan de involucionar y evolucionar entre estos 
dos polos. Edipo como último peñasco y la castración como alveolo: última 
territorialidad, aunque sea reducida al diván del analista, antes que los flujos 
descodificados del deseo que huyen, fluyen y nos arrastran, ¿dónde? Esa es la 
neurosis, desplazamiento del límite, para crearse una pequeña tierra colonial 
para sí. Pero otros quieren tierras vírgenes, más realmente exóticas, familias 
más artificiales, sociedades más secretas que dibujan e instituyen a lo largo del 


140 


muro, en los lugares de perversión. Otros, asqueados del carácter de utensilio 
de Edipo, pero también de la pacotilla y del estetismo perverso, alcanzan el 
muro y saltan sobre él, a veces con una gran violencia. Entonces se inmovili¬ 
zan, se callan, se repliegan sobre el cuerpo sin órganos, todavía territorialidad, 
pero esta vez por completo desértica, en la que toda la producción deseante 
se detiene o, paralizada, finge detenerse: psicosis. Estos cuerpos catatónicos 
caen en el río como plomos, inmensos hipopótamos fijos que no volverán a 
la superficie. Con todas sus fuerzas se han confiado a la represión originaria, 
para escapar al sistema represión general-represión que fabrica los neuróticos. 
Pero una represión más desnuda se abate sobre ellos, que los identifica al es- 
quizo de hospital, el gran autista, entidad clínica que carece de Edipo. ¿Por 
qué la misma palabra, esquizo, para designar a la vez el proceso en tanto que 
franquea el límite y el resultado del proceso en tanto que choca con el límite 
y se da de golpes para siempre con él? ¿Para designar a la vez la abertura even¬ 
tual y el hundimiento posible, y todas las transiciones, las intrincaciones de 
uno a otro? De las tres aventuras precedentes, la de la psicosis es la que guarda 
una relación más estricta con el proceso: en el sentido en que Jaspers muestra 
que lo «demoníaco», normalmente reprimido ( réprimé) - reprimido (refoulé), 
irrumpe a favor de tal estado o suscita estados tales que sin cesar corren el ries¬ 
go de hacerle caer en el hundimiento y la disgregación. Ya no sabemos si es al 
proceso al que hay que llamar realmente locura, no siendo la enfermedad más 
que su disfraz o caricatura, o si la enfermedad es la única locura cuyo proceso 
debería curarnos. Pero en cualquier caso, la intimidad de la relación aparece 
directamente en razón inversa: el esquizo-entidad surge tanto más como un 
producto específico en cuanto que el proceso de producción se encuentra des¬ 
viado de su curso, brutalmente interrumpido. Por esta razón, no podíamos 
establecer ninguna relación directa entre neurosis y psicosis. Las relaciones 
entre neurosis, psicosis, y también perversión, dependen de la situación de 
cada una con respecto al proceso y de la manera como cada una representa un 
modo de interrupción, una tierra residual a la que uno todavía se agarra para 
no ser transportado por los flujos desterritorializados del deseo. Territorialidad 
neurótica de Edipo, territorialidades perversas del artificio, territorialidad psi- 
cótica del cuerpo sin órganos: ora el proceso es cogido en la trampa y gira 
en el triángulo, ora se toma a sí mismo por fin, ora se persigue en el vacío y 
sustituye su realización por una horrible exasperación. Cada una de estas for¬ 
mas tiene como fondo a la esquizofrenia, la esquizofrenia como proceso es lo 
único universal. La esquizofrenia es a la vez el muro, la abertura del muro y los 
fracasos de esta abertura: «Cómo debemos atravesar ese muro, pues no sirve 


141 


para nada golpearlo fuerte, debemos minar ese muro y atravesarlo con la lima, 
lentamente y con paciencia, a mi entender» 60 . Y lo que se ventila no es tan sólo 
el arte o la literatura. Pues, o bien la máquina artística, la máquina analítica y 
la máquina revolucionaria permanecerán en las relaciones extrínsecas que las 
hacen funcionar en el marco amortiguado del sistema represión general-repre¬ 
sión, o bien se convertirán en piezas y engranajes unas de otras en el flujo que 
alimenta una sola y misma máquina deseante, fuegos locales pacientemente 
encendidos por una explosión generalizada —la esquizia y no el significante. 


60. Van Gogh, carta del 8 de setiembre de 1888. 


142 


CAPITULO 3 

SALVAJES, BARBAROS, CIVILIZADOS 



Si lo universal es, al fin y al cabo, cuerpo sin órganos y producción de¬ 
seante, en las condiciones determinadas por el capitalismo aparentemente 
vencedor, ¿cómo encontrar suficiente inocencia para hacer historia universal? 
La producción deseante ya está en el principio: hay producción deseante desde 
el momento que hay producción y reproducción sociales. Sin embargo, las 
máquinas sociales precapitalistas son inherentes al deseo en un sentido muy 
preciso: lo codifican, codifican los flujos del deseo. Codificar el deseo —y el 
miedo, la angustia de los flujos descodificados— es el quehacer del socius. El 
capitalismo es la única máquina social, como veremos, que se ha construido 
como tal sobre flujos descodificados, sustituyendo los códigos intrínsecos por 
una axiomática de las cantidades abstractas en forma de moneda. Por tanto, el 
capitalismo libera los flujos de deseo, pero en condiciones sociales que definen 
su límite y la posibilidad de su propia disolución, de tal modo que no cesa de 
oponerse con todas sus fuerzas exasperadas al movimiento que le empuja hacia 
ese límite. En el límite del capitalismo, el socius desterritorializado da paso al 
cuerpo sin órganos, los flujos descodificados se echan en la producción dese¬ 
ante. Luego, es correcto comprender retrospectivamente toda la historia a la 
luz del capitalismo, con la condición de seguir exactamente las reglas formu¬ 
ladas por Marx: en primer lugar, la historia universal es la de las contingencias 
y no de la necesidad; cortes y límites, pero no la continuidad. Pues han sido 
necesarias grandes casualidades, sorprendentes encuentros, que hubieran po¬ 
dido producirse en otro lugar, antes, o hubieran podido no producirse nunca, 
para que los flujos escaparan a la codificación y, escapando a ella, no dejasen de 
constituir una nueva máquina determinable como socius capitalista: así, por 


145 


ejemplo, el encuentro entre la propiedad privada y la producción mercantil 
que, sin embargo, se presentan como dos formas muy diferentes de descodifi¬ 
cación, por privatización y por abstracción. O bien, desde el punto de vista de 
la propia propiedad privada, el encuentro entre flujos de riquezas convertibles 
poseídas por capitalistas y un flujo de trabajadores poseedores tan sólo de su 
fuerza de trabajo (allí también, dos formas muy distintas de desterritoriali- 
zación). En cierta manera, el capitalismo ha frecuentado todas las formas de 
sociedad, pero las frecuenta como su pesadilla terrorífica, el miedo pánico que 
sienten ante un flujo que esquiva sus códigos. Por otra parte, si el capitalismo 
determina las condiciones y la posibilidad de una historia universal, sólo es 
cierto en la medida que tiene que ver esencialmente con su propio límite, su 
propia destrucción: como dice Marx, en la medida que es capaz de criticarse 
a sí mismo (al menos hasta un cierto punto: el punto donde el límite aparece, 
incluso en el movimiento que se opone a la tendencia...) 1 . En una palabra, la 
historia universal no es tan sólo retrospectiva, es contingente, singular, irónica 
y crítica. 

La unidad primitiva, salvaje, del deseo y la producción es la tierra. Pues 
la tierra no es tan sólo el objeto múltiple y dividido del trabajo, también es la 
entidad única e indivisible, el cuerpo lleno que se vuelca sobre las fuerzas pro¬ 
ductivas y se las apropia como presupuesto natural o divino. El suelo puede 
ser el elemento productivo y el resultado de la apropiación, la Tierra es la gran 
estasis inengendrada, el elemento superior a la producción que condiciona la 
apropiación y la utilización comunes del suelo. Es la superficie sobre la que se 
inscribe todo el proceso de la producción, se registran los objetos, los medios 
y las fuerzas de trabajo, se distribuyen los agentes y los productos. Aparece 
aquí como cuasi-causa de la producción y como objeto del deseo (sobre ella 
se anuda el lazo del deseo y de su propia represión). La máquina territorial es, 
por tanto, la primera forma de socius, la máquina de inscripción primitiva, 
«megamáquina» que cubre un campo social. No se confunde con las máquinas 
técnicas. Bajo sus formas más simples llamadas manuales, la máquina técnica 

1. Marx, Introduction général a la critique de l’économie politique, 1857, Pléiade I, págs. 
260-261 (trad. cast. Ed. Comunicación). Maurice Godelier comenta: «La línea de desarrollo 
occidental, lejos de ser universal porque se halla en todo lugar, aparece como universal porque 
no la encontramos en ningún lugar... Es típica, pues, porque en su desarrollo singular ha ob¬ 
tenido un resultado universal. Ela proporcionado la base práctica (la economía industrial) y la 
concepción teórica (el socialismo) para salir ella misma y hacer salir a todas las sociedades de las 
formas más antiguas o más recientes de explotación del hombre por el hombre... La verdadera 
universalidad de la línea de desarrollo occidental está, por tanto, en su singularidad y no fuera 
de ella, en la diferencia y no en su semejanza con las otras líneas de evolución» (Sur le mode de 
production asiatique, Ed. Sociales, 1969, págs. 92-96) (trad. cast. Ed. Martínez Roca, 1977). 


146 


ya implica un elemento no humano, actuante, transmisor o incluso motor, 
que prolonga la fuerza del hombre y permite que posea una cierta liberación. 
La máquina social, por el contrario, tiene como piezas a los hombres, incluso 
si se los considera con sus máquinas, y los integra, los interioriza en un modelo 
institucional a todos los niveles de la acción, de la transmisión y de la motrici- 
dad. También forma una memoria sin la cual no habría sinergia del hombre y 
de sus máquinas (técnicas). Estas, en efecto, no contienen las condiciones de 
reproducción de su proceso; remiten a máquinas sociales que las condicionan 
y las organizan, pero que también limitan o inhiben su desarrollo. Será preciso 
esperar al capitalismo para encontrar un régimen de producción técnico semi- 
autónomo, que tienda a apropiarse memoria y reproducción y modifique con 
ello las formas de explotación del hombre; pero este régimen supone, precisa¬ 
mente, un desmantelamiento de las grandes máquinas sociales precedentes. 
Una misma máquina puede ser técnica y social, pero no bajo el mismo as¬ 
pecto: por ejemplo, el reloj como máquina técnica para medir el tiempo uni¬ 
forme y como máquina social para reproducir las horas canónicas y asegurar el 
orden de la ciudad. Cuando Lewis Mumford crea la palabra «megamáquina» 
para designar la máquina social como entidad colectiva, tiene literalmente 
toda la razón (aunque reserve su aplicación a la institución despótica bárbara): 
«Si, más o menos de acuerdo con la definición clásica de Reuleaux, podemos 
considerar una máquina como la combinación de elementos sólidos que po¬ 
seen cada uno su función especializada y funcionan bajo control humano para 
transmitir un movimiento y ejecutar un trabajo, entonces la máquina humana 
sería una verdadera máquina» 2 . La máquina social es literalmente una máqui¬ 
na, independientemente de toda metáfora, en tanto que presenta un motor 
inmóvil y procede a diversas clases de cortes: extracción de flujo, separación 
de la cadena, repartición de partes. Codificar los flujos implica todas estas 
operaciones. Esta es la tarea más importante de la máquina social, por ello 
las extracciones de producción corresponden a separaciones de cadena, re¬ 
sultando la parte residual de cada miembro, en un sistema global del deseo y 
del destino que organiza las producciones de producción, las producciones de 
registro y las producciones de consumo. Flujo de mujeres y de niños, flujo de 
rebaños y de granos, flujo de esperma, de mierda y de monstruos, nada debe 
escapar. La máquina territorial primitiva, con su motor inmóvil, la tierra, ya 
es máquina social o megamáquina, que codifica los flujos de producción, me¬ 
dios de producción, productores y consumidores: el cuerpo lleno de la diosa 

2. Lewis Mumford, «La Premiére mégamachine», Diogéne, juillet 1966. 


147 


Tierra reúne sobre sí las especies cultivables, los instrumentos de labranza y los 
órganos humanos. 

Meyer Fortes hace, de paso, una observación feliz y plena de sentido: «El 
problema no es el de la circulación de las mujeres... Una mujer circula por sí 
misma. Uno no dispone de ella, pero los derechos jurídicos sobre la progenie 
son fijados en provecho de una persona determinada» 3 . No tenemos razón 
cuando aceptamos el postulado subyacente a las concepciones sobre la socie¬ 
dad basadas en el intercambio; la sociedad no es, en primer lugar, un medio 
de intercambio en el que lo esencial radicaría en circular o en hacer circular; 
la sociedad es un socius de inscripción donde lo esencial radica en marcar o 
ser marcado. Sólo hay circulación si la inscripción lo exige o lo permite. El 
procedimiento de la máquina social primitiva, en este sentido, es la catexis 
colectiva de los órganos; pues la codificación de los flujos sólo se realiza en la 
medida en que los propios órganos capaces respectivamente de producirlos y 
de cortarlos se encuentran cercados, instituidos a título de objetos parciales, 
distribuidos y enganchados al socius. Tal institución de órganos es una más¬ 
cara. Sociedades de iniciación componen los pedazos de un cuerpo, a la vez 
órganos de los sentidos, piezas anatómicas y coyunturas. Algunas prohibicio¬ 
nes (no ver, no hablar) son aplicadas a los que, en tal estado u ocasión, no po¬ 
seen el goce de un órgano cargado colectivamente. Las mitologías cantan los 
órganos-objetos parciales y su relación con un cuerpo lleno que los rechaza o 
los atrae: vaginas clavadas sobre el cuerpo de las mujeres, pene inmenso com¬ 
partido por los hombres, ano independiente que se atribuye a un cuerpo sin 
ano. Un cuento gourmantché empieza del siguiente modo: «Cuando murió la 
boca, se consultaron a las otras partes del cuerpo para saber quién se encargaría 
del entierro...» Las unidades nunca se encuentran en las personas, en el sentido 
propio o «privado», sino en series que determinan las conexiones, disyunciones 
y conjunciones de órganos. Por eso, los fantasmas son fantasmas de grupo. Es 
la catexis colectiva de órganos la que conecta el deseo con el socius y reúne en 
un todo sobre la tierra la producción social y la producción deseante. 

Nuestras sociedades modernas, por el contrario, han procedido a una 
vasta privatización de los órganos, que corresponde a la descodificación de 
los flujos que se han vuelto abstractos. El primer órgano que fue privatizado, 
colocado fuera del campo social, fue el ano. Y además sirvió de modelo a la 
privatización, al mismo tiempo que el dinero expresaba el nuevo estado de 
abstracción de los flujos. De ahí la verdad relativa de las observaciones psico- 


3. . Meyer Fortes, in Recherches voltdiques, 1967, págs. 135-137. 


148 


analíticas sobre el carácter anal de la economía monetaria. El orden «lógico» 
es el siguiente: sustitución de los flujos codificados por la cantidad abstracta; 
retiro de catexis colectiva de los órganos de que se trata, sobre el modelo del 
ano; constitución de las personas privadas como centros individuales de ór¬ 
ganos y funciones derivadas de la cantidad abstracta. Incluso debemos decir 
que si el falo tomó en nuestras sociedades la posición de un objeto separado 
que distribuye la carencia en las personas de los dos sexos y organiza el trián¬ 
gulo edípico, es debido al ano que lo separa de ese modo, pues él es quien 
toma y sublima el pene en una especie de Aufhebung que constituye el falo. 
La sublimación está profundamente ligada a la analidad, pero no en el sen¬ 
tido en que ésta proporcionaría una materia para sublimar, a falta de otro uso 
mejor. La analidad no representa lo más bajo que hay que convertir en más 
alto. Es el propio ano el que pasa a lo alto, en las condiciones que tendremos 
que analizar y que no presuponen la sublimación, puesto que la sublimación, 
por el contrario, se desprende de ellas. Lo anal no se ofrece a la sublimación, 
sino que la sublimación por entero es anal; así, la crítica más simple de la 
sublimación radica en que ésta no nos saca fuera de la mierda (sólo el espíritu 
es capaz de cagar). La analidad es mayor si el ano sufre retiro de catexis. La 
esencia del deseo es la libido; pero cuando la libido se convierte en cantidad 
abstracta, el ano elevado y con retiro de catexis produce las personas globales 
y los yo específicos que sirven de unidades de medida a esta misma cantidad. 
Artaud dice: este «culo de rata muerta colgado del techo del cielo», del que 
surge el triángulo papá-mamá-yo, «el uterino madre-padre de un anal furioso» 
cuyo hijo no es más que un ángulo, esta «especie de revestimiento pendiente 
eternamente de un algo que es el yo». Todo elEdipo es anal e implica una sobre - 
catexis individual de órgano para compensar el retiro de catexis colectivo. Por 
ello, los comentadores más favorables a la universalidad de Edipo reconocen, 
sin embargo, que en las sociedades primitivas no encontramos ninguno de los 
mecanismos, ninguna de las actitudes, que lo efectúan en nuestra sociedad. 
Nada de super-yo, nada de culpabilidad. Nada de identificación de un yo 
específico con personas globales —sino identificaciones siempre parciales y de 
grupo, según la serie compacta aglutinada de los antepasados, según la serie 
fragmentada de los camaradas o de los primos. Nada de analidad —aunque 
haya, o más bien porque hay ano catexizado colectivamente. Entonces, ¿quién 
queda por hacer el Edipo? 4 ¿La estructura, es decir, una virtualidad no efectua- 

4. Paul Parin y col., Les Blancspensent trop, 1963, tr. fr. Payot: «Las relaciones preob- 
jetales con las madres pasan y se reparten en las relaciones identificatorias con el grupo de ca¬ 
maradas de la misma edad. El conflicto con los padres se halla neutralizado en las relaciones de 
identificación con el grupo de los hermanos mayores...» (págs. 428-436). Análisis y resultados 


149 


da? ¿Debemos creer que Edipo universal frecuenta todas las sociedades, pero 
del mismo modo como las frecuenta el capitalismo, es decir, como la pesadilla 
o el presentimiento angustiado de lo que serían la descodificación de flujos y 
el retiro de catexis colectivo de órganos, el devenir-abstracto de los flujos de 
deseo y el devenir-privado de los órganos? 

La máquina territorial primitiva codifica los flujos, catexiza los órganos, 
marca los cuerpos. ¿Hasta qué punto circular, cambiar, es una actividad se¬ 
cundaria con respecto a esta tarea que resume todas las otras: marcar los cuer¬ 
pos, que son de la tierra? La esencia del socius registrador, inscriptor, en tanto 
que se atribuye las fuerzas productivas y distribuye los agentes de produc¬ 
ción, reside en esto: tatuar, sajar, sacar cortando, cortar, escarificar, mutilar, 
contornear, iniciar. Nietzsche definía «la moralidad de las costumbres, o el 
verdadero trabajo del hombre sobre sí mismo durante el mayor período de 
la especie humana, todo su trabajo prehistórico»: un sistema de evaluaciones 
que poseen verdadera fuerza en lo relativo a los diversos miembros o partes del 
cuerpo. No sólo el criminal está privado de órganos según un orden de catexis 
colectivas, no sólo el que debe ser comido lo está según reglas sociales tan 
precisas como las que cortan y reparten un buey; sino que el hombre que goza 
plenamente de sus derechos y de sus deberes tiene todo el cuerpo marcado 
bajo un régimen que relaciona sus órganos y su ejercicio con la colectividad 
(la privatización de los órganos comenzará con «la vergüenza que el hombre 
siente ante la vista del hombre»). Pues es un acto de fundación, mediante el 
cual el hombre deja de ser un organismo biológico y se convierte en un cuerpo 
lleno, una tierra, sobre la que sus órganos se enganchan, atraídos, rechazados, 
milagroseados, según las exigencias de un socius. Que los órganos estén talla¬ 
dos en el socius y que los flujos corran sobre él. Nietzsche dice: se trata de dar 
al hombre una memoria; y el hombre, que se ha constituido por una facultad 
activa de olvido, por una represión de la memoria biológica, debe hacerse otra 
memoria, que sea colectiva, una memoria de las palabras y no de las cosas, 
una memoria de los signos y no de los efectos. Sistema de la crueldad, terrible 
alfabeto, esta organización que traza signos en el mismo cuerpo: «Tal vez no 
haya nada más terrible y más inquietante en la prehistoria del hombre que 
su mnemotecnia... Esta nunca ocurría sin suplicios, sin mártires y sacrificios 
sangrientos cuando el hombre juzgaba necesario crearse una memoria; los más 
temibles holocaustos y los compromisos más horribles, las mutilaciones más 

semejantes pueden hallarse en M. C. y E. Ortigues, OEdipe africain, Pión, 1966 (págs. 302- 
305). Pero estos autores se entregan a una extraña gimnasia para mantener la existencia de un 
problema o de un complejo de Edipo, a pesar de todas las razones que muestran lo contrario, y 
aunque ese complejo no sea, como dicen, «accesible a la clínica». 


150 



repugnantes, los rituales más crueles de todos los cultos religiosos... ¡Nos dare¬ 
mos cuenta de las dificultades que se dan sobre la tierra para criar un pueblo de 
pensadores!» 5 . La crueldad no tiene nada que ver con una violencia natural o 
de cualquier tipo que se encargaría de explicar la historia del hombre. La cru¬ 
eldad es el movimiento de la cultura que se opera en los cuerpos y se inscribe 
sobre ellos, labrándolos. Esto es lo que significa crueldad. Esta cultura no es 
el movimiento de la ideología: por el contrario, introduce a la fuerza la pro¬ 
ducción en el deseo y, a la inversa, inserta a la fuerza el deseo en la producción 
y la reproducción sociales. Pues incluso la muerte, el castigo, los suplicios son 
deseados, y son producciones (cf. la historia del fatalismo). A los hombres o 
a sus órganos, los convierte en las piezas y engranajes de la máquina social. El 
signo es posición de deseo; pero los primeros signos son los signos territoriales 
que clavan sus banderas en los cuerpos. Y si queremos llamar «escritura» a esta 
inscripción en plena carne, entonces es preciso decir, en efecto, que el habla 
supone la escritura, y que es este sistema cruel de signos inscritos lo que hace 
al hombre capaz de lenguaje y le proporciona una memoria de las palabras. 


* * 


* 


La noción de territorialidad sólo en apariencia es ambigua. Pues si en¬ 
tendemos por ello un principio de residencia o de repartición geográfica, es 
evidente que la máquina social primitiva no es territorial. Sólo lo será el apara¬ 
to de Estado que, según la formulación de Engels, «no subdivide el pueblo, 
sino el territorio» y sustituye una organización gentilicia por una organización 
geográfica. No obstante, allí mismo donde el parentesco parece tener prel- 
ación sobre la tierra no es difícil mostrar la importancia de los vínculos locales. 
Ocurre que la máquina primitiva subdivide el pueblo, pero lo hace sobre una 
tierra indivisible en la que se inscriben las relaciones conectivas, disyuntivas y 
conjuntivas de cada segmento con los otros (así, por ejemplo, la coexistencia 
o la complementariedad del jefe de segmento y del guardián de la tierra). Cu¬ 
ando la división llega a la propia tierra, en virtud de una organización admin¬ 
istrativa, territorial y residencial, no podemos ver en ello una promoción de la 
territorialidad, sino, todo lo contrario, el efecto del primer gran movimiento 
de desterritorialización sobre las comunidades primitivas. La unidad inma¬ 
nente de la tierra como motor inmóvil da lugar a una unidad trascendente de 
una naturaleza por completo distinta, unidad de Estado; el cuerpo lleno ya no 

5. Nietzsche, La Genealogía de la moral, II, 2-7 (tr. cast. Ed. Alianza, 1981). 


151 


es el de la tierra, sino el del Déspota, el Inengendrado, que ahora se encarga 
tanto de la fertilidad del suelo como de la lluvia del cielo, y de la apropi¬ 
ación general de las fuerzas productivas. El socius primitivo salvaje era, pues, 
la única máquina territorial en sentido estricto. Y el funcionamiento de una 
máquina tal consiste en esto: declinar alianza y filiación, declinar los linajes 
sobre el cuerpo de la tierra, antes de que haya un Estado. 

Si la máquina es de declinación se debe a que es imposible deducir simple¬ 
mente la alianza de la filiación, las alianzas de las líneas filiativas. Nos equivo¬ 
caríamos si prestásemos a la alianza sólo un poder de individualización sobre 
las personas de un linaje; más bien produce una discernibilidad generalizada. 
Leach cita casos de regímenes matrimoniales muy diversos sin que podamos 
inferir de ello una diferencia en la filiación de los grupos correspondientes. 
En muchos análisis, «el acento se coloca sobre los lazos internos al grupo soli¬ 
dario unilineal o sobre los lazos existentes entre diferentes grupos que poseen 
una filiación común. Los lazos estructurales que provienen del matrimonio 
entre miembros de grupos diferentes han sido, en su mayor parte, ignorados, 
o incluso asimilados al concepto universal de filiación. Así Fortes, aunque 
reconociendo en los lazos de alianza una importancia comparable a la de los 
lazos de filiación, disfraza los primeros bajo la expresión de descendencia com¬ 
plementaria. Este concepto, que recuerda la distinción romana entre agnación 
y cognación, implica esencialmente que todo individuo está vinculado a los 
parientes de su padre y de su madre en tanto que descendiente de uno y otro, 
y no por el hecho de que están casados... (Sin embargo) los lazos perpendicu¬ 
lares que unen lateralmente los diferentes patrilinajes no son concebidos por 
los propios indígenas como lazos de filiación. La continuidad en el tiempo de 
la estructura vertical se expresa adecuadamente por la transmisión agnaticia 
de un nombre del patrilinaje. Pero la continuidad de la estructura lateral no se 
expresa de esa misma forma. Más bien es mantenida por una cadena de rela¬ 
ciones económicas entre deudores y acreedores... La existencia de estas deudas 
pendientes manifiesta la continuidad de la relación de alianza» 6 . La filiación es 
administrativa y jerárquica, pero la alianza es política y económica y expresa 
el poder en tanto que no se confunde con la jerarquía ni se deduce de ella, y 
la economía en tanto que no se confunde con la administración. Filiación y 
alianza son como las dos formas de un capital primitivo, capital fijo o stock 
filiativo, capital circulante o bloques móviles de deudas. Les corresponden dos 


6. E. R. Leach, Critique de l’anthropologie, 1966, tr. fr. P.U.F., págs. 206-207 (tr. cast.Ed. 
Seix Barral, 1971). 


152 


memorias, una biofiliativa, otra, de alianza y de palabras. Si la producción es 
registrada en la red de las disyunciones filiativas sobre el socius, todavía es pre¬ 
ciso que las conexiones del trabajo se separen del proceso productivo y pasen a 
este elemento de registro que se las apropia como cuasi-causa. Pero no puede 
hacerlo más que volviendo a tomar por su cuenta el régimen conectivo, bajo 
la forma de un lazo de alianza o de una conjugación de personas compatible 
con las disyunciones de filiación. Es en este sentido que la economía pasa por 
la alianza. En la producción de hijos, el hijo está inscrito con relación a las 
líneas disyuntivas de su padre o de su madre, pero, inversamente, éstas no lo 
inscriben más que a través de una conexión representada por el matrimonio 
del padre y la madre. Por tanto, no existe ningún momento en el que la alianza 
derivaría de la filiación. Ambas componen un ciclo esencialmente abierto en el 
que el socius actúa sobre la producción, pero en el que también la producción 
reacciona sobre el socius. 

Los marxistas tienen razón al recordar que si el parentesco es dominante 
en la sociedad primitiva, está determinado a serlo por factores económicos y 
políticos. Y si la filiación expresa lo que es dominante aunque estando deter¬ 
minado, la alianza expresa lo que es determinante, o más bien el retorno del 
determinante en el sistema determinado de dominancia. Por ello es esencial 
considerar cómo se componen concretamente las alianzas con las filiaciones 
sobre una superficie territorial dada. Leach ha separado, precisamente, la in¬ 
stancia de las líneas locales, en tanto que se distinguen de las líneas de fil¬ 
iación y operan al nivel de pequeños segmentos: son esos grupos de hombres 
que residen en un mismo lugar, o en lugares vecinos, quienes maquinan los 
matrimonios y forman la realidad concreta, mucho más que los sistemas de 
filiación y las clases matrimoniales abstractas. Un sistema de parentesco no 
es una estructura, sino una práctica, una praxis, un procedimiento e incluso 
una estrategia. Louis Berthe, al analizar una relación de alianza y jerarquía, 
muestra cómo una aldea interviene como tercero para permitir conexiones 
matrimoniales entre elementos que la disyunción de dos mitades prohibiría 
desde el estricto punto de vista de la estructura: «el tercer término debe inter¬ 
pretarse más bien como un procedimiento que como un verdadero elemento 
estructural» 7 . Cada vez que interpretamos las relaciones de parentesco en la 
comunidad primitiva en función de una estructura que se desplegaría en la 


7. Louis Berthe, «Ainés et cadets, l’alliance et la hiérachie chez les Baduj», L’Homme , juil- 
let 1965. Cf. la formulación de Luc de Heusch, en «Lévi-Strauss», L’Arc núm. 26: «Un systéme 
de párente est aussi et d’abord une praxis» (pág. 11). 


153 


mente, caemos en una ideología de los grandes segmentos que hace depender 
la alianza de las filiaciones mayores, pero que se encuentra desmentida por la 
práctica. «Hay que preguntarse si, en los sistemas de alianza asimétrica, ex¬ 
iste una tendencia fundamental al intercambio generalizado, es decir, al cierre 
del ciclo. No he podido encontrar nada parecido entre los Mru... Cada cual 
se comporta como si ignorase la compensación que resultará del cierre del 
ciclo, acentúa la relación de asimetría, insistiendo sobre el comportamiento 
acreedor-deudor» 8 . Un sistema de parentesco no aparece cerrado más que en 
la medida en que se le separa de las referencias económicas y políticas que lo 
mantienen abierto y que convierten a la alianza en algo más que un arreglo de 
clases matrimoniales y de líneas filiativas. 

En ello va toda la empresa de codificación de los flujos. ¿Cómo asegurar 
la adaptación recíproca, el abrazo respectivo de una cadena significante y del 
flujo de producción? El gran cazador nómada sigue los flujos, los agota al mo¬ 
mento y se desplaza con ellos. Reproduce de forma acelerada toda su filiación, 
la contra en un punto que lo mantiene en una relación directa con el antepas¬ 
ado o con el dios. Pierre Clastres describe al cazador solitario que forma una 
unidad con su fuerza y su destino y lanza su canto en un lenguaje cada vez más 
rápido y deformado: Yo, yo, yo, «yo soy una naturaleza poderosa, una natu¬ 
raleza irritada y agresiva» 9 . Estas son las dos características del cazador, el gran 
paranoico de la selva o del bosque: desplazamiento real con los flujos, filiación 
directa con el dios. Ocurre que en el espacio nómada el cuerpo lleno del socius 
es algo así como adyacente a la producción, todavía no se ha volcado sobre 
ella. El espacio del campamento permanece adyacente al del bosque, es con¬ 
stantemente reproducido en el proceso de producción, pero todavía no se ha 
apropiado de ese proceso. El movimiento objetivo aparente de la inscripción 
no ha suprimido el movimiento real del nomadismo. Sin embargo, no existe 
el nómada puro, siempre existe un campamento en el que hay que acumular, 
por poco que sea, inscribir y repartir, casarse y alimentarse (Clastres muestra 
cómo entre los Guayaki a la conexión entre cazadores y animales vivos sucede 
en el campamento una disyunción entre los animales muertos y los cazadores, 
disyunción semejante a una prohibición del incesto, puesto que el cazador no 
puede consumir sus propias presas). En una palabra, como veremos en otras 


8. L. G. Lóffler, «L’Alliance asymétrique chez les Mru», L’Homme, juillet 1966, págs. 
78-79. Leach, en Critique de l’anthropologie, analiza la diferencia entre la ideología y la práctica 
a propósito del matrimonio kachin (págs. 140-141); realiza una crítica muy radical de las con¬ 
cepciones del parentesco como sistema cerrado (páginas 153-154). 

9. Pierre Clastres, «L’Arc et le panier», L’Homme, abril 1966, pág. 20. 


154 


ocasiones, siempre hay un perverso que sucede al paranoico, o lo acompaña 
—a veces el mismo hombre en dos situaciones: el paranoico de selva y el per¬ 
verso de aldea. Pues desde el momento en que el socius se fija y se vuelca sobre 
las fuerzas productivas, se las atribuye, el problema de la codificación ya no 
puede resolverse por la simultaneidad de un desplazamiento desde el punto de 
vista de los flujos y de una reproducción acelerada desde el punto de vista de 
la cadena. Es preciso que los flujos sean objeto de extracciones que constituyen 
un mínimo de stock y que la cadena significante sea objeto de separaciones que 
constituyen un mínimo de mediaciones. Un flujo está codificado en tanto que 
separaciones de cadena y extracciones de flujo se efectúan en correspondencia, 
se abrazan y se desposan. Ya la actividad altamente perversa de los grupos 
locales maquina los matrimonios sobre la territorialidad primitiva: una per¬ 
versidad normal o no patológica, como decía Henry Ey para otros casos en 
los que se manifiesta «un trabajo psíquico de selección, de refinamiento y de 
cálculo». Y así se da desde el principio, puesto que no hay nómada puro que 
pueda contentarse con cabalgar los flujos y cantar la filiación directa: siempre 
un socius espera para volcarse, extrayendo y separando. 

Las extracciones de flujo constituyen un stock filiativo en la cadena sig¬ 
nificante; pero inversamente, las separaciones de cadena constituyen deudas 
móviles de alianza que orientan y dirigen los flujos. Sobre la cobertura como 
stock familiar se hacen circular las piedras de alianza o cauris. Hay como un 
ciclo vasto de los flujos de producción y de las cadenas de inscripción, y un 
círculo más restringido entre los stocks de filiación que encadenan o empotran 
los flujos y los bloques de alianza que hacen fluir las cadenas. La descenden¬ 
cia es a la vez flujo de producción y cadena de inscripción, stock de filiación 
y fluxión de alianza. Todo ocurre como si el stock constituyese una energía 
superficial de inscripción o de registro, la energía potencial del movimiento 
aparente; pero la deuda es la dirección actual de este movimiento, energía 
cinética determinada por el camino respectivo de las donaciones y contra¬ 
donaciones sobre esta superficie. En el Kula, la circulación de los collares y 
de los brazaletes se detiene en ciertos lugares, en ciertas ocasiones, para volver 
a formar un stock. No existen conexiones productivas sin disyunciones de 
filiación que se las apropien, pero no hay disyunciones de filiación que no 
reconstituyan conexiones laterales a través de las alianzas y las conjugaciones 
de personas. No sólo los flujos y las cadenas, sino los stocks fijos y los bloques 
móviles, en tanto que implican a su vez relaciones entre cadenas y flujos en 
ambos sentidos, están en un estado de relatividad perpetua: sus elementos 
varían, mujeres, bienes de consumo, objetos rituales, derechos, prestigios y 


155 


estatutos. Si postulamos que debe de haber en algún lugar una especie de 
equilibrio de los pagos, nos vemos obligados a ver en el evidente desequilibrio 
de las relaciones una consecuencia patológica, que se explica diciendo que 
el sistema supuesto cerrado se extiende en una dirección y se abre a medida 
que las prestaciones son más amplias y más complejas. Pero tal concepción 
está en contradicción con la «economía fría» primitiva, sin inversión neta, sin 
moneda ni mercado, sin relación mercantil de intercambio. El resorte de una 
economía de este tipo consiste, por el contrario, en una verdadera plusvalía 
de código : cada separación de cadena produce, de un lado u otro en los flujos 
de producción, fenómenos de exceso y de defecto, de carencia y de acumula¬ 
ción, que se encuentran compensados por elementos no intercambiables de 
tipo prestigio adquirido o consumo distribuido («El jefe convierte los valores 
perecederos en un prestigio imperecedero por medio de festividades espec¬ 
taculares; de esa manera los consumidores de los bienes son al fin y al cabo los 
productores del principio») 10 . La plusvalía de código es la forma primitiva de 
la plusvalía en tanto que responde a la célebre fórmula de Mauss: el espíritu 
de la cosa dada, o la fuerza de las cosas que hace que las donaciones deban ser 
devueltas de manera usuraria, siendo signos territoriales de deseo y de poder, 
principios de abundancia y de fructificación de los bienes. En vez de ser una 
consecuencia patológica, el desequilibrio es funcional y principal. En vez de 
ser la extensión de un sistema en primer lugar cerrado, la obertura es primera, 
basada en la heterogeneidad de los elementos que componen las prestaciones 
y compensan el desequilibrio desplazándolo. En una palabra, las separaciones 
de cadena significante según las relaciones de alianza engendran plusvalías de 
código al nivel de los flujos, de donde se desprenden diferencias de estatuto 
para las líneas filiativas (por ejemplo, el rango superior o inferior de los dona¬ 
dores o tomadores de mujeres). La plusvalía de código efectúa las diversas 


10. E. R. Leach, Critique de l’anthropologie, pág. 153 (y la crítica que Leach realiza a Lévi- 
Strauss: «Lévi-Strauss sostiene con razón que las implicaciones estructurales de un matrimonio 
no pueden ser comprendidas más que si es considerado como uno de los elementos en una serie 
global de transacciones entre grupos de parentesco. Hasta aquí todo va bien. Pero en ninguno 
de los ejemplos que proporciona su libro lleva este principio suficientemente lejos... En el 
fondo, no se interesa verdaderamente por la naturaleza o significación de las contraprestaciones 
que sirven de equivalente para las mujeres en los sistemas que trata... No podemos predecir a 
partir de los primeros principios cómo se alcanzará el equilibrio, pues no podemos saber cómo 
las diferentes categorías de prestaciones serán evaluadas en una sociedad particular... Es esencial 
distinguir los bienes consumibles de los que no lo son; también es muy importante darse cuenta 
de que elementos por completo intangibles, tales como el derecho y el prestigio, entran en el 
inventario total de las cosas intercambiadas», págs. 154, 169, 171). 


156 


operaciones de la máquina territorial primitiva: separar segmentos de cadena, 
organizar las extracciones de flujo, repartir las partes que vuelven a cada uno. 

La idea de que las sociedades primitivas no tienen historia y están domi¬ 
nadas por algunos arquetipos y su repetición es particularmente débil e inade¬ 
cuada. Esta idea no nació entre los etnólogos, sino más bien en los ideólogos 
vinculados a una conciencia trágica judeo-cristiana a la que querían abonar 
la «invención» de la historia. Si llamamos historia a una realidad dinámica 
y abierta de las sociedades, en estado de desequilibrio funcional o de equi¬ 
librio oscilante, inestable y siempre compensado, que implica no sólo con¬ 
flictos institucionalizados, sino conflictos generadores de cambios, rebeliones, 
rupturas y escisiones, entonces las sociedades primitivas están plenamente en 
la historia y muy alejadas de la estabilidad o incluso de la armonía que se les 
quiere prestar en nombre de una primacía de un grupo unánime. La presen¬ 
cia de la historia en toda máquina social aparece en las discordancias en las 
que, como dice Lévi-Strauss, «se descubre la señal, imposible de ignorar, del 
acontecimiento» 11 . En verdad, hay varias maneras de interpretar tales discord¬ 
ancias: idealmente, por la separación entre la institución real y su modelo ideal 
supuesto; moralmente, invocando un lazo estructural entre la ley y la trans¬ 
gresión; físicamente, como si se tratase de un fenómeno de desgaste que hace 
que la máquina social ya no sea apta para tratar sus materiales. Pero, incluso 
ahí, parece que la interpretación adecuada sea ante todo actual y funcional: es 
para funcionar que una máquina social no debe funcionar bien. Precisamente a 
propósito del sistema segmentario, siempre llamado a reconstituirse sobre sus 
propias ruinas, ha podido ser esto demostrado; lo mismo para la organización 
de la función política en estos sistemas, que no se ejerce efectivamente más 
que indicando su propia impotencia 12 . Los etnólogos no cesan de decir que 
las reglas de parentesco no son aplicadas ni aplicables a los matrimonios re¬ 
ales: no porque estas reglas sean ideales, sino al contrario, porque determinan 
puntos críticos en los que el dispositivo se vuelve a poner en marcha con la 
condición de estar bloqueado, y se sitúa necesariamente en una relación nega¬ 
tiva con el grupo. Es ahí que aparece la identidad de la máquina social con la 
máquina deseante: no tiene por límite el desgaste, sino el fallo, no funciona 
más que chirriando, estropeándose, estallando en pequeñas explosiones — los 


11. Lévi-Strauss, Anthropologie structurale, Pión, 1958, págs. 132 (trad. cast. Ed. Eude- 

ba). 

12. Jeanne Favret, «La Segmentarité au Maghreb», L’Homme, avril 1966. Pierre Clastres, 
«Echange et pouvoir», L’Homme, janvier 1962. 


157 


disfuncionamientos forman parte de su propio funcionamiento, y éste no es 
el aspecto menor del sistema de la crueldad. Nunca una discordancia o un 
disfuncionamiento anunciaron la muerte de una máquina social que, por el 
contrario, tiene la costumbre de alimentarse de las contradicciones que le¬ 
vanta, de las crisis que suscita, de las angustias que engendra, y de operaciones 
infernales que la revigorizan: el capitalismo lo ha aprendido y ha dejado de 
dudar de sí mismo, mientras que incluso los socialistas renuncian a creer en 
la posibilidad de su muerte natural por desgaste. Nunca se ha muerto nadie 
de contradicciones. Y cuanto más ello se estropea, más esquizofreniza, mejor 
marcha, a la americana. 

Pero ya es desde este punto de vista, aunque no sea de la misma manera, 
que hay que considerar al socius primitivo, la máquina territorial, para decli¬ 
nar alianzas y filiaciones. Esta máquina es la Segmentaria, porque a través de 
su doble aparato tribal y de linaje suministra segmentos de longitud variable: 
unidades filiativas genealógicas de linajes mayores, menores y mínimos, con 
su jerarquía y sus jefes respectivos, antepasados guardianes de stock y organi¬ 
zadores de matrimonios; unidades territoriales tribales de secciones prima¬ 
rias, secundarias y terciarias, con sus dominancias y sus alianzas. «El punto de 
separación entre las secciones tribales se convierte en el punto de divergencia 
de la estructura ciánica de los linajes asociados a cada una de las secciones; 
los clanes y sus linajes no son grupos coherentes distintos, sino que están 
incorporados en comunidades locales en el interior de las cuales funcionan 
estructuralmente» 13 . Los dos sistemas se cortan, estando cada segmento aso¬ 
ciado a los flujos y a las cadenas, a stocks de flujos y a flujos de paso, a extrac¬ 
ciones de flujo y a separaciones de cadenas (algunos trabajos de producción 
se realizan en el marco del sistema tribal, otros, en el marco del sistema de 
sucesión o de linaje). Entre lo inalienable de filiación y el móvil de alianza se 
dan toda clase de penetraciones que provienen de la variabilidad y de la rela¬ 
tividad de los segmentos. Ocurre que cada segmento no mide su longitud y 
no existe como tal más que por oposición con otros segmentos en una serie de 
escalones ordenados unos con respecto a otros: la máquina segmentaria trama 
competiciones, conflictos y rupturas, a través de las variaciones de filiación y 
las fluctuaciones de alianza. Todo el sistema evoluciona entre dos polos, el de 
la fusión por oposición a otros grupos, el de la escisión por formación con¬ 
stante de nuevos linajes aspirantes a la independencia, con capitalización de 


13. E. E. Evans-Pritchard, «Les Nouer du Soudan méridional», en Systémespoliliquesafric- 
ains, 1962, tr. fr. P.U.F., pág. 248. 


158 


alianzas y filiaciones. De un polo a otro, todos los fallos, todos los fracasos se 
producen en el sistema que no cesa de renacer de sus propias discordancias. 
¿Qué quiere decir Jeanne Fabret cuando muestra, con otros etnólogos, que la 
«persistencia de una organización segmentaria exige paradójicamente que sus 
mecanismos sean suficientemente ineficaces para que el temor sea el motor del 
conjunto»? ¿Y qué temor? Se diría que las formaciones sociales presienten, con 
un presentimiento mortífero y melancólico, lo que les va a ocurrir, aunque lo 
que les ocurra siempre provenga del exterior y se hunda en su abertura. Tal vez 
incluso por esta razón ello les ocurre desde el exterior; las formaciones sociales 
ahogan su potencialidad interior al precio de estos disfuncionamientos que 
desde entonces forman parte integrante del funcionamiento de su sistema. 

La máquina territorial segmentaria conjura la fusión con la escisión e 
impide la concentración de poder al mantener los órganos de jefatura en una 
relación de impotencia con el grupo: como si los propios salvajes presintiesen 
la ascensión del Bárbaro imperial que, sin embargo, llegará de fuera y sobre¬ 
codificará todos sus códigos. Pero el mayor peligro radicaría en una dispersión, 
una escisión tal que todas las posibilidades de código fuesen suprimidas: flujos 
descodificados corriendo sobre un socius ciego y mudo, desterritorializado, 
ésta es la pesadilla que la máquina primitiva conjura con todas sus fuerzas y 
con todas sus articulaciones segmentarias. La máquina primitiva no ignora el 
intercambio, el comercio y la industria, los conjura, los localiza, los cuadric¬ 
ula, los encastra, mantiene al mercader y al herrero en una posición subordi¬ 
nada, para que flujos de intercambio y de producción no vengan a romper los 
códigos en provecho de sus cantidades abstractas o ficticias. ¿Y no es también 
Edipo el miedo al incesto: temor de un flujo descodificador? Si el capitalismo 
es la verdad universal, lo es en el sentido en que es el negativo de todas las for¬ 
maciones sociales: es la cosa, lo innombrable, la descodificación generalizada 
de los flujos que permite comprender a contrario el secreto de todas estas for¬ 
maciones, codificar los flujos, e incluso sobrecodificarlos antes de que algo 
escape a la codificación. Las sociedades primitivas no están fuera de la historia, 
es el capitalismo el que está en el fin de la historia: es el resultado de una larga 
historia de contingencias y accidentes y provoca el advenimiento de este fin. 
No podemos decir que las formaciones anteriores no lo hayan previsto, esta 
Cosa que no ha llegado de fuera más que a fuerza de subir desde dentro, y a 
la que se le impide subir. De donde la posibilidad de una lectura retrospectiva 
de toda la historia en función del capitalismo. Ya podemos buscar el signo de 
las clases en las sociedades precapitalistas. Sin embargo, los etnólogos señalan 
lo difícil que es realizar la partición de estas proto-clases, de las castas organi- 


159 


zadas por la máquina territorial y de los rangos distribuidos por la máquina 
primitiva segmentaria. Los criterios que distinguen clases, castas y rangos no 
deben ser buscados en el lado de lo fijo o de la permeabilidad, del cierre o de 
la abertura relativas; estos criterios se revelan siempre como decepcionantes, 
eminentemente engañosos. Pero los rangos son inseparables de la codificación 
territorial primitiva, como las castas de la sobrecodificación estática imperial; 
mientras que las clases dependen del proceso de una producción industrial y 
mercantil descodificada en las condiciones del capitalismo. Por tanto, podem¬ 
os leer toda la historia bajo el signo de las clases, pero observando las reglas 
indicadas por Marx y en la medida en que las clases son el «negativo» de las 
castas y de los rangos. Pues con certeza el régimen de la descodificación no sig¬ 
nifica ausencia de organización, sino la más sombría organización, la más dura 
contabilidad, la axiomática reemplazando a los códigos y comprendiéndolos 
siempre a contrario. 


* 


* * 


El cuerpo lleno de la tierra posee distinciones. Sufriente y peligroso, úni¬ 
co, universal, se vuelca sobre la producción, sobre los agentes y las conexiones 
de producción. Pero también sobre él todo se engancha y se inscribe, todo es 
atraído, milagreado. Es el elemento de la síntesis disyuntiva y de su reproduc¬ 
ción: fuerza pura de la filiación o genealogía, Numen. El cuerpo lleno es lo 
inengendrado, pero la filiación es el primer carácter de inscripción marcado 
sobre este cuerpo. Y ya sabemos lo que es esta filiación intensiva, esta disyun¬ 
ción inclusiva donde todo se divide, pero en sí mismo, y donde el mismo ser 
está en todo lugar, en todos los lados, en todos los niveles, aproximadamente en 
la diferencia de intensidad. El mismo ser incluso recorre sobre el cuerpo lleno 
distancias indivisibles y pasa por todas las singularidades, todas las intensi¬ 
dades de una síntesis que se desliza y se reproduce. No sirve para nada recordar 
que la filiación genealógica es social y no biológica, es necesariamente bio- 
social, en tanto que se inscribe sobre el huevo cósmico del cuerpo Lleno de la 
tierra. Tiene un origen mítico que es el Uno, o más bien el uno-dos primitivo. 
¿Es preciso decir los gemelos o el gemelo que se divide y se une en sí mismo, el 
Nommo o los Nommo? La síntesis disyuntiva distribuye los antepasados pri¬ 
mordiales, pero cada uno es un cuerpo lleno completo, macho y hembra, que 
aglutina sobre sí todos los objetos parciales, con variaciones tan sólo intensivas 
que corresponden al zig-zag interno del huevo dogon. Cada uno repite inten¬ 
sivamente por su cuenta toda la genealogía. Y en todo lugar lo mismo, en los 


160 


dos cabos de la distancia indivisible y en todos los lados, letanía de gemelos, 
filiación intensa. Marcel Griaule y Germain Dieterlen, al principio del Renard 
palé, esbozan una espléndida teoría del signo: los signos de filiación, signos- 
guías y signos-señores, signos del deseo en primer lugar intensivos, que caen 
en espiral y atraviesan una serie de explosiones antes de tomar una extensión 
en las imágenes, las figuras y los dibujos. 

Si el cuerpo lleno se vuelca sobre las conexiones productivas y las inscribe 
en una red de disyunciones intensivas e inclusivas, aún es preciso que recobre 
o reanime conexiones laterales en esa misma red, que se las atribuya como si 
fuese su causa. Son los dos aspectos del cuerpo lleno: superficie encantada 
de inscripción, ley fantástica o movimiento objetivo aparente; pero también 
agente mágico o fetiche, cuasi-causa. No le basta con inscribir todas las cosas, 
debe de hacer como si las produjese. Es preciso que las conexiones reaparezcan 
bajo una forma compatible con las disyunciones inscritas, incluso si a su vez 
reaccionan sobre la forma de estas disyunciones. Tal es la alianza como seg¬ 
undo carácter de inscripción: la alianza impone a las conexiones productivas 
la forma extensiva de una conjugación de personas, compatible con las dis¬ 
yunciones de la inscripción, pero reacciona inversamente sobre la inscripción 
determinando un uso exclusivo y limitativo de estas mismas disyunciones. Por 
tanto, es forzoso que la alianza esté representada míticamente como si llegase 
en un determinado momento a las líneas filiativas (aunque, en otro sentido, 
esté allí desde siempre). Griaule relata cómo, entre los Dogon, algo se produce 
en un determinado momento, al nivel y del lado del octavo antepasado: un 
descarrilamiento de las disyunciones que dejan de ser inclusivas, que se con¬ 
vierten en exclusivas; desde ese momento se produce un desmembramiento 
del cuerpo lleno, una anulación de la gemelitud, una separación de los sexos 
marcada por la circuncisión; pero también una recomposición del cuerpo so¬ 
bre un nuevo modelo de conexión o de conjugación, una articulación de los 
cuerpos por sí mismos y entre ellos, una inscripción lateral con piedras de 
alianza articulatorias, en resumen, toda un arca de la alianza 14 . Nunca las 
alianzas derivan de las filiaciones, ni se deducen de ellas. Pero, planteado este 
principio, debemos distinguir dos puntos de vista: uno económico y político, 
en el que la alianza está ahí desde siempre, combinándose con líneas filiativas 
extensas que no preexisten a ella en un sistema dado supuesto en extensión. 
El otro, mítico, que muestra cómo la extensión del sistema se forma y se de¬ 
limita a partir de líneas filiativas intensas y primordiales que necesariamente 


14. Marcel Griaule, Dieu d’eau, Fayard, 1948, principalmente págs. 46-52. 


161 


pierden su uso inclusivo o ilimitativo. Desde este punto de vista, el sistema 
extenso o amplio es como una memoria de alianzas y de palabras, que implica 
una represión activa de la memoria intensa de filiación. Pues si la genealogía 
y las filiaciones son objeto de una memoria siempre vigilante, es en la medida 
en que ya están tomadas en un sentido extensivo que ciertamente no poseían 
antes de la determinación de las alianzas que se les confieren; en tanto que 
filiaciones intensivas, por el contrario, son objeto de una memoria particular, 
nocturna y bio-cósmica, la que precisamente debe sufrir la represión para que 
se instaure la nueva memoria extensa. 

Podemos comprender mejor por qué el problema no consiste en ir de las 
filiaciones a las alianzas, o de concluir éstas de aquéllas. El problema radica 
en pasar de un orden intensivo energético a un sistema extensivo, que com¬ 
prenda a la vez las alianzas cualitativas y las filiaciones extensas. Que la energía 
primera del orden intensivo —el Numen— sea una energía de filiación, no 
cambia para nada la cuestión pues esta filiación intensa todavía no es extensa o 
amplia, todavía no implica ninguna distinción de personas ni siquiera de sexo, 
sino tan sólo variaciones pre-personales en intensidad, que afectan una misma 
gemelitud o bisexualidad tomada en grados diversos. Los signos de este orden 
son, pues, fundamentalmente neutros o ambiguos (según una expresión que 
Leibniz utilizaba para designar un signo que puede ser tanto + como —). Se 
trata de saber cómo, a partir de esta intensidad primera, pasaremos a un siste¬ 
ma en extensión en el que l.°) las filiaciones serán filiaciones extensas bajo la 
forma de linajes, implicando distinciones de personas y de denominaciones 
parentales; 2.°) las alianzas serán al mismo tiempo relaciones cualitativas, que 
las filiaciones extensas suponen al igual que a la inversa; 3.°) en resumen, los 
signos intensos ambiguos cesarán de serlo y se volverán negativos o positivos. 
Lo vemos claramente en algunas páginas de Lévi-Strauss, cuando explica para 
formas simples de matrimonio la prohibición de los primos paralelos y la 
recomendación de los primos cruzados: cada matrimonio entre dos linajes A 
y B afecta a la pareja con un signo (+) o (—), según que esta pareja resulte 
para A o para B una adquisición o una pérdida. Poco importa a este respecto 
que el régimen de filiación sea patrilineal o matrilineal. En un régimen patri- 
lineal y patrilocal, por ejemplo, «las mujeres parientes son mujeres perdidas, 
las mujeres parientes por afinidad son mujeres ganadas. Cada familia surgida 
de esos matrimonios se encuentra, por lo tanto, afectada con un signo, deter¬ 
minado por el grupo inicial según que la madre de los hijos sea una hija o una 
nuera... Cambiamos de signo al pasar del hermano a la hermana, puesto que 
el hermano adquiere una esposa mientras que la hermana es perdida por su 


162 


propia familia». Pero, observa Lévi-Strauus, no dejamos de cambiar de signo 
al cambiar de generación: «Según que, desde el punto de vista del grupo inicial, 
el padre haya recibido una esposa o la madre haya sido transferida al exterior, 
los hijos tienen derecho a una mujer o deben una hermana. Sin duda esta 
diferencia no se traduce, en la realidad, con una condena al celibato para la 
mitad de los primos machos: pero expresa, en cualquier caso, la ley de que un 
hombre no puede recibir una esposa más que del grupo del que es exigible una 
mujer, porque en la generación superior fue ganada una mujer... En lo que 
concierne a la pareja pivote, formada por un hombre a casado con una mujer 
b, evidentemente posee los dos signos según que se considere desde el punto 
de vista de A o de B, y lo mismo es cierto para sus hijos. A continuación basta 
con considerar la generación de los primos para constatar que todos los que 

están en la relación (+ +) o (-) son paralelos, mientras que todos los que 

están en la relación (+ —) o (— +) son cruzados» 15 . Pero planteado de este 
modo, se trata menos del ejercicio de una combinatoria lógica que regula un 
juego de intercambios, como querría Lévi-Strauus, que de la instauración de 
un sistema físico que naturalmente se expresará en términos de deudas. Nos 
parece muy importante que el propio Lévi-Strauss invoque las coordenadas de 
un sistema físico, aunque no vea en ello más que una metáfora. En el sistema 
físico en extensión, algo ocurre del orden de un flujo de energía (+ — o — 
+), algo no ocurre o permanece bloqueado (+ + o — —), algo bloquea o, al 
contrarío, hace pasar. Algo o alguien. Y en este sistema en extensión no existe 
filiación primera, ni primera generación o intercambio inicial, sino siempre 
alianzas, al mismo tiempo que las filiaciones son extensas, expresando a la vez 
lo que debe quedar bloqueado en la filiación y lo que debe pasar en la alianza. 

Lo esencial no es que los signos cambien según los sexos y las generaciones, 
sino que se pase de lo intensivo a lo extensivo, es decir, de un orden de signos 
ambiguos a un régimen de signos cambiantes pero determinados. Ahí, el re¬ 
curso al mito es indispensable, no porque sea una representación transpuesta e 
incluso invertida de las relaciones reales en extensión, sino porque sólo él de¬ 
termina de acuerdo con el pensamiento y la práctica indígenas las condiciones 
intensivas del sistema (comprendido el sistema de la producción). Por ello, un 
texto de Marcel Griaule que busca en el mito un principio de explicación del 
avunculado nos parece decisivo, y escapa al reproche de idealismo que habit¬ 
ualmente se hace a este tipo de tentativas; lo mismo para el reciente artículo 


15. Lévi-Strauss, Les Structures élémentaires de la parenté, 2. a ed., Mouton, 1967, pág. 
152 (tr. cast. Ed. Paidós, 1981). 


163 


de Adler y Cartry donde vuelven a plantear la cuestión 16 . Estos autores tienen 
razón al observar que el átomo de parentesco de Lévi-Strauus (con sus cuatro 
relaciones hermano-hermana, marido-esposa, padre-hijo, tío materno-hijo de 
hermana) se presenta en un conjunto ya acabado, en el que la madre en tanto 
que tal es extrañamente excluida, aunque pueda ser según el caso más o menos 
«pariente» o «a fin» con respecto a sus hijos. Ahora bien, es ahí donde se ar¬ 
raiga el mito, que no es expresivo sino condicionante. Como cuenta Griaule, 
el Yurugu, que penetra en el trozo de placenta que ha hurtado, es como el 
hermano de su madre a la que se une por esa razón: «Este personaje, en efecto, 
surge en el espacio llevándose una parte de placenta alimenticia, es decir, una 
parte de su propia madre. Consideraba que este órgano también le pertenecía 
y formaba parte de su propia persona, de tal manera que se identificaba con 
su genitora, en la especie la matriz del mundo, y se estimaba colocado en el 
mismo plano que ella, desde el punto de vista de las generaciones... Siente in¬ 
conscientemente su pertenencia simbólica a la generación de su madre y su 
separación de la generación real de la que es miembro... Siendo, según él, de 
la misma sustancia y generación que su madre, se asimila a un gemelo macho 
de su genitora, y la regla mítica de la unión de los dos miembros apareados 
lo propone como esposo ideal. Por tanto, en calidad de seudo-hermano de 
su genitora, debería estar en la situación de su tío uterino, esposo designado 
de esta mujer.» Sin duda ya encontramos en este nivel todos los personajes 
en juego, madre, padre, hijo, hermano de la madre, hermana del hijo. Pero 
es evidente y sorprendente que no sean personas: sus nombres no designan 
personas, sino las variaciones intensivas de un «movimiento en espiral vibra¬ 
torio», disyunciones inclusivas, estados necesariamente gemelos y bisexuados 
por los que un sujeto pasa en el huevo cósmico. Debemos interpretarlo todo 
en intensidad. El huevo, y la misma placenta, recorrido por una energía vital 
inconsciente «susceptible de aumento y de disminución». El padre no está en 
modo alguno ausente. Pero Amma, padre y genitor, es una alta parte intensiva, 
inmanente a la placenta, inseparable de la gemelitud que lo relaciona con su 
parte femenina. Y si el hijo yurugu se lleva a su vez una parte de placenta, lo 
hace en una relación intensiva con otra parte que contiene a su propia her¬ 
mana o gemela. Pero, apuntando más alto, la parte que se lleva lo convierte en 
hermano de su madre, que reemplaza eminentemente a la hermana y a la que 
se une reemplazando él mismo a Amma. En una palabra, todo un mundo de 


16. Marcel Griaule, «Remarques sur 1’oncle utérin au Soudan», Cahiers internationaux 
de sociologie, janvier 1954, Alfred Adler y Michel Cartry, «La Transgression et sa dérision», 
L’Homme, juillet 1971. 


164 


signos ambiguos, divisiones inclusivas y estados bisexuados. Soy el hijo y tam¬ 
bién el hermano de mi madre, y el esposo de mi hermana, y mi propio padre. 
Todo reposa en la placenta que se ha vuelto tierra, lo inengendrable, cuerpo 
lleno de antiproducción en el que se enganchan los órganos-objetos parciales 
de un Nommo sacrificado. La placenta, en tanto que sustancia común a la 
madre y al hijo, parte común de su cuerpo, hace que estos cuerpos no sean 
como una causa y un efecto, sino que sean ambos productos derivados de esta 
misma sustancia con respecto a la cual el hijo es gemelo de su madre: éste es 
el eje del mito dogon relatado por Griaule. Sí, he sido mi madre y he sido mi 
hijo. Rara vez hemos visto al mito y la ciencia decir lo mismo a una distancia 
tan grande: el relato dogon desarrolla un weismannismo mítico donde el plas¬ 
ma germinativo forma una línea inmortal y continua que no depende de los 
cuerpos, sino de la que dependen, al contrario, tanto los cuerpos de los padres 
como los de los hijos. De ahí la distinción entre dos líneas, una continua y ger¬ 
minal, la otra, somática y discontinua, sometida tan sólo a la sucesión de las 
generaciones. (Lyssenko encontraba un cariz naturalmente dogon para volv¬ 
erlo contra Weismann y reprocharle el que convirtiese al hijo en el hermano 
genético o germinal de la madre: «los morganistas-mendelianos, siguiendo a 
Weismann, parten de la idea de que los padres no son genéticamente los pa¬ 
dres de sus hijos; si creyésemos en su doctrina, padres e hijos serían hermanos 
y hermanas...» 17 .) 

Pero el hijo no es somáticamente el hermano y el gemelo de su madre. Por 
ello no puede casarse con ella (sin perjuicio de que a continuación explique¬ 
mos el sentido de este «por ello»). El que debería haberse casado con la madre 
es, pues, el tío uterino. Primera consecuencia: el incesto con la hermana no es 
un sustituto del incesto con la madre, sino al contrario, es el modelo inten¬ 
sivo del incesto como manifestación de la línea germinal. Además, Hamlet 
no es una extensión de Edipo, un Edipo en segundo grado: al contrario, un 
ffamlet negativo o invertido es primero con respecto a Edipo. El sujeto no 
reprocha al tío el haber hecho lo que él deseaba hacer; le reprocha no haber 
hecho lo que él, el hijo, no podía hacer. ¿Por qué el tío no se ha casado con 
la madre, su hermana somática? Porque no debía hacerlo más que en nombre 
de esta filiación germinal, marcada con los signos ambiguos de la gemelitud 
y la bisexualidad, según la cual el hijo también hubiera podido hacerlo, y ser 
asimismo este tío en relación intensa con la madre-gemela. Se cierra el círculo 
vicioso de la línea germinal (el double bind primitivo): el tío no puede casarse 


17. La Situation dans la Science biologique, Ed. Fran^aise, Moscú, 1949, pág. 16. 


165 


con su hermana, la madre; ni el sujeto, desde entonces, puede casarse con su 
propia hermana —la gemela del Yurugu será devuelta a los Nommo como 
una pariente afín potencial. El orden del soma hace caer abajo toda la escala 
intensiva. Pero si a causa de esto el hijo no puede casarse con la madre, no es 
porque sománticamente pertenezca a otra generación. Contra Malinowski, 
Lévi-Strauss demostró claramente que la mezcla de las generaciones no era en 
modo alguno temida como tal y que la prohibición del incesto no se explicaba 
de ese modo 18 . Ocurre que la mezcla de generaciones en el caso hijo-madre 
tiene el mismo efecto que su correspondencia en el caso tío-hermana, es decir, 
manifiesta una única y misma filiación germinal que en ambos casos hay que 
reprimir. En una palabra, un sistema somático en extensión sólo puede consti¬ 
tuirse en la medida en que las filiaciones se vuelvan extensas, correlativamente 
a las alianzas laterales que se instauran. Por la prohibición del incesto con la 
hermana se anuda la alianza lateral, por la prohibición del incesto con la madre 
la filiación se vuelve extensa. No hay ahí ninguna represión del padre, ningún 
repudio del nombre del padre; la posición respectiva del padre o de la madre 
como pariente o aliado, el carácter patrilineal o matrilineal de la filiación, el 
carácter patrilateral o matrilateral del matrimonio son elementos activos de 
la represión y no objetos sobre los que se realiza. Ni siquiera la memoria de 
filiación en general se halla reprimida por una memoria de alianza. Es la gran 
memoria nocturna de la filiación germinal intensiva la que está reprimida en 
provecho de una memoria somática extensiva, hecha a base de las filiaciones 
que se han vuelto extensas (patrilineales o matrilineales) y de las alianzas que 
implican. Todo el mito dogon es una versión patrilineal de la oposición entre 
las dos genealogías, las dos filiaciones; en intensidad y en extensión, el orden 
germinal intenso y el régimen extensivo de las generaciones somáticas. 

El sistema en extensión nace de las condiciones intensivas que lo hacen 
posible, pero reacciona ante ellas, las anula, las reprime y no les permite más 
expresión que la mítica. A la vez, los signos dejan de ser ambiguos y se de¬ 
terminan en relación con las filiaciones extensas y las alianzas laterales; las 
disyunciones se vuelven exclusivas, limitativas (el o bien reemplaza al «ya... 
ya» intenso); los nombres, las denominaciones no designan ya estados inten¬ 
sivos, sino personas discernibles. La discernibilidad se posa sobre la hermana, 
la madre, como esposas prohibidas. Las personas, con los nombres que ahora 
las designan, no preexisten a las prohibiciones que las constituyen como tales. 
Madre y hermana no preexisten a su prohibición como esposas. Robert Jaulin 

18. Lévi-Strauss, Les Structures élémentaires de laparenté, págs. 556-560(tr. cast. Ed. Pai- 
dós). 166 


166 


dice correctamente: «El discurso mítico tiene como tema el paso de la indifer¬ 
encia ante el incesto a su prohibición: implícito o explícito, este tema es subya¬ 
cente a todos los mitos; es, pues, una propiedad formal de este lenguaje» 19 . 
Del incesto hay que sacar la conclusión, a la letra, de que no existe, no puede 
existir. Siempre estamos más acá del incesto, en una serie de intensidades que 
ignora las personas discernibles; o bien más allá, en una extensión que las 
reconoce, que las constituye, pero que las constituye volviéndolas imposibles 
como compañeras sexuales. No podemos realizar el incesto más que después 
de una serie de sustituciones que nos aleja siempre de él, es decir, con una per¬ 
sona que no vale por la madre o por la hermana más que a fuerza de no serlo: 
la que es discernible como posible esposa. Este es el sentido del matrimonio 
preferencial: el primer incesto permitido; pero no es una casualidad el que 
rara vez sea efectuado, como si todavía estuviese demasiado cerca del imposi¬ 
ble inexistente (por ejemplo, el matrimonio preferencial dogon con la hija 
del tío, ésta valiendo por la tía, que vale asimismo por la madre). El artículo 
de Griaule es sin duda, en toda la etnología, el texto que está más profunda¬ 
mente inspirado por el psicoanálisis. Y sin embargo, implica conclusiones que 
hacen estallar todo Edipo, ya que no se contenta con plantear el problema en 
extensión, y con ello suponerlo resuelto. Son estas conclusiones las que Adler 
y Cartry han sabido extraer: «Se acostumbra a considerar las relaciones inces¬ 
tuosas en el mito ya como expresión del deseo o de la nostalgia de un mundo 
en el que tales relaciones serían posibles o indiferentes, ya como expresión 
de una función estructural de inversión de la regla social, función destinada 
a fundamentar la prohibición y su transgresión... En ambos casos ya se da 
como constituido lo que es precisamente la emergencia de un orden que el 
mito cuenta y explica. En otros términos, se razona como si el mito pusiese en 
escena personas definidas como padre, madre, hijo y hermana, mientras que 
estos papeles parentales pertenecen al orden constituido por la prohibición...: 
el incesto no existe» 20 . El incesto es un puro límite. Con la condición de evitar 
dos falsas creencias relativas al límite: una convierte al límite en una matriz 
o un origen, como si lo prohibido probase que la cosa «primero» era deseada 
como tal; la otra convierte al límite en una función estructural, como si una 


19. Robert Jaulin, La Morí sam, pág. 284. 

20. Adler y Cartry, «La Transgression et sa dérision», L’Homme, juillet 1971. Jacques 
Derrida escribía, en un comentario a Rousseau: «Antes de la fiesta no había incesto porque no 
había prohibición del incesto. Después de. la fiesta ya no hay incesto porque está prohibido... 
La fiesta sería ella misma el incesto mismo si algo semejante —eso mismo — pudiera ocurrir» (De 
la gramatologie, Ed. de Minuit, 1967, págs. 372-377) (trad. cast. Ed. Siglo XXI). 


167 


relación supuesta «fundamental» entre el deseo y la ley se ejerciese en la trans¬ 
gresión. Una vez más hay que recordar que la ley no prueba nada sobre una 
realidad original del deseo, ya que desfigura esencialmente lo deseado, y que 
la transgresión no prueba nada sobre una realidad funcional de la ley, ya que, 
antes de ser una irrisión de la ley, es ella misma irrisoria con respecto a lo que la 
ley prohíbe realmente (es por esto que las revoluciones no tienen nada que ver 
con las transgresiones). En resumen, el límite no es ni un más acá ni un más 
allá: es límite entre ambos, Peu profond ruisseau calomnié l’inceste, siempre ya 
franqueado o todavía no franqueado. Pues el incesto es como el movimiento, 
es imposible. No es imposible en el sentido en que lo sería lo real, sino, al 
contrario, en el sentido en que lo es lo simbólico. 

Pero, ¿qué quiere decir que el incesto es imposible? ¿No es posible acos¬ 
tarse con la hermana o con la madre? ¿Cómo renunciar al viejo argumento: 
es preciso que sea posible ya que está prohibido? Sin embargo, el problema 
es otro. La posibilidad del incesto exigiría las personas y los nombres, hijo, her¬ 
mana, madre, hermano, padre. Ahora bien, en el acto de incesto podemos dis¬ 
poner de las personas, pero pierden su nombre en tanto que estos nombres son 
inseparables de la prohibición que los prohíbe como compañeros sexuales; o 
bien los nombres subsisten y ya no designan más que estados intensivos prep¬ 
ersonales que también podrían «extenderse» a otras personas, como cuando 
se llama mamá a la mujer legítima, o hermana a la esposa. Es en este sentido 
que decíamos: siempre estamos más acá o más allá. Nuestras madres, nuestras 
hermanas se fundamentan entre nuestros brazos; su nombre se desliza sobre su 
persona como un sello demasiado mojado. Nunca podemos gozar a la vez de 
la persona y del nombre— lo que, sin embargo, sería la condición del incesto. 
Sea, el incesto es una añagaza, es imposible. Pero tan sólo hemos echado hacia 
atrás el problema. ¿No es propio del deseo el desear lo imposible? Al menos en 
este caso, esta simpleza ni siquiera es verdadera. Recordemos que es ilegítimo 
concluir de la prohibición la naturaleza de lo que está prohibido; pues la pro¬ 
hibición procede deshonrando al culpable, es decir, induciendo una imagen 
desfigurada y desplazada de lo que es realmente prohibido o deseado. Es in¬ 
cluso de esta manera que la represión general se prolonga en una represión 
(refoulement ) sin la cual no incidiría sobre el deseo. Lo deseado es el flujo 
germinal o germinativo intenso, en el cual en vano buscaremos personas o 
incluso funciones discernibles como padre, madre, hijo, hermana, etc., puesto 
que estos nombres no designan más que variaciones intensivas sobre el cuerpo 
lleno de la tierra determinado como germen. Podemos llamar siempre incesto, 
así como indiferencia ante el incesto, a este régimen de un solo y mismo ser o 


168 


flujo variante en intensidad según disyunciones inclusivas. Pero precisamente 
por ello no podemos confundir el incesto tal como sería en este régimen in¬ 
tensivo no personal que lo instituiría, con el incesto tal como es representado 
en extensión en el estado que lo prohíbe y que lo define como transgresión 
sobre las personas. Jung, por tanto, tiene razón al decir que el complejo de 
Edipo es algo más que lo simple y que la madre es además la tierra, el incesto, 
un renacimiento infinito (su equivocación radica tan sólo en creer que así 
«supera» la sexualidad). El complejo somático remite a un impiejo germinal. 
El incesto remite a un más acá que no puede ser representado como tal en 
el complejo, puesto que el complejo es un elemento derivado de la represión 
de este más acá. El incesto tal como es prohibido (forma de las personas dis- 
cernibilizadas) sirve para reprimir el incesto tal como es deseado (el fondo de 
la tierra intensa). El flujo germinal intensivo es el representante del deseo y 
sobre él se realiza la represión; la figura edípica extensiva es su representado 
desplazado, el cebo o la imagen trucada que viene a recubrir el deseo, suscitada 
por la represión. Poco importa que esta imagen sea «imposible»; realiza su 
oficio desde el momento que el deseo se deja prender ahí como en lo propio 
imposible. Ves, ¡esto es lo que tú querías! ... Sin embargo, es esta conclusión, 
que va directamente de la represión a lo reprimido, y de la prohibición a lo 
prohibido, la que implica ya todo el paralogismo de la represión general. 

Pero, ¿por qué el impiejo o el influjo germinal es reprimido, él que sin 
embargo es el representante territorial del deseo? Es debido... a que remite, 
en concepto de representante, a un flujo que no sería codificable, que no 
se dejaría codificar —precisamente el terror del socius primitivo. Ninguna 
cadena podría separarse, nada podría ser extraído; nada pasaría de la filiación 
a la descendencia, sino que, al contrario, la descendencia será perpetuamente 
volcada sobre la filiación en el acto de reengendrarse a sí misma; la cadena 
significante no formaría ningún código, sólo emitiría signos ambiguos y sería 
roída perpetuamente por su soporte energético; lo que corriera sobre el cuerpo 
lleno de la tierra estaría tan desencadenado como los flujos no codificados 
que se deslizan sobre el desierto de un cuerpo sin órganos. Pues la cuestión 
es menos la de la abundancia o la escasez, la de la fuente o del agotamiento 
(incluso agotar es un flujo), que la de lo codificable y lo no codificable. El flujo 
germinal es tal que viene a ser lo mismo decir que todo pasaría o correría con 
él o, al contrario, que todo estaría bloqueado. Para que los flujos sean codi¬ 
ficables es preciso que su energía se deje cuantificar o cualificar — es preciso 
que se realicen extracciones de flujo en relación con separaciones de cadena 
— es preciso que algo pase, pero también que algo sea bloqueado, y que algo 


169 


bloquee o haga pasar. Ahora bien, esto no es posible más que en el sistema en 
extensión que discernibiliza las personas y realiza un uso determinado de los 
signos, un uso exclusivo de las síntesis disyuntivas, un uso conyugal de las sín¬ 
tesis conectivas. Tal es el sentido de la prohibición del incesto concebida como 
la instauración de un sistema físico en extensión: debemos buscar en cada caso 
lo que pasa del flujo de intensidad, lo que no pasa, lo que hace pasar o impide 
pasar, según el carácter patrilateral o matrilateral de los matrimonios, según el 
carácter matrilineal o patrilineal de los linajes, según el régimen general de las 
filiaciones extensas o las alianzas laterales. Volvamos al matrimonio preferen¬ 
cia! dogon tal como es analizado por Griaule: lo bloqueado es la relación con 
la tía como sustituto de la madre; lo que pasa es la relación con la hija de la 
tía, como sustituto de la tía, como primer incesto posible o permitido; lo que 
bloquea o hace pasar es el tío uterino. Lo que pasa implica, en compensación 
de lo que está bloqueado, una verdadera plusvalía de código que vuelve al tío 
en tanto que hace pasar, mientras que sufre una especie de «minusvalía» en la 
medida en que bloquea (así, por ejemplo, los robos rituales realizados por los 
sobrinos en la casa del tío, pero también, como dice Griaule, «el aumento y la 
fructificación» de los bienes del tío cuando el sobrino mayor va a habitar a su 
casa). El problema fundamental: ¿a quién van las prestaciones matrimoniales 
en tal o cual sistema?, no puede ser resuelto independientemente de la com¬ 
plejidad de las líneas de paso y de las líneas de bloqueo —como si lo que es¬ 
tuviese bloqueado o prohibido reapareciese «en las bodas como un fantasma» 
que viene a reclamar lo que se le debe 21 . Lóffler escribe sobre un caso deter¬ 
minado: «Entre los Mru, el modelo patrilineal prevalece sobre la tradición 
matrilineal: la relación, hermano-hermana, que es trasmitida de padre a hijo 
y de madre a hija, puede serlo indefinidamente en la relación padre-hijo, pero 
no en la relación madre-hija que se termina con el matrimonio de la hija. Una 
hija casada transmite a su propia hija una nueva relación, a saber, la que le une 
a su propio hermano. Al mismo tiempo, una hija que se casa no se separa del 
linaje de su hermano, sino únicamente del linaje del hermano de su madre. 
La significación de los pagos al hermano de la madre cuando el matrimonio 
de su sobrina sólo se comprende de este modo: la joven abandona el antiguo 
grupo familiar de su madre. La sobrina se convierte en madre y en punto de 
partida de una nueva relación hermano-hermana, sobre la cual se funda una 
nueva alianza» 22 . Lo que se prolonga, lo que se detiene, lo que se separa, y las 

21. Lévi-Strauss, Les Structure élémentaires de la pacenté, pág. 356 (Lévi-Strauss analiza 
algunos casos, en apariencia anormales o paradójicos, de beneficiarios de las prestaciones matri¬ 
moniales). (Tr. cast. Ed. Paidós.) 

22. L. G. Loffler, «L’Alliance asymétrique chez les Mru», L’Homme, pág. 80. 


170 


diferentes relaciones según las que se distribuyen estas acciones y pasiones, 
permiten comprender el mecanismo de formación de la plusvalía de código en 
tanto que pieza indispensable a toda codificación de los flujos. 

Desde ese momento podemos esbozar las diversas instancias de la rep¬ 
resentación territorial en el socius primitivo. En primer lugar, en influjo ger¬ 
minal de intensidad condiciona toda la representación: es el representante del 
deseo. Sin embargo, si es llamado representante es porque vale para los flujos 
no codificables, no codificados o descodificados. En ese sentido, implica a su 
manera el límite del socius, el límite y el negativo de todo socius. Además la 
represión general de este límite sólo es posible en tanto que el representante 
mismo sufra una represión. Esta represión determina lo que pasará y lo que no 
pasará del influjo en el sistema en extensión, lo que permanecerá bloqueado 
o en stock en las filiaciones extensas, lo que al contrario se moverá y correrá 
según las relaciones de alianza, de tal manera que se efectúe la codificación 
sistemática de los flujos. Llamamos alianza a esta segunda instancia, la propia 
representación reprimente, puesto que las filiaciones no se vuelven extensas más 
que en función de las alianzas laterales que miden sus segmentos variables. De 
ahí la importancia de estas «líneas locales» que Leach ha identificado y que, 
dos a dos, organizan las alianzas y maquinan los matrimonios. Cuando les 
asignábamos una actividad perversa-normal, queríamos decir que estos gru¬ 
pos locales eran los agentes de la represión, los grandes codificadores. En todo 
lugar donde los hombres se encuentran y se reúnen para tomar mujeres, ne¬ 
gociarlas, repartirlas, etc., reconocemos el vínculo perverso de una homosexu¬ 
alidad primaria entre grupos locales, entre yernos, co-maridos, compañeros de 
infancia. Señalando el hecho universal de que el matrimonio no es una alianza 
entre un hombre y una mujer, sino «una alianza entre dos familias», «una 
transacción entre hombres a propósito de mujeres», Georges Devereux sacaba 
la acertada conclusión de una motivación homosexual básica y de grupo 23 . A 
través de las mujeres los hombres establecen sus propias conexiones: a través 
de la disyunción hombre-mujer, que a cada instante es la conclusión de la 
filiación, la alianza conecta hombres de filiación diferente. La cuestión: ¿por 
qué una homosexualidad femenina no ha dado lugar a grupos de amazonas 
capaces de negociar los hombres? Tal vez encuentra la respuesta en la afinidad 
de las mujeres con el influjo germinal, y entonces en su posición cerrada en el 
seno de las filiaciones extensas (histeria de filiación, por oposición a la para¬ 
noia de alianza). La homosexualidad masculina es, por tanto la representación 

23. Georges Devereux, «Considérations ethnopsychanalytiques sur la notion de paren- 
té», L’Homme, juillet 1965. 


171 


de alianza que reprime los signos ambiguos de la filiación intensa bisexuada. 
No obstante, creemos que Devereux se equivoca dos veces: cuando declara 
que durante bastante tiempo retrocedió ante este descubrimiento demasiado 
grave, dice, de una representación homosexual (no hay ahí más que una ver¬ 
sión primitiva de la fórmula «Todos los hombres son pederastas», y cierta¬ 
mente nunca lo son tanto como cuando maquinan matrimonios). Por otra 
parte y sobre todo, cuando quiere convertir esta homosexualidad de alianza en 
un producto del complejo de Edipo en tanto que reprimido. Nunca la alianza 
se deduce de las líneas de filiación por intermedio de Edipo, sino al contrario 
las articula, bajo la acción de las líneas locales y de su homosexualidad prima¬ 
ria no edípica. Y es cierto que existe una homosexualidad edípica o filiativa, es 
preciso ver en ello tan sólo una reacción secundaria ante esta homosexualidad 
de grupo, en primer lugar no edípica. En cuanto a Edipo en general, no es lo 
reprimido, es decir, el representante del deseo, que está más acá e ignora por 
completo el papá-mamá. No es la representación reprimente, que está más allá 
y no discierne las personas más que sometiéndolas a las reglas homosexuales 
de la alianza. El incesto es tan sólo el efecto retroactivo de la representación 
reprimente sobre el representante reprimido: ésta desfigura o desplaza a este 
representante sobre el que actúa, proyecta sobre él categorías discernidas que 
ella misma ha instaurado, le aplica términos que no existían antes de que la 
alianza, precisamente, no hubiese organizado lo positivo y lo negativo en el 
sistema en extensión — la representación lo vuelca sobre lo que está blo¬ 
queado en ese sistema. Edipo es, por tanto, el límite, pero el límite desplazado 
que ahora pasa al interior del socius. Edipo es la imagen-señuelo en la que 
el deseo se deja coger (¡Esto es lo que tú querías! ¡los flujos descodificados! 
¡esto era el incesto!). Entonces empieza una larga historia, la de la edipización. 
Pero precisamente todo empieza en la cabeza de Layo, el viejo homosexual de 
grupo, el perverso, que tiende una trampa al deseo. Pues el deseo también es 
eso, una trampa. La representación territorial implica estas tres instancias, el 
representante reprimido, la representación reprimente, el representado desplazado'. 


* 


* * 


* Por supuesto, en francés es représentant refouléy représentation refoulante. (N. del T.) 


172 


Vamos demasiado aprisa, actuamos como si Edipo ya estuviese insta¬ 
lado en la máquina territorial salvaje. Sin embargo, como dice Nietzsche a 
propósito de la mala conciencia, no es sobre ese terreno que crece una planta 
semejante. Las condiciones de Edipo como «complejo familiar», compren¬ 
dido en el marco del familiarismo propio a la psiquiatría y al psicoanálisis, 
todavía no se dan. Las familias salvajes forman una praxis, una política, una 
estrategia de alianzas y de filiaciones; son formalmente los elementos motores 
de la reproducción social; no tienen nada que ver con un microcosmos ex¬ 
presivo; el padre, la madre, la hermana siempre funcionan en ella como algo 
más que padre, madre o hermana. Y más que el padre, la madre, etc., está el 
aliado, el pariente por afinidad, que constituye la realidad concreta activa y 
hace que las relaciones entre familias sean coextensivas al campo social. Ni 
siquiera sería exacto decir que las determinaciones familiares estallan en todos 
los rincones de ese campo y permanecen vinculadas a determinaciones pro¬ 
piamente sociales, puesto que unas y otras forman una sola y misma pieza en 
la máquina territorial. Al no ser todavía la reproducción familiar un simple 
medio o una materia al servicio de una reproducción social de otra naturaleza, 
no existe ninguna posibilidad de volcar ésta sobre aquélla, de establecer entre 
ambas relaciones bi-unívocas que concederían a un complejo familiar cualqui¬ 
era un valor expresivo y una forma autónoma aparente. Por el contrario, es 
evidente que el individuo en la familia, incluso de pequeño, carga o catexiza 
directamente un campo social, histórico, económico y político, irreductible a 
toda estructura mental no menos que a toda constelación afectiva. Por ello, 
cuando consideramos casos patológicos y procesos de cura en las sociedades 
primitivas, consideramos por completo insuficiente el compararlos al proceso 
psicoanalítico al relacionarlos con criterios que están tomados de éste: por 
ejemplo, un complejo familiar, incluso diferente del nuestro, o contenidos 
culturales incluso referidos a un inconsciente étnico —como podemos verlo 
en los paralelismos intentados entre la cura psicoanalítica y la cura chamánica 
(Devereux, Lévi-Strauss). Definíamos el esquizoanálisis por dos aspectos: la 
destrucción de las seudo-formas expresivas del inconsciente, el descubrim¬ 
iento de las catexis inconscientes del campo social por el deseo. Es desde este 
punto de vista que hay que considerar muchas de las curas primitivas; son 
esquizoanálisis en acto. 

Victor Turner nos da un ejemplo notable de una curación de este tipo 
entre los Ndembu 24 . El ejemplo es tanto más sorprendente en cuanto todo, a 

24. Victor W. Turner, An Ndembu Doctor in Practice, «Magic, Faith and Healing», 
Collier-Macmillan, 1964. 


173 


nuestros ojos pervertidos, parece en primer lugar edípico. Afeminado, inso¬ 
portable, vanidoso, fracasando en todas sus empresas, el enfermo K es presa 
de la sombra de su abuelo materno que le hace duros reproches. Aunque los 
Ndembu sean matrilineales y deban habitar en casa de sus parientes maternos, 
K pasó una temporada excepcionalmente larga en el matrilinaje de su padre, 
del que era el favorito, y se casó con primas paternas. Pero, a la muerte de su 
padre, es expulsado y vuelve a la aldea materna. Allí su casa expresa perfecta¬ 
mente su situación, encajonada entre dos sectores, las casas de miembros del 
grupo paterno y las de su propio matrilinaje. Ahora bien, ¿cómo proceden la 
adivinación, encargada de indicar la causa del mal, y la cura médica, encargada 
de tratarlo? La causa radica en el diente, los dos incisivos superiores del an¬ 
tepasado cazador, mantenidos en un saco sagrado, pero que pueden escaparse 
para penetrar en el cuerpo del enfermo. Sin embargo, para diagnosticar, para 
conjurar los efectos del incisivo, el adivino y el médico se entregan a un análisis 
social que concierne al territorio y su vecindad, la jefatura y las subjefa- turas, 
los linajes y sus segmentos, las alianzas y las filiaciones: no cesan de sacar a luz 
al deseo en sus relaciones con unidades políticas y económicas —y es en ese 
punto, por otra parte, que los testigos intentan engañarlos. «La adivinación se 
convierte en una forma de análisis social durante la cual salen a la luz luchas 
ocultas entre individuos y facciones, de tal modo que puedan ser tratadas 
por procedimientos rituales tradicionales..., el carácter vago de las creencias 
místicas permite que sean manipuladas en relación con un gran número de sit¬ 
uaciones sociales». Resulta que el incisivo patógeno es el del abuelo materno. 
Pero éste fue un gran jefe; su sucesor, el «jefe real» debió renunciar por temor a 
ser embrujado; y su presunto heredero, inteligente y emprendedor, no tiene el 
poder; el jefe actual no es el bueno; en cuanto al enfermo K, no ha sido desem¬ 
peñar el papel de mediador que hubiera podido convertirle en un candidato a 
jefe. Todo se complica a causa de las relaciones colonizadores-colonizados, al 
no haber reconocido los ingleses la jefatura, la aldea empobrece cayendo en la 
decrepitud (los dos sectores de la aldea provienen de una fusión de dos grupos 
que habían huido de los ingleses; los viejos gimen por la decadencia actual). 
El médico no organiza un sociodrama, sino un verdadero análisis de grupo 
centrado en el enfermo. Dándole pociones, atándole cuernos al cuerpo para 
que aspiren el incisivo, haciendo sonar los tambores, el médico procede a una 
ceremonia entrecortada de paradas y partidas, flujos de todas clases, flujo de 
palabras y cortes: los miembros de la aldea vienen a hablar, el enfermo habla, 
la sombra es invocada, se paran, el médico explica, se vuelve a empezar, tam¬ 
bores, cantos, trances. No se trata solamente de descubrir las catexis preconsci- 


174 


entes del campo social por los intereses, sino, más profundamente, sus catexis 
inconscientes por el deseo, tal como pasan en los matrimonios del enfermo, 
su posición en la aldea, y todas las posiciones del jefe vividas con intensidad 
en el grupo. 

Decíamos que el punto de partida parecía edípico. Era tan sólo el punto 
de partida para nosotros, criados para decir Edipo cada vez que se nos habla 
del padre, madre o abuelo. En verdad, el análisis Ndembu nunca fue edípico: 
estaba directamente ligado a la organización y la desorganización sociales; la 
misma sexualidad, a través de las mujeres y los matrimonios, era una catexis 
de deseo; los padres desempeñaban en él el papel de estímulos, y no el de or¬ 
ganizador (o desorganizador) de grupo, mantenido por el jefe y sus símbolos. 
En lugar de que todo fuese volcado sobre el nombre del padre, o del abuelo 
materno, éste se abría a todos los nombres de la historia. En lugar de que 
todo fuese proyectado sobre un grotesco corte de la castración, todo se dis¬ 
persaba en los mil cortes-flujos de las jefaturas, de los linajes, de las relaciones 
de colonización. Todo el juego de las razas, de los clanes, de las alianzas y de 
las filiaciones, toda esta deriva histórica y colectiva es justo lo contrario del 
análisis edípico, cuando obstinadamente aplasta el contenido de un delirio, 
cuando lo forma con todas sus fuerzas con el «vacío simbólico del padre». O 
más bien, si es cierto que el análisis ni siquiera al principio es edípico, salvo 
para nosotros, sin embargo, ¿no se vuelve edípico en cierta medida, y en qué 
medida? Sí, se vuelve así en parte bajo el efecto de la colonización. El coloni¬ 
zador, por ejemplo, abolesce la antigua jurisdicción del jefe, o la utiliza para 
sus propios fines (o bien podemos decir que la jefatura todavía no es nada). El 
colonizador dice: tu padre es tu padre y nada más que esto, o el abuelo ma¬ 
terno, no vayas a tomarlos por jefes... puedes hacerte triangular en tu rincón y 
colocar tu casa entre las de los paternos y las de los maternos... tu familia es tu 
familia y nada más, la reproducción social ya no pasa por ella, aunque se tenga 
necesidad de tu familia para proporcionar un material que será sometido al 
nuevo régimen de la producción... Entonces sí, un marco edípico se esboza 
para los salvajes desposeídos: Edipo de chabolas. Eternos visto, no obstante, 
que los colonizados eran un ejemplo típico de resistencia a Edipo: en efecto, 
ahí la estructura edípica no llega a cerrarse y los términos permanecen pegados 
a los agentes de la reproducción social opresiva, ya en una lucha, ya en una 
complicidad (el blanco, el misionero, el recaudador de impuestos, el expor¬ 
tador de bienes, el notable de la aldea que se ha convertido en agente de la 
administración, los viejos que maldicen al blanco, los jóvenes que entran en 
una lucha política, etc.). Las dos aserciones son ciertas: el colonizado se resiste 


175 


a la edipización y la edipización tiende a encerrarlo en ella. En la medida en 
que existe edipización, ésta es el hecho de la colonización y es preciso unirla 
a todos los procedimientos que Jaulin supo describir en La Paix blanche. «El 
estado de colonizado puede conducir a una reducción de la humanización 
del universo, de tal modo que toda solución buscada lo será a la medida del 
individuo o de la familia restringida con, por consiguiente, una anarquía o 
un desorden extremos al nivel de lo colectivo: anarquía de la que el individuo 
siempre será víctima, a excepción de los que poseen la clave de tal sistema, 
en este caso, los colonizadores, que, al mismo tiempo en que el colonizado 
reducirá el universo, ellos tenderán a extenderlo» 25 . Edipo es algo así como 
la eutanasia en el etnocidio. Cuanto más la reproducción social escapa a los 
miembros del grupo, en naturaleza y en extensión, más se vuelca sobre ellos o 
los vuelca a ellos en una reproducción familiar restringida y neurotizada de la 
cual Edipo es el agente. 

¿Cómo comprender, pues, a los que dicen que encuentran un Edipo in¬ 
dio o africano? Ellos son los primeros en reconocer que no encuentran nin¬ 
guno de los mecanismos ni de las actitudes que constituyen nuestro Edipo 
(nuestro supuesto Edipo). Ello no tiene importancia, dicen que la estructura 
está ahí, aunque no posea ninguna existencia «accesible a la clínica»; o dicen 
que el problema, el punto de partida, es edípico, aunque los desarrollos y 
las soluciones sean por completo diferentes de las nuestras (Parin, Ortigues). 
Dicen que es un Edipo «que no acaba de existir», cuando ni siquiera posee 
(fuera de la colonización) las condiciones necesarias para empezar a existir. Si 
es cierto que el pensamiento se evalúa por el grado de edipización, entonces 
sí, los blancos piensan demasiado. La competencia, la honestidad y el talento 
de estos autores, psicoanalistas africanos, están fuera de duda. Pero ocurre con 
ellos lo mismo que con algunos de nuestros psicoterapeutas: se diría que no 
saben lo que hacen. Tenemos psicoterapeutas que creen sinceramente que son 
progresistas al aplicar de nuevas maneras la triangulación del niño —¡cuidado! 

25. Robert Jaulin, La Paix blanche, introduction a l’ethnocide, Ed. du Seuil, 1970, pág. 
309. Jaulin analiza la situación de esos indios a los que los capuchinos «persuadieron» de que 
renunciasen a la casa colectiva para pasar a pequeñas casas personales (págs. 391-400). En la 
casa colectiva, el apartamento familiar y la intimidad personal se hallaban basados en una rela¬ 
ción con el vecino definido como aliado (pariente por afinidad), de tal modo que las relaciones 
interfamiliares eran coextensivas al campo social. En la nueva situación, al contrario, se produce 
«una fermentación abusiva de los elementos de la pareja sobre sí mismos» y sobre los hijos, de 
tal modo que la familia restringida se cierra en un microcosmos expresivo en el que cada uno 
refleja su propio linaje, al mismo tiempo que el devenir social y productivo se escapa cada vez 
más y más. Pues Edipo no es tan sólo un proceso ideológico, sino el resultado de una destruc¬ 
ción del medio ambiente, del habitat, etc. 


176 


un Edipo de estructura ¡no imaginario! Del mismo modo, estos psicoanalistas 
de África que manejan el yugo de un Edipo estructural o «problemático», al 
servicio de sus intenciones progresistas. Allá abajo o aquí es lo mismo: Edipo 
siempre es la colonización realizada por otros medios, es la colonia interior y 
veremos que, incluso entre nosotros, europeos, es nuestra formación colonial 
íntima. ¿Cómo entender las frases con las que M. C. y E. Ortigues termi¬ 
nan su libro? «La enfermedad es considerada como signo de una elección, de 
una atención especial de las potencias sobrenaturales, o como signo de una 
agresión de carácter mágico: esa idea no se deja profanar fácilmente. La psico¬ 
terapia analítica no puede intervenir más que a partir del momento en que 
una demanda puede ser formulada por el sujeto. Toda nuestra investigación 
estaba condicionada, por tanto, por la posibilidad de instaurar un campo psi- 
coanalítico. Cuando un sujeto se adhería plenamente a las normas tradicion¬ 
ales y no tenía nada que decir en su propio nombre, se dejaba prender por los 
terapeutas tradicionales y el grupo familiar o por la medicina de los “medica¬ 
mentos”. En ocasiones, el hecho de que desee hablarnos de los tratamientos 
tradicionales correspondía a un principio de psicoterapia y se convertía para 
él en un medio para situarse personalmente en su propia sociedad... Otras 
veces, el diálogo analítico podía desplegarse más y en este caso el problema 
edípico tendía a tomar su dimensión diacrónica haciendo aparecer el conflicto 
de las generaciones» 26 . ¿Por qué pensar que los poderes sobrenaturales y las 
agresiones mágicas forman un mito peor que Edipo? ¿No determinan, por el 
contrario, el deseo a catexis más intensas y más adecuadas del campo social, 
en su organización tanto como en su desorganización? Meyer Fortes al menos 
mostraba el lugar de Job al lado de Edipo. ¿Y con qué derecho juzgar que el 
sujeto no tiene nada que -decir en su propio nombre en tanto que se adhiere 
a las normas tradicionales? ¿No muestra la cura Ndembu todo lo contrario? 
¿No será también Edipo una norma tradicional, la nuestra? ¿Cómo podemos 
decir que nos hace hablar en nuestro propio nombre, cuando precisamos por 
otra parte que su solución nos enseña «la incurable insuficiencia de ser» y la 
universal castración? ¿Y cuál es esta «demanda» que se invoca para justificar 
Edipo? Oimos, el sujeto pide y vuelve a pedir el papá-mamá: pero ¿qué sujeto? 
¿y en qué estado? ¿Es éste el medio «para situarse personalmente en su propia 
sociedad»? ¿Qué sociedad? ¿La sociedad neocolonizada que se le construye y 
que por fin logra lo que la colonización sólo había sabido esbozar, una efectiva 
proyección de las fuerzas del deseo sobre Edipo, sobre un nombre del padre, 
en el grotesco triángulo? 

26. M. C. y E. Ortigues, Qídipe africain, pág. 305. 


177 


Volvamos a la célebre discusión inacabable entre los culturalistas y los 
psicoanalistas ortodoxos: ¿Es Edipo universal? ¿Es el gran símbolo paterno 
católico, la reunión de todas las iglesias? La discusión empezó entre Malinows- 
ki y Jones, continuó entre Kardiner, Fromm, por una parte, y Roheim por la 
otra. Prosiguió aún entre ciertos etnólogos y ciertos discípulos de Lacan (los 
cuales no sólo dieron una interpretación edipizante de la doctrina de Lacan, 
sino una extensión etnográfica a esta interpretación). Por parte de lo universal 
existen dos polos: el pasado de moda, parece ser, que convierte a Edipo en 
una constelación afectiva original y, en el límite, en un acontecimiento real 
cuyos efectos serían transmitidos por herencia filogenética. Y el que convierte 
a Edipo en una estructura que hay que descubrir, en el límite, en el fantasma, 
en relación con la premaduración o la neotenia biológicas. Dos concepciones 
muy diferentes del límite, una como matriz original, la otra como función 
estructural. Pero en estos dos sentidos de lo universal se nos invita a «interpre¬ 
tar», puesto que la presencia latente de Edipo sólo aparece a través de su aus¬ 
encia patente, comprendida como un efecto de la represión, o mejor todavía, 
puesto que el invariante estructural sólo se descubre a través de las variaciones 
imaginarias, manifestando la necesidad de un repudio simbólico (el padre 
como lugar vacío). Lo universal de Edipo vuelve a empezar la vieja operación 
metafísica que consiste en interpretar la negación como una privación, como 
una carencia: la carencia simbólica del padre muerto, o el gran Significante. 
Interpretar es nuestra moderna manera de creer y de ser piadoso. Roheim ya 
proponía organizar a los salvajes en una serie de variables que convergiesen 
hacia el invariante estructural neoténico 27 . El era quien decía que el complejo 
de Edipo no se encontraba si no se buscaba. Y que no se buscaba si uno no se 
había hecho analizar a sí mismo. Ele ahí por qué vuestra hija es muda, es decir, 
las tribus, hijas del etnólogo, no dicen el Edipo que, sin embargo, les permite 
hablar. Roheim añadía que era ridículo creer que la teoría freudiana de la 
censura dependía del régimen de represión general existente en el imperio de 
Francisco José. No parecía ver que Francisco José no era un corte histórico 
pertinente, sino que las civilizaciones orales, escritas o incluso «capitalistas» 
eran tal vez tales cortes con los que variarían la naturaleza de la represión gen¬ 
eral, el sentido y el alcance de la represión. 

Esta historia de la represión es bastante complicada. Las cosas serían más 
sencillas si la libido o el afecto estuviese reprimido en el sentido más amplio de 
la palabra (suprimido, inhibido o transformado) — al mismo tiempo que la 


27. Géza Roheim, Psychanalyse etanthropologie, 1950, tr. fr. Gallimard, páginas 417-418. 


178 


representación pretendidamente edípica. Pero nada de esto ocurre: la mayoría 
de los etnólogos han señalado el carácter sexual de los afectos en los símbolos 
públicos de la sociedad primitiva; y este carácter es vivido íntegramente por 
los miembros de esta sociedad, aunque no hayan sido psicoanalizados y a pesar 
del desplazamiento de la representación. Como dice Leach a propósito de la 
relación sexo-cabellera, «el desplazamiento simbólico del falo es habitual, pero 
el origen fálico no es en modo alguno reprimido» 28 . ¿Es preciso añadir que 
los salvajes reprimen la representación y mantienen intacto el afecto? ¿Será al 
contrario entre nosotros, en la organización patriarcal en la que la represen¬ 
tación permanece clara, pero con afectos suprimidos, inhibidos o transfor¬ 
mados? Sin embargo, no: el psicoanálisis nos dice que también nosotros rep¬ 
rimimos la representación. Y todo nos dice que también nosotros a menudo 
mantenemos la plena sexualidad del afecto; sabemos perfectamente de qué se 
trata, sin haber sido psicoanalizados. Pero, ¿con qué derecho hablar de una 
representación edípica sobre la que actuaría la represión? ¿Es a causa de que el 
incesto está prohibido? Siempre volvemos a este débil argumento: el incesto 
es deseado ya que está prohibido. La prohibición del incesto implicaría una 
representación edípica, de cuya represión y retorno nacería. Ahora bien, lo 
contrario es evidente; no sólo la representación edípica supone la prohibición 
del incesto, sino que ni siquiera podemos decir que nazca o resulte de ella. Re- 
ich, partidario de las tesis de Malinowski, añadía una observación profunda: el 
deseo es tanto más edípico cuanto más pesan las prohibiciones, no sólo sobre 
el incesto, sino «sobre las relaciones sexuales de cualquier tipo», cerrando las 
otras vías 29 . La represión general del incesto, en una palabra, no nace de una 
representación edípica reprimida que provoca asimismo esta represión. Sino al 
contrario, el sistema represión general-represión provoca el nacimiento de una 
imagen edípica como desfiguración de lo reprimido. Que esta imagen a su vez 
acabe por sufrir una represión, que venga a ocupar el lugar de lo reprimido o 
de lo efectivamente deseado, en la misma medida que la represión sexual se re¬ 
aliza sobre otra cosa que el incesto, es la larga historia de nuestra sociedad. Pero 
lo reprimido no es en primer lugar la representación edípica. Lo reprimido es 
la producción deseante. Es lo que, de esta producción, no pasa en la produc¬ 
ción o la reproducción sociales. Es lo que introduciría desorden y revolución, 
los flujos no codificados del deseo. Lo que pasa, al contrarío, de la produc¬ 
ción deseante a la producción social forma una catexis sexual directa de esta 

28. E. R. Leach, «Magical Hair», en Mytb and Cosmos, Natural History Press, 1967, pág. 
92. 

29. W. Reich, Der Einbruch der Sexualmoral, Verlag für Sexualpolitik, 1932, pág. 6. 


179 


producción social, sin ninguna represión del carácter sexual del simbolismo 
y de los afectos correspondientes, y sobre todo sin referencias a una represen¬ 
tación edípica que se supondría originalmente reprimida o estructuralmente 
repudiada. El animal no es tan sólo el objeto de una catexis preconsciente de 
interés, sino el de una catexis libidinal de deseo que sólo secundariamente saca 
una imagen del padre. Igualmente ocurre con la catexis libidinal del alimento, 
en todo lugar donde se manifiestan un miedo a tener hambre, un placer de 
no tener hambre, y que sólo secundariamente se relaciona con una imagen 
de la madre 30 . Anteriormente hemos visto cómo la prohibición del incesto no 
remitía a Edipo, sino a los flujos no codificados constitutivos del deseo y a su 
representante, el flujo pre-personal intenso. En cuanto a Edipo, todavía es una 
manera de codificar lo incodificable, de codificar lo que escapa a los códigos, 
o de desplazar al deseo y su objeto, de tenderles trampas. 

Culturalistas y etnólogos muestran claramente cómo las instituciones son 
anteriores con respecto a los afectos y a las estructuras. Pues las estructuras no 
son mentales, están en las cosas, en las formas de producción y reproducción 
sociales. Incluso un autor como Marcuse, poco sospechoso de complacencia, 
reconoce que el culturalismo partía de un buen punto: introducir el deseo en 
la producción, anudar el vínculo «entre la estructura instintiva y la estructura 
económica y al mismo tiempo indicar las posibilidades de progresar que hay 
más allá de una cultura patricentrista y explotadora» 31 . Luego, ¿qué es lo que 
hace andar mal al culturalismo? e incluso ahí no hay contradicción entre lo 
que parte bien al principio y anda mal desde el principio. Quizás sea el pos¬ 
tulado común al relativismo y al absolutismo edípicos, es decir, el manten¬ 
imiento obstinado de una perspectiva familiarista, que en todas partes ejerce 
sus estragos. Pues si la institución es comprendida en primer lugar como in¬ 
stitución familiar, importa muy poco decir que el complejo familiar varía con 
las instituciones o que Edipo, al contrario, es un invariante nuclear alrededor 
del cual giran las familias y las instituciones. Los culturalistas invocan otros 
triángulos, por ejemplo, tío uterino-tía-sobrino; pero los edipistas fácilmente 
demuestran que son variaciones imaginarias para un mismo invariante estruc¬ 
tural, figuras diferentes para una misma triangulación simbólica, que no se 
confunde ni con los personajes que vienen a efectuarlo, ni con las actitudes 
que vienen a relacionar estos personajes. Pero, a la inversa, la invocación de un 

30. En su estudio sobre las islas Marquesas, Kardiner mostró el papel de una ansiedad 
alimenticia colectiva o económica que, incluso desde el punto de vista del inconsciente, no se 
deja reducir a la relación familiar con la madre: The Individual and his Society, Columbia Univ. 
Press., 1939, págs. 223 y s. (trad. cast. Ed. F.C.E.). 

31. Herbert Marcuse, Eros et civilisation, pág. 209 (tr. cast. Ed. Ariel, 1981). 


180 


simbolismo transcendente de este tipo no saca a los estructuralistas del punto 
de vista familiar más estricto. Lo mismo ocurre con las distinciones sin fin 
sobre: ¿es papá? ¿es mamá? (¡usted descuida a la madre! ¡No, es usted quien no 
ve al padre, al lado, como lugar vacío!) El conflicto entre los culturalistas y los 
psicoanalistas ortodoxos a menudo se ha reducido a esas evaluaciones sobre 
el papel respectivo de la madre y del padre, de los preedípico y de lo edípico, 
sin salir con ello ni de la familia ni de Edipo, oscilando siempre entre los dos 
famosos polos, el polo materno preedípico de lo imaginario, el polo paterno 
edípico de lo estructural, ambos en el mismo eje, ambos hablando el mismo 
lenguaje de un social familiarizado, del que uno designa los dialectos maternos 
habituales, y el otro, la fuerte ley de la lengua del padre. Se ha visto claramente 
la ambigüedad de lo que Kardiner llamaba «institución primaria». Pues pu¬ 
ede tratarse en algunos casos de la manera como el deseo catexiza el campo 
social, desde la infancia y bajo estímulos familiares provenientes del adulto: 
entonces se darían todas las condiciones para una comprensión adecuada «ex¬ 
trafamiliar» de la libido. Pero, más a menudo, sólo se trata de la organización 
familiar en sí misma, que se supone vivida por el niño como un microcosmos, 
y después proyectada en el devenir adulto y social 32 . Desde este punto de vista, 
la discusión no puede girar más que entre sostenedores de una interpretación 
cultural y sostenedores de una interpretación simbólica o estructural de esta 
misma organización. 

Añadamos un segundo postulado común a los culturalistas y a los sim¬ 
bolistas. Todos admiten, al menos entre nosotros, en nuestra sociedad patriar¬ 
cal y capitalista, que Edipo es algo cierto (incluso si señalan, como Fromm, los 
elementos de un nuevo matriarcado). Todos admiten que nuestra sociedad es 
el punto fuerte de Edipo: punto a partir del cual se encontrará en todo lugar 
una estructura edípica, o bien, al contrario, se deberán variar los términos y las 
relaciones en complejos no edípicos, pero no por ello menos «familiares». Por 
esta razón, toda nuestra crítica precedente se dirigió contra Edipo tal como se 
considera que funciona y prevalece entre nosotros: no hay que atacar a Edipo 
en el punto más débil (los salvajes), sino en el punto más fuerte, al nivel del 
eslabón más fuerte, mostrando la desfiguración que implica y realiza en la 
producción deseante, las síntesis del inconsciente, las catexis libidinales en 
nuestro medio cultural y social. No es que Edipo no sea nada entre nosotros: 

32. Mikel Dufrenne, al analizar los conceptos de Kardiner, plantea estas cuestiones esen¬ 
ciales: ¿es la familia lo «primario» y lo político, lo económico, lo social, tan sólo secundarios? 
¿Quién es primero desde el punto de vista de la libido, la catexis familiar o bien la catexis social? 
Metodológicamente ¿hay que ir del niño al adulto o del adulto al niño? (La Personnalité de base, 
P.U.F., 1953, págs. 287 y sg.) 


181 


no hemos cesado de decir que condnuamente se pedía por él; e incluso una 
tentativa tan profunda como la de Lacan para sacudir el yugo de Edipo ha 
sido interpretada como un medio inesperado para recargarlo y encerrarlo en 
el bebé y el esquizo. Ciertamente, no es sólo legítimo, sino indispensable, 
que la explicación etnológica o histórica no esté en contradicción con nuestra 
organización actual o que ésta contenga a su manera los elementos básicos de 
la hipótesis etnológica. Es lo que Marx decía recordando las exigencias de una 
historia universal; pero, añadía, con la condición de que la organización actual 
sea capaz de criticarse a sí misma. Ahora bien, apenas vemos la autocrítica de 
Edipo en nuestra organización, de la que forma parte el psicoanálisis. Es justo, 
en ciertos aspectos, cuestionar todas las formaciones sociales a partir de Edipo. 
Pero no porque Edipo sea una verdad del inconsciente particularmente descu¬ 
brióle en nosotros; al contrario, porque es una mixtificación del inconsciente 
que no ha triunfado entre nosotros más que a fuerza de subir sus piezas y 
engranajes a través de las formaciones anteriores. En este sentido es universal. 
Por tanto, en la sociedad capitalista, al nivel más fuerte, la crítica de Edipo 
siempre debe retomar su punto de partida y recobrar su punto de llegada. 

Edipo es un límite. Pero límite tiene muchas acepciones, puesto que 
puede estar al principio como acontecimiento inaugural, poseyendo el pa¬ 
pel de una matriz, o bien en medio, como función estructural que asegura 
la mediación de los personajes y el fundamento de sus relaciones, o bien al 
final, como determinación escatológica. Ahora bien, como hemos visto, sólo 
en esta última acepción Edipo es un límite. La producción deseante también. 
Pero, justamente, esta misma acepción posee muchos y diversos sentidos. En 
primer lugar, la producción deseante está en el límite de la producción social; 
los flujos descodificados en el límite de los códigos y de las territorialidades; 
el cuerpo sin órganos en el límite del socius. Se hablará de límite absoluto 
cada vez que los esquizo-flujos pasen a través del muro, mezclen todos los 
códigos y desterritorialicen el socius: el cuerpo sin órganos es el socius dester- 
ritorializado, desierto por el que corren los flujos descodificados del deseo, 
fin del mundo, apocalipsis. En segundo lugar, sin embargo, el límite relativo 
no es más que la formación social capitalista, ya que maquina y hace correr 
flujos efectivamente descodificados, pero sustituyendo los códigos por una 
axiomática contable aun más opresiva. De tal modo que el capitalismo, de 
acuerdo con el movimiento por el que se opone a su propia tendencia, no cesa 
de aproximarse al muro al mismo tiempo que lo echa hacia atrás. La esquizo¬ 
frenia es el límite absoluto, pero el capitalismo es el límite relativo. En tercer 
lugar, no hay formación social que no presente o prevea la forma real bajo la 


182 


que corre el riesgo de que le llegue el límite y que con todas sus fuerzas con¬ 
jura. De ahí la obstinación con que las formaciones anteriores al capitalismo 
encierran al mercader y al técnico, impidiendo que flujos de dinero y flujos de 
producción tomen una autonomía que destruiría sus códigos. Tal es el límite 
real. Y cuando tales sociedades chocan con este límite real, reprimido desde 
dentro, pero que vuelve desde fuera, ven en ello con melancolía el signo de su 
próxima muerte. Por ejemplo, Bohannan describe la economía de los Tiv que 
codifica tres clases de flujos, bienes de consumo, bienes de prestigio, mujeres 
y niños. Cuando llega el dinero no puede ser codificado más que como un 
bien de prestigio y, sin embargo, los comerciantes lo utilizan para apropiarse 
de los sectores de bienes de consumo tradicionalmente retenidos por las mu¬ 
jeres: todos los códigos vacilan. Lo más seguro, empezar con dinero y acabar 
con dinero es una operación que no puede expresarse en términos de código; 
viendo los camiones que parten hacia la exportación, «los más ancianos de los 
Tiv deploran esta situación y saben lo que ocurre, pero no saben hacia dónde 
dirigir su queja» 33 , la dura realidad. Pero, en cuarto lugar, este límite inhibi¬ 
do del interior ya estaba proyectado en un principio primordial, una matriz 
mítica como límite imaginario. ¿Cómo imaginar esa pesadilla, la invasión del 
socius por flujos no codificados, que se deslizan como la lava? Una ola de 
mierda irreprimible como en el mito del Fourbe, o bien el influjo germinal 
intenso, el más acá del incesto como en el mito del Yurugu, que introduce el 
desorden en el mundo actuando como representante del deseo. De donde, por 
último y en quinto lugar, la importancia de la tarea que consiste en desplazar 
el límite: hacerlo pasar al interior del socius, en medio, entre un más allá de 
alianza y el más acá filiativo, entre una representación de alianza y el represent¬ 
ante de filiación, del mismo modo como se conjuran las temidas fuerzas de 
un río socavándole un lecho artificial o desviándolo en mil pequeños arroyos 
poco profundos. Edipo es este límite desplazado. Sí, Edipo es universal. Pero 
la equivocación radica en haber creído en la siguiente alternativa: o bien es un 
producto del sistema represión general-represión y entonces no es universal, o 
bien es universal y es posición de deseo. En verdad, es universal porque es el 
desplazamiento del límite que frecuenta todas las sociedades, lo representado 
desplazado que desfigura lo que todas las sociedades temen absolutamente 
como su más profundo negativo, a saber, los flujos decodificados del deseo. 

Con esto no decimos que este límite universal edípico esté «ocupado», es¬ 
tratégicamente ocupado, en todas las formaciones sociales. Debemos tomar en 

33. Laura y Paul Bohannan, The Tiv of Central Nigeria, International African Institute, 
Londres, 1953. 


183 


todo su sentido la observación de Kardiner: un hindú o un esquimal pueden 
soñar Edipo sin estar por ello sometidos al complejo, sin «tener el complejo» 34 . 
Para que Edipo sea ocupado son indispensables un cierto número de con¬ 
diciones: es preciso que el campo de producción y de reproducción sociales 
se haga independiente de la reproducción familiar, es decir, de la máquina 
territorial que declina alianzas y filiaciones; es preciso que en favor de esta 
independencia los fragmentos de cadena separables se conviertan en un ob¬ 
jeto separado trascendente que aplaste su polivocidad; es preciso que el objeto 
separado (falo) realice una especie de pliegue, de aplicación o de proyección, 
proyección del campo social definido como conjunto de partida sobre el cam¬ 
po familiar, ahora definido como conjunto de llegada, e instaure una red de 
relaciones bi-unívocas entre ambos. Para que Edipo sea ocupado no basta con 
que sea un límite o un representado desplazado en el sistema de la represen¬ 
tación, es preciso que emigre al seno de este sistema y que él mismo vaya a 
ocupar el lugar de representante del deseo. Estas condiciones, inseparables de 
los paralogismos del inconsciente, son realizadas en la formación capitalista 
—todavía implican algunos arcaísmos tomados de las formaciones imperi¬ 
ales bárbaras, principalmente la posición del objeto trascendente. El estilo 
capitalista fue perfectamente descrito por Lawrence, «nuestro orden de co¬ 
sas democrático, industrial, estilo mi-amorcito-querido-quiero-ver-a-mamá». 
Ahora bien, por una parte, es evidente que las formaciones primitivas no 
cumplen en modo alguno esas condiciones. Precisamente porque la familia, 
abierta sobre las alianzas, es coextensiva y adecuada al campo social histórico, 
porque anima la propia reproducción social, porque moviliza o hace pasar los 
fragmentos separables sin convertirlos nunca en objeto separado — ninguna 
proyección, ninguna aplicación es posible que responda a la fórmula edípica 
3+1 (los cuatro esquinas del campo replegadas en 3, como un mantel, más el 
término trascendente realizando el plegado). «Elablar, cambiar, bailar y dejar 
correr, hasta orinar en el seno de la comunidad de los hombres...», dice el 
propio Parin para expresar la fluidez de los flujos y de los códigos primitivos 35 . 


34. Abraham Kardiner, The Individual and his Society, pág. 248. 

35- Paul Parin y col., Les Blancspensent trop, 1963, tr. fr. Payot, pág. 432. Sobre la coex- 
tinsividad de los matrimonios con el campo social primitivo, cf. las observaciones de Jaulin, La 
Paix blanche, pág. 256: «Los matrimonios no están regidos por leyes de parentesco, obedecen a 
una dinámica mucho más compleja, menos petrificada, cuya invención utiliza un número más 
importante de coordenadas... Los matrimonios son más fácilmente una especulación sobre el 
futuro que sobre el pasado, y de todos modos esos matrimonios y su especulación son muestra 
de lo complejo, no de lo elemental, nunca de lo petrificado. La razón no es en modo alguno que 
el hombre no conoce las leyes más que para violarlas...», tontería del concepto de transgresión. 


184 


En el seno de la sociedad primitiva siempre se permanece en el 4 + n, en el 
sistema de los antepasados y de los aliados. En vez de pretender que Edipo 
aquí no acabe de existir, mejor pretender que no llega a empezar; siempre nos 
detenemos ante el 3 + 1 y, si hay un Edipo primitivo, es un neg-Edipo, en el 
sentido de una neg-entropía. Edipo es límite o representado desplazado, pero 
de tal modo que cada miembro del grupo siempre está más acá o más allá, sin 
ocupar nunca la posición (he ahí lo que Kardiner supo ver en la fórmula que 
citamos). La colonización proporciona la existencia a Edipo, pero un Edipo 
resentido por lo que es, pura opresión, en la medida que supone que estos 
Salvajes están privados del control de su producción social, maduros para ser 
plegados con lo único que les queda, y, aún, la reproducción familiar que se 
les impone edipizada no menos que alcohólica o enfermiza. 

Por otra parte, cuando en la sociedad capitalista las condiciones se cum¬ 
plen, no debemos creer por ello que Edipo deja de ser lo que es, simple rep¬ 
resentado desplazado que viene a ocupar el lugar del representante del deseo, 
cogiendo al inconsciente en la trampa de sus paralogismos, aplastando toda 
la producción deseante, sustituyendo en ella un sistema de creencias. Nunca 
es causa: Edipo depende de una catexis social previa de un determinado tipo, 
apta para volcarse sobre las determinaciones de familia. Se objetará que tal 
principio quizás vale para el adulto, pero no para el niño. Pero, precisamente, 
Edipo empieza en la cabeza del padre. Y no con un comienzo absoluto: no 
se forma más que a partir de las catexis que el padre efectúa sobre el campo 
social histórico. Y si pasa al hijo, no es en virtud de una herencia familiar, sino 
de una relación mucho más compleja que depende de la comunicación de los 
inconscientes. De tal modo que, incluso en el niño, lo cargado o catexizado a 
través de los estímulos familiares es aún el campo social y todo un sistema de 
cortes y de flujos extra-familiares. Que el padre sea primero con respecto al 
niño sólo puede comprenderse analíticamente en función de esa otra primacía, 
la de las catexis y contracatexis sociales con respecto a las catexis familiares: 
más adelante lo veremos al nivel de un análisis de los delirios. Pero si Edipo 
ya aparece como un efecto es porque forma un conjunto de llegada (la familia 
que se ha convertido en microcosmos) sobre el que se vuelca la producción y 
la reproducción capitalistas, cuyos órganos y agentes no pasan del todo por 
una codificación de los flujos de alianza y filiación, sino por una axiomática 
de los flujos descodificados. La formación de soberanía capitalista desde ese 
momento necesita de una formación colonial íntima que le responda, sobre 
la que se aplica y sin la cual no apresaría las producciones del inconsciente. 

¿Qué decir, en esas condiciones, de la relación etnología-psicoanálisis? 


185 


¿Hay que contentarse con un paralelismo inseguro en el que ambos se miran 
con perplejidad, oponiendo dos sectores irreductibles del simbolismo? ¿Un 
sector social de los símbolos y un sector sexual que constituiría una especie de 
universal privado, de universal-individual? (entre ambos, transversales, puesto 
que el simbolismo social puede convertirse en materia sexual y la sexualidad 
en rito de agregación social). Pero el problema así planteado es demasiado 
teórico. Prácticamente, el psicoanalista a menudo tiene la pretensión de expli¬ 
car al etnólogo lo que quiere decir el símbolo: quiere decir el falo, la castración, 
el Edipo. Pero el etnólogo pregunta otra cosa y se pregunta sinceramente para 
qué pueden servirle las interpretaciones psicoanalíticas. La dualidad, por tanto, 
se desplaza, ya no está entre dos sectores, sino entre dos clases de cuestiones: 
«¿Qué quiere decir eso?» y «¿Para qué sirve?» Para qué sirve no sólo al etnólo¬ 
go, sino para qué sirve y cómo funciona en la formación misma que utiliza el 
símbolo 36 . Lo que una cosa quiere decir no es seguro que sirva para lo que es. 
Por ejemplo, es posible que Edipo no sirva para nada, ni a los psicoanalistas 
ni al inconsciente. ¿Para qué serviría el falo, inseparable de la castración que 
nos retira su uso? Se dice, por supuesto, que no hay que confundir el signifi¬ 
cado con el significante. Pero, ¿el significante nos permite salir de la cuestión 
«qué quiere decir eso»? ¿es algo más que esta misma cuestión cerrada? Aún 
estamos en el domino de la representación. Los verdaderos malentendidos, 
los malentendidos prácticos entre etnólogos (o helenistas) y psicoanalistas, no 
provienen de un desconocimiento o de un reconocimiento del inconsciente, 
de la sexualidad, de la naturaleza fálica del simbolismo. Sobre este punto todo 
el mundo en principio podría estar de acuerdo: todo es sexual y sexuado de 
un cabo a otro. Todo el mundo lo sabe, empezando por los usuarios. Los 
malentendidos prácticos provienen más bien de la diferencia profunda entre 
ambas clases de cuestiones. Sin nunca formularlo claramente, los etnólogos 
y los helenistas piensan que un símbolo no se define por lo que quiere decir, 
sino por lo que hace y lo que se hace de él. Eso siempre quiere decir el falo, o 
algo parecido, sólo que lo que eso quiere decir no dice para qué sirve eso. En 
una palabra, no hay interpretación etnológica por la simple razón de que no 
hay material etnográfico: sólo hay usos y funcionamientos. Sobre este punto es 
posible que los etnólogos tengan muchas cosas que enseñar a los psicoanalis¬ 
tas: sobre la inimportancia del «qué quiere decir eso». Cuando los helenistas se 
oponen al Edipo freudiano, debemos evitar creer que oponen otras interpre- 

36. Roger Bastide ha desarrollado sistemáticamente la teoría de los dos sectores simbó¬ 
licos, Sociologie etpsychanalyse, P.U.F., 1950. Sin embargo, partiendo de un punto de vista al 
principio análogo, E. R. Leach desplaza la dualidad, la hace pasar entre la cuestión del sentido 
y la del uso, y de ese modo cambia el ámbito del problema: cf. «Magical Hair». 


186 


taciones a la interpretación psicoanalítica. Es posible que los etnólogos y los 
helenistas coaccionen a los psicoanalistas a que por fin descubran algo similar: 
a saber, que no hay material inconsciente ni interpretación psicoanalítica, sino 
sólo usos, usos analíticos de las síntesis del inconsciente, que ya no se dejan 
definir por la asignación de un significante ni por la determinación de signifi¬ 
cados. Cómo marcha eso es la única cuestión. El esquizoanálisis renuncia a 
toda interpretación, ya que deliberadamente renuncia a descubrir un material 
inconsciente: el inconsciente no quiere decir nada. En cambio, el inconsciente 
construye máquinas, que son las del deseo, y cuyo uso y funcionamiento el 
esquizoanálisis descubre en la inmanencia con las máquinas sociales. El in¬ 
consciente no dice nada, maquina. No es expresivo o representativo, sino pro¬ 
ductivo. Un símbolo es únicamente una máquina social que funciona como 
máquina deseante, una máquina deseante que funciona en la máquina social, 
una catexis de la máquina social por el deseo. 

A menudo se ha dicho y demostrado que una institución, no más que 
un órgano, no se explicaba por su uso. Una formación biológica, una forma¬ 
ción social no se forman de la misma manera como funcionan. De ese modo, 
no hay funcionalismo biológico, sociológico, lingüístico, etc., al nivel de los 
grandes conjuntos especificados. Sin embargo, no ocurre lo mismo con las 
máquinas deseantes en tanto que elementos moleculares: en este caso, el uso, 
el funcionamiento, la producción, la formación, forman una unidad. Y esta 
síntesis de deseo explica, bajo tales o cuales condiciones determinadas, los con¬ 
juntos molares con su uso específico en un campo biológico, social o lingüís¬ 
tico. Las grandes máquinas molares suponen vínculos preestablecidos que su 
funcionamiento no explica, puesto que se desprenden de él. Sólo las máqui¬ 
nas deseantes producen los vínculos según los cuales funcionan, y funcionan 
improvisándolos, inventándolos, formándolos. Un funcionalismo molar, por 
tanto, es un funcionalismo que no ha ido bastante lejos, que no ha alcanzado 
esas regiones donde el deseo maquina, independientemente de la naturaleza 
macroscópica de lo que maquina: elementos orgánicos, sociales, lingüísticos, 
etc., puestos a cocer todos juntos en una misma marmita. El funcionalismo 
no debe conocer otras unidades-multiplicidades que las máquinas deseantes 
mismas y las configuraciones que forman en todos los sectores de un campo 
de producción (el «hecho total»). Una cadena mágica reúne vegetales, trozos 
de órganos, un pedazo de vestido, una imagen de papá, fórmulas y palabras: 
no nos preguntaremos lo que eso quiere decir, sino qué máquina está de ese 
modo montada, qué flujos y qué cortes, con respecto a otros cortes y otros 
flujos. Al analizar el simbolismo de la rama bifurcada en los Ndembu, Victor 


187 


Turner muestra que los nombres que se le dan forman parte de una cadena 
que asimismo moviliza las especies y propiedades de los árboles de la que es 
sacada, los nombres de esas especies y los procedimientos técnicos con los 
que es tratada. Se extrae tanto de los flujos materiales como en las cadenas 
significantes. El sentido exegético (lo que se dice de la cosa) no es más que un 
elemento entre otros, y es menos importante que el uso operatorio (lo que se 
hace de ella) o el funcionamiento posicional (la relación con otras cosas en 
un mismo complejo), según los cuales el símbolo nunca está en una relación 
bi-unívoca con lo que querría decir, sino que siempre posee una multiplicidad 
de referentes, «siempre multivocal y polívoco» 37 . Al analizar el objeto mágico 
buti de los kukuya del Congo, Pierre Bonafé muestra cómo es inseparable de 
las síntesis prácticas que lo producen, lo registran y lo consumen: la conexión 
parcial y no específica que compone fragmentos del cuerpo con los de un 
animal; la disyunción inclusiva que registra el objeto en el cuerpo del sujeto 
y lo transforma en hombre-animal; la conjunción residual que hace sufrir al 
«resto» un largo viaje antes de enterrarlo o sumergirlo 38 . Si los etnólogos en la 
actualidad vuelven a estar interesados por el concepto hipotético de fetiche se 
debe, ciertamente, a la influencia del psicoanálisis. Sin embargo, parece que 
el psicoanálisis les da tantas razones para dudar de la noción como de atraer 
su atención. El etnólogo tiene la sensación de que hay un problema de poder 
político, de fuerza económica, de poder religioso inseparable del fetiche, in¬ 
cluso cuando su uso es individual y privado. Por ejemplo, el cabello, los ritos 
de corte y de peinado: ¿es interesante llevar estos ritos a la entidad falo como 
si significase la «cosa separada» y encontrar en todas partes al padre como 
representante simbólico de la separación? ¿No es quedar al nivel de lo que eso 
quiere decir? El etnólogo se encuentra ante un flujo de cabello, los cortes de 


37. Victor W. Turner, «Themes in the Symbolism of Ndembu Hunting Ritual», en Myth 
and Cosmos, Natural History Press, 1967, págs. 249-269. 

38. . Pierre Bonnafé, «Objet magique, sorcellerie et fétichisme», Nouvelle revue depsy- 
chanalyse, núrn. 2, 1970 («Los kukuya afirman que la naturaleza del objeto es poco importante: 
lo esencial es que actúe»). Cf. también Alfred Adler, L’Ethnologue et les fetiches. El interés de este 
número de la N.R.Ps. consagrado a los «objetos del fetichismo» radica en que los etnólogos 
no oponen una teoría a otra, sino que se preguntan sobre el alcance de las interpretaciones 
psicoanalíticas en función de su propia práctica de etnólogos y de las prácticas sociales que 
estudian. En una memoria titulada Les interprétations de Turner (Faculté de Nanterre), Eric Lau- 
rent ha sabido plantear profundamente los problemas de método a este respecto: la necesidad 
de efectuar una serie de inversiones y de privilegiar el uso sobre la exégesis o la justificación, la 
productividad sobre la expresividad, el estado contemporáneo del campo social sobre los mitos 
cosmológicos, el ritual precisado sobre los modelos estructurales, el «drama social», la táctica y 
la estrategia políticas sobre los diagramas de parentesco. 


188 


ese flujo, lo que pasa de un estado a otro a través del corte. Como dice Leach, 
el cabello en tanto que objeto parcial o parte separable del cuerpo no repre¬ 
senta un falo agresor y separado; es algo en sí mismo, una pieza material en un 
aparato de agredir, en una máquina de separar. 

Una vez más, no se trata de saber si el fondo de un rito es sexual o si hay 
que tener en cuenta dimensiones políticas, económicas y religiosas que irían 
más allá de la sexualidad. En tanto que se plantee el problema de ese modo, 
en tanto que se imponga una elección entre la libido y el numen, se acentuará 
el malentendido entre etnólogos y psicoanalistas — del mismo modo como 
no deja de acentuarse entre helenistas y psicoanalistas a propósito de Edipo. 
Edipo, el déspota del pie deforme, es evidentemente toda una historia política 
que enfrenta a la máquina despótica con la vieja máquina territorial primi¬ 
tiva (de donde la negación y la persistencia de la autoctonía, señaladas por 
Lévi-Strauss). Pero esto no es suficiente, por el contrario, para desexualizar el 
drama. De hecho, se trata de saber cómo se conciben la sexualidad y la catexis 
libidinal. ¿fday que relacionarlas con un acontecimiento o con un «sentimien¬ 
to», que permanece a pesar de todo familiar e íntimo, el íntimo sentimiento 
edípico, incluso cuando es interpretado estructuralmente, en nombre del sig¬ 
nificante puro? ¿O bien hay que abrirlas a las determinaciones de un campo 
social histórico donde lo económico, lo político, lo religioso están catexizados 
por la libido por sí mismos, y no son los derivados de un papá-mamá? En 
el primer caso se consideran grandes conjuntos molares, grandes máquinas 
sociales — lo económico, lo político, etc. — con el riesgo de buscar lo que 
quieren decir al aplicarlos a un conjunto familiar abstracto que se considera 
que contienen el secreto de la libido: de ese modo permanecemos en el marco 
de la representación. En el segundo caso superamos estos grandes conjuntos, 
comprendida la familia, llegando a los elementos moleculares que forman las 
piezas y engranajes de máquinas deseantes. Buscamos de qué modo funcionan 
esas máquinas deseantes, de qué modo catexizan y subdeterminan las mᬠ
quinas sociales que a gran escala constituyen. De ese modo llegamos a las 
regiones de un inconsciente productivo, molecular, micrológico o microp- 
síquico, que ya no quiere decir nada y ya no representa nada. La sexualidad 
ya no es considerada como una energía específica que une personas deriva¬ 
das de los grandes conjuntos, sino como la energía molecular que conecta 
moléculas-objetos parciales (libido), que organiza disyunciones inclusivas 
sobre la molécula gigante del cuerpo sin órganos (numen), y distribuye los 
estados según dominios de presencia o zonas de intensidad (voluptas). Pues 
las máquinas deseantes son exactamente eso: la microfísica del inconsciente, 


189 


los elementos del micro-inconsciente. Sin embargo, en tanto que tales, nunca 
existen independientemente de los conjuntos molares históricos, de las for¬ 
maciones sociales macroscópicas que estadísticamente constituyen. En este 
sentido no hay más que el deseo y lo social. Bajo las catexis conscientes de las 
formaciones económicas, políticas, religiosas, etc., hay catexis sexuales incon¬ 
scientes, micro-catexis que manifiestan el modo como el deseo está presente 
en un campo social y cuyo campo se asocia como el dominio estadísticamente 
determinado que le está vinculado. Las máquinas deseantes funcionan en las 
máquinas sociales, como si guardasen su propio régimen en el conjunto molar 
que, por otra parte, forman al nivel de los grandes números. Un símbolo, 
un fetiche, son manifestaciones de máquina deseante. La sexualidad no es en 
modo alguno una determinación molar representable en un conjunto familiar, 
es la subdeterminación molecular funcionando en los conjuntos sociales, y 
secundariamente familiares, que trazan el campo de presencia y de producción 
del deseo: todo un inconsciente no-edípico que producirá a Edipo sólo como 
una de sus formaciones estadísticas secundarias («complejos»), al final de una 
historia que pone en juego el devenir de las máquinas sociales, con su régimen 
comparado al de las máquinas deseantes. 


* 


* * 


Aunque la representación siempre es una represión general-represión de 
la producción deseante, lo es, sin embargo, de muy diversas maneras, según la 
formación social considerada. El sistema de la representación a nivel profundo 
tiene tres elementos: el representante reprimido, la representación reprimente 
y el representado desplazado. Pero las instancias que vienen a efectuarlas son 
variables, hay migraciones en el sistema. No tenemos ninguna razón para creer 
en la universalidad de un solo y mismo aparato de represión socio-cultural. 
Podemos hablar de un coeficiente de afinidad más o menos grande entre las 
máquinas sociales y las máquinas deseantes, según que sus regímenes respec¬ 
tivos sean más o menos parecidos, según que las segundas tengan más o menos 
facilidad para hacer pasar sus conexiones y sus interacciones en el régimen 
estadístico de las primeras, según que las primeras realicen menos o más un 
movimiento de despegue con respecto a las segundas, según que los elementos 
mortíferos permanezcan presos en el mecanismo del deseo, encajados en la 
máquina social, o al contrario se unan en un instinto de muerte extendido en 
toda la máquina social y que aplasta el deseo. El factor principal en todos estos 
aspectos es el tipo o el género de inscripción social, su alfabeto, sus caracteres: 


190 


la inscripción sobre el socius es en efecto el agente de una represión secundaria 
o «propiamente dicha», que necesariamente está en relación con la inscrip¬ 
ción deseante del cuerpo sin órganos y con la represión originaria que ésta 
ya ejerce en el dominio del deseo; ahora bien, esta relación es esencialmente 
variable. Siempre hay represión social, pero el aparato de represión varía, prin¬ 
cipalmente según lo que desempeña el papel del representante sobre el que 
se ejerce. Es posible, en este sentido, que los códigos primitivos, en el mismo 
momento en que se ejercen con un máximo de vigilancia y de extensión sobre 
los flujos del deseo, encadenándoles en un sistema de la crueldad, guarden 
mucha más afinidad con las máquinas deseantes que la axiomática capitalista, 
que, sin embargo, libera flujos descodificados. Ocurre que el deseo todavía no 
está cogido en la trampa, todavía no ha sido introducido en un conjunto de 
atolladeros, los flujos no han perdido su polivocidad y el simple representado 
en la representación todavía no ha tomado el lugar del representante. Para 
evaluar en cada caso la naturaleza del aparato.de represión y sus efectos sobre 
la producción deseante, hay que tener en cuenta no sólo los elementos de la 
representación tal como se organizan en profundidad, sino la manera como 
la misma representación se organiza en la superficie, sobre la superficie de 
inscripción del socius. 

La sociedad no es cambista, el socius es inscriptor: no intercambiar, sino 
marcar los cuerpos, que son de la tierra. Hemos visto que el régimen de la 
deuda se derivaba directamente de las exigencias de la inscripción salvaje. Pues 
la deuda es la unidad de alianza y la alianza es la representación misma. La 
alianza codifica los flujos del deseo y, por la deuda, realiza en el hombre una 
memoria de las palabras. Reprime la gran memoria filiativa intensa y muda, el 
influjo germinal como representante de los flujos no codificados que lo sumer¬ 
giría todo. La deuda compone las alianzas con las filiaciones, que se han vuelto 
extensas, para formar y forjar un sistema en extensión (representación) sobre 
la represión de las intensidades nocturnas. La alianza-deuda responde a lo que 
Nietzsche describía como el trabajo prehistórico de la humanidad: servirse 
de la mnemotecnia más cruel, en plena carne, para imponer una memoria 
de las palabras sobre la base de la represión de la vieja memoria bio-cósmica. 
He ahí por qué es tan importante ver en la deuda una consecuencia directa 
de la inscripción primitiva, en lugar de convertirla (y convertir a las inscrip¬ 
ciones mismas) en un medio indirecto del intercambio universal. La cuestión 
que Mauss al menos dejó abierta: ¿es anterior la deuda con respecto al inter¬ 
cambio o no es más que un modo de intercambio, un medio al servicio del 
intercambio?, Lévi-Strauss parece que la cierra con una respuesta categórica: 


191 


la deuda no es más que una superestructura, una forma consciente en la que 
se monetiza la realidad social inconsciente del intercambio 39 . No se trata de 
una discusión teórica sobre los fundamentos; toda la concepción de la prác¬ 
tica social y los postulados transmitidos por esta práctica se encuentran aquí 
introducidos; y todo el problema del inconsciente. Pues si el intercambio es 
el fondo de todas las cosas, ¿por qué es preciso que no tenga el aspecto de un 
intercambio? ¿Por qué es preciso que sea una donación, o una contradonación 
y no un intercambio? ¿Y por qué es preciso que el donador, para mostrar que 
ni siquiera espera un intercambio diferido, actúe como el que ha sido robado? 
El robo impide a la donación y la contradonación que entren en una relación 
de intercambio. El deseo ignora el intercambio, no conoce más que el robo y la 
donación, a veces uno dentro del otro bajo el efecto de una homosexualidad 
primaria. Así por ejemplo, la máquina amorosa anti-intercambio que Joyce 
encuentra en los Exilados, y Klossowski en Roberte. «Todo ocurre como si, en 
la ideología gourmantché, una mujer sólo pudiese ser dada (y así tenemos el 
lityuatieli) o arrebatada, raptada, en cierta manera robada (y así tenemos el 
lipwotali); toda unión que pueda aparecer demasiado claramente como el re¬ 
sultado de un intercambio directo entre dos linajes o segmentos de linajes está, 
en esta sociedad, si no prohibida, ampliamente desaprobada» 40 . ¿Diremos que 
si el deseo ignora el intercambio es porque el intercambio es el inconsciente 
del deseo? ¿Sería ello en virtud de las exigencias del intercambio generalizado? 
Pero, ¿con qué derecho podemos declarar que los cortes de deuda son secunda¬ 
rios con respecto a una totalidad «más real»? Sin embargo, el intercambio es 
conocido, perfectamente conocido —pero como lo que debe ser conjurado, 
encajonado, severamente cuadriculado, para que no desarrolle ningún valor 
correspondiente como valor de intercambio que introduciría la pesadilla de 
una economía mercantil. El mercado primitivo procede por regateo más que 
por fijación de un equivalente que implicaría una descodificación de los flujos 
y el desmoronamiento del modo de inscripción sobre el socius. Nos vemos 

39. Lévi-Strauss, «Introduction á l’ouvre de Marcel Mauss», en Mauss, Sociologie et 
anthropologie, P.U.F., págs. 38-39 (tr. cast. Ed. Tecnos, 1979). Y Structures élémentai- res de la 
parenté, pág. 209: «Explicar por qué el sistema de intercambio generalizado ha permanecido 
subyacente y a qué causas es debido el hecho de que el sistema explícito esté formulado en 
términos muy diferentes.» Cómo a partir de este principio Lévi- Strauss llega a una concep¬ 
ción del inconsciente como forma vacía, indiferente a las pulsiones del deseo, cf. Anthropologie 
structurale, pág. 224. Cierto es que la serie de las Mythologiques elabora una teoría de los códi¬ 
gos primitivos, codificaciones de flujos y de órganos, que desborda por todas partes semejante 
concepción basada en el intercambio. 

40. Michel Cartry, «Clans, lignages et groupements familiaux chez les Gourt- mantché», 
L’Homme, avril 1966, pág. 74. 


192 


conducidos al punto de partida: que el intercambio sea inhibido no declara 
nada en favor de su realidad primera, sino que demuestra, al contrarío, que 
lo esencial no es intercambiar, sin inscribir, marcar. Y cuando se convierte 
al intercambio en una realidad inconsciente, por más que se invoquen los 
derechos de la estructura y la necesaria inadecuación de las actitudes y de las 
ideologías con respecto a esa estructura, no se hace más que hipostasiar los 
principios de una psicología cambista para dar cuenta de instituciones de las 
que, por otra parte, se reconoce que no pertenecen al intercambio. Y sobre 
todo, ¿no reducimos así al inconsciente a una forma vacía en la que el deseo 
mismo está ausente y expulsado? Una forma tal puede definir un preconsci¬ 
ente, pero de seguro no el inconsciente. Pues si es verdad que el inconsciente 
no tiene material o contenido, ciertamente no es en provecho de una forma 
vacía, sino porque siempre es una máquina funcionante, máquina deseante y 
no estructura anoréxica. 

La diferencia entre máquina y estructura aparece en los postulados que 
animan implícitamente la concepción estructural cambista del socius, con 
los correctivos que es preciso introducir para que la estructura pueda fun¬ 
cionar. En primer lugar, difícilmente se evita en las estructuras de parentesco 
el hacer como si las alianzas se derivasen de las líneas de filiación y de sus 
relaciones, aunque las alianzas laterales y los bloques de deuda condicionen las 
filiaciones extensas en el sistema en extensión, y no a la inversa. En segundo 
lugar, se tiende a convertir a este último en una combinatoria lógica, en lugar 
de tomarlo por lo que es, sistema físico en el que se reparten las intensidades, 
de las que unas se anulan y bloquean una corriente, de las que otras hacen 
pasar la corriente, etc.: la objeción que dice que las cualidades desarrolladas 
en el sistema no son tan sólo objetos físicos, «sino también dignidades, cargos, 
privilegios», parece indicar un desconocimiento del papel de los inconmesura¬ 
bles y de las desigualdades en las condiciones del sistema. Precisamente, en 
tercer lugar, la concepción estructural cambista tiende a postular una espe¬ 
cie de equilibrio de precios, de equivalencia o igualdad primeras en los prin¬ 
cipios, incluso si explica que las desigualdades se introducen necesariamente 
en las consecuencias. Nada es más significativo, a este respecto, que la polé¬ 
mica entre Lévi-Strauss y Leach sobre el matrimonio kachin; al invocar un 
«conflicto entre las condiciones igualitarias del intercambio generalizado y sus 
consecuencias aristocráticas», Lévi-Strauss actúa como si Leach creyese que 
el sistema estaba en equilibrio. Sin embargo, el problema es muy distinto: se 
trata de saber si el desequilibrio es patológico y de consecuencia, como cree 


193 


Lévi-Strauss, o si es funcional y de principio, como piensa Leach 41 . ¿La inesta¬ 
bilidad es derivada con respecto a un ideal de intercambio, o bien ya dada en 
los presupuestos, comprendida en la heterogeneidad de los términos que com¬ 
ponen las prestaciones y contraprestaciones? Cuantas más atención se conceda 
a las transacciones económicas y políticas que las alianzas transmiten, a la 
naturaleza de las contraprestaciones que vienen a compensar el desequilibrio 
de las prestaciones de mujeres, y generalmente a la manera original como el 
conjunto de las prestaciones es evaluado en una sociedad particular, mejor 
aparece el carácter necesariamente abierto del sistema en extensión, así como 
el mecanismo primitivo de la plusvalía como plusvalía de código. Pero —y 
éste es el cuarto punto— la concepción cambista necesita postular un sistema 
cerrado, estadísticamente cerrado, y aportar a la estructura el apoyo de una 
convicción psicológica («la confianza en que el ciclo se volverá a cerrar»). No 
sólo la apertura esencial de los bloques de deudas según las alianzas laterales 
y las generaciones sucesivas, sino sobre todo la relación de las formaciones 
estadísticas con sus elementos moleculares se encuentran remitidas entonces a 
la simple realidad empírica en tanto que inadecuada al modelo estructural 42 . 
Ahora bien, todo esto, en último lugar, depende de un postulado que grava 
tanto a la etnología cambista como ha determinado a la economía política 
burguesa: la reducción de la reproducción social a la esfera de la circulación. 
Se retiene el movimiento objetivo aparente tal como está descrito en el socius, 
sin tener en cuenta la instancia real que lo inscribe y las fuerzas, económicas 
y políticas, con las que está inscrito; no se ve que la alianza es la forma bajo la 
que el socius se apropia las conexiones de trabajo en el régimen disyuntivo de 
sus inscripciones. «Desde el punto de vista de las relaciones de producción, 
en efecto, la circulación de las mujeres aparece como una repartición de la 
fuerza de trabajo, pero, en la representación ideológica que la sociedad se da 
de su base económica, este aspecto se borra ante las relaciones de intercambio 
que, sin embargo, son simplemente la forma que esta repartición toma en la 
esfera de la circulación: al aislar el momento de la circulación en el proceso de 
reproducción, la etnología ratifica esta representación» y proporciona toda su 
extensión colonial a la economía burguesa 43 . En ese sentido, creemos que lo 

41. Lévi-Strauss, Les Structures élémentaires de la parenté, págs. 306-308, y sobre la ma¬ 
nera como presenta la tesis de Leach, cf. págs. 276 y sg. Pero, sobre esta misma tesis, cf. Leach, 
Critique de l’anthropologie, 1966, tr. fr. P.U.F., págs. 152-154, 172-174. 

42. Lévi-Strauss, Les Structures élémentaires, págs. 222-223 (cf. la comparación estadís¬ 
tica con los ciclistas). 

43. Emmanuel Terray, Le Marxisme devant les sociétésprimitives, Maspero, 1969, pág. 
164. 


194 


esencial no es el intercambio y la circulación que dependen estrechamente de 
las exigencias de la inscripción, sino la inscripción misma, con sus rasgos de 
fuego, su alfabeto en los cuerpos y sus bloques de deudas. Nunca la estructura 
blanda funcionaría, y no haría circular, sin el duro elemento maquínico que 
preside las inscripciones. 

Las formaciones salvajes son orales, vocales, pero no porque carezcan de 
un sistema gráfico: un baile sobre la tierra, un dibujo sobre una pared, una 
marca sobre el cuerpo, son un sistema gráfico, un geografismo, una geografía. 
Estas formaciones son orales precisamente porque tienen un sistema gráfico 
independiente de la voz, que no se ajusta ni se subordina a ella, pero le es 
conectado, coordinado «en una organización en cierta manera radiante» y 
pluridimensional. (Y es preciso decir lo contrario de la escritura lineal: las 
civilizaciones no cesan de ser orales más que a fuerza de perder la independ¬ 
encia y las dimensiones propias del sistema gráfico; es al ajustarse a la voz que 
el grafismo la suplanta e induce una voz ficticia). Leroi-Gourhan ha descrito 
admirablemente estos dos polos heterogéneos de la inscripción salvaje o de 
la representación territorial: la pareja voz-audición y mano-grafía 44 . ¿Cómo 
funciona una máquina de ese tipo? Pues funciona: la voz es como una voz de 
alianza, a la que se coordina sin semejanza una grafía, del lado de la filiación 
extensa. Sobre el cuerpo de la muchacha se coloca la calabaza de la excisión. 
Proporcionada por el linaje del marido, la calabaza sirve de conductor a la 
voz de alianza; pero el grafismo debe ser trazado por un miembro del clan de 
la muchacha. La articulación de los dos elementos se realiza sobre el propio 
cuerpo y constituye el signo, que no es semejanza o imitación, ni efecto de 
significante, sino posición y producción de deseo: «Para que la transformación 
de la muchacha sea plenamente efectiva, es preciso que se realice un contacto 
directo entre el vientre de ésta, por una parte, y la calabaza y los signos inscri¬ 
tos sobre ella, por otra. Es preciso que la muchacha se impregne físicamente de 
los signos de la procreación y se los incorpore. La significación de los ideogra¬ 
mas nunca es enseñada a las muchachas durante su iniciación. El signo actúa 
por su inscripción en el cuerpo... La inscripción de una marca en el cuerpo no 
sólo tiene aquí valor de mensaje, sino que es un instrumento de acción que 
actúa sobre el mismo cuerpo... Los signos dominan las cosas que significan y 
el artesano de los signos, en vez de ser un simple imitador, realiza una obra que 
recuerda la obra divina» 45 . Pero, ¿cómo explicar el papel de la vista, indicado 

44. André Leroi-Gourhan, Le Geste et la parole, technique et langage, Albin- Michel, 
1964, págs. 270 sg., 290 sg. 

45. Michel Cartry, «La Calebasse de l’excision en pays gourmantché», Journal de la 
Société des ajricanistes, 1968, 2, págs. 223-225. 


195 


por Leroi-Gourhan, tanto en la contemplación del rostro que habla como 
en la lectura del grafismo manual? O más específicamente: ¿en virtud de qué 
el ojo es capaz de captar una terrible equivalencia entre la voz de alianza que 
inflige y obliga y el cuerpo afligido por el signo que una mano graba en él? 
¿No es preciso añadir un tercer lado a los otros dos, un tercer elemento del 
signo: ojo-dolor, además de voz-audición y mano-grafía? El paciente en los 
rituales de aflicción no habla, recibe la palabra. No actúa, es pasivo bajo la 
acción gráfica, recibe el tampón del signo. Y su dolor, ¿qué es sino un placer 
para el ojo que lo mira, el ojo colectivo o divino que no está animado por 
ninguna idea de venganza y sólo es apto para captar la sutil relación existente 
entre el signo grabado en el cuerpo y la voz surgida de un rostro —entre la 
marca y la máscara? Entre estos dos elementos del código, el dolor es como la 
plusvalía que saca el ojo, captando el efecto de la palabra activa sobre el cuer¬ 
po, pero también la reacción del cuerpo en tanto que se actúa sobre él. Es a 
esto a lo que hay que llamar sistema de la deuda o representación territorial: 
voz que habla o salmodia, signo marcado en plena sangre, ojo que goza con 
el dolor —éstos son los tres lados de un triángulo salvaje que forma un ter¬ 
ritorio de resonancia y de retención, teatro de la crueldad que implica la triple 
independencia de la voz articulada, de la mano gráfica y del ojo apreciador, fie 
ahí cómo la representación territorial se organiza en la superficie, cercana aún 
a una máquina deseante ojo-mano- voz. Triángulo mágico. Todo es activo, ac¬ 
ciona o reacciona en ese sistema, la acción de la voz de la alianza, la pasión del 
cuerpo de la filiación, la reacción del ojo apreciando la declinación de ambas. 
Escoger la piedra que convertirá al joven guayaki en un hombre, con bastante 
daño y dolor, hendiéndola a lo largo de toda su espalda: «Debe tener un lado 
muy cortante» (dice Clastres en un texto admirable) «pero no como la astilla 
de bambú que corta demasiado fácilmente. Escoger la piedra adecuada exige, 
pues, la ojeada. Todo el aparato de esta nueva ceremonia se reduce a esto: un 
guijarro... Piel labrada, tierra escarificada, una sola y misma marca» 46 . 

El gran libro de la etnología moderna es menos el Essai sur le don de 
Mauss que la Genealogía de la moral de Nietzsche. Al menos debería serlo. 
Pues la Genealogía, la segunda disertación, es una tentativa y un logro sin igual 
para interpretar la economía primitiva en términos de deuda, en la relación 
acreedor-deudor, eliminando toda consideración de intercambio o de interés 
«a la inglesa». Y si son eliminados de la psicología no es para colocarlos en 
la estructura. Nietzsche tenía un material muy pobre, el derecho germánico 


46. Pierre Clastres, Chroniques des Indiens Guayaki, Pión, 1972. 


196 


antiguo y algo de derecho hindú. Pero no vacila como Mauss entre el inter¬ 
cambio y la deuda (Bataille tampoco dudará, bajo la inspiración nietzscheana 
que le dirige). Nunca se ha planteado de forma tan extremada el problema 
fundamental del socius primitivo, que es el de la inscripción, del código, de la 
marca. El hombre debe constituirse por la represión del influjo germinal in¬ 
tenso, gran memoria bio-cósmica que haría pasar el diluvio sobre todo intento 
de colectividad. Pero, al mismo tiempo, ¿cómo proporcionarle una nueva me¬ 
moria, una memoria colectiva que sea la de las palabras y de las alianzas, que 
decline las alianzas con las filiaciones extensas, que le dote de facultades de 
resonancia y de retención, de extracción y de separación, y que opere de ese 
modo la codificación de los flujos de deseo como condición del socius? La 
respuesta es sencilla, es la deuda, son los bloques de deuda abiertos, móviles 
y finitos, esta extraordinaria composición de voz parlante, cuerpo marcado 
y ojo gozoso. Toda la estupidez y arbitrariedad de las leyes, todo el dolor de 
las iniciaciones, todo el aparato perverso de la educación y la represión, los 
hierros al rojo y los procedimientos atroces no tienen más que un sentido: 
enderezar al hombre, marcarlo en su carne, volverlo capaz de alianza, formarlo 
en la relación acreedor-deudor que, en ambos lados, es asunto de la memo¬ 
ria (una memoria tendida hacia el futuro). En vez de ser una apariencia que 
toma el intercambio, la deuda es el efecto inmediato o el medio directo de 
la inscripción territorial e incorporal. La deuda proviene directamente de la 
inscripción. Una vez más no se invocará ni venganza ni resentimiento (no es 
sobre esa tierra que crecen, no más que el Edipo). Que los inocentes sufran to¬ 
das las marcas en sus cuerpos se origina en la autonomía respectiva de la voz y 
el grafismo, y también del ojo autónomo que de ello obtiene placer. No es que 
se sospeche con anterioridad que cada uno será un futuro mal deudor; más 
bien sería lo contrario. Es al mal deudor al que debemos comprender como si 
las marcas no hubiesen «agarrado» suficientemente en él, como si estuviese o 
hubiese sido desmarcado. No ha hecho más que ampliar más allá de los límites 
permitidos la distancia que separaba la voz de alianza y el cuerpo de filiación, 
hasta el punto que es preciso restablecer el equilibrio con un aumento de do¬ 
lor. Nietzsche no lo dice, mas, ¿qué importa? Pues es ahí donde encuentra la 
terrible ecuación de la deuda, daño causado = dolor a sufrir. ¿Cómo explicar, 
pregunta, que el dolor del criminal pueda servir de «equivalente» al daño que 
ha causado? ¿Cómo puede «pagarse» con sufrimiento? Es preciso invocar un 
ojo que de ello obtenga placer (no tiene nada que ver con la venganza): lo que 
el propio Nietzsche llama el ojo evaluador o el ojo de los dioses de espectáculos 
crueles, «¡hasta tal punto el castigo tiene aires de fiesta!» Plasta tal punto el do- 


197 


lor forma parte de una vida activa y de una mirada complaciente. La ecuación 
daño = dolor no tiene nada de cambista, y muestra que en este caso límite la 
misma deuda no tenía nada que ver con el intercambio. Simplemente, el ojo 
obtiene del dolor que contempla una plusvalía de código, que compensa la 
relación rota entre la voz de alianza a la que el criminal ha faltado y la marca 
que no había penetrado suficientemente en su cuerpo. El crimen, ruptura 
de conexión fono-gráfica, restablecida por el espectáculo del castigo: justicia 
primitiva, la representación territorial lo ha previsto todo. 

Lo ha previsto todo, codificando el dolor y la muerte —salvo la ma¬ 
nera como su propia muerte le iba a llegar desde fuera. «Llegan como el des¬ 
tino, sin causa, razón, consideración, pretexto, existen como existe el rayo, 
demasiado terribles, demasiado súbitos, demasiado convincentes, demasiado 
distintos para ser ni siquiera odiados. Su obra es un instintivo crear-formas, 
imprimir-formas, son los artistas más involuntarios, más inconscientes que 
existen: en poco tiempo surge, allí donde ellos aparecen, algo nuevo, un en¬ 
granaje soberano dotado de vida, en el que cada parte, cada función, ha sido 
delimitada y determinada, en el que nada tiene sitio si primero no posee una 
significación con respecto al conjunto. Estos organizadores natos no saben 
lo que es culpa, responsabilidad, consideración; en ellos reina aquel terrible 
egoísmo del artista de mirada de bronce y que de antemano se sabe justificado 
en su obra, por toda la eternidad, lo mismo que la madre en su hijo. No es 
en ellos, lo adivinamos, donde germinó la mala conciencia —pero sin ellos 
esta horrible planta no habría crecido, no existiría si no hubiera ocurrido que, 
bajo la presión de sus martillazos, de su tiranía de artistas, una ingente canti¬ 
dad de libertad fue arrojada del mundo, o al menos quedó fuera de la vista, 
coaccionada a la fuerza a pasar al estado latente» 47 . Es aquí que Nietzsche 
habla de corte, de ruptura, de salto. ¿Quiénes son esos que llegan como la 
fatalidad? («una horda cualquiera de rubios animales de presa, una raza de 
conquistadores y de señores, que organizados para la guerra, y dotados de la 
fuerza de organizar, colocan sin escrúpulo alguno sus terribles zarpas sobre una 
población tal vez infinitamente superior en número, pero todavía informe...»). 
Incluso los más viejos mitos africanos nos hablan de esos hombres rubios. 
Son los fundadores del Estado. Nietzsche establecerá también otros cortes: los 
de la ciudad griega, del cristianismo, del humanismo democrático y burgués, 
de la sociedad industrial, del capitalismo y del socialismo. Pero es posible que 
todos, por motivos diversos, supongan este primer gran corte, aunque tam¬ 
bién pretendan rechazarlo y llenarlo. Es posible que, espiritual o temporal, 

47. Nietzsche, Genealogía de la moral, II, 17. 


198 


tiránico o democrático, capitalista o socialista, no haya habido nunca más que 
un solo Estado, el perro-Estado que «habla en humaradas y aullidos». Además, 
Nietzsche sugiere cómo procede ese nuevo socius: un terror sin precedentes, 
con respecto al cual el antiguo sistema de la crueldad, las formas de endere¬ 
zamiento y de castigo primitivas, no son nada. Una destrucción concertada 
de todas las codificaciones primitivas o, peor aún, su conservación irrisoria, 
su reducción a piezas secundarias de la nueva máquina, y el nuevo aparato 
de represión. Lo que era esencial en la máquina de inscripción primitiva, los 
bloques de deudas móviles, abiertos y finitos, «las parcelas de destino», se halla 
preso en un inmenso engranaje que vuelve a la deuda infinita y ya no forma 
más que una sola y misma aplastante fatalidad: «Será preciso desde entonces 
que la perspectiva de una liberación desaparezca de una vez por todas en la 
bruma pesimista, será preciso desde entonces que la mirada desesperada se 
desaliente ante un imposibilidad de hierro...». La tierra se convierte en un 
asilo de alienados. 


* * 


* 


La instauración de la máquina despótica o del socius bárbaro puede ser 
resumida del siguiente modo: nueva alianza y filiación directa. El déspota 
recusa las alianzas laterales y las filiaciones extensas de la antigua comunidad. 
Impone una nueva alianza y se coloca en filiación directa con el dios: el pueblo 
debe seguir. Saltar a una nueva alianza, romper con la antigua filiación; esto 
se expresa en una máquina extraña, o más bien en una máquina de lo extraño 
que tiene como lugar el desierto, impone las más duras pruebas, las más secas, 
y manifiesta tanto la resistencia de un orden antiguo como la autentificación 
del nuevo orden. La máquina de lo extraño es a la vez gran máquina paranoica, 
puesto que expresa la lucha con el antiguo sistema, y gloriosa máquina célibe, 
en tanto que instala el triunfo de la nueva alianza. El déspota es el paranoico 
(ya no hay inconveniente en sostener semejante proposición, desde el mo¬ 
mento en que uno se desembaraza del familiarismo propio de la concepción 
de la paranoia en el psicoanálisis y la psiquiatría y se ve en la paranoia un tipo 
de catexis de formación social). Nuevos grupos perversos propagan la inven¬ 
ción del déspota (tal vez incluso los han fabricado para él), expanden su gloria 
e imponen su poder en las ciudades que fundan o que conquistan. Por todas 
partes por donde pasa el déspota y su ejército, doctores, sacerdotes, escribas, 
funcionarios, forman parte del cortejo. Se diría que la antigua complementa- 
riedad se ha deslizado para formar un nuevo socius: ya no el paranoico de selva 


199 


y los perversos de aldea o de campamento, sino el paranoico de desierto y los 
perversos de ciudad. 

En principio, la formación bárbara despótica debe ser pensada en 
oposición a la máquina territorial primitiva, y se establece sobre sus ruinas: 
nacimiento de un imperio. Pero, en realidad, podemos captar el movimiento 
de esta formación cuando un imperio se separa de un imperio precedente; o 
incluso cuando surge el sueño de un imperio espiritual, allí donde los imperios 
temporales caen en decadencia. Es posible que la empresa sea ante todo militar 
y de conquista, es posible que ante todo sea religiosa, la disciplina militar con¬ 
vertida en ascetismo y cohesión internos. Es posible que el mismo paranoico 
sea una dulce criatura o una fiera desencadenada. Mas siempre encontramos 
la figura de este paranoico y de sus perversos, el conquistador y sus tropas de 
élite, el déspota y sus burócratas, el hombre santo y sus discípulos, el anacoreta 
y sus monjes, el Cristo y su san Pablo. Moisés fue la máquina egipcia en el 
desierto, allí instala su nueva máquina, arca santa y templo transportable, y 
proporciona a su pueblo una organización religiosa-militar. Para resumir la 
empresa de san Juan Bautista, se dice: «Juan ataca la base de la doctrina cen¬ 
tral del judaismo, la de la alianza con Dios por una filiación que se remonta a 
Abraham» 48 . Ahí está lo esencial: hablamos de formación bárbara imperial o 
de máquina despótica cada vez que se movilizan las categorías de nueva alianza 
y de filiación directa. Y, cualquiera que sea el contexto de esta movilización, 
en relación o no con imperios precedentes, ya que a través de estas vicisitudes 
la formación imperial se define siempre por un cierto tipo de codificación y 
de inscripción que se opone a las codificaciones territoriales primitivas. Poco 
importa el número de la alianza: nuca alianza y filiación directa son categorías 
específicas que manifiestan un nuevo socius, irreductible a las alianzas laterales 
y a las filiaciones extensas que declinaban la máquina primitiva. Lo que define 
la paranoia es este poder de proyección, esta fuerza para volver a partir desde 
cero, de objetivar una completa transformación: el sujeto salta fuera de los 
cruzamientos alianza-filiación, se instala en el límite, en el horizonte, en el 
desierto, sujeto de un saber desterritorializado que lo liga directamente con 
Dios y lo conecta al pueblo. Por primera vez se retira de la vida y de la tierra 
algo que va a permitir juzgar la vida y sobrevolar la tierra, principio del cono¬ 
cimiento paranoico. Todo el juego relativo de las alianzas y de las filiaciones es 
llevado a lo absoluto en esta nueva alianza y esta filiación directa. 

Para comprender la formación bárbara es preciso relacionarla no con 

48. Jean Steinmann, Saint Jean-Baptiste et la spiritualité du désert, Ed. du Seuil, 1959, 
pág. 69 (tr. cast. Ed. Aguilar, 1959). 


200 


otras formaciones del mismo género con las que compite, temporal o espirit¬ 
ualmente, según relaciones que mezclan lo esencial, sino con la formación sal¬ 
vaje primitiva a la que suplanta y que aún continúa frecuentándola. Es de este 
modo que Marx define la producción asiática: una unidad superior del Estado 
se instaura sobre la base de las comunidades rurales primitivas, que conservan 
la propiedad del suelo, mientras que el Estado es su verdadero propietario de 
acuerdo con el movimiento objetivo aparente que le atribuye el excedente de 
producto, le proporciona las fuerzas productivas en los grandes trabajos y le 
hace aparecer como la causa de las condiciones colectivas de la apropiación 49 . 
El cuerpo lleno como socius ya no es la tierra, sino el cuerpo del déspota, el 
déspota mismo o su dios. Las prescripciones y prohibiciones que a menudo le 
vuelven casi incapaz de actuar lo convierten en un cuerpo sin órganos. El es 
la única cuasi-causa, la fuente y el estuario del movimiento aparente. En lugar 
de separaciones móviles de cadena significante, un objeto separado ha saltado 
fuera de la cadena; en lugar de extracciones de flujo, todos los flujos con¬ 
vergen en un gran río que constituye la consumación del soberano: cambio 
radical de régimen en el fetiche o el símbolo. Lo que cuenta no es la persona 
del soberano, ni siquiera su función, que puede ser limitada. Es la máquina 
social la que ha cambiado profundamente: en lugar de la máquina territorial, 
la megamáquina de Estado, pirámide funcional que tiene al déspota en la 
cima, motor inmóvil, el aparato burocrático como superficie lateral y órgano 
de transmisión, los aldeanos en la base como piezas trabajadoras. Los stocks 
forman el objeto de una acumulación, los bloques de deuda se convierten 
en una relación infinita bajo la forma de tributo. Toda la plusvalía de código 
es objeto de apropiación. Esta conversión atraviesa todas las síntesis, las de 
producción con la máquina hidráulica, la máquina minera, la inscripción con 
la máquina contable, la máquina de escritura, la máquina monumental, el 
consumo, por último, con el mantenimiento del soberano, de su corte y de la 
casta burocrática. En vez de ver en el Estado el principio de una territoriali- 
zación que inscribe a la gente según su residencia, debemos ver en el principio 
de residencia el efecto de un movimiento de desterritorialización que divide la 
tierra como un objeto y somete a los hombres a la nueva inscripción imperial, 
al nuevo cuerpo lleno, al nuevo socius. 

«Llegan como el destino... existen como existe el rayo, demasiado ter¬ 
ribles, demasiado súbitos...» La muerte del sistema primitivo siempre llega del 
exterior, la historia es la de las contingencias y la de los encuentros. Como una 

49. Marx, Principes d’une critique de l’économie politique, 1857, Pléiade II, pág. 314 
(trad. cast. Ed. Siglo XXI y Ed. Comunicación). 


201 


nube llegada del desierto, llegan los conquistadores: «Imposible comprender 
cómo penetraron», cómo atravesaron «tantas altas y desérticas mesetas, tantas 
vastas y fértiles llanuras... No obstante están ahí y cada mañana parece crecer 
su número... Hablar con ellos, ¡imposible! No saben nuestra lengua» 50 . Pero 
esta muerte que viene de fuera es también la que subía de dentro: la irre- 
ductibiladad general de la alianza a la filiación, la independencia de los grupos 
de alianza, la manera como servían de elemento conductor a las relaciones 
económicas y políticas, el sistema de los rangos primitivos, el mecanismo de 
la plusvalía, todo esto ya esbozaba formaciones despóticas y órdenes de castas. 
¿Cómo distinguir la manera como la comunidad primitiva desconfía de sus 
propias instituciones de jefatura, conjura la imagen del déspota posible que 
segregaría en su seno, y aquella en que amarra el símbolo vuelto irrisorio de un 
antiguo déspota que se impuso desde fuera, hace ya largo tiempo? No siempre 
resulta fácil saber si una comunidad primitiva reprime una tendencia endó¬ 
gena o la encuentra mal que bien después de una terrible aventura exógena. El 
juego de las alianzas es ambiguo: ¿estamos aún más acá de la nueva alianza o 
ya más allá, y como caídos en un más acá residual y transformado? (Cuestión 
anexa: ¿qué es la feudalidad?) Tan sólo podemos asignar el momento preciso 
de la formación imperial como el de la nueva alianza exógena, no sólo en el lu¬ 
gar de las antiguas alianzas, sino con respecto a ellas. Y esta nueva alianza es algo 
por completo diferente de un tratado, de un contrato. Pues la suprimido no 
es el antiguo régimen de las alianzas laterales y de las filiaciones extensas, sino 
tan sólo su carácter determinante. Subsisten más o menos modificadas, más o 
menos arregladas por el gran paranoico, puesto que proporcionan la materia 
de la plusvalía. Esto es lo que proporciona el carácter específico de la pro¬ 
ducción asiática: las comunidades rurales autóctonas subsisten y continúan 
produciendo, inscribiendo, consumiendo. Los engranajes de la máquina del 
linaje territorial subsisten, pero ya no son más que las piezas trabajadoras de la 
máquina estatal. Los objetos, los órganos, las personas y los grupos mantienen 
al menos una parte de su codificación intrínseca, pero estos flujos codificados 
del antiguo régimen son sobrecodificados por la unidad transcendente que 
se apropia de la plusvalía. La antigua inscripción permanece, pero enladril¬ 
lada por y en la inscripción del Estado. Los bloques subsisten, pero se han 
convertido en ladrillos encajados y encastrados que ya no poseen más que 
una movilidad de encomienda. Las alianzas territoriales no son reemplaza¬ 
das, sino tan sólo alianzadas a la nueva alianza; las filiaciones territoriales no 
son reemplazadas, sino tan sólo afiliadas a la filiación directa. Es como un 

50. Kafka, La muralla china (tr. cast. Ed. Alianza, 1981). 


202 


inmenso derecho del primer nacido sobre toda la filiación, un inmenso dere¬ 
cho de primera noche sobre toda alianza. El stock filiativo se convierte en el 
objeto de una acumulación en la otra filiación, la deuda de alianza se convierte 
en una relación infinita en la otra alianza. Todo el sistema primitivo se halla 
movilizado, requisado por un poder superior, subyugado por nuevas fuerzas 
exteriores, puesto al servicio de otros fines; tan cierto es, decía Nietzsche, que 
lo que se llama evolución de algo es «una sucesión constante de fenómenos de 
sujeción más o menos violentos, más o menos independientes, sin olvidar las 
resistencias que sin cesar se producen, las tentativas de metamorfosis que se 
realizan para concurrir en la defensa y la reacción, por último, los resultados 
favorables de las acciones en sentido contrario». 

A menudo se ha señalado que el Estado empieza (o vuelve a empezar) 
con dos actos fundamentales, uno llamado de territorialidad por fijación de 
residencia, otro llamado de liberación por abolición de las pequeñas deudas. 
Sin embargo, el Estado procede por eufemismo. La seudo territorialidad es 
el producto de una efectiva desterritorialización que sustituye los signos de 
la tierra por signos abstractos y convierte a la propia tierra en el objeto de 
una propiedad del Estado o de sus más ricos servidores y funcionarios (y no 
hay gran cambio, desde este punto de vista, cuando el Estado no hace ya más 
que garantizar la propiedad privada de una clase dominante de la que se dis¬ 
tingue). La abolición de las deudas, cuando tiene lugar, es un medio de man¬ 
tener la repartición de las tierras y de impedir la entrada en escena de una 
nueva máquina territorial, eventualmente revolucionaria y capaz de plantear 
o tratar en toda su amplitud el problema agrario. En otros casos en los que se 
realiza una redistribución, el ciclo de los créditos es mantenido, bajo la nueva 
forma instaurada por el Estado —el dinero. Pues, de seguro, el dinero no 
empieza sirviendo al comercio, o al menos no posee un modelo autónomo 
mercantil. La máquina despótica tiene esto en común con la máquina pri¬ 
mitiva, la confirma a este respecto: el horror de los flujos descodificados, flujos 
de producción, pero también flujos mercantiles de intercambio y de comercio 
que escaparían al monopolio del Estado, a su cuadriculación, a su tampón. 
Cuando Etienne Balazs pregunta: ¿por qué no nació el capitalismo en China 
en el siglo XIII, donde todas las condiciones científicas y técnicas parecían sin 
embargo dadas?, la respuesta está en el Estado que cerraba las minas desde el 
momento que las reservas de metal se juzgaban suficientes y mantenía el mo¬ 
nopolio o control estricto del comercio (el comerciante como funcionario) 51 . 


51. Etienne Balazs, La Bureaucratie celeste, Gallimard, 1968 (tr. cast. Ed. Barral, 1974), 
cap. XIII, «La Naissance du capitalisme en Chine» (principalmente el Estado y el dinero, y la 


203 


El papel del dinero en el comercio depende menos del propio comercio que 
de su control por el Estado. La relación del comercio con el dinero es sintética 
y no analítica. El dinero, fundamentalmente, es indisociable, no del com¬ 
ercio, sino del impuesto como mantenimiento del aparato del Estado. Allí 
mismo donde las clases dominantes se distinguen de este aparato y lo utilizan 
en provecho de la propiedad privada, el vínculo despótico del dinero con el 
impuesto permanece visible. Apoyándose en las investigaciones de Will, Mi- 
chel Foucault muestra como, en algunas tiranías griegas, el impuesto sobre 
los aristócratas y la distribución de dinero entre los pobres son un medio para 
hacer llegar el dinero a los ricos, de ampliar singularmente el régimen de las 
deudas, de volverlo aún más fuerte, al prevenir y reprimir toda re-territorial- 
ización que pudiera realizarse a través de los datos económicos del problema 
agrario 52 . (Como si los griegos hubiesen descubierto a su modo lo que los 
americanos descubrieron después del New- Deal: que los elevados impuestos 
del Estado son propicios para los buenos negocios.) En una palabra, el din¬ 
ero, la circulación del dinero, es el medio de volver la deuda infinita. He ahí lo 
que ocultan los dos actos del Estado: la residencia o territorialidad de Estado 
inaugura el gran movimiento de desterritorialización que subordina todas las 
filiaciones primitivas a la máquina despótica (problema agrario); la abolición 
de las deudas o su transformación contable abren la tarea de un servicio de 
Estado interminable que subordina todas las alianzas primitivas (problema de 
la deuda). El acreedor infinito, el crédito infinito ha reemplazado a los bloques 
de deudas móviles y finitos. Siempre hay un monoteísmo en el horizonte del 
despotismo: la deuda se convierte en deuda de existencia, deuda de la exist¬ 
encia de los sujetos mismos. Llega el tiempo en el que el acreedor todavía no 
ha prestado mientras que el deudor no para de devolver, pues devolver es un 
deber, pero prestar es una facultad —como en la canción de Lewis Carroll, la 
larga canción de la deuda infinita: 

« Un hombre puede exigir desde luego lo que debe, 
pero cuando se trata del préstamo, 
sin duda alguna puede escoger 
el momento que mejor le convienoN. 

imposibilidad para los mercaderes de adquirir una autonomía, págs. 229- 300). A propósito 
de formaciones imperiales basadas en el control del comercio más bien que sobre los grandes 
trabajos, por ejemplo, en el Africa negra, cf. las observaciones de Godelier y de Suret-Canale, 
Sur le mode deproduction asiatique, Ed. Sociales, 1969, págs. 87-88, 120-122. 

52. Michel Foucault, La Volonté de savoir, curso en el Collége de France, 1971. 

53. Lewis Carroll, Sylvie et Bruno, cap. XI (tr. cast. Ed. Felmar, 1975). 


204 



El Estado despótico, tal como aparece en las condiciones más puras de 
la producción llamada asiática, posee dos aspectos correlativos: por una parte, 
reemplaza a la máquina territorial, forma un nuevo cuerpo lleno desterrito- 
rializado; por otra parte, mantiene las antiguas territorialidades, las integra 
en concepto de piezas u órganos de producción en la nueva máquina. De 
golpe adquiere la perfección porque funciona sobre la base de las comunidades 
rurales dispersas, como máquinas preexistentes autónomas o semiautónomas 
desde el punto de vista de la producción; pero, desde este mismo punto de 
vista, reacciona sobre ellas al producir las condiciones de grandes trabajos que 
exceden el poder de las distintas comunidades. Lo que se produce sobre el 
cuerpo del déspota es una síntesis conectiva de las antiguas alianzas con la 
nueva, una síntesis disyuntiva que funde las antiguas filiaciones en la filiación 
directa, reuniendo a todos los sujetos en la nueva máquina. Lo esencial del 
Estado radica en la creación de una segunda inscripción mediante la cual el 
nuevo cuerpo lleno, inmóvil, monumental, inmutable, se apropia de todas 
las fuerzas y los agentes de producción; pero esta inscripción de Estado deja 
subsistir las viejas inscripciones territoriales, en concepto de «ladrillos» sobre 
la nueva superficie. De ahí se origina, por último, la manera como se realiza la 
conjunción de las dos partes, las partes respectivas que son la unidad superior 
propietaria y las comunidades poseedoras, la sobrecodificación y los códigos 
intrínsecos, la plusvalía apropiada y el usufructo utilizado, la máquina de Es¬ 
tado y las máquinas territoriales. Como en La muralla china, el Estado es la 
unidad superior trascendente que integra subconjuntos relativamente aisla¬ 
dos, que funcionan separadamente, a los que asigna un desarrollo en ladrillos 
y un trabajo de construcción por fragmentos. Objetos parciales esparcidos 
enganchados al cuerpo sin órganos. Nadie como Kafka ha sabido mostrar 
que la ley no tiene nada que ver con una totalidad natural armoniosa, inma¬ 
nente, sino que actuaba como unidad formal eminente y bajo ese concepto 
reinaba sobre fragmentos y pedazos (la muralla y la torre). Además el Estado no 
es primitivo, es origen o abstracción, es la esencia abstracta originaria que no 
se confunde con el comienzo. «El Emperador es el único objeto de todos nues¬ 
tros pensamientos. Sería su objeto, quiero decir, si lo conociésemos, si sobre 
él tuviésemos el mínimo conocimiento... El pueblo no sabe qué emperador 
reina y ni siquiera está seguro del nombre de la dinastía... En nuestros pueb¬ 
los, Emperadores desde hace tiempo difuntos suben al trono, y, como el que 
ya no vive más que en la leyenda, promulga un decreto cuya lectura el sacer¬ 
dote realiza al pie del altar». En cuanto a los propios subconjuntos, máquinas 
primitivas territoriales, son lo concreto, la base y el comienzo concretos, pero 


205 


sus segmentos entran aquí en relaciones con la esencia, toman, precisamente, 
esa forma de ladrillos que asegura su integración en la unidad superior y su 
funcionamiento distributivo, de acuerdo con los designios colectivos de esta 
misma unidad (grandes trabajos, extorsión de la plusvalía, tributo, esclavitud 
generalizada). Dos inscripciones coexisten en la formación imperial y se con¬ 
ciban en la medida que una está enladrillada en la otra, mientras que la otra, 
por el contrario, cimenta el conjunto y se ajusta a productores y productos 
(las inscripciones no necesitan hablar la misma lengua). La inscripción impe¬ 
rial recorta todas las alianzas y filiaciones, las prolonga, las hace converger en 
la filiación directa del déspota con el dios, la nueva alianza del déspota con 
el pueblo. Todos los flujos codificados de la máquina primitiva son llevados 
ahora hasta una embocadura donde la máquina despótica los sobrecodifica. 
La sobrecodificación es la operación que constituye la esencia del Estado y que 
mide a la vez su continuidad y su ruptura con las antiguas formaciones: el hor¬ 
ror ante los flujos del deseo no codificados, pero también la instauración de 
una nueva inscripción que sobrecodifica y que convierte al deseo en el objeto 
del soberano, aun cuando fuera instinto de muerte. Las castas son insepara¬ 
bles de la sobrecodificación e implican «clases» dominantes que todavía no se 
manifiestan como clases, pero se confunden con un aparato de Estado. ¿Quién 
puede tocar el cuerpo lleno del soberano?, he ahí un problema de castas. La 
sobrecodificación destituye la tierra en provecho del cuerpo lleno desterritori- 
alizado y, sobre este cuerpo lleno, vuelve infinito el movimiento de la deuda. 
Es mérito de Nietzsche el haber señalado la importancia de un movimiento 
tal que empieza con los fundadores de Estados, esos «artistas con mirada de 
bronce que forjan un engranaje asesino e implacable», que levantan ante toda 
perspectiva de liberación una imposibilidad de hierro. No es que esta infini- 
tivación pueda comprenderse, como dice Nietzsche, como una consecuencia 
del juego de los antepasados, de las genealogías profundas y de las filiaciones 
extensas —sino más bien cuando éstas se hallan cortocircuitadas, raptadas por 
la nueva alianza y la filiación directa: es ahí donde el antepasado, el señor de 
los bloques móviles y finitos, se halla destituido por el dios, el organizador 
inmóvil de los ladrillos y de su circuito infinito. 


* * * 

El incesto con la hermana es algo muy diferente que el incesto con la 
madre. La hermana no es un sustituto de la madre: una pertenece a la cat¬ 
egoría conectiva de alianza, la otra, a la categoría disyuntiva de filiación. Si 
la primera está prohibida, lo está en la medida en que las condiciones de la 


206 


codificación territorial exigen que la alianza no se confunda con la filiación; y 
para la segunda exigen que la descendencia en la filiación no se vuelque sobre 
la ascendencia. Por ello, el incesto del déspota es doble, en virtud de la nueva 
alianza y de la filiación directa. Empieza casándose con la hermana. Pero este 
matrimonio endogámico prohibido lo realiza fuera de la tribu, en tanto que él 
mismo está fuera de la tribu, fuera o en los límites del territorio. Esto es lo que 
Pierre Gordon mostraba en un extraño libro: la misma regla que proscribe el 
incesto debe prescribirlo a alguien determinado. La exogamia debe conducir 
a la existencia de hombres fuera de la tribu que están facultados para realizar 
un matrimonio endogámico y, por la virtud temible de ese matrimonio, para 
servir de iniciadores a los sujetos exógamos de ambos sexos (el «desflorador 
sagrado», el «iniciador ritual» en la montaña o al otro lado del agua) 54 . Desi¬ 
erto, tierra de noviazgos. Todos los flujos convergen hacia tal hombre, todas 
las alianzas se hallan recortadas por esta nueva alianza que las sobrecodifica. El 
matrimonio endogámico fuera de la tribu coloca al protagonista en la posición 
adecuada para sobrecodificar todos los matrimonios exogámicos en la tribu. 
Resulta evidente que el incesto con la madre tiene un sentido distinto: se trata 
esta vez de la madre de la tribu, tal como existe en la tribu, tal como el pro¬ 
tagonista la encuentra al penetrar en la tribu o la recobra al volver de nuevo a 
ella, después de su primer matrimonio. Recorta las filiaciones extensas de una 
filiación directa. El protagonista, el héroe, iniciado o iniciante, se convierte en 
rey. El segundo matrimonio desenvuelve las consecuencias del primero, extrae 
sus efectos. El héroe empieza casándose con la hermana, luego se casa con la 
madre. Que los dos actos, en diversos grados, puedan ser aglutinados, asimi¬ 
lados, no impide que haya dos secuencias: la unión con la princesa-hermana, 
la unión con la madre-reina. El incesto va a dos. El héroe está siempre a hor¬ 
cajadas entre dos grupos, uno al que se va para encontrar a su hermana, el 
otro al que vuelve para recobrar a su madre. Este doble incesto no tiene como 
finalidad el producir un flujo, incluso mágico, sino sobrecodificar todos los 
flujos existentes y lograr que ningún código intrínseco, ningún flujo subya¬ 
cente escape a la sobrecodificación de la máquina despótica; además, con su 


54. Pierre Gordon, L’Initiation sexuelle et l’évolution religieuse, P.U.F., 1946, pág. 164: 
«El personaje sagrado... no vivía en la aldea agrícola, sino en los bosques, como el Enkidu de la 
epopeya caldea, o en la montaña, en el recinto sagrado. Sus ocupaciones eran las de un pastor 
o de un cazador, no de un cultivador. La obligación de recurrir a él para el matrimonio sagra¬ 
do, el único que levantó a la mujer, implicaba, pues, ipso facto una exogamia. Entonces, sólo 
podían ser, en esas condiciones, endógamas las muchachas pertenecientes al mismo grupo que 
el desflorador ritual.» 


207 


esterilidad garantiza la fecundidad general 55 . El matrimonio con la hermana se 
realiza fuera, es la prueba del desierto, expresa la separación espacial con res¬ 
pecto a la máquina primitiva; proporciona un desenlace a las antiguas alianzas; 
funda la nueva alianza al operar una apropiación generalizada de todas las 
deudas de alianza. El matrimonio con la madre es el retorno a la tribu; expresa 
la separación temporal con la máquina primitiva (diferencia de generaciones); 
constituye la filiación directa que se origina en la nueva alianza, al operar una 
acumulación generalizada de stock filiativo. Ambos son necesarios para la so- 
brecodíficación, como los dos cabos de una ligadura para el nudo despótico. 

Detengámonos aquí: ¿cómo es posible tal cosa? ¿Cómo se ha hecho «posi¬ 
ble» el incesto, y la propiedad manifiesta o el sello del déspota? ¿Qué es esta 
hermana, esta madre —las del propio déspota? ¿O bien la cuestión se plantea 
de otro modo? Pues concierne al conjunto del sistema de la representación, 
cuando cesa de ser territorial para volverse imperial. En primer lugar, presen¬ 
timos que los elementos de la representación en profundidad han empezado 
a moverse: la migración celular ha empezado, va a llevar la célula edípica de 
un lugar de la representación a otro. En la formación imperial, el incesto ha 
dejado de ser lo representado desplazado del deseo para convertirse en la represent¬ 
ación reprimente misma. Pues no hay duda, la manera como el déspota realiza 
el incesto y lo hace posible no consiste en modo alguno en eliminar el apa¬ 
rato represión general-represión; por el contrario, forma parte de él, tan sólo 
cambia sus piezas y siempre es en concepto de representado desplazado que el 
incesto viene a ocupar ahora la posición de la representación reprimente. En 
suma, una ganancia más, una nueva economía en el aparato reprimente repre¬ 
sivo, una nueva marca, una nueva dureza. Fácil, demasiado fácil si bastase con 
volver el incesto posible y efectuarlo soberanamente para que cesasen el ejerci¬ 
cio de la represión y el servicio de la represión general. El incesto real bárbaro 
es tan sólo el medio de sobrecodificar los flujos de deseo, no de liberarlos. ¡Oh 
Calígula, oh Eleliogábalo, oh memoria loca de los emperadores desaparecidos! 
Como el incesto nunca ha sido el deseo, sino tan sólo su representado desp¬ 
lazado tal como resulta de la represión, la represión general necesariamente 
ha de salir ganando cuando aquél viene a ocupar el lugar de la representación 
misma y se encarga en su concepto de la función reprimente (lo cual ya se 
veía en la psicosis, en la que la intrusión del complejo en la conciencia, según 
el criterio tradicional, no disminuía la represión del deseo). Con el nuevo 
lugar del incesto en la formación imperial, hablamos, pues, tan sólo de una 

55. Luc de Heusch, Essais sur le symbolisme de l’inceste royal en Afriqtie, Bruxelles, 1958, 
págs. 72-74. 


208 


migración en los elementos profundos de la representación, que va a convertirla 
en más extraña, más implacable, más definitiva o más «infinita» con respecto 
a la producción deseante. Pero esta migración nunca sería posible si correlati¬ 
vamente no se produjese un considerable cambio en los otros elementos de la 
representación, los existentes en la superficie del socius inscriptor. 

Lo que singularmente cambia en la organización de superficie de la rep¬ 
resentación es la relación entre la voz y el grafismo: los más antiguos autores 
lo vieron claramente: el déspota realiza la escritura y la formación imperial 
convierte el grafismo en una escritura propiamente dicha. Legislación, buro¬ 
cracia, contabilidad, percepción de impuestos, monopolio de Estado, justicia 
imperial, actividad de los funcionarios, historiografía, todo se escribe en el 
cortejo del déspota. Volvamos a la paradoja que se desprende de los análisis de 
Leroi-Gourham: las sociedades primitivas son orales, no porque carezcan de 
grafismo, sino al contrario, porque el grafismo en ellas es independiente de la 
voz y marca sobre los cuerpos signos que responden a la voz, que reaccionan 
ante la voz, pero que son autónomos y no se ajustan a ella; en cambio, las 
civilizaciones bárbaras son escritas, no porque perdieron la voz, sino porque 
el sistema gráfico ha perdido su independencia y sus dimensiones propias, se 
ha ajustado a la voz, se ha subordinado a la voz, incluso extrae de ella un flujo 
abstracto des- territorializado que retiene y hace resonar en el código lineal 
de escritura. En una palabra, en un mismo movimiento el grafismo empieza 
a depender de la voz e induce una voz muda de las alturas o del más allá que 
empieza a depender del grafismo. A fuerza de subordinarse a la voz, la es¬ 
critura la suplanta. Jacques Derrida tiene razón cuando dice que toda lengua 
supone una escritura originaria, si entiende por ello la existencia y la conex¬ 
ión de un grafismo cualquiera (escritura en el sentido amplio). Tiene razón 
también cuando dice que apenas se pueden establecer cortes, en la escritura 
en sentido estricto, entre los procedimientos pictográficos, ideogramáticos y 
fonéticos: siempre hay ajuste, alineamiento, con la voz, al mismo tiempo que 
sustitución de la voz (suplementariedad), además «el fonetismo nunca es to¬ 
dopoderoso, pues siempre el significante mudo ya empezó a trabajar». Tiene 
razón hasta cuando vincula misteriosamente la escritura al incesto. Sin em¬ 
bargo, no vemos ningún motivo para sacar de ello en conclusión la constancia 
de un aparato de represión sobre una máquina gráfica que procedería tanto 
por jeroglíficos como por fonemas 56 . Pues hay un corte que lo cambia todo 
en el mundo de la representación, entre esta escritura en sentido estricto y la 

56. Jacques Derrida, De la Gmmmatologie, Ed. de Minuit, 1967; y L’Ecriture el la diffe- 
rence, Ed. du Seuil, 1967, «Freud et la scéne de l’écriture». 


209 


escritura en sentido amplio, es decir, entre dos regímenes de inscripción por 
completo diferentes, grafismo que deja la voz dominante a fuerza de ser inde¬ 
pendiente aunque conectándose a ella, grafismo que domina o suplanta la voz 
a fuerza de depender de ella por procedimientos diversos y de subordinarse a 
ella. El signo primitivo territorial no vale más que por sí mismo, es posición 
de deseo en conexión múltiple, no es signo de un signo o deseo de un deseo, 
ignora la subordinación lineal y su reciprocidad: ni pictograma ni ideograma, 
es ritmo y no fuerza, zigzag y no línea, artefacto y no idea, producción y no 
expresión. Intentemos resumir las diferencias existentes entre estas dos formas 
de representación, la territorial y la imperial. 

La representación territorial, en primer lugar, está formada por dos el¬ 
ementos heterogéneos, voz y grafismo: uno es como la representación de 
palabra constituida en la alianza lateral, el otro como la representación de 
cosa (de cuerpo) instaurada en la filiación extensa. Uno actúa sobre el otro, el 
otro reacciona ante el primero, cada uno con su propio poder que se connota 
con el del otro para realizar la gran tarea de la represión germinal intensa. Lo 
reprimido, en efecto, es el cuerpo lleno como fondo de la tierra intensa, que 
debe dar sitio al socius en extensión al que pasan o no pasan las intensidades 
en causa. Es preciso que el cuerpo lleno de la tierra tome una extensión en el 
socius y como socius. El socius primitivo de este modo se cubre con una red 
en la que no se cesa de saltar de las palabras a las cosas, de los cuerpos a las 
denominaciones, según las exigencias extensivas del sistema en longitud y en 
amplitud. Lo que llamamos régimen de connotación es un régimen en el que 
la palabra como signo vocal designa alguna cosa, pero en el que la cosa desig¬ 
nada no deja de ser signo, ya que ella misma se surca de un grafismo conno¬ 
tado a la voz. La heterogeneidad, la solución de continuidad, el desequilibrio 
de los dos elementos, vocal y gráfico, es atrapado por un tercero, el elemento 
visual —ojo del que se puede decir que ve la palabra (la ve, no la lee) en tanto 
que evalúa el dolor del grafismo. J. F. Lyotard ha intentado describir en otro 
contexto un sistema de este tipo, en el que la palabra no tiene más función 
que la designadora y no constituye por sí sola el signo; lo que se convierte en 
signo es más bien la cosa o el cuerpo designado como tal, en tanto que revela 
un rostro desconocido definido sobre él, trazado por el grafismo que responde 
a la palabra; la separación entre ambos la llena el ojo, que «ve» la palabra sin 
leerla, en tanto que aprecia el dolor emanado del grafismo en pleno cuerpo: el 
ojo salta 57 . Régimen de connotación, sistema de la crueldad, ése creemos que 

57. Jean-Fran^ois Lyotard restaura los derechos demasiado descuidados de una teoría 
de la designación pura. Muestra la separación irreductible entre la palabra y la cosa en relación 


210 


es el triángulo mágico con sus tres lados, voz-audición, grafismo-cuerpo, ojo- 
dolor: donde la palabra es esencialmente designadora, pero donde el grafismo 
forma él mismo un signo con la cosa designada y donde el ojo va de uno a 
otro, extrayendo y midiendo la visibilidad de uno con el dolor del otro. Todo 
es activo, acciona, reacciona en el sistema, todo es uso y función. De tal modo 
que cuando se considera el conjunto de la representación territorial, uno se 
sorprende de constatar la complejidad de redes con que cubre al socius: la 
cadena de los signos territoriales no cesa de saltar de un elemento a otro, ir¬ 
radiando en todas las direcciones, emitiendo separaciones en todo lugar donde 
hay que extraer flujos, incluyendo disyunciones, consumiendo restos, sacando 
plusvalías, conectando palabras, cuerpos y dolores, fórmulas, cosas y afectos 
—connotando voces, grafías, ojos, siempre con un uso polívoco: una manera 
de saltar que no se limita a un querer decir, aún menos a un significante. Sí el 
incesto desde este punto de vista nos parece imposible es porque no es más que 
un salto necesariamente fracasado, este salto que va de las denominaciones a 
las personas, de los nombres a los cuerpos: por un lado, el más acá reprimido 
de las denominaciones que todavía no designan personas sino tan sólo esta¬ 
dos intensivos germinales; por el otro, el más allá reprimente que no aplica 
las denominaciones a las personas más que prohibiendo a las personas que 
respondan a los nombres de hermana, madre, padre... Entre ambos, el poco 
profundo arroyo donde no pasa nada, donde las denominaciones no prenden 
en las personas, donde las personas se sustraen a la grafía y donde el ojo ya 
no tiene nada que ver, nada a evaluar: el incesto, simple límite desplazado, 
ni reprimido ni reprimente, sino tan sólo representado desplazado del deseo. 
Desde este momento resulta que las dos dimensiones de la representación 
—su organización de superficie con los elementos voz-grafía-ojo y su organi¬ 
zación profunda con las instancias representante de deseo-representación rep- 
rimente-representado desplazado— tienen un destino común, semejante a un 
sistema complejo de correspondencias en el seno de una máquina social dada. 


de designación que las connota. Y en favor de esta separación, la cosa designada se vuelve signo 
al revelar una cara desconocida como un contenido oculto (las palabras no son signos por sí 
mismas, pero transforman en signos las cosas o cuerpos que designan). Al mismo tiempo, la 
palabra designadora se vuelve visible, independientemente de cualquier escritura-lectura, reve¬ 
lando un extraño poder de ser vista (no leída). Cf. Discours, figure, ed. Klincksieck, 1971, págs. 
41-82 — «las palabras no son signos, pero, desde que hay palabra, el objeto designado se vuelve 
signo: que un objeto se vuelva signo quiere decir precisamente que oculta un contenido escon¬ 
dido en su identidad manifiesta, que reserva otra cara a otra mirada... que tal vez nunca podrá 
ser apresada», pero que será apresada, en cambio, en la palabra misma. 


211 



Ahora bien, todo esto se halla trastornado en un nuevo destino, con la 
máquina despótica y la representación imperial. En primer lugar, el grafismo 
se ajusta, se proyecta sobre la voz y se convierte en escritura. Al mismo tiempo, 
induce la voz ya no como la de la alianza, sino como la de la nueva alianza, 
voz ficticia del más allá que se expresa en el flujo de escritura como filiación 
directa. Estas dos categorías fundamentales despóticas son también el mov¬ 
imiento del grafismo que, a la vez, se subordina a la voz para subordinar la 
voz, para suplantarla. Desde ese momento se produce un aplastamiento del 
triángulo mágico: la voz ya no canta, pero dicta, edicta; la grafía ya no danza 
y cesa de animar los cuerpos, pero se escribe fijada en tablas, piedras y libros; 
el ojo se pone a leer (la escritura implica una especie de ceguera, una pérdida 
de visión y de apreciación, y ahora es el ojo quien se duele, aunque adquiera 
otras funciones). Sin embargo, no podemos decir que el triángulo mágico esté 
completamente aplastado: subsiste como base y como ladrillo, en el sentido 
en que el sistema territorial continúa funcionando en el marco de la nueva 
máquina. El triángulo se ha convertido en base para una pirámide cuyas caras 
hacen converger lo vocal, lo gráfico, lo visual en la eminente unidad del dés¬ 
pota. Si llamamos plan de consistencia al régimen de la representación en 
una máquina social, es evidente que este plan de consistencia ha cambiado, 
que se ha convertido en el de la subordinación y no en el de la connotación. 
Ele ahí, precisamente, lo esencial en segundo lugar: la proyección de la grafía 
sobre la voz ha hecho saltar fuera de la cadena un objeto transcendente, voz 
muda de la cual parece que toda la cadena ahora depende, y con respecto a 
la cual se linealiza. La subordinación del grafismo a la voz induce una voz 
ficticia de las alturas que ya no se expresa, a la inversa, más que por los signos 
de escritura que emite (revelación). Tal vez ahí radica el primer montaje de 
operaciones formales que conducirán a Edipo (paralogismo de la extrapol¬ 
ación): una proyección o un conjunto de relaciones bi-unívocas que conduce 
al agotamiento de un objeto separado, destacado, y la linealización de la ca¬ 
dena que se desprende de ese objeto. Tal vez ahí empieza la cuestión «¿qué 
quiere decir esto?» y empiezan a prevalecer los problemas de exégesis sobre los 
de uso y eficacia. ¿Qué ha querido decir el emperador, el dios? En lugar de 
segmentos de cadena siempre separables, un objeto separado del que depende 
toda la cadena; en lugar de un grafismo polívoco en el mismo real, una bi- 
univocización que forma el trascendente del que sale una linealidad; en lugar 
de signos no significantes que componen las redes de una cadena territorial, 
un significante despótico del que vierten uniformemente todos los signos, en 
un flujo desterritorializado de escritura. Incluso se ha visto a algunos hombres 


212 


beber ese flujo. Zempléni muestra como, en algunas regiones del Senegal, el 
islam superpone un plan de subordinación al antiguo plan de connotación 
de los valores animistas: «La palabra divina o profética, escrita o recitada, es 
el fundamento de este universo; la transparencia de la oración animista cede 
el sitio a la opacidad del rígido versículo árabe, el verbo se cuaja en fórmulas 
cuyo poder es asegurado por la verdad de la Revelación y no por una eficacia 
simbólica y de encantación... La ciencia del morabito remite en efecto a una 
jerarquía de nombres, de versículos, de cifras y de seres correspondientes» —y 
si es preciso, se introducirá el versículo en una botella llena de agua pura, se 
beberá el agua de versículo, se frotará con ella el cuerpo o se levarán las ma¬ 
nos 58 . La escritura, primer flujo desterritorializado, bebible: ya que mana del 
significante despótico. Pues, ¿qué es el significante en primera instancia? ¿qué 
es con respecto a los signos territoriales no significantes, cuando salta fuera 
de sus cadenas e impone, superpone, un plan de subordinación a su plan de 
connotación inmanente? El significante es el signo devenido signo de signo, el 
signo despótico que ha reemplazado al signo territorial, que ha franqueado el 
umbral de desterritorialización; el significante es tan sólo el signo desterritoriali¬ 
zado mismo. El signo devenido letra. El deseo ya no se atreve a desear, devenido 
deseo del deseo, deseo del deseo del déspota. La boca ya no habla, bebe la 
letra. El ojo ya no ve, lee. El cuerpo ya no se deja grabar como la tierra, pero se 
prosterna ante los grabados del déspota, la ultra-tierra, el nuevo cuerpo lleno. 

Nunca agua alguna lavará al significante de su origen imperial: el señor 
significante o «el significante señor». Por más que se ahogue al significante en 
el sistema inmanente de la lengua, que se le utilice para evacuar los problemas 
de sentido y significación, que sea resuelto en la coexistencia de elementos 
fonemáticos donde el significado ya no es más que el resumen del valor difer¬ 
encial respectivo de estos elementos entre sí; por más que se lleve a lo más 
extremado la comparación del lenguaje con el intercambio y la moneda y se 
la someta a los paradigmas de un capitalismo activo, nunca se impedirá que el 
significante introduzca su trascendencia y declare en favor de un déspota de¬ 
saparecido que todavía funciona en el imperialismo moderno. Incluso cuando 
habla suizo o americano, la lingüística agita la sombra del despotismo oriental. 
No sólo Saussure insiste en esto: que lo arbitrario de la lengua fundamente su 
soberanía como una servidumbre o una esclavitud generalizada que sufriría 
la «masa». Sino que se ha podido demostrar que en Saussure subsisten dos 
dimensiones, una horizontal, en la que el significado se reduce al valor de los 

58. Andras Zempléni, Línterprétation et la thérapie traditionnelles du désordre mentalchez 
les Wolof et les Lebou, Université de París, 1968, II, págs. 308, 506. 


213 


términos mínimos coexistentes en los que se descompone el significante, pero 
otra, vertical, en la que el significado se eleva al concepto que corresponde a 
la imagen acústica, es decir, a la voz tomada en el máximo de su extensión 
que recompone el significante (el «valor» como contrapartida de los términos 
coexistentes, pero también el «concepto» como contrapartida de la imagen 
acústica). En una palabra, el significante aparece dos veces, una vez en la ca¬ 
dena de los elementos con respecto a los que el significado siempre es un 
significante para otro significante, y una segunda vez en el objeto separado 
del que depende el conjunto de la cadena y que expande sobre ella los efectos 
de significación. No hay código fonológico, y ni siquiera fonético, operando 
sobre el significante en el primer sentido, sin una sobrecodificación operada 
por el propio significante en el segundo sentido. No hay campo lingüístico 
sin relaciones bi-unívocas entre valores ideográficos y fonéticos, o bien en¬ 
tre articulaciones de niveles diferentes, monemas y fonemas, que aseguran 
finalmente la independencia y la linealidad de los signos desterritorializados; 
este campo permanece definido por una trascendencia, incluso cuando es 
considerada como ausencia o lugar vacío, que realiza los pliegues, las pro¬ 
yecciones y subordinaciones necesarias y de la que mana en todo el sistema 
el flujo material inarticulado en el cual ella talla, opone, selecciona y com¬ 
bina: el significante. Es, por tanto, bastante curioso que se muestre tan bien 
la servidumbre de la masa con respecto a los elementos mínimos del signo 
en la inmanencia de la lengua, sin mostrar cómo la dominación se ejerce a 
través y en la trascendencia del significante 59 . Ahí, como en otras partes, se 
afirma sin embargo una irreductible exterioridad de la conquista. Pues si el 
propio lenguaje no supone la conquista, las operaciones de proyección, de 
doblamiento, que constituyen el lenguaje escrito suponen dos inscripciones 
que no hablan la misma lengua, dos lenguajes, uno de los cuales es el de los 
señores, el otro, el de los esclavos. Nougayrol describe esa situación: «Para los 
sumerios (tal signo), es el del agua; los sumerios leen este signo a, que significa 
agua en sumerio. Llega un acadio y pregunta a su señor sumerio: ¿qué es este 
signo? El sumerio le responde: es a. El acadio toma este signo por a, sobre este 


59. Bernard Pautrat quiere establecer un acercamiento Nietzsche-Saussure a partir de los 
problemas de dominación y de servidumbre (Versions du Soleil, Figures et systéme de Nietzsche, 
Ed. du Seuil, 1971, págs. 207 y sg.). Señala claramente que Nietzsche, a diferencia de Hegel, 
hace pasar la relación entre el señor y el esclavo por el lenguaje y no por el trabajo. Pero cuan¬ 
do llega a la comparación con Saussure, retiene el lenguaje como un sistema al que la masa se 
sujeta y rechaza en la ficción la idea nietzscheana de un lenguaje de los señores a través del cual 
se efectúa esa sujeción. 


214 


punto ya no hay ninguna relación entre el signo y el agua que, en acadio, se 
dice mü... Creo que la presencia de los acadios determinó la fonetización de la 
escritura... y que el contacto entre ambos pueblos era casi necesario para que 
saltase la chispa de una nueva escritura» 60 . No se puede enseñar mejor de qué 
modo una operación de bi-univocización se organiza alrededor de un signifi¬ 
cante despótico, de tal modo que de él mane una cadena fonética alfabética. 
La escritura alfabética no es para los analfabetos, sino por los analfabetos. 
Pasa por los analfabetos, esos obreros inconscientes. El significante implica 
un lenguaje que sobrecodifica a otro, mientras que el otro es codificado en 
elementos fonéticos. Y si el inconsciente implica el régimen tópico de una 
doble inscripción, no está estructurado como un lenguaje, sino como dos. 
El significante parece que no mantiene su promesa, la de permitirnos el ac¬ 
ceso a una comprensión moderna y funcional de la lengua. El imperialismo 
del significante no nos hace salir de la cuestión «¿qué quiere decir esto?», se 
contenta con rayar de antemano la cuestión y con hacer insuficientes todas las 
respuestas al remitirlas al rango de un simple significado. Rechaza la exégesis 
en nombre de la recitación, pura textualidad, cientificidad superior. Semejante 
a los perros jóvenes del palacio demasiado prestos a beber el agua de versículo 
y que gritan continuamente: ¡el significante, vosotros no habéis alcanzado el 
significante, permanecéis en los significados! El significante, sólo esto les hace 
gozar. Pero este significante-señor permanece siendo lo que es en la lejanía de 
las edades, stock trascendente que distribuye la carencia a todos los elementos 
de la cadena, algo común para una común ausencia, instaurador de todos los 
cortes-flujos en un solo y mismo lugar de un solo y mismo corte: objeto sepa¬ 
rado, falo-y-castración, raya que somete los sujetos depresivos al gran rey para¬ 
noico. Significante, terrible arcaísmo del déspota en el que todavía se busca la 
tumba vacía, el padre muerto y el misterio del nombre. Tal vez esto es lo que 
enardece la cólera de algunos lingüistas contra Lacan, no menos que el entu¬ 
siasmo de los adeptos: la fuerza y la serenidad con que Lacan vuelve a conducir 
el significante a su fuente, a su verdadero origen, la edad despótica, y monta 
una máquina infernal que suelda el deseo a la ley, ya que, bien mirado, piensa, 
es bajo esta forma que el significante concuerda con el inconsciente y produce 
en él efectos de significado 61 . El significante como representación reprimente 

60. Jean Nougayrol, en L’Ecriture et la psychologie des peuples, Armand Colin, 1963, 
pág. 90. 

61. Cf. el excelente artículo de Elisabeth Roudinesco sobre Lacan, «L’action d’une mé- 
taphore», donde analiza el doble aspecto de la cadena significante analítica y del significante 
trascendente del que depende la cadena. Muestra, en este sentido, que la teoría de Lacan debe 


215 


y el nuevo representado desplazado que induce, las famosas metáfora y meton¬ 
imia, constituyen la máquina despótica sobrecodificante y desterritorializada. 

El significante déspota tiene como efecto sobrecodificar la cadena terri¬ 
torial. El significado es precisamente el efecto del significante (no es lo que 
representa, ni lo que designa). El significado es la hermana de los confines y 
la madre del interior. Hermana y madre son los conceptos que corresponden 
a la gran imagen acústica, a la voz de la nueva alianza y de la filiación directa. 
El incesto es la operación misma de sobrecodificación en los dos cabos de la 
cadena en todo el territorio donde reina el déspota, de los confines hasta el 
centro: todas las deudas de alianza convertidas en la deuda infinita de la nueva 
alianza, todas las filiaciones extensas subsumidas por la filiación directa. El 
incesto o la trinidad real es, pues, el conjunto de la representación reprimente 
en tanto que procede a la sobrecodificación. El sistema de la subordinación o 
de la significación ha reemplazado al sistema de la connotación. En la medida 
en que el grafismo está volcado, proyectado, sobre la voz (este grafismo que no 
hace mucho se inscribía en los mismos cuerpos), la representación de cuerpo 
se subordina a la representación de palabra: hermana y madre son los significa¬ 
dos de la voz. Pero, en la medida en que esta proyección induce una voz ficticia 
de las alturas que no se expresa más que en el flujo lineal, el propio déspota 
es el significante de la voz que opera, con sus dos significados, la sobrecodifi¬ 
cación de toda la cadena. Lo que hacía imposible el incesto —a saber, que o 
bien teníamos las denominaciones (madre, hermana), pero no las personas o 
los cuerpos, o bien teníamos los cuerpos, pero las denominaciones se escapa¬ 
ban en el momento en que infringíamos las prohibiciones que implicaban— 
ha dejado de existir. El incesto se ha hecho posible en los esponsales de los 
cuerpos de parentesco y las denominaciones parentales, en la unión del signifi¬ 
cante con sus significados. La cuestión no radica en saber si el déspota se une 
a su «verdadera» hermana o a su verdadera madre. Pues su verdadera hermana 
es de cualquier modo la hermana del desierto, como su verdadera madre es de 
cualquier modo la madre de la tribu. Desde que el incesto es posible importa 
poco que sea simulado o no, puesto que de cualquier manera algo diferente es 
simulado a través del incesto. Y siguiendo la complementariedad que anteri¬ 
ormente hemos encontrado, de la simulación con la identificación, si la iden¬ 
tificación es la de los objetos de las alturas, la simulación es la escritura que le 
corresponde, el flujo que mana de ese objeto, el flujo gráfico que mana de la 
voz. La simulación no reemplaza a la realidad, no vale por ella, pero se apropia 

interpretarse menos como una concepción lingüística del inconsciente que como una crítica de 
la lingüística en nombre del inconsciente (La Pensée, 1972). 


216 



dé la realidad en la operación de la sobrecodificación despótica, la produce 
sobre el nuevo cuerpo lleno que reemplaza a la tierra. Expresa la apropiación 
y la producción de lo real por una cuasi-causa. En el incesto, el significante 
hace el amor con sus significados. Sistema de la simulación, éste es el otro 
nombre de la significación y de la subordinación. Y lo que es simulado, luego 
producido, a través del incesto él mismo simulado, luego producido —tanto 
más real cuanto más simulado y ala inversa —, son como los estados extremos 
de una intensidad reconstituida, recreada. Con su hermana, el déspota simula 
«un estado cero del que surgiría el poder fálico», como una promesa «cuya 
presencia oculta hay que situar en el extremo del interior mismo del cuerpo»; 
con su madre, simula un superpoder en el que ambos sexos estarían al máximo 
de sus caracteres propios exteriorizados: el P-A Pa del falo como voz 62 . Se 
trata siempre de algo distinto en el incesto real: bisexualidad, homosexualidad, 
castración, trasvestis, como gradientes y pasos en el ciclo de las intensidades. 
Ocurre que el significante despótico se propone reconstituir lo que la máquina 
primitiva había reprimido, el cuerpo lleno de la tierra intensa, pero sobre bases 
nuevas o nuevas condiciones dadas en el cuerpo lleno desterritorializado del 
déspota mismo. Por ello, el incesto cambia de sentido o de lugar y se convierte 
en la representación reprimente. Pues de esto se trata en la sobrecodificación 
a través del incesto: que todos los órganos de todos los sujetos, todos los ojos, 
todas las bocas, todos los penes, todas las vaginas, todas las orejas, todos los 
anos, se enganchen al cuerpo lleno del déspota como en la cola del pavo real 
y tengan ahí sus representantes intensivos. El incesto real no es separable de la 
intensa multiplicación de los órganos y de su inscripción sobre el nuevo cu¬ 
erpo lleno (Sade vio claramente este papel siempre real del incesto). El aparato 
de represión general-represión, la representación reprimente ahora se halla de¬ 
terminada en función de un peligro supremo que expresa el representante al 
que se refiere: que un solo órgano mane fuera del cuerpo despótico, se desen¬ 
ganche de él o lo eluda, y el déspota ve levantarse ante él, contra él, el enemigo 
por el que le llegará la muerte —un ojo con mirada demasiado fija, una boca 
con una sonrisa demasiado extraña, cada órgano es una protesta posible. Es 
al mismo tiempo que César medio sordo se queja de una oreja que ya no oye 
y ve recaer sobre él la mirada de Casio, «delgado y hambriento», y la sonrisa 
de Casio «que parece sonreír de su propia sonrisa». Larga historia que llevará 
al cuerpo del déspota asesinado, desorganizado, desmembrado, limado, a las 


62. Guy Rosolato, Essais sur le symbolique, Gallimard, págs. 25-28 (tr. cast. Ed. Ana¬ 
grama, 1974). 


217 


letrinas de la ciudad. ¿No era ya el año el que separaba el objeto de las alturas 
y producía la voz eminente? ¿La trascendencia del falo no dependía del ano? 
Pero éste sólo se revela al final, como la última supervivencia del déspota de¬ 
saparecido, el fondo de su voz: el déspota ya no es más que ese «culo de rata 
muerta colgado del techo del cielo». Los órganos han empezado a separarse del 
cuerpo despótico, órganos del ciudadano levantados contra el tirano. Luego 
se convertirán en los del hombre privado, se privatizarán sobre el modelo y 
la memoria del ano destituido, colocado fuera del campo social, obsesión de 
oler mal. Toda la historia de la codificación primitiva, de la sobrecodificación 
despótica, de la descodificación del hombre privado se mantiene en estos mov¬ 
imientos de flujo: el influjo germinal intenso, el sobreflujo del incesto real, 
el reflujo de excremento que lleva el déspota muerto a las letrinas y nos lleva 
a todos al «hombre privado» de hoy día —la historia esbozada por Artaud 
en la obra maestra Heliogábalo. Toda la historia del flujo gráfico va de la ola 
de esperma a la cuna del tirano, hasta la ola de mierda en su tumba-cloaca, 
«toda la escritura es marranería», toda escritura es esta simulación, esperma y 
excremento. 

A pesar de todo, podríamos creer que el sistema de la representación 
imperial es más suave que el de la representación territorial. Los signos ya no 
se inscriben en plena carne, sino sobre piedras, pergaminos, monedas. Según 
la ley de Wittfogel de la «rentabilidad administrativa decreciente», amplios 
sectores son dejados semi-autónomos, en tanto que no comprometan el poder 
del Estado. El ojo ya no saca una plusvalía del espectáculo del dolor, ha dejado 
de apreciar; más bien se ha puesto a «prevenir» y vigilar, a impedir que una 
plusvalía escape a la sobrecodificación de la máquina despótica. Pues todos los 
órganos y sus funciones conocen un agotamiento que les relaciona y les hace 
converger en el cuerpo del déspota. En verdad, el régimen no es suave, el sis¬ 
tema del terror ha reemplazado al de la crueldad. La antigua crueldad subsiste, 
principalmente en los sectores autónomos o casi autónomos; pero ahora está 
enladrillada en el aparato de Estado, que ora la organiza, ora la tolera o la limi¬ 
ta, para que sirva a sus fines y subsumirla a la unidad superior y sobreimpuesta 
de una ley más terrible. Sólo posteriormente la ley se opone o parece oponerse 
al despotismo (cuando el Estado se presenta a sí mismo como un conciliador 
aparente entre clases que se distinguen de él, y, por consiguiente, debe modi¬ 
ficar la forma de su soberanía) 63 . La ley no empieza siendo lo que más tarde 

63. Sobre el paso de una Justicia real basada en la palabra mágico-religiosa a una Justicia 
de la ciudad basada en una palabra-diálogo y sobre el cambio de «soberania» que corresponde a 
ese paso, cf. L. Gernet, «Droit et prédroit en Gréce ancienne», L’Année sociologique 1948-1949, 
M. Détienne, Les Maitres de venté dans La Gréee archaique, Maspero, 1967 (tr. cast. Ed. Taurus, 


218 


será o pretenderá ser: una garantía contra el despotismo, un principio inma¬ 
nente que reúne las partes en un todo, que convierte a ese todo en el objeto 
de un conocimiento y de una voluntad generales, cuyas sanciones fluyen por 
juicio y aplicación sobre las partes rebeldes. La ley imperial bárbara posee dos 
características que más bien se oponen a aquéllas —las dos características que 
desarrolló Kafka: el rasgo paranoico-esquizoide de la ley (metonimia), según el 
cual la ley rige partes no totalizables y no totalizadas, tabicándolas, organizán- 
dolas como ladrillos, midiendo su distancia y prohibiendo su comunicación, 
actuando desde entonces en calidad de Unidad formidable, pero formal y 
vacía, eminente, distributiva y no colectiva; el rasgo maníaco depresivo (metᬠ
fora) según el cual la ley no da a conocer nada y no tiene objeto cognoscible, 
el veredicto no preexiste a la sanción y el enunciado de la ley no preexiste al 
veredicto. Las ordalías presentan estos dos rasgos en estado vivo. Como en la 
máquina de La colonia penitenciaria, la sanción escribe el veredicto y la regla. 
Por más que el cuerpo se libere del grafismo que le era propio en el sistema de 
la connotación, ahora se convierte en la piedra y el papel, la tabla y la moneda 
sobre las que la nueva escritura puede marcar sus figuras, su fonetismo y su 
alfabeto. Sobrecodificar, ésta es la esencia de la ley y el origen de los nuevos 
dolores del cuerpo. El castigo ha dejado de ser una fiesta de la que el ojo ob¬ 
tiene una plusvalía en el triángulo mágico de alianza y filiaciones. El castigo se 
convierte en venganza, venganza de la voz, de la mano y del ojo ahora reunidos 
en el déspota, venganza de la nueva alianza, cuyo carácter público no altera 
el secreto : «Haré ir contra ti la espada vengadora de la venganza de alianza...» 
Pues una vez más la ley, antes de ser un fingimiento garantizado contra el 
despotismo, es la invención, del propio déspota: es la forma jurídica que toma 
la deuda infinita. Hasta en los tardíos emperadores romanos veremos al jurista 
en el cortejo del déspota y a la forma jurídica acompañar la formación impe¬ 
rial, el legislador con el monstruo, Gayo y Cómodo, Papiniano y Caracalla, 
Ulpiano y Heliogábalo, «el delirio, de los doce Césares y la edad de oro del 
derecho romano» (tomar si es preciso el partido del deudor contra el acreedor 
para asentar la deuda infinita). 

Venganza, como una venganza que se ejerce de antemano: la ley bárbara 
imperial aplasta todo el juego primitivo de la acción y la reacción. Ahora es 
preciso que la pasividad se convierta en la virtud de los súbditos engancha¬ 
dos al cuerpo despótico. Como dice Nietzsche, cuando muestra cómo el cas¬ 
tigo se convierte en una venganza en las formaciones imperiales, era preciso 
«que una ingente cantidad de libertad fuese arrojada del mundo, o al menos 

1982), M. Foucault, La Volonté de savoir. 


219 



quedara fuera de la vista, coaccionada a la fuerza a pasar al estado latente, 
bajo la presión de sus martillazos, de su tiranía de artistas...». Se produce un 
agotamiento del instinto de muerte que deja de ser codificado en el juego de 
las acciones y reacciones salvajes en las que el fatalismo todavía era algo accio¬ 
nado para convertirse en el sombrío agente de la sobrecodificación, el objeto 
separado que se cierne sobre cada uno, como si la máquina social se hubiese 
despegado de las máquinas deseantes: muerte, deseo del deseo, deseo del de¬ 
seo del déspota, latencia escrita en lo más profundo del aparato de Estado. Ni 
un solo superviviente antes de que un solo órgano mane de este aparato o se 
deslice fuera del cuerpo despótico. No hay otra necesidad (ni otro fatum) que 
la del significante en sus relaciones con sus significados: ése es el régimen del 
terror. Lo que se considera que la ley significa, sólo lo sabremos más tarde, 
cuando haya evolucionado y tomado el nuevo rostro que parece oponerle al 
despotismo. Pero, desde el principio, la ley expresa el imperialismo del signifi¬ 
cante que produce sus significados como efectos tanto más eficaces y necesa¬ 
rios cuanto más se sustraen al conocimiento y más lo deben todo a su causa 
eminente. Ocurre aún que los cachorros reclaman el retorno al significante 
despótico, sin exégesis ni interpretación, cuando la ley quiere, sin embargo, 
explicar lo que ella significa, hacer valer una independencia de su significado 
(contra el déspota, dice). Pues a los perros, según las observaciones de Kafka, 
les gusta que el deseo despose estrechamente a la ley en el puro agotamiento 
del instinto de muerte, antes que oír a, es cierto, hipócritas doctores que ex¬ 
plican lo que quiere decir todo esto. Pero todo esto, el desenvolvimiento del 
significado democrático o el enrollamiento del significante despótico, forma 
parte, no obstante, de la misma cuestión, ora abierta y ora rayada, la misma 
abstracción continuada, maquinaria de represión que siempre nos aleja de las 
máquinas deseantes. Pues nunca ha habido más que un solo Estado. ¿Para qué 
sirve esto? se difumina cada vez más y desaparece en la bruma del pesimismo, 
del nihilismo, ¡Nada, Nada! Y, en efecto, hay algo común en el régimen de la 
ley tal como aparece bajo la formación imperial y tal como evolucionará pos¬ 
teriormente: la indiferencia en la designación. Es propio de la ley significar sin 
designar nada. La ley no designa nada ni a nadie (la concepción democrática 
de la ley hará de ello un criterio). La relación compleja de designación, tal 
como hemos visto que se elaboraba en el sistema de connotación primitivo 
poniendo en juego la voz, el grafismo y el ojo, desaparece aquí en la nueva 
relación de subordinación bárbara. 

¿Cómo subsistiría la designación cuando el signo ha dejado de ser posi¬ 
ción de deseo para convertirse en este signo imperial, universal castración que 


220 


suelda el deseo a la ley? El aplastamiento del antiguo código, la nueva relación 
de significación, la necesidad de esa nueva relación basada en la sobrecodifi¬ 
cación, remiten las designaciones a lo arbitrario (o bien las dejan subsistir en 
los ladrillos mantenidos del antiguo sistema). ¿Por qué los lingüistas no cesan 
de volver a encontrar las verdades de la edad despótica? ¿Es posible, por úl¬ 
timo, que esta arbitrariedad de las designaciones, como anverso de una necesi¬ 
dad de la significación, no se refiera sólo a los súbditos del déspota ni siquiera 
a sus servidores, sino al déspota mismo, su dinastía y su nombre («El pueblo 
no sabe qué emperador reina ni sabe con certeza el nombre de la dinastía»)? Lo 
que significaría que el instinto de muerte es aún más profundo en el Estado de 
lo que se creía y que la latencia no sólo trabaja en los súbditos, sino también 
en los más altos engranajes. La venganza se convierte en la de los súbditos 
contra el déspota. En el sistema de latencia del terror, lo que ya no es activo, 
acciona o reacciona, «lo que se ha vuelto latente por la fuerza, encerrado, 
reprimido, rechazado al interior», ahora es resentido: el eterno resentimiento 
de los súbditos responde a la eterna venganza de los déspotas. La inscripción 
es «resentida» cuando ya no es accionada ni reaccionada. Cuando el signo 
desterritorializado se hace significante, una formidable cantidad de reacción 
pasa al estado latente. Toda la resonancia, toda la retención, cambian de volu¬ 
men y de tiempo (el «a destiempo»). Venganza y resentimiento, he ahí no el 
comienzo de la justicia, sino su devenir y su destino en la formación imperial 
tal como la analiza Nietzsche. Y siguiendo su profecía ¿será el propio Estado 
ese perro que quiere morir? pero que también renace de sus cenizas. Pues, todo 
este conjunto de la nueva alianza o de la deuda infinita —el imperialismo del 
significante, la necesidad metafórica o metonímica de los significados, con lo 
arbitrario de las designaciones— asegura el mantenimiento del sistema y hace 
que un nombre suceda a un nombre, una dinastía a otra, sin que cambien los 
significados, ni que sea reventado el muro del significante. Por ello, el régi¬ 
men de la latencia, en los imperios africanos, chino, egipcio, etc., fue el de las 
constantes secesiones y rebeliones, y no el de la revolución. Ahí también será 
preciso que la muerte sea sentida dentro, pero que llegue desde fuera. 

Los fundadores de imperios lo han hecho pasar todo al estado latente; 
inventaron la venganza y suscitaron el resentimiento, esa contra-venganza. Y 
sin embargo, Nietzsche dice de ellos lo que ya decía del sistema primitivo: no 
es en ellos que la «mala conciencia» —entendamos Edipo— arraigó y empezó 
a crecer, la planta horrible. Simplemente, se dio un paso más en ese sentido: 
hicieron posible Edipo, la mala conciencia, la interioridad ... 64 ¿Qué quiere 

64. Nietzsche, Genealogía de la moral , II, 17. 


221 


decir Nietzsche, él que llevaba consigo a César como significante despótico y 
a sus dos significados, su hermana y su madre, y cada vez los sentía más pesa¬ 
dos al acercarse a la locura? En verdad, Edipo empezó su migración celular, 
ovular, en la representación imperial: de representado desplazado del deseo 
se ha convertido en la representación reprimente misma. Lo imposible se ha 
vuelto posible; el límite inocupado se halla ocupado ahora por el déspota. 
Edipo ha recibido su nombre, el déspota zopo, que realiza el doble incesto por 
sobrecodificación, con su hermana y su madre como las representaciones de 
cuerpo sometidas a la representación verbal. Además, el Edipo está tramando 
cada una de las operaciones formales que lo harán posible: la extrapolación 
de un objeto separado; el double bind de la sobrecodificación o del incesto 
real; la bi-univocización, la aplicación y la linealización de la cadena entre 
señores y esclavos; la introducción de la ley en el deseo y del deseo bajo la 
ley; la terrible latencia con su «después» y su «a destiempo». Todas las piezas 
de los cinco paralogismos parecen así preparadas. Pero estamos muy lejos del 
Edipo psicoanalítico y los helenistas tienen razón al no tomar la historia que 
el psiconálisis cueste lo que cueste les cuenta a la oreja. Es la historia del deseo 
y su historia sexual (no hay otra); pero aquí, todas las piezas juegan como en¬ 
granajes del Estado. El deseo no se da, ciertamente, entre un hijo, una madre 
y un padre. El deseo procede a una catexis libidinal de una máquina de Es¬ 
tado, que sobrecodifica las máquinas territoriales y, con una vuelta de rosca 
suplementaria, reprime las máquinas deseantes. El incesto se origina en esta 
catexis y no a la inversa, y no pone primero en juego más que al déspota, la 
hermana y la madre: él es la representación sobrecodificante y reprimente. El 
padre no interviene más que como el representante de la vieja máquina ter¬ 
ritorial, pero la hermana es el representante de la nueva alianza, la madre, el 
representante de la filiación directa. Padre e hijo todavía no han nacido. Toda 
la sexualidad ocurre entre máquinas, lucha entre ellas, superposición, enladril¬ 
lado. Asombrémonos una vez más del relato contado por Freud. En Moisés y 
el monoteísmo ya percibe que la latencia es un asunto de Estado. Pero entonces 
no debe suceder al «complejo de Edipo», marcar la represión del complejo o 
incluso su supresión. Debe resultar de la acción reprimente de la represent¬ 
ación incestuosa que todavía no es en modo alguno un complejo como deseo 
reprimido, ya que, por el contrario, ejerce su acción de represión sobre el pro¬ 
pio deseo. El complejo de Edipo, tal como lo nombra el psicoanálisis, nacerá 
de la latencia, después de la latencia, y significa el retorno de lo reprimido 
en condiciones que desfiguran, desplazan e incluso descodifican el deseo. El 
complejo de Edipo no aparece más que después de la latencia; y cuando Freud 


222 


reconoce dos tiempos separados por ella, sólo el segundo tiempo merece el 
nombre de complejo, mientras que el primero no expresa más que sus piezas y 
engranajes funcionando desde otro punto de vista, en otra organización. Ahí 
radica la manía del psicoanálisis con todos sus paralogismos: presentar como 
resolución o tentativa de resolución del complejo lo que es su instauración 
definitiva o su instalación interior, y presentar como complejo lo que incluso 
es su contrario. Pues, ¿qué será preciso para que Edipo se convierta en elEdipo, 
el complejo de Edipo? En verdad, muchas cosas —incluso aquellas que Ni- 
etzsche parcialmente presintió en la evolución de la deuda infinita. 

Será preciso que la célula edípica acabe su migración, que no se contente 
con pasar del estado de representado desplazado al estado de representación 
reprimente, sino que de representación reprimente se convierta, por último, 
en el propio representante del deseo; y ello en calidad de representado despla¬ 
zado. Será preciso que la deuda no se convierta solamente en deuda infinita, 
sino que sea interiorizada y espiritualizada como deuda infinita (el cristian¬ 
ismo y toda la pesca). Será preciso que padre e hijo se formen, es decir, que 
la tríada real «se masculinice», y ello como consecuencia directa de la deuda 
infinita ahora interiorizada 65 . Será preciso que Edipo-déspota sea reempla¬ 
zado por Edipos-súbditos, Edipos-sometidos, Edipos-padres y Edipos-hijos. 
Será preciso que todas las operaciones formales sean tomadas de nuevo en un 
campo social descodificado y resuenen en el elemento puro y privado de la 
interioridad, de la reproducción interior. Será preciso que el aparato represión 
general-represión sufra una completa reorganización. Será preciso, pues, que 
el deseo, habiendo acabado su migración, conozca esta extrema miseria: el 
volverse contra sí mismo, la vuelta contra sí, la mala conciencia, la culpabili¬ 
dad, que lo ata al campo social más descodificado tanto como a la interiori¬ 
dad más enfermiza, la trampa del deseo, su planta venenosa. En tanto que la 
historia del deseo no conozca este fin, Edipo frecuentará todas las sociedades, 
pero como la pesadilla de lo que todavía no ha llegado —su hora no habrá 
llegado. (¿No es siempre ahí donde radica la fuerza de Lacan?, haber salvado al 
psicoanálisis de la edipización violenta a la que él mismo vinculaba su destino, 


65. Los historiadores de las religiones y los psicoanalistas conocen perfectamente este 
problema de la masculinización de la triada imperial, en función de la relación padre-hijo que 
se introduce en ella. Nietzsche ve en ello con razón un momento esencial en el desarrollo de la 
deuda infinita: «Ese alivio que fue el golpe de genio del cristianismo... Dios mismo pagándose 
a sí mismo, Dios como el que puede redimir al hombre de aquello que para este mismo se ha 
vuelto irredimible —al acreedor sacrificándose por su deudor, por amor (¿quién lo creería?), 
¡por amor a su deudor!» (Genealogía de la moral, II, 21). 


223 


haber realizado esta salvación, aunque sea al precio de una regresión, aunque 
sea al precio de mantener el inconsciente bajo el peso del aparato despótico, de 
reinterpretarlo a partir de este aparato, la ley y el significante, falo y castración 
sí, ¡Edipo no!, la edad despótica del inconsciente.) 


* 


* * 


Ciudad de Ur, punto de partida de Abraham o de la nueva alianza. El 
Estado no se formó progresivamente, sino que surgió ya armado, golpe maes¬ 
tro de una vez, Urstatt original, eterno modelo de lo que todo Estado quiere 
ser y desea. La producción llamada asiática, con el Estado que la expresa o 
constituye su movimiento objetivo, no es una formación distinta; es la for¬ 
mación de base, el horizonte de toda la historia. De todas partes nos llega de 
nuevo el descubrimiento de máquinas imperiales que precedieron a las formas 
históricas tradicionales y que se caracterizan por la propiedad del Estado, la 
posesión comunal enladrillada y la dependencia colectiva. Cada forma más 
evolucionada es como un palimpsesto: recubre una inscripción despótica, un 
manuscrito micénico. Bajo cada negro y cada judío, un egipcio, un micénico 
bajo los griegos, un etrusco bajo los romanos. Y sin embargo, qué olvido pesa 
sobre el origen, latencia que la toma con el propio Estado y donde a veces 
la escritura desapareció. Bajo la presión de la propiedad privada, luego de la 
propiedad privada, luego de la producción mercantil, el Estado conoce su 
decadencia. La tierra entra en la esfera de la propiedad privada y en la de las 
mercancías. Aparecen clases, por eso las dominantes ya no se confunden con 
el aparato de Estado, sino que son determinaciones distintas que se sirven de 
ese aparato transformado. Primero adyacente a la propiedad común, luego 
componente o condicionante, luego cada vez más determinante, la propiedad 
privada implica una interiorización de la relación acreedor-deudor en las rela¬ 
ciones de clases antagónicas 66 . ¿Pero cómo explicar a la vez esta latencia en 
la que entra el Estado despótico y esta potencia con la que se reforma sobre 


66. Sobre el régimen de la propiedad privada ya en el Estado despótico mismo, cf. Karl 
Wittfogel, Le Despotisme oriental, 1957, tr. fr. E. de Minuit, págs. 140-149, 315-404 (tr. cast. 
Ed. Guadarrama, 1966). En el Imperio chino, Etienne Balazs, La Bureaucratie celeste, caps. 
VII-IX. Sobre las dos vías de paso del Estado despótico a la feudalidad, según que la produc¬ 
ción mercantil se una o no a la propiedad privada, Maurice Godelier, Sur le mode deproduction 
asiatique, págs. 90-92. 


224 


bases modificadas, para volver a animarse más «embustero», más «frío», más 
«hipócrita» que nunca? Este olvido y este retorno. Por una parte, la ciudad 
antigua, la comuna germánica, la feudalidad suponen los grandes imperios y 
no pueden ser comprendidas más que en función del Urstaat que les sirve de 
horizonte. Por otra parte, el problema de estas formas radica en reconstituir 
el Urstaat tanto como sea posible, teniendo en cuenta las exigencias de sus 
nuevas y distintas determinaciones. Pues, ¿qué significan la propiedad privada, 
la riqueza, la mercancía, las clases? La quiebra de los códigos. La aparición, el 
surgimiento de flujos ahora descodificados que manan sobre el socius y lo 
atraviesan de parte a parte. El Estado ya no puede contentarse con sobre- codi¬ 
ficar elementos territoriales ya codificados, debe inventar códigos específicos 
para flujos cada vez más desterritorializados: poner el despotismo al servicio 
de la nueva relación de clases; integrar las relaciones de riqueza y de pobreza, 
de mercancía y de trabajo; conciliar el dinero mercantil con el dinero fiscal; en 
todo lugar volver a insuflar el Urstaat en la nueva situación. Y en todo lugar 
el modelo latente que ya no se podrá igualar, pero que no se podrá dejar de 
imitar. Resuena la advertencia melancólica del egipcio a los griegos: «Vosotros, 
griegos, nunca dejaréis de ser niños». 

Esta situación especial del Estado como categoría, olvido y retorno, debe 
ser explicada. Ocurre que el Estado despótico originario no es un corte como 
los otros. De todas las instituciones es tal vez la única que surge ya montada 
en el cerebro de los que la instituyen, «los artistas de mirada de bronce». Por 
ello, en el marxismo, no se sabía demasiado qué hacer con ella: no entra en 
los cinco famosos estadios, comunismo primitivo, ciudad antigua, feudalidad, 
capitalismo, socialismo 67 . No es una formación más entre otras, ni el paso de una 
formación a otra. Se diría que está en retirada con respecto a lo que corta y 
con respecto a lo que recorta, como si fuese prueba de otra dimensión, ideali¬ 
dad cerebral que se sobreañade a la evolución material de las sociedades, idea 
reguladora o principio de reflexión (terror) que organiza en un todo las partes 
y los flujos. Lo que el Estado despótico corta, sobrecorta o sobrecodifica, es 
lo que viene antes, la máquina territorial, que reduce al estado de ladrillos, 


67. Sobre la posibilidad o no de conciliar la producción llamada asiática con los cinco 
estadios, sobre las razones que empujan a Engels para renunciar a esta categoría en el Origen de 
la familia, sobre las resistencias de los marxistas rusos y chinos a aceptar esta categoría, cf. Sur 
le mode deproduction asiatique. Recordemos las injurias dirigidas contra Wittfogel por haber 
planteado esta simple cuestión: ¿la categoría de Estado despótico oriental no habrá sido recha¬ 
zada por razones que dependen de su estatuto paradigmático especial, en tanto que horizonte 
de los Estados socialistas modernos? 


225 


de piezas trabajadoras desde entonces sometidas a la idea cerebral. En este 
sentido, el Estado despótico es el origen, pero el origen como abstracción 
que debe comprender su diferencia con el comienzo concreto. Sabemos que 
el mito siempre expresa un paso y una separación. Pero el mito primitivo 
territorial del comienzo expresaba la separación de una energía propiamente 
intensa (lo que Griaule llamaba «la parte metafísica de la mitología», la espiral 
vibratoria) con respecto al sistema social en extensión que condicionaba y lo 
que pasaba de uno a otro —alianza y filiación. Pero el mito imperial del origen 
expresa otra cosa: la separación de ese comienzo con el origen mismo, de la 
extensión con la idea, de la génesis con el orden y el poder (nueva alianza), 
y lo que vuelve a pasar de la segunda a la primera, lo que es recogido por 
la segunda. J. P. Vernant muestra de ese modo que los mitos imperiales no 
pueden concebir una ley de organización inmanente al universo: necesitan 
plantear, e interiorizar, esta diferencia entre el origen y los comienzos o prin¬ 
cipios, el poder soberano y la génesis del mundo; «el mito se constituye en 
esa distancia, la convierte en el objeto mismo de su relato, trazando a través 
de la serie de generaciones divinas los avatares de la soberanía hasta el mo¬ 
mento en que una supremacía, definitiva aquélla, coloca un término en la 
elaboración dramática de la dunesteia» 6 *. De tal modo que, en el límite, ya no 
se sabe ciertamente lo que es primero y si la máquina territorial linajera no 
presupone una máquina despótica de la que extraía los ladrillos o que a su vez 
segmentariza. Y, en cierta manera, es preciso decir otro tanto de lo que viene 
después del Estado originario, de lo que este Estado recorta. Sobrecorta lo que 
viene antes, pero recorta las formaciones posteriores. Ahí también es como la 
abstracción que pertenece a otra dimensión, siempre en retirada y aquejada de 
latencia, pero que resuena y vuelve mucho mejor en las formas posteriores que 
le proporcionan una existencia concreta. Estado proteiforme, pero siempre 
un solo Estado. De ahí las variaciones, todas las variantes de la nueva alian¬ 
za, sin embargo bajo la misma categoría. Por ejemplo, no sólo la feudalidad 
presupone un Estado despótico abstracto al que segmentariza según el régi¬ 
men de su propiedad privada y el desarrollo de su producción mercantil, sino 
que éstas inducen, en cambio, la existencia concreta de un Estado propiamente 
feudal, en el que el déspota vuelve como monarca absoluto. Pues, es un doble 
error creer que el desarrollo de la producción mercantil basta para reventar la 
feudalidad (en muchos aspectos, por el contrario, la refuerza, le proporciona 
nuevas condiciones de existencia y de supervivencia) y creer que la feudalidad 


68. Jean-Pierre Vernant, Les Origines de lapensée grecque, P.U.F., 1962, páginas 112-113. 


226 


por sí misma se opone al Estado que, por el contrario, como Estado feudal, 
es capaz de impedir a la mercancía que introduzca la descodificación de flujos 
que sería ruinosa sólo para el sistema considerado 69 . En ejemplos más recientes, 
debemos seguir a Wittfogel cuando muestra hasta qué punto los Estados 
modernos capitalistas y socialistas participan del Estado despótico originario. 
Democracias, ¿cómo no reconocer en ellas al déspota que se ha vuelto más 
hipócrita y más frío, más calculador, ya que él mismo debe contar y codificar 
en lugar de sobrecodificar las cuentas? No sirve de nada hacer el inventario 
de las diferencias, a la manera de concienzudos historiadores: comunidades 
aldeanas aquí, sociedades industriales allí... Las diferencias no serían deter¬ 
minantes más que si el Estado despótico fuese una formación concreta entre 
otras, a tratar comparativamente. Pero él es la abstracción, que se realiza, cier¬ 
tamente, en las formaciones imperiales, pero que no se realiza en ellas más que 
como abstracción (unidad sobrecodificante eminente). No toma su existencia 
inmanente concreta más que en las formas posteriores que le hacen volver bajo 
otras figuras y en otras condiciones. Común horizonte de lo que viene delante 
y de lo que viene después, no condiciona la historia universal más que con la 
condición de estar, no fuera, sino siempre al lado, el monstruo frío que repre¬ 
senta la manera, cuya historia está en la «cabeza», en el «cerebro», el Urstaat. 

Marx reconocía que había una manera cuya historia iba de lo abstracto a 
lo concreto: «las categorías simples expresan relaciones en las que lo concreto 
insuficientemente desarrollado tal vez se ha realizado, sin haber establecido 
todavía la relación más compleja que teóricamente se expresa en la categoría 
más concreta; mientras que lo concreto más desarrollado deja subsistir esta 
misma categoría como una relación subordinada» 70 . El Estado era primero 
esta unidad abstracta que integraba subconjuntos que funcionaban separada¬ 
mente; ahora está subordinado a un campo de fuerzas cuyos flujos coordina y 
cuyas relaciones autónomas de dominación y subordinación expresa. Ya no se 
contenta con sobrecodificar territorialidades mantenidas y enladrilladas, debe 
constituir, inventar, códigos para los flujos desterritorializados del dinero, de 
la mercancía y de la propiedad privada. Ya no forma por sí mismo una o varias 

69. Maurice Dobb mostró de qué modo el desarrollo del comercio, del mercado y de la 
moneda tuvo efectos muy diversos en la feudalidad, reforzando a veces el vasallaje y el conjunto 
de las estructuras feudales: Etudes sur le développement dii capitalisme, tr. fr. Maspero, págs. 48- 
82 (tr. cast. Ed. Siglo XXI, 1982). Frangois Hinckerha elaborado el concepto de «feudalismo de 
Estado» para mostrar de qué modo la monarquía absoluta francesa, principalmente, mantuvo 
las fuerzas productivas y la producción mercantil en el marco de una feudalidad que sólo acaba¬ 
rá al final del siglo XVIII (Sur le féodalisme, Ed. Sociales, 1971, págs. 61-66). 

70. Marx, Introduction général a la critique de réconomiepolitique , Pléiade I, pág. 256. 


227 


clases dominantes, él mismo está formado por estas clases que se han vuelto 
independientes y que lo delegan al servicio de su poder y de sus contradic¬ 
ciones, de sus luchas y de sus compromisos con las clases dominadas. Ya no 
es ley trascendente que rige fragmentos; debe diseñar mal que bien un todo al 
que devuelve su ley inmanente. Ya no es el puro significante que ordena sus 
significados, aparece detrás de ellos y depende de lo que él mismo significa. Ya 
no produce una unidad sobrecodificante, él mismo es producido en el campo 
de flujos descodificados. En tanto que máquina, ya no determina un sistema 
social, es determinado por el sistema social al que se incorpora en el juego de 
sus funciones. En una palabra, no cesa de ser artificial, pero se vuelve concreto, 
«tiende a la concretización», al mismo tiempo que se subordina a las fuerzas 
dominantes. Se ha podido demostrar la existencia de una evolución análoga 
en la máquina técnica cuando deja de ser unidad abstracta o sistema intelec¬ 
tual, que reina sobre subconjuntos separados, para convertirse en relación sub¬ 
ordinada a un campo de fuerzas que se ejerce como sistema físico concreto 71 . 
Pero, precisamente, esta tendencia a la concretización en la máquina técnica o 
social ¿no es el movimiento mismo del deseo? Siempre volvemos a caer en la 
monstruosa paradoja: el Estado es deseo que pasa de la cabeza del déspota al 
corazón de los súbditos y de la ley intelectual a todo el sistema físico que en él 
se origina o se libera. Deseo del Estado, la más fantástica máquina de represión 
todavía es deseo, sujeto que desea y objeto de deseo. Deseo: operación que 
siempre consiste en volver a insuflar el Urstaat original en el nuevo estado de 
cosas, en volverlo inmanente, en lo posible, al nuevo sistema, interior a éste. 
Por lo demás, volver a partir de cero: fundar un imperio espiritual, allí y bajo 
las formas en que el Estado ya no puede funcionar como tal en el sistema físi¬ 
co. Así, cuando los cristianos se apropiaron del imperio, se volvió a encontrar 
esta dualidad complementaria entre los que querían reconstruir el Urstaat has¬ 
ta donde fuese posible con los elementos que encontraban en la inmanencia 
del mundo objetivo romano, y luego los puros, aquellos que querían volver a 
empezar en el desierto, recomenzar una nueva alianza, recobrar la inspiración 
egipcia y siriaca de un Urstaat trascendente. ¡Qué extrañas máquinas surgieron 
sobre las columnas y en los troncos de los árboles! El cristianismo desarrolló, 
en este sentido, todo un juego de máquinas paranoicas y célibes, todo un tren 
de paranoicos y perversos que también ellos forman parte del horizonte de 


71. Gilbert Simondon, Du mode d’existence des objets techniques, Aubier, 1969, págs. 
25-49. 


228 


nuestra historia y pueblan nuestro calendario 72 . Son los dos aspectos de un 
devenir del Estado: su interiorización en un campo de fuerzas sociales cada 
vez más descodificadas que forman un sistema físico; su espiritualización en 
un campo supraterrestre cada vez más sobrecodificante que forma un sistema 
metafísico. En un mismo tiempo la deuda infinita debe interiorizarse y espir¬ 
itualizarse, la hora de la mala conciencia se acerca, será también la hora del 
mayor cinismo, «esta crueldad contenida del animal-hombre reprimido en su 
vida interior, retirándose con espanto en su individualidad; encerrado en el 
Estado para ser domesticado...». 


* * 


* 


El primer gran movimiento de desterritorialización apareció con la so¬ 
brecodificación del Estado despótico. Pero todavía no era nada al lado del 
otro gran movimiento, el que va a realizarse por descodificación de los flujos. 
Sin embargo, no bastan flujos descodificados para que el nuevo corte atra¬ 
viese y transforme el socius, es decir, para que nazca el capitalismo. Flujos 
descodificados golpean al Estado despótico de latencia, sumergen al tirano, 
pero también lo hacen volver bajo inesperadas formas —lo democratizan, lo 
oligarquizan, lo segmentarizan, lo monarquizan, y siempre lo espiritualizan 
y lo interiorizan, con el Urstaat latente en el horizonte, de cuya pérdida no 
podemos consolarnos. Ahora pertenece al Estado recodificar mal que bien, 
por operaciones regulares o excepcionales, el producto de los flujos descodi¬ 
ficados. Tomemos el ejemplo de Roma: la descodificación de los flujos de 
bienes raíces por privatización de la propiedad, la descodificación de los flujos 


72. Jacques Lacarriére ha señalado claramente, a este respecto, las figuras y los momen¬ 
tos del ascetismo cristiano en Egipto, Palestina y Siria a partir del siglo III: Les Hommes ivres 
de Dieu, Arthaud, 1961 (tr. cast. Ed. Aymá, 1964). Primero dulces paranoicos que se asientan 
en las proximidades de un pueblo, luego se alejan al desierto donde inventan sorprendentes 
máquinas ascéticas que expresan su lucha contra las antiguas alianzas y filiaciones (estadio San 
Antonio); a continuación, se forman comunidades de discípulos, monasterios en los que una 
de las actividades principales es escribir la vida del santo fundador, máquinas célibes con disci¬ 
plina militar donde el monje «reconstruye a su alrededor, bajo la forma de coacciones ascéticas 
y colectivas, el universo agresivo de las antiguas persecuciones» (estadio San Pacomio); por 
último, el retorno a la ciudad o a la aldea, grupos armados de perversos que se implantan como 
tarea la lucha contra el paganismo feneciente (estadio Schnoudi). De forma más general, sobre 
la relación del monasterio con la ciudad, cf. Lewis Mumford, que habla de una «elaboración 
de una nueva forma de estructuración urbana» en función de los monasterios (La Cité a travers 
l’histoire, Ed. du Seuil, págs. 315 sg., 330 sg.). 


229 



monetarios por formación de las grandes fortunas, la descodificación de los 
flujos comerciales por desarrollo de una producción mercantil, la descodifi¬ 
cación de los productores por expropiación y proletarización, todo está ahí, 
todo está dado, sin producir por ello un capitalismo propiamente hablando, 
sino un régimen esclavista 73 . O bien el ejemplo de la feudalidad: ahí también 
la propiedad privada, la producción mercantil, el aflujo monetario, la exten¬ 
sión del mercado, el desarrollo de las ciudades, la aparición de la renta se¬ 
ñorial como dinero o el arriendo contractual de mano de obra no producen en 
modo alguno una economía capitalista, sino un fortalecimiento de las cargas y 
relaciones feudales, a veces un retorno a estadios más primitivos de la feudali¬ 
dad, a veces incluso el restablecimiento de una especie de esclavismo. Es harto 
conocido que la acción monopolista en favor de las guildas y de las compañías 
no favoreció el desarrollo de una producción capitalista, sino la inserción de 
la burguesía en un feudalismo de ciudad y de Estado, que consistía en rehacer 
códigos para flujos descodificados como tales y en mantener al comerciante, 
según la fórmula de Marx, «en los poros mismos» del antiguo cuerpo lleno de 
la máquina social. Por tanto, no es el capitalismo el que implica la disolución 
del sistema feudal, sino más bien a la inversa: por ello fue preciso un tiempo 
entre ambos, fiay una gran diferencia a este respecto entre la edad despótica 
y la edad capitalista. Pues los fundadores del Estado llegan como el rayo; la 
máquina despótica es sincrónica, mientras que el tiempo de la máquina capi¬ 
talista es diacrónica, los capitalistas surgen uno tras otro en una serie que 
funda una especie de creatividad de la historia, extraña casa de fieras: tiempo 
esquizoide del nuevo corte creativo. 

Las disoluciones se definen por una simple descodificación de los flujos, 
siempre compensados por supervivencias o transformaciones del Estado. Se 
siente cómo la muerte sube desde dentro y cómo el mismo deseo es instinto 
de muerte, latencia, pero también cómo pasa del lado de estos flujos que vir¬ 
tualmente llevan una vida nueva. Flujos descodificados, ¿quién dirá el nombre 
de este nuevo deseo? Flujo de propiedades que se venden, flujo de dinero que 
mana, flujo de producción y de medios de producción que se preparan en la 
sombra, flujo de trabajadores que se desterritorializan: será preciso el encuen¬ 
tro de todos estos flujos descodificados, su conjunción, su reacción unos sobre 
otros, la contingencia de este encuentro, de esta conjunción, de esta reacción, 
que se producen una vez, para que el capitalismo nazca y para que el antiguo 
sistema muera esta vez desde fuera, al mismo tiempo que nace la vida nueva 
y que el deseo recibe su nuevo nombre. No hay más historia universal que 

73. Marx, Réponse a Milkhailovski, nov. 1877, Pléiade II, p. 1535. 


230 


la de la contingencia. Volvamos a esta cuestión eminentemente contingente 
que los historiadores modernos saben plantear: ¿por qué Europa, por qué no 
China? A propósito de la navegación de altura, Braudel pregunta: ¿por qué no 
los navios chinos o japoneses, o incluso musulmanes? ¿Por qué no Simbad el 
marino? No es la técnica la que falta, la máquina técnica. ¿No es más bien el 
deseo el que permanece preso en las redes del Estado despótico, invertido en la 
máquina del déspota? «Entonces, el mérito de Occidente, bloqueado en la es¬ 
trecha punta de Asia ¿radicaría en haber tenido necesidad del mundo, necesi¬ 
dad de salir de sus límites?» 74 No hay más viaje que el esquizofrénico (más 
adelante, el sentido americano de las fronteras: algo a sobrepasar, límites a 
franquear, flujos por hacer pasar, espacios no codificados por penetrar). Dese¬ 
os descodificados, deseos de descodificación, siempre los hubo, la historia está 
llena de ellos. Pero he ahí que los flujos descodificados no forman un deseo, 
deseo que produce en lugar de soñar o de carecer, máquina deseante, social y 
técnica a la vez, más que por su encuentro en un lugar, su conjunción en un 
espacio que toma tiempo. Por ello, el capitalismo y su corte no se definen sim¬ 
plemente por flujos descodificados, sino por la descodificación generalizada 
de los flujos, la nueva desterritorialización masiva, la conjunción de los flujos 
desterritorializados. La singularidad de esta conjunción dio la universalidad 
del capitalismo. Simplificando mucho podemos decir que la máquina territo¬ 
rial salvaje partía de las conexiones de producción y que la máquina despótica 
bárbara se fundaba en las disyunciones de inscripción a partir de la eminente 
unidad. Pero la máquina capitalista, la civilizada, va a establecerse primero 
sobre la conjunción. Entonces, la conjunción ya no designa solamente restos 
que escaparían a la codificación, ni consumos-consumaciones como en las 
fiestas primitivas, ni siquiera el «máximo de consumo» en el lujo del déspota 
y de sus agentes. Cuando la conjunción pasa a primera fila en la máquina so¬ 
cial, ocurre, por el contrario, que deja de estar vinculada tanto al goce como 
al exceso de consumo de una clase y convierte al propio lujo en un medio de 
inversión y vuelca todos los flujos descodificados sobre la producción, en un 
«producir para producir» que recobra las condiciones primitivas del trabajo 
con la condición, con la única condición, de incorporarlas al capital como al 
nuevo cuerpo lleno desterritorializado, el verdadero consumidor de donde el¬ 
las parecen emanar (como en el pacto del diablo descrito por Marx, «el eunuco 
industrial»: luego es a ti si...) 75 . 

74. Fernand Braudel, Civilisation matérielle et capitalisme, I, Armand-Colin, 

1967, pág. 313) tr. cast. Ed. Labor, 1974). 

75- Marx, Economie etphilosophie, 1844, Pléiade II, pág. 92 (tr. cast. Ed. Alianza). 


231 


En el centro del Capital Marx muestra el encuentro de dos elementos 
«principales»: de un lado, el trabajador desterritorializado, convertido en tra¬ 
bajador libre y desnudo, que tiene que vender su fuerza de trabajo; del otro, el 
dinero descodificado, convertido en capital y capaz de comprarla. Que estos 
dos elementos provengan de la segmentarización del Estado despótico en feu- 
dalidad y de la descomposición del sistema feudal mismo y de su Estado, to¬ 
davía no nos proporciona la conjunción extrínseca de estos dos flujos, flujo de 
productores y flujo de dinero. El encuentro hubiera podido no realizarse, los 
trabajadores libres y el capital-dinero existiendo «virtualmente» cada uno por 
su parte. Uno de los elementos depende de una transformación de las estruc¬ 
turas agrarias constitutivas del antiguo cuerpo social, el otro, depende de otra 
serie que pasa por el mercader y el usurero tal como existen marginalmente en 
los poros de este antiguo cuerpo 76 . Además, cada uno de estos elementos pone 
en juego varios procesos de descodificación y de desterritorialización de muy 
diferente origen: para el trabajador libre, desterritorialización del suelo por 
privatización; descodificación de los instrumentos de producción por apro¬ 
piación; privación de los medios de consumo por disolución de la familia y 
de la corporación; descodificación, por último, del trabajador en provecho del 
propio trabajo o de la máquina —y, para el capital, desterritorialización de la 
riqueza por abstracción monetaria; descodificación de los flujos de producción 
por capital mercantil; descodificación de los Estados por el capital financiero 
y las deudas públicas; descodificación de los medios de producción por la for¬ 
mación del capital industrial, etc. Veamos aún con más detalle de qué modo 
se encuentran los elementos, con conjunción de todos sus procesos. Ya no es 
la edad del terror ni de la crueldad, sino la edad del cinismo, que viene acom¬ 
pañada por una extraña piedad (ambos constituyen el humanismo: el cinismo 
es la inmanencia física del campo social, y la piedad, el mantenimiento de un 
Urstaat espiritualizado; el cinismo es el capital como medio para arrebatar el 
excedente de trabajo, pero la piedad es ese mismo capital como capital-Dios 
del que parece que emanan todas las fuerzas de trabajo). Esta edad del cinismo 
es la de la acumulación de capital, es ella la que implica tiempo, precisamente 

76. Cf. el comentario de Balibar en Althusser y col., Lire le Capital, pág. 288 (tr. cast. ed. 
reducida Ed. Siglo XXI): «La unidad que posee la estructura capitalista una vez constituida no 
se halla detrás de sí... (Es preciso) que el encuentro se haya producido, y haya sido rigurosamente 
pensado, entre estos elementos, que son identificados a partir del resultado de su conjunción, y 
el campo histórico en el seno del cual hay que pensar su propia historia, que no tiene nada que 
ver en su concepto con este resultado, puesto que es definido por la estructura de otro modo 
de producción. En ese campo histórico constituido por el modo de producción anterior, los 
elementos de los que se realiza la genealogía no tienen, precisamente, más que una situación 
marginal, es decir, no determinante.» 


232 


para la conjunción de todos los flujos descodificados y des- territorializados. 
Como demostró Maurice Dobb, es preciso en un primer tiempo una acu¬ 
mulación de títulos de propiedad, de la tierra por ejemplo, en una coyuntura 
favorable, en un momento en que esos bienes cuesten poco (desintegración 
del sistema feudal); y un segundo tiempo en el que esos bienes son vendidos 
en un momento de alza y en condiciones que hacen particularmente intere¬ 
sante la inversión industrial («revolución de los precios», reserva abundante 
de mano de obra, formación de un proletariado, acceso fácil a fuentes de 
materias primas, condiciones favorables para la producción de herramientas 
y máquinas) 77 . Toda clase de factores contingentes favorecen estas conjun¬ 
ciones. ¡Cuántos encuentros para la formación de la cosa, lo innombrable! 
Sin embargo, el efecto de la conjunción es el control cada vez más profundo 
de la producción por el capital: la definición del capitalismo o de su corte, 
la conjunción de todos los flujos descodificados y desterritorializados, no se 
definen por el capital comercial ni por el capital financiero, que no son más 
que flujos entre otros, elementos entre otros, sino por el capital industrial. Sin 
duda, muy pronto el comerciante pudo accionar sobre la producción, ya fuese 
convirtiéndose él mismo en industrial en oficios basados en el comercio, ya 
fuese convirtiendo a los artesanos en sus propios intermediarios c empleados 
(luchas contra las guildas y los monopolios). Pero el capitalismo no empieza, 
la máquina capitalista no es montada, más que cuando el capital se apropia 
directamente de la producción, y el capital financiero y el capital mercantil 
ya no son más que funciones específicas correspondientes a una división del 
trabajo en el modo capitalista de la producción en general. Entonces volve¬ 
mos a encontrar la producción de producciones, la producción de registros, 
la producción de consumos —pero precisamente en esa conjunción de los 
flujos descodificados que convierte al capital en el nuevo cuerpo lleno social, 
mientras que el capitalismo comercial y financiero bajo sus formas primitivas 
se instalaba tan sólo en los poros del antiguo socius del cual no cambiaba el 
modo de producción anterior. 

Incluso antes de que la máquina de producción capitalista sea montada, 
la mercancía y la moneda operan una descodificación de los flujos por ab¬ 
stracción. Sin embargo, no del mismo modo. En primer lugar, el intercam¬ 
bio simple inscribe los productos mercantiles como los quanta particulares de 
una unidad de trabajo abstracta. El trabajo abstracto colocado en la relación 
de intercambio forma la síntesis disyuntiva del movimiento aparente de la 

77. Maurice Dobb, Etudes sur le développement du capitalisme, págs. 189-199 (tr. cast. 
Siglo XXI, 1982). 


233 


mercancía, puesto que se divide en los trabajos cualificados a los que cor¬ 
responde tal o cual quantum determinado. Pero sólo cuando un «equivalente 
general» aparece como moneda se accede al reino de la quantitas, la cual puede 
tener toda clase de valores particulares o valer por cualquier clase de quanta. 
Esta cantidad abstracta no debe sin embargo poseer un valor cualquiera, de 
tal modo que todavía no aparezca más que como una relación de tamaño 
entre quanta. En este sentido, la relación de intercambio une formalmente 
objetos parciales producidos e incluso inscritos independientemente de ella. 
La inscripción comercial y monetaria permanece sobrecodificada e incluso 
reprimida por los caracteres y los modos de inscripción previos de un so- 
cius considerado bajo su modo de producción específico, que no conoce ni 
reconoce el trabajo abstracto. Como dice Marx, ésta es la relación más simple 
y más antigua de la actividad productiva, pero sólo aparece como tal y se 
vuelve prácticamente verdadera en la máquina capitalista moderna 78 . Por ello, 
antes, la inscripción comercial monetaria no disponía de un cuerpo propio y 
se insertaba tan sólo en los intervalos del cuerpo social preexistente. El com¬ 
erciante no cesaba de jugar por territorialidades mantenidas para comprar allí 
donde es barato y vender donde es caro. Antes de la máquina capitalista, el 
capital mercantil o financiero sólo está en una relación de alianza con la pro¬ 
ducción no capitalista, entra en esta nueva alianza que caracteriza a los Estados 
precapitalistas (de ahí la alianza de la burguesía mercantil y bancaria con la 
feudalidad). En una palabra, la máquina capitalista empieza cuando el capital 
cesa de ser un capital de alianza para volverse filiativo. El capital se vuelve capi¬ 
tal filiativo cuando el dinero engendra dinero o el valor una plusvalía, «valor 
progresivo, dinero siempre brotando y creciendo, y como tal capital... El valor 
se presenta de pronto como una substancia motriz de sí misma y para la cual 
mercancía y moneda sólo son puras formas. Distingue en sí su valor primitivo 
y su plusvalía, del mismo modo que Dios distingue en su persona el padre y 
el hijo y que ambos forman sólo uno y son de la misma edad, pues sólo por 
la plusvalía de diez libras las cien primeras libras avanzadas se convierten en 
capital» 79 . Sólo en esas condiciones el capital se convierte en el cuerpo lleno, el 
nuevo socius o la cuasi-causa que se apropia de todas las fuerzas productivas. 
Ya no estamos en el dominio del quantum o de la quantitas, sino en el de 
la relación diferencial en tanto que conjunción, que define el campo social 
inmanente propio al capitalismo y confiere a la abstracción como tal su valor 
efectivamente concreto, su tendencia a la concretización. La abstracción no 

78. Marx, Introduction générale a la critique de l’économiepolitique, Pléiade I, pág. 259. 

79. Marx, Le Capital, I, 2, cap. 4, Pléiade I, pág. 701 (tr. cast. Ed. F.C.E.). 


234 


ha dejado de ser lo que es pero ya no aparece en la simple cantidad como una 
relación variable entre términos independientes, sobre sí misma ha tomado la 
independencia, la calidad de los términos y la cantidad de las relaciones. Lo 
abstracto impone la relación más compleja en la que se va a desarro- 

Dy 

llar «como» algo concreto. Es la relación diferencial -, en la que Dy 

Dx 

deriva de la fuerza de trabajo y constituye la fluctuación del capital variable 
y en la que Dx deriva del capital mismo y constituye la fluctuación del capi¬ 
tal constante («la noción de capital constante no excluye en modo alguno 
un cambio de valor de sus partes constitutivas»). De la fluxión de los flujos 
descodificados, de su conjunción, se desprende la forma filiativa del capital 
x + dx. La relación diferencial expresa el fenómeno fundamental capitalista 
de la transformación de la plusvalía de código en plusvalía de flujo. Que una 
apariencia matemática reemplace aquí a los antiguos códigos significa, sim¬ 
plemente, que asistimos a una quiebra de los códigos y de las territorialidades 
subsistentes en beneficio de una máquina de otra clase, que funciona de otro 
modo. Ya no es la crueldad de la vida, ni el terror de una vida contra otra, 
sino un despotismo post-mortem, el déspota convertido en ano y vampiro: «El 
capital es trabajo muerto que, semejante al vampiro, sólo se anima chupando 
el trabajo vivo, y su vida es tanto más alegre cuanto más succiona». El capital 
industrial presenta de este modo una nueva-nueva filiación, constitutiva de 
la máquina capitalista, con respecto a la cual el capital comercial y el capital 
financiero ahora van a tomar la forma de una nueva-nueva alianza al asumir 
funciones específicas. 

El célebre problema de la baja tendencial de la tasa de ganancia, es decir, 
de la plusvalía con respecto al capital total, sólo puede comprenderse en el con¬ 
junto del campo de inmanencia del capitalismo y en las condiciones bajo las 
que una plusvalía de código es transformada en plusvalía de flujo. En primer 
lugar (de acuerdo con las observaciones de Balibar), ocurre que esta tendencia 
a la baja de la tasa de ganancia no tiene fin, sino que ella misma se reproduce 
al reproducir los factores que se oponen a ella. Pero, ¿por qué no tiene fin? Sin 
duda, por las mismas razones que hacen reír a los capitalistas y sus economis¬ 
tas cuando constatan que la plusvalía no es matemáticamente determinable. 
Sin embargo, no tienen motivos para regocijarse. Más bien deberían sacar en 
conclusión lo que tienen que ocultar: a saber, que no es el mismo dinero el 


235 



que entra en el bolsillo del asalariado y el que se inscribe en el balance de una 
empresa. En un caso, signos monetarios impotentes de valor de cambio, un 
flujo de medios de pago relativo a bienes de consumo y a valores de uso, una 
relación bi-unívoca entre la moneda y un abanico impuesto de productos («a 
lo que tengo derecho, lo que me vuelve, luego es a mí...»); en el otro caso, 
signos de potencia del capital, flujos de financiamiento, un sistema de coefi¬ 
cientes diferenciales de producción que manifiesta una fuerza prospectiva o 
una evaluación a largo plazo, no realizable hic et nunc, y que funciona como 
una axiomática de las cantidades abstractas. En un caso, el dinero representa 
un corte-extracción posible en un flujo de consumo; en el otro, una posibili¬ 
dad de corte-separación y de rearticulación de cadenas económicas en el sen¬ 
tido en que flujos de producción se apropian de las disyunciones de capital. Se 
ha podido demostrar la importancia, en el sistema capitalista, de la dualidad 
bancaria entre la formación de medios de pago y la estructura de financiación, 
la gestión de la moneda y la financiación de la acumulación capitalista, la 
moneda de cambio y la moneda de crédito 80 . Que la banca participe de am¬ 
bos, es decir, como bisagra de ambos, financiación y pago, muestra tan sólo 
sus interacciones múltiples. Así, en la moneda de crédito, que implica todos 
los créditos comerciales o bancarios, el crédito puramente comercial tiene sus 
raíces en la circulación simple en la que se desarrolla el dinero como medio de 
pago (la letra de cambio con vencimiento determinado, que constituye una 
forma monetaria de la deuda finita). A la inversa, el crédito bancario opera 
una desmonetización o desmaterialización de la moneda y se basa en la circu¬ 
lación de órdenes de pago en lugar de la circulación del dinero, atraviesa un 
circuito particular en el que toma, después pierde, su valor de instrumento de 
cambio y en el que las condiciones del flujo implican las del reflujo, dando a 
la deuda infinita su forma capitalista; pero el Estado como regulador asegura 
una convertibilidad de principio de esta moneda de crédito, sea directamente 
por dependencia del oro, sea indirectamente por un modo de centralización 
que implica un garante del crédito, una tasa de interés única, una unidad de 
los mercados de capitales, etc. Se está en lo cierto, pues, cuando se habla de 
disimulación profunda de la dualidad de las dos formas del dinero, pago y 
financiación, los dos aspectos de la práctica bancaria. Pero esta disimulación 
no depende de un desconocimiento sino que expresa el campo de inmanencia 
capitalista, el movimiento objetivo aparente en el que la forma inferior y sub¬ 
ordinada es tan necesaria como la otra (es necesario que el dinero esté en los 

80. Suzanne de Brunhoff, L’Offre de monnaie, critique d’un concept, Maspero, 1971. Y 
La Monnaie chez Marx, Ed. Sociales, 1967 (cf. la crítica de las tesis de Hilferding, págs. 16 sg.). 


236 


dos cuadros) y en el que ninguna integración de las clases dominadas podría 
efectuarse sin la sombra de este principio de convertibilidad no aplicado, que 
sin embargo basta para hacer que el Deseo de la criatura más desfavorecida 
invierta o cargue con todas sus fuerzas, independientemente de cualquier con¬ 
ocimiento o desconocimiento económico, el campo social capitalista en su 
conjunto. Flujos, ¿quién no desea flujos y relaciones entre los flujos, y cortes 
de flujo? —que el capitalismo ha sabido hacer manar y cortar en esas condi¬ 
ciones del dinero desconocidas hasta él. Aunque es cierto que el capitalismo 
en su esencia o modo de producción es industrial, no funciona más que como 
capitalismo mercantil. Aunque es cierto que en su esencia es capital filiativo 
industrial, no funciona más que por su alianza con el capital comercial y fi¬ 
nanciero. En cierta manera, de la banca depende todo el sistema y la catexis o 
inversión de deseo 81 . Una de las aportaciones de Keynes radicó en reintroducir 
el deseo en el problema de la moneda; esto es lo que hay que someter a las exi¬ 
gencias del análisis marxista. Por ello, es desastroso que los economistas marx- 
istas se reduzcan demasiado a menudo a consideraciones sobre el modo de 
producción y sobre la teoría de la moneda como equivalente general tal como 
aparece en la primera sección del Capital, sin dedicar suficiente importancia a 
la práctica bancada, a las operaciones financieras y a la circulación específica 
de la moneda de crédito (en esto consistiría el sentido de un retorno a Marx, 
a la teoría marxista de la moneda). 

Volvamos a la dualidad del dinero, a los dos cuadros, a las dos ins¬ 
cripciones, una en la cuenta del asalariado, la otra en el balance de la empresa. 
Medir los dos tipos de tamaño con la misma unidad analítica es una pura 
ficción, una estafa cósmica, como si midiésemos las distancias intergaláxicas 
o intra-atómicas con metros y centímetros. No hay ninguna medida común 
entre el valor de las empresas y el de la fuerza de trabajo de los asalariados. Por 
esa razón, la baja tendencial no tiene término. Un coeficiente de diferenciales 
es calculable si se trata del límite de variaciones de los flujos de producción 
desde el punto de vista de un pleno rendimiento, pero no lo es si se trata del 
flujo de producción y del flujo de trabajo del que depende la plusvalía. Enton- 

81. Suzanne de Brunhoff, L’Offre de monnaie, pág. 124: «La noción misma de masa 
monetaria no puede tener sentido más que en relación con el juego de un sistema de crédito en 
el que se combinen las diferentes monedas. Sin un sistema tal no se tendría más que una suma 
de medios de pago que no accederían al carácter social del equivalente general y no podrían 
servir más que en circuitos privados locales. No habría circulación monetaria general. Es tan 
sólo en el sistema centralizado que las monedas pueden volverse homogéneas y aparecer como 
las componentes de un conjunto articulado» (Y sobre la disimulación objetiva en el sistema cf. 
págs. 110, 114). 


237 


ces, la diferencia no se anula en la relación que la constituye como diferencia 
de naturaleza, la «tendencia» no tiene término, no tiene límite exterior al que 
podría llegar o incluso aproximarse. La tendencia sólo tiene límite interno y no 
cesa de pasarlo, pero desplazándolo, es decir, reconstituyéndolo, recobrándolo 
como límite interno a pasar de nuevo por desplazamiento: entonces, la conti¬ 
nuidad del proceso capitalista se engendra en ese corte siempre desplazado, 
es decir, en esta unidad entre la esquizia y el flujo. Bajo ese aspecto, el campo 
de inmanencia social, tal como se descubre bajo la contracción y la transfor¬ 
mación del Urstaat, no cesa de ampliarse y toma una consistencia por com¬ 
pleto particular, que muestra el modo como el capitalismo supo interpretar 
para su provecho el principio general según el cual las cosas sólo marchan bien 
con la condición de estropearse, la crisis como «medio inmanente al modo de 
producción capitalista». Si el capitalismo es el límite exterior de toda socie¬ 
dad, es porque para su provecho no tiene límite exterior, sino sólo un límite 
interior que es el capital mismo, al que no encuentra, pero que reproduce 
desplazándolo siempre 82 . Jean-Joseph Goux analiza exactamente el fenómeno 
matemático de la curva sin tangente y el sentido que puede tomar tanto en la 
economía como en la lingüística: «Si el movimiento no tiende hacia ningún 
límite, si el cociente de las diferenciales no es calculable, el presente ya no tiene 
sentido... El cociente de las diferenciales no se resuelve, las diferencias ya no 
se anulan en su relación. Ningún límite se opone a la rotura, a la rotura de esa 
rotura. La tendencia no encuentra término, el móvil nunca logra lo que el fu¬ 
turo inmediato le reserva; sin cesar es retrasado por accidentes, desviaciones... 
Noción compleja de una continuidad en la rotura absoluta» 83 . En la inmanen¬ 
cia ampliada del sistema, el límite tiende a reconstituir en su desplazamiento 
lo que tendía a hacer bajar en su emplazamiento primitivo. 

Ahora bien, este movimiento de desplazamiento pertenece esencialmente 
a la desterritorialización del capitalismo. Como ha mostrado Samir Amin, el 
proceso de desterritorialización va, en este caso, del centro a la periferia, es 
decir, de los países desarrollados a los países subdesarrollados, que no con¬ 
stituyen un mundo aparte, sino una pieza esencial de la máquina capitalista 
mundial. Incluso es preciso añadir que el centro también tiene sus enclaves 


82. Marx, Le Capital, III, 3, conclusiones: «La producción capitalista tiende sin cesar 
a sobrepasar estos límites que le son inmanentes, pero no lo logra más que empleando medios 
que, de nuevo y a una escala más imponente, levantan ante ella las mismas barreras. La verda¬ 
dera barrera de la producción capitalista es el propio capital.» (Pléiade, II, pág. 1032) (tr. cast. 
Ed. F.C.E.). 

83. Jean-Joseph Goux, «Dérivable et indérivable». Critique, enero 1970, páginas 48-49. 


238 


organizados de subdesarrollo, sus reservas y chabolas como periferias inte¬ 
riores (Pierre Moussa definía a los Estados Unidos como un fragmento del 
tercer mundo que ha logrado y guardado zonas inmensas de subdesarrollo). 
Si es cierto que en el centro se ejerce, al menos parcialmente, una tendencia 
a la baja o a la igualación de la tasa de ganancia que lleva a la economía hacía 
los sectores más progresivos y más automatizados, un verdadero «desarrollo 
del subdesarrollo» en la periferia asegura una alza de la tasa de la plusvalía 
como una explotación creciente del proletariado periférico con respecto al 
del centro. Pues sería un gran error creer que las exportaciones de la periferia 
provienen ante todo de sectores tradicionales o de territorialidades arcaicas: 
por el contrario, provienen de industrias y plantaciones modernas, generado¬ 
ras de fuerte plusvalía, hasta el punto de que no son los países desarrollados los 
que proporcionan capitales a los países subdesarrollados, sino al contrario. Tan 
cierto es que la acumulación primitiva no se produce sólo una vez a la aurora 
del capitalismo, sino que es permanente y no cesa de reproducirse. El capi¬ 
talismo exporta capital filiativo. Al mismo tiempo que la desterritorialización 
capitalista se realiza desde el centro a la periferia, la descodificación de los 
flujos en la periferia se realiza por una «desarticulación» que asegura la ruina 
de los sectores tradicionales, el desarrollo de los circuitos económicos extrav¬ 
ertidos, una hipertrofia específica del sector terciario, una extrema desigualdad 
en la distribución de las productividades y de las rentas 84 . Cada paso de flujo 
es una desterritorialización, cada límite desplazado, una descodificación. El 
capitalismo esquizofreniza cada vez más a la periferia. Lo cual no quiere decir, 
sin embargo, que en el centro la baja tendencial mantenga su sentido restrin¬ 
gido, es decir, la disminución relativa de la plusvalía con respecto al capital 
total, asegurada por el desarrollo de la productividad, de la automación, del 
capital constante. 

Este problema ha vuelto a ser planteado recientemente por Maurice 
Clavel en una serie de cuestiones decisivas y voluntariamente incompetentes. 
Es decir, cuestiones dirigidas a los economistas por alguien que no comprende 
cómo se ha podido mantener la plusvalía humana en la base de la producción 
capitalista, si se reconoce que las máquinas también «trabajan» o producen 
valor, que siempre han trabajado y cada vez trabajan más con respecto al hom¬ 
bre, el cual de ese modo deja de ser parte constitutiva del proceso de produc- 


84. Samir Amin, LAccumulation a l’echelle mondiale, Anthropos, 1970, páginas 373 sg. 
(tr. cast. Ed. Siglo XXI, 1974). 


239 


ción para volver adyacente a este proceso 85 . Hay, por tanto, una plusvalía 
maquínica producida por el capital constante, que se desarrolla con la autom¬ 
atización y la productividad y que no puede explicarse por los factores que se 
oponen a la baja tendencial (intensidad creciente de la explotación del trabajo 
humano, disminución de precios de los elementos del capital constante, etc.), 
puesto que estos factores, por el contrario, dependen de ella. Creemos, con 
la misma incompetencia indispensable, que estos problemas sólo pueden ser 
examinados en las condiciones de la transformación de la plusvalía de código 
en plusvalía de flujo. Pues, en tanto que definíamos los regímenes precapital¬ 
istas por la plusvalía de código y el capitalismo por una descodificación gen¬ 
eralizada que la convertía en plusvalía de flujo, presentábamos las cosas de un 
modo somero, hacíamos como si la cuestión se solucionase de una vez por 
todas, en la aurora de un capitalismo que habría perdido todo valor de código. 
Sin embargo, no es así. Por una parte, subsisten códigos, incluso en calidad 
de arcaísmos, pero que toman una función perfectamente actual y adaptada a 
la situación en el capital personificado (el capitalista, el trabajador, el negoci¬ 
ante, el banquero...). Sin embargo, por otra parte y más profundamente, toda 
máquina técnica supone flujos de un tipo particular: flujos de código a la vez 
interiores y exteriores a la máquina, formando los elementos de una tecnología 
e incluso de una ciencia. Son estos flujos de código los que también se hal¬ 
lan encajados, codificados o sobrecodificados en las sociedades precapitalistas 
de tal modo que nunca se independizan (el herrero, el astrónomo...). Mas la 
descodificación generalizada de los flujos en el liberalismo ha liberado, dester- 
ritorializado, descodificado los flujos de código al igual que los otros —hasta 
el punto que la máquina automática siempre los interiorizó en su cuerpo o 
su estructura como campo de fuerzas, al mismo tiempo que dependía de una 
ciencia y de una tecnología, de un trabajo llamado cerebral distinto del trabajo 
manual del obrero (evolución del objeto técnico). En ese sentido, las máqui¬ 
nas no hicieron el capitalismo, sino al contrario, el capitalismo hace las máqui¬ 
nas y no cesa de introducir nuevos cortes mediante los cuales revoluciona sus 
modos técnicos de producción. 

A este respecto, todavía es preciso introducir varias correcciones. Pues 
esos cortes tardan tiempo y se extienden sobre una gran extensión. Nunca la 
máquina capitalista diacrónica se deja revolucionar a sí misma por una o varias 
máquinas técnicas sincrónicas, nunca confiere a sus sabios y técnicos una inde- 

85. Maurice Clavel, Qui est aliéné?, págs. 110-124, 320-327 (cf. el gran capítulo de 
Marx sobre la automatización en los Principes d’une critique de l’économiepolitique, 1857-58, 
Pléiade II, págs. 297 sg.). 


240 


pendencia desconocida en los regímenes precedentes. Sin duda, puede dejar a 
algunos sabios, por ejemplo, matemáticos, que «esquizofrenicen» en su rincón 
y puede hacer pasar flujos de código socialmente descodificados que estos 
científicos organizan en axiomáticas de investigación llamada fundamental. 
Pero la verdadera axiomática no está ahí (a los científicos se les deja tranquilos 
hasta un cierto punto, se les deja que hagan su propia axiomática; pero llega 
el momento de las cosas serias: por ejemplo, la física indeterminista, con sus 
flujos corpusculares, debe reconciliarse con «el determinismo»). La verdadera 
axiomática es la de la máquina social misma, que sustituye a las antiguas codi¬ 
ficaciones y organiza todos los flujos descodificados, comprendidos los flujos 
de código científico y técnico, en provecho del sistema capitalista y al servicio 
de sus fines. Por ello, a menudo se ha señalado que la revolución industrial 
combinaba una tasa elevada de progreso técnico con el mantenimiento de una 
gran cantidad de material «obsolescente», con una gran desconfianza hacia 
las máquinas y las ciencias. Una innovación no es adoptada más que a partir 
de la tasa de ganancia que su inversión proporciona por disminución de los 
costes de producción; si no, el capitalista mantiene la maquinaria existente, 
libre para invertir paralelamente a ésta en otro campo 86 . La plusvalía humana 
guarda, pues, una importancia decisiva, incluso en el centro y en sectores al¬ 
tamente industrializados. Lo que determina la disminución de los costes y la 
elevación de la tasa de ganancia por plusvalía maquínica no es la innovación 
misma, cuyo valor es tan poco medible como el de la plusvalía humana. Ni 
siquiera es la rentabilidad de la nueva técnica considerada aisladamente, sino 
su efecto en la rentabilidad global de la empresa en sus relaciones con el mer¬ 
cado, y con el capital comercial y financiero. Lo que implica encuentros e 
intersecciones diacrónicos, como, por ejemplo, podemos verlo desde el siglo 
XIX entre la máquina de vapor y las máquinas textiles o las técnicas de pro¬ 
ducción del hierro. En general, la introducción de las innovaciones siempre 
tiende a ser retardada más allá del tiempo científicamente necesario, hasta el 
momento en que las previsiones de mercado justifican su explotación en gran 
escala. Incluso en ese caso, el capital de alianza ejerce una fuerte presión selec¬ 
tiva sobre las innovaciones maquínicas en el capital industrial. En resumen, 
allí donde los flujos están descodificados, los flujos particulares de código que 
han tomado una forma tecnológica y científica son sometidos a una axiomáti¬ 
ca propiamente social mucho más severa que todas las axiomáticas científicas, 
pero mucho más severa también que los antiguos códigos o sobrecódigos desa- 

86. Paul Baran y Paul Sweezy, Le Capitalisme monopoliste, 1966, tr. fr. Maspero, págs. 
96-98 (tr. cast. Ed. Siglo XXI). 


241 


parecidos: la axiomática del mercado capitalista mundial. En una palabra, los 
flujos de código «liberados» en la ciencia y la técnica por el régimen capitalista 
engendran una plusvalía maquínica que no depende directamente de la ciencia 
y de la técnica, sino del capital, y que viene a añadirse a la plusvalía humana, 
constituyendo ambas el conjunto de la plusvalía de flujo que caracteriza al sistema. 
Los conocimientos, la información y la formación cualificada son partes del 
capital («capital de conocimientos») tanto como el trabajo más elemental del 
obrero. Y del mismo modo que en la plusvalía humana, en tanto que resul¬ 
taba de los flujos descodificados, encontrábamos una inconmensurabilidad o 
una asimetría fundamental (ningún límite exterior asignable) entre el trabajo 
manual y el capital, o bien entre dos formas de dinero, aquí también, en la 
plusvalía maquínica resultante de los flujos de código científicos y técnicos, 
no encontramos conmensurabilidad alguna ni límite exterior entre el trabajo 
científico o técnico, incluso altamente remunerado, y la ganancia del capital 
que se inscribe en otra escritura. El flujo de conocimiento y el flujo de trabajo 
se hallan a este respecto en la misma situación determinada por la descodifi¬ 
cación o la desterritorialización capitalista. 

Mas, si es cierto que la innovación sólo es aceptada en tanto que im¬ 
plica un alza de la ganancia por baja de los costes de producción y que existe 
un volumen de producción suficientemente elevado como para justificarla, el 
corolario que podemos desprender es que la inversión en la innovación nunca 
basta para realizar o absorber la plusvalía de flujo producida tanto en un lado 
como en otro 87 . Marx mostró claramente la importancia del problema: el cír¬ 
culo siempre ensanchado del capitalismo sólo se cierra, reproduciendo a una 
escala siempre mayor sus límites inmanentes, si la plusvalía no es solamente 
producida o arrebatada, sino absorbida, realizada 88 . Si el capitalista no se de¬ 
fine por el goce, no es tan sólo porque su finalidad radica en el «producir para 
producir» generador de plusvalía, sino también la realización de esta plusvalía: 
una plusvalía de flujo no realizada es lo mismo que no producida, y se encarna 
en el paro forzoso y el estancamiento. Con facilidad podemos realizar la cuen¬ 
ta de los principales medios de absorción fuera del consumo y la inversión: 
la publicidad, el gobierno civil, el militarismo y el imperialismo. El papel del 
Estado a este respecto, en la axiomática capitalista, aparece tanto mejor en cu¬ 
anto que lo que absorbe no se substrae de la plusvalía de las empresas, sino que 
se añade al acercar la economía capitalista al pleno rendimiento en los límites 

87. Sobre la concepción de la amortización que esta proposición implica, cf. Paul Baran 
y Paul Sweezy, Le Capitalisme monopoliste, págs. 100-104. 

88. Marx, Le Capital, III, 3, conclusiones, Pléiade II, p. 1026. 


242 


dados y al ampliar a su vez esos límites, sobre todo en un orden de gastos 
militares que no compitan con la empresa privada, más bien al contrario (sólo 
la guerra logró lo que el New Deal no pudo conseguir). El papel de un com¬ 
plejo político-militar-económico es tanto más importante en cuanto garantiza 
la extracción de la plusvalía humana en la periferia y en las zonas apropiadas 
del centro, pero también en cuanto engendra él mismo una enorme plusvalía 
maquínica al movilizar los recursos del capital de conocimientos y de infor¬ 
mación y absorbe, por último, la mayor parte de la plusvalía producida. El 
Estado, su policía y su ejército forman una gigantesca empresa de antiproduc¬ 
ción, pero en el seno de la producción misma, y condicionándola. Nos encon¬ 
tramos ante una nueva determinación del campo de inmanencia propiamente 
capitalista: no sólo el juego de las relaciones y coeficientes diferenciales de los 
flujos descodificados, no sólo la naturaleza de los límites que el capitalismo 
reproduce a una escala siempre más amplia en tanto que límites interiores, 
sino también la presencia de la antiproducción en la producción misma. El 
aparato de antiproducción ya no es una instancia trascendente que se opone a 
la producción, la limita o la frena; al contrario, se insinúa por todas partes en 
la máquina productora y la abraza estrechamente para regular su producción 
y realizar su plusvalía (de donde, por ejemplo, la diferencia entre la burocracia 
despótica y la burocracia capitalista). La efusión del aparato de antiproducción 
caracteriza a todo el sistema capitalista; la efusión capitalista es la de la anti¬ 
producción en la producción a todos los niveles del proceso. Por una parte, 
ella sola es capaz de realizar el fin supremo del capitalismo, que consiste en 
producir la carencia en grandes conjuntos, en introducir la carencia allí donde 
siempre hay demasiado, por la absorción que realiza de recursos sobreabun¬ 
dantes. Por otra parte, ella sola dobla al capital y al flujo de conocimiento con 
un capital y un flujo equivalente de imbecilidad, que también operan su abs¬ 
orción o su realización y aseguran la integración de los grupos o individuos al 
sistema. No sólo la carencia en el seno de lo demasiado, sino la imbecilidad en 
el conocimiento y la ciencia: veremos que es al nivel del Estado y del ejército 
donde se conjugan los sectores más progresivos del conocimiento científico o 
tecnológico y los arcaísmos débiles mejor encargados de funciones actuales. 

Adquiere así todo su sentido el doble retrato que André Gorz traza del 
«trabajador científico y técnico», señor de un flujo de conocimiento, de infor¬ 
mación y de formación, pero tan bien absorbido por el capital que en él coin¬ 
cide el reflujo de una imbecilidad organizada, axiomatizada, que hace que, por 
la noche, cuando vuelve a su casa, encuentre sus pequeñas máquinas deseantes 


243 


rebotando sobre un televisor, ¡desesperación! 89 Ciertamente, el científico, el 
técnico en tanto que tal no tiene ninguna potencia revolucionaria, es el primer 
agente integrado de la integración, refugio de mala conciencia, destructuor 
forzoso de su propia creatividad. Tomemos el ejemplo aún más sorprendente 
de una «carrera» a la americana, con bruscas mutaciones, tal como nos la imag¬ 
inamos: Gregory Bateson empieza huyendo del mundo civilizado haciéndose 
etnólogo, para seguir los códigos primitivos y los flujos salvajes; luego se dirige 
a flujos cada vez más descodificados, los de la esquizofrenia, de los que obtiene 
una teoría psiquiátrica interesante; después, aún en busca de un más allá, de 
otro muro por atravesar, se vuelve hacia los delfines, el lenguaje de los delfines, 
flujos aún más extraños y más desterritorializados. Pero, ¿qué hay al final del 
flujo del delfín, si no las investigaciones fundamentales del ejército americano 
que nos lleva a la preparación de la guerra y a la absorción de la plusvalía? Con 
respecto al Estado capitalista, los Estados socialistas son niños (e incluso niños 
que aprendieron algo de su padre sobre el papel axiomatizante del Estado). 
Pero los Estados socialistas tienen más dificultades para obstruir las huidas 
inesperadas de flujo, salvo por violencia directa. Lo que por el contrario se 
llama el poder de recuperación del sistema capitalista radica en que su axi¬ 
omática es por naturaleza, no más flexible, sino más amplia y comprehensiva. 
Nadie en un sistema de esa clase puede dejar de estar asociado a la actividad 
de antiproducción que anima todo el sistema productivo. «Los que accionan y 
aprovisionan el aparato militar no son los únicos que están comprometidos en 
una empresa antihumana. Los millones de obreros que producen (lo que crea 
una demanda para) bienes y servicios inútiles están igualmente implicados, en 
diversos grupos. Los diversos sectores y ramas de la economía son tan inter¬ 
dependientes que casi todo el mundo se halla implicado de un modo u otro 
en una actividad antihumana; el granjero que proporciona productos alimen¬ 
ticios a las tropas que luchan contra el pueblo vietnamita, los fabricantes de 
los complejos instrumentos necesarios para la creación de un nuevo modelo 
de automóvil, los fabricantes de papel, de tinta o de antenas de televisión 
cuyos productos son utilizados para controlar y envenenar las mentes de la 
gente, etc., etc.» 90 . De ese modo se hallan obstruidos los tres segmentos de 
la reproducción capitalista siempre ampliada, que definen perfectamente los 
tres aspectos de su inmanencia: 1.°) el que extrae la plusvalía humana a partir 
de la relación diferencial entre flujos descodificados de trabajo y producción 


244 


89. A. Gorz, Stratégie ouvriére et néo-capitalisme, Ed. du Seuil, pág. 57. 

90. Paul Baran y Paul Sweezy, Le Capitalisme monopoliste, pág. 303. 


y se desplaza del centro a la periferia, manteniendo, sin embargo, en el centro 
vastas zonas residuales; 2 °) el que extrae la plusvalía maquínica, a partir de 
una axiomática de los flujos de código científico y técnico, en los lugares de 
«punta» del centro; 3.°) el que absorbe o realiza estas dos formas de la plusvalía 
de flujo, garantizando la emisión de ambos e inyectando perpetuamente la an¬ 
tiproducción en el aparato de producir. Se esquizofreniza en la periferia, pero 
no menos en el centro y en medio. 

La definición de plusvalía debe ser modificada en función de la plusvalía 
maquínica del capital constante, que se distingue de la plusvalía humana del 
capital variable, y en función del carácter no medible de este conjunto de plus¬ 
valía de flujo. No puede ser definida por la diferencia entre el valor de la fuerza 
del trabajo y el valor creado por la fuerza de trabajo, sino por la inconmensu¬ 
rabilidad entre dos flujos a pesar de ser inmanentes el uno del otro, por la dis¬ 
paridad entre dos aspectos de la moneda que los expresan y por la ausencia de 
límite exterior a su relación, uno midiendo el verdadero poder económico, el 
otro midiendo un poder de compra determinado como «renta». El primero es 
el inmenso flujo desterritorializado que constituye el cuerpo lleno del capital. 
Un economista como Bernard Schmitt caracteriza este flujo de la deuda in¬ 
finita con extrañas y líricas palabras: flujo creador instantáneo que los bancos 
crean espontáneamente como una deuda hacia sí mismos, creación ex nihilo 
que, en lugar de transmitir una moneda previa como medio de pago, hunde 
en una extremidad del cuerpo lleno una moneda negativa (deuda inscrita en el 
pasivo de los bancos) y proyecta al otro extremo una moneda positiva (crédito 
de la economía productiva sobre los bancos), «flujo de poder mutante» que no 
entra en la renta y no es destinado a compras, disponibilidad pura, no posesión 
y no riqueza 91 . El otro aspecto de la moneda representa el reflujo, es decir, la 
relación que establece con los bienes desde el momento en que adquiere un 
poder de compra por su distribución a los trabajadores o factores de produc¬ 
ción, por su repartición en rentas o ingresos, y que pierde desde el momento 
en que éstos son convertidos en bienes reales (entonces todo vuelve a empezar 
mediante una nueva producción que primero nacerá bajo el primer aspecto...). 
Ahora bien, la inconmensurabilidad de los dos aspectos, del flujo y del reflujo, 
muestra que por más que los salarios nominales engloben la totalidad de la 
renta nacional, los asalariados dejan escapar una gran cantidad de ingresos 
captados por las empresas, y que a su vez forman por conjunción un aflujo, 
un aflujo esta vez continuo de ganancia, que constituye «en un solo chorro» 
una cantidad indivisible que mana sobre el cuerpo lleno, cualquiera que sea 

91. Bernard Schmitt, Monnaie, salaires etprofits, P.U.F., 1966, págs. 234-236. 


245 


la diversidad de sus asignaciones (intereses, dividendos, salarios de dirección, 
compra de bienes de producción, etc.) 92 . El observador incompetente tiene la 
impresión de que todo este esquema económico, toda esta historia, es profun¬ 
damente esquizo. Vemos perfectamente la finalidad de la teoría, que, sin em¬ 
bargo, se prohíbe toda referencia moral. ¿Quién es robado? es la cuestión seria 
sobreentendida que comunica con la cuestión irónica de Clavel «¿Quién está 
alienado?». Ahora bien, nadie es robado ni puede serlo (del mismo modo que 
Clavel decía que nunca se sabe del todo quién está alienado y quién aliena). 
¿Quién roba? Seguro que no el capitalista financiero como representante del 
gran flujo creador instantáneo, ya que ni siquiera implica posesión y no tiene 
poder de compra. ¿Quién es robado? Seguro que no el trabajador ya que ni 
siquiera es comprado, puesto que es el reflujo o la distribución en salarios el 
que crea el poder de compra, en vez de suponerlo. ¿Quién podría robar? Seg¬ 
uro que no el capitalista industrial como representante del aflujo de ganancia, 
puesto que «las ganancias manan no en el reflujo, sino a su lado, en desviación 
y no en sanción del flujo creador de las rentas». ¡Cuánta flexibilidad en la axi¬ 
omática del capitalismo, siempre preparado para ensanchar sus propios límites 
para añadir un nuevo axioma a un sistema anteriormente saturado! Usted 
quiere un axioma para los asalariados, la clase obrera y los sindicatos, veamos 
pues, y en lo sucesivo la ganancia manará al lado del salario, uno al lado del 
otro, reflujo y aflujo. Incluso se encontrará un axioma para el lenguaje de los 
delfines. Marx a menudo aludía a la edad de oro del capitalismo cuando éste 
no ocultaba su propio cinismo: al menos al principio no podía ignorar lo que 
hacía, arrebatar la plusvalía. Pero, cómo ha crecido ese cinismo cuando llega a 
declarar: no, nadie es robado. Pues entonces todo descansa sobre la disparidad 
entre dos clases de flujo, como en una sima insondable en la que se engendran 
ganancia y plusvalía: el flujo de poder económico del capital mercantil y el 
flujo llamado por irrisión «poder de compra», flujo verdaderamente impotente 
que representa la impotencia absoluta del asalariado al igual que la dependen¬ 
cia relativa del capitalista industrial. La moneda y el mercado es la verdadera 
policía del capitalismo. 

En cierta manera, los economistas capitalistas no se equivocan cuando 
presentan a la economía como si estuviese perpetuamente «por monetizar», 
como si siempre fuese preciso insuflar desde fuera la moneda según una oferta 
y una demanda. Pues, es de ese modo que el sistema se mantiene y marcha, y 
llena perpetuamente su propia inmanencia. De ese modo, es el objeto global 
de una catexis de deseo. Deseo del asalariado, deseo del capitalista, tocio pal- 

92. Pág. 292. 


246 


pita de un mismo deseo basado en la relación diferencial de los flujos sin límite 
exterior asignable y en la que el capitalismo reproduce sus límites inmanentes a 
una escala siempre ampliada, siempre más abarcante. Por tanto, es al nivel de 
una teoría generalizada de los flujos que podemos responder a la cuestión: 
¿cómo se llega a desear el poder, la potencia, pero también la propia impo¬ 
tencia? ¿Cómo un campo social semejante pudo ser cargado por el deseo? ¡De 
qué modo el deseo supera el interés llamado objetivo, cuando se trata de hacer 
manar y de cortar flujos! Sin duda, los marxistas recuerdan que la formación 
de la moneda como relación específica en el capitalismo depende del modo 
de producción que convierte a la economía en una economía monetaria. Falta 
que el movimiento objetivo aparente del capital, que no es en modo alguno 
un desconocimiento o una ilusión de la conciencia, muestre que la esencia 
productiva del capitalismo no puede funcionar más que bajo esta forma nec¬ 
esariamente mercantil o monetaria que la domina y cuyos flujos y relaciones 
entre flujos contienen el secreto de la catexis de deseo. Es al nivel de los flujos, 
y de los flujos monetarios, no al nivel de la ideología, que se realiza la inte¬ 
gración del deseo. Entonces, ¿qué solución hay, qué vía revolucionaria? El psi¬ 
coanálisis apenas tiene recursos, en sus relaciones más íntimas con el dinero, 
ya que registra guardándose de reconocerlo todo un sistema de dependencias 
económico-monetarias en el corazón del deseo de cada sujeto que trata y que 
por su cuenta constituye una gigantesca empresa de absorción de plusvalía. 
Pero, ¿qué vía revolucionaria, hay alguna? — ¿Retirarse del mercado mundial, 
como aconseja Samir Amin a los países del tercer mundo, en una curiosa reno¬ 
vación de la «solución económica» fascista? ¿O bien ir en sentido contrario? Es 
decir, ¿ir aún más lejos en el movimiento del mercado, de la descodificación y 
de la desterritorialización? Pues tal vez los flujos no están aun bastante dester- 
ritorializados, bastante descodificados, desde el punto de vista de una teoría y 
una práctica de los flujos de alto nivel esquizofrénico. No retirarse del proceso, 
sino ir más lejos, «acelerar el proceso», como decía Nietzsche: en verdad, en 
esta materia todavía no hemos visto nada. 


* 


* * 


La escritura nunca fue objeto del capitalismo. El capitalismo es pro¬ 
fundamente analfabeto. La muerte de la escritura, como la muerte de Dios o 
del padre, ya hace tiempo que se consumó, aunque el acontecimiento tarde 
en llegarnos y sobreviva en nosotros el recuerdo de signos desaparecidos con 
los que siempre escribimos. La razón es simple: la escritura implica un uso del 


247 


lenguaje en general según el cual el grafismo se ajusta a la voz, pero también 
la sobrecodifica e induce una voz ficticia de las alturas que funciona como 
significante. Lo arbitrario del designado, la subordinación del significado, 
la trascendencia del significante despótico y, por último, su descomposición 
consecutiva en elementos mínimos en un campo de inmanencia descubierto 
por la retirada del déspota, todo eso marca la pertenencia de la escritura a la 
representación despótica imperial. Desde entonces, cuando se anuncia el estal¬ 
lido de la «galaxia Gutemberg» ¿qué se quiere decir exactamente? En verdad, el 
capitalismo se ha servido y se sirve de la escritura; no sólo la escritura concuer¬ 
da con la moneda en tanto que equivalente general, sino que las funciones 
específicas de la moneda en el capitalismo pasaron por la escritura y la im¬ 
prenta, y en cierto aspecto aun continúan pasando. Lo cual no quiere decir, 
sin embargo, que la escritura desempeñe típicamente el papel de un arcaísmo 
en el capitalismo, siendo entonces la imprenta Gutemberg el elemento que 
proporciona al arcaísmo una junción actual. Sino que el uso capitalista del 
lenguaje es de hecho de otra naturaleza y se realiza o se vuelve concreto en 
el campo de inmanencia propio al capitalismo mismo, cuando aparecen los 
medios técnicos de expresión que corresponden a la descodificación gener¬ 
alizada de los flujos, en lugar de remitir, aun bajo una forma directa o indi¬ 
recta, a la sobrecodificación despótica. Este creemos que es el sentido de los 
análisis de Mac Luhan: haber enseñado lo que era un lenguaje de los flujos 
descodificados, por oposición a un significante que agarrota y sobrecodifica 
los flujos. Primero todo es bueno para el lenguaje no significante: ningún 
flujo fónico, gráfico, gestual, etc., ocupa un lugar de privilegio en este lenguaje 
que es indiferente a su substancia o a su soporte como continuum amorfo; el 
flujo eléctrico puede ser considerado como la realización de un flujo semejante 
cualquiera en tanto que tal. Pero una substancia se considera formada cuando 
un flujo entra en relación con otro flujo, definiendo el primero un contenido 
y el segundo una expresión 93 . Los flujos desterritorializados de contenido y 
de expresión están en un estado de conjunción o de presuposición recíproca, 
que constituye figuras como unidades últimas de uno y otro. Estas figuras 
no son del significante, ni siquiera son signos como elementos mínimos del 
significante; son no-signos, o más bien signos no significantes, puntos-signos 

93. Marshall Mac Luhan, Pour comprendre les média, 1964, tr. fr. Ed. du Seuil, pág. 24: 
«La luz eléctrica es información pura. Es un médium sin mensaje, podríamos decir, en tanto 
que no lo utilizamos para deletrear una señal o una publicidad verbal. Este hecho, característico 
de todos los media, significa que el contenido de un médium, cualquiera que sea, siempre es otro 
médium. El contenido de la escritura es el habla, del mismo modo como la palabra escrita es el 
contenido de lo impreso, y lo impreso, el del telégrafo.» 


248 


de varias dimensiones, cortes de flujo, esquizias que forman imágenes por su 
reunión en un conjunto, pero que no guardan ninguna identidad de un con¬ 
junto a otro. Las figuras, es decir, las esquizias o cortes-flujos, no son del todo 
«figurativas»; llegan a serlo sólo en una constelación particular que se deshace 
en provecho de otra. Tres millones de puntos por segundo transmitidos por 
la televisión, de los cuales sólo algunos son retenidos. El lenguaje eléctrico no 
pasa por la voz ni por la escritura; el ordenador es una máquina de descodifi¬ 
cación instantánea y generalizada. Michel Serres define en ese sentido la cor¬ 
relación entre el corte y el flujo en los signos de las nuevas máquinas técnicas 
de lenguaje, allí donde la producción está estrictamente determinada por la 
información: «Sea un cambiador routier... Es un cuasi punto que analiza, por 
recubrimientos múltiples, la longitud de una dimensión normal en el espacio 
de la red, las líneas de flujo de las que es receptor. En él se puede ir de cualquier 
dirección aferente a cualquier dirección eferente, y en cualquier sentido, sin 
encontrar jamás alguna de las otras direcciones... Nunca volveré, si quiero, al 
mismo punto, aunque sea el mismo... Nudo topológico en el que todo esté 
conexo sin confusión, en el que todo confluye y se distribuye... Ocurre que 
un nudo es un punto si se quiere, pero de varias dimensiones», que contiene 
y hace pasar los flujos en vez de anularlos 94 . Esta cuadriculación de la produc¬ 
ción por la información manifiesta una vez más que la esencia productiva del 
capitalismo no funciona o no «habla» más que en el lenguaje de los signos que 
le imponen el capital mercantil o la axiomática del mercado. 

Existen grandes diferencias entre semejante lingüística de los flujos y la 
lingüística del significante. La lingüística saussuriana, por ejemplo, descubre 
claramente un campo de inmanencia constituido por el «valor», es decir, por el 
sistema de las relaciones entre elementos últimos del significante; pero, además 
de que este campo de inmanencia supone aún la trascendencia del signifi¬ 
cante, aunque sólo se descubra por su retirada, los elementos que pueblan ese 
campo tienen como criterio una identidad mínima que deben a sus relaciones 
de oposición y que mantienen a través de las variaciones de todo tipo que les 
afectan. Los elementos del significante como unidades distintivas son regula¬ 
dos por «separaciones codificadas» que el significante a su vez sobrecodifica. 
Con lo cual se producen diversas consecuencias, aunque siempre convergentes: 
la comparación del lenguaje con un juego; la relación significado-significante 
en la que el significado se halla por naturaleza subordinado al significante; las 


94. Michel Serres, «Le Messager», Bulletin de la Société franfaise de philosophie, nov. 

1967. 


249 


figuras definidas como efectos del significante mismo; los elementos formales 
del significante determinados en relación con una substancia fónica a la que 
la escritura misma confiere un privilegio secreto. Creemos que, en todos estos 
puntos de vista y a pesar de algunas apariencias, la lingüística de Hjelmslev 
se opone profundamente a la empresa saussuriana y post-saussuriana. Porque 
abandona toda referencia privilegiada. Porque describe un campo puro de 
inmanencia algébrica que ya no es posible sobrevolar a través de ninguna in¬ 
stancia trascendente, incluso en retirada. Porque hace correr por este campo 
sus flujos de forma y de substancia, de contenido y de expresión. Porque sus¬ 
tituye la relación de subordinación significante-significado por la relación de 
presuposición recíproca expresión-contenido. Porque la doble articulación ya 
no se realiza entre dos niveles jerarquizados de la lengua, sino entre dos planos 
desterritorializados convertibles, constituidos por la relación entre la forma 
del contenido y la forma de la expresión. Porque en esta relación se alcanzan 
figuras que ya no son efectos de significante, sino esquizias, puntos-signos o 
cortes de flujo que revientan el muro del significante, pasan a su través y van 
más allá. Porque esos signos han franqueado un nuevo umbral de desterritori- 
alización. Porque esas figuras han perdido definitivamente las condiciones de 
identidad mínima que definían los elementos del significante mismo. Porque 
el orden de los elementos es secundario con respecto a la axiomática de los 
flujos y de las figuras. Porque el modelo de la moneda, en el punto-signo o la 
figura-corte desprovista de identidad, no poseyendo más que una identidad 
flotante, tiende a reemplazar el modelo del juego. En una palabra, la particular 
situación de Hjelmslev en la lingüística y las reacciones que suscita se explican, 
creemos, por lo siguiente: Hjelmslev tiende a construir una teoría puramente 
inmanente del lenguaje, que rompe el doble juego de la dominación voz- 
grafismo, que hace correr forma y substancia, contenido y expresión según 
flujos de deseo, y corta esos flujos según puntos-signos o figuras-esquizias 95 . 
En vez de ser una sobredeterminación del estructuralismo y de su vinculación 
al significante, la lingüística de Hjelmslev indica su destrucción concertada y 
constituye una teoría descodificada de las lenguas de la que también se puede 
decir, ambiguo homenaje, que es la única adaptada a la vez a la naturaleza 
de los flujos capitalistas y esquizofrénicos: hasta el momento, la única teoría 

95. Nicolás Ruwet, por ejemplo, reprocha a Hjelmslev el elaborar una teoría cuyas apli¬ 
caciones se hallarían del lado de Jabberwocky o de Finnegans wake (Introduction a la grammaire 
générative. Pión, pág. 54; y sobre la indiferencia en «el orden de los elementos», cf. pág. 345) (tr. 
cast. Ed. Credos, 1978). André Martinet insiste sobre la pérdida de las condiciones de identidad 
en la teoría de Hjelmslev ( Au sujet des fondements de la théorie lingüistique de Louis Fíjelmslev, 
1946, reed. Paulet). 


250 


moderna (y no arcaica) del lenguaje. 

La extrema importancia del reciente libro de J. F. Lyotard radica en que es 
la primera crítica generalizada del significante. En su proposición más general, 
en efecto, muestra que el significante se halla superado tanto, hacia el exte¬ 
rior, por las imágenes figurativos, como hacia el interior, pollas figuras que las 
componen, o mejor, por «lo figural», que viene a desquiciar las separaciones 
codificadas del significante, a introducirse entre ellas, a trabajar bajo las condi¬ 
ciones de identidad de sus elementos. En el lenguaje y la escritura misma, ora 
las letras como cortes, objetos parciales estallados, ora las palabras como flujos 
indivisos, bloques indescomponibles o cuerpos llenos de valor tónico, con¬ 
stituyen signos asignificantes que vuelven al orden del deseo, soplos y gritos. 
(Particularmente las investigaciones formales de la escritura manual o impresa 
cambian de sentido según que los caracteres de las letras o las cualidades de 
las palabras estén al servicio de un significante cuyos efectos expresan según 
reglas exegéticas o, al contrario, franqueen este muro para hacer correr flujos, 
instaurar cortes que desbordan o rompen las condiciones de identidad del 
signo, que hacen correr y estallar otros tantos libros en «el libro», entrando en 
configuraciones múltiples, cuyo ejemplo ya lo proporciona Mallarmé con sus 
ejercicios tipográficos —siempre pasar bajo el significante, limar el muro: lo 
que aún muestra que la muerte de la escritura es infinita, en tanto que sube 
y viene de dentro). Del mismo modo, en las artes plásticas, lo figural puro 
formado por la línea activa y el punto multidimensional y, por el otro lado, 
las configuraciones múltiples formadas por la línea pasiva y la superficie que 
engendra, de manera que se abran, como en Paul Klee, esos «entremundos 
que tal vez sólo son visibles para los niños, los locos, los primitivos». O bien 
en el sueño, Lyotard muestra en páginas muy bellas que lo que trabaja no es 
el significante, sino un figural por debajo, que hace surgir configuraciones 
de imágenes que se sirven de las palabras, las hacen correr y las cortan según 
flujos y puntos que no son lingüísticos y no dependen del significante ni de 
sus elementos regulados. Por todas partes, pues, Lyotard trastoca el orden del 
significante y de la figura. Las figuras no dependen del significante y de sus 
efectos: es la cadena significante la que depende de los efectos figúrales, for¬ 
mada ella misma por signos asignificantes, aplastando a los significantes tanto 
como a los significados, tratando a las palabras como cosas, fabricando nuevas 
unidades, haciendo con figuras no figurativas configuraciones de imágenes 
que se hacen y se deshacen. Estas constelaciones son como flujos que remiten 
al corte de los puntos, como éstos remiten a la fluxión de lo que hacen ma¬ 
nar o chorrear: la única unidad sin identidad es la del flujo-esquizia o del 


251 


corte-flujo. Lyotard denomina deseo al elemento de lo figural puro, la «figura- 
matriz», que nos conduce a las puertas de la esquizofrenia como proceso 96 . 
Mas, ¿de dónde proviene, sin embargo, la impresión del lector de que Lyotard 
no deja de detener el proceso y de echar las esquizias a las orillas que acaba de 
abandonar, territorios codificados o sobrecodificados, espacios y estructuras, 
donde ya no aportan más que «transgresiones», perturbaciones y deforma¬ 
ciones a pesar de todo secundarias, en vez de formar y de llevarse más lejos a 
las máquinas deseantes que se oponen a las estructuras, a las intensidades que 
se oponen a los espacios? Ocurre que, a pesar de su tentativa por ligar el deseo 
a un sí fundamental, Lyotard vuelve a introducir la carencia y la ausencia en el 
deseo, lo mantiene bajo la ley de la castración con el riesgo de traer de nuevo 
con ella a todo el significante, y descubre la matriz de la figura en el fantasma, 
el simple fantasma que oculta a la producción deseante, a todo el deseo como 
producción efectiva. No obstante, al menos por un instante, la hipoteca del 
significante ha sido levantada: este enorme arcaísmo despótico que a tantos de 
nosotros hace gemir y doblegar, y que otros utilizan para instaurar un nuevo 
terrorismo, convirtiendo el discurso imperial de Lacan en un discurso univer¬ 
sitario de mera cientificidad, esa «cientificidad» tan apropiada para realimentar 
nuestras neurosis, para agarrotar una vez más al proceso, para sobrecodificar 
Edipo por la castración, encadenándonos a las funciones estructurales actuales 
de un déspota arcaico desaparecido. Pues, de seguro, ni el capitalismo, ni la 
revolución, ni la esquizofrenia, pasan por las vías del significante, incluso y 
sobre todo en sus violencias más extremadas. 

La civilización se define por la descodificación y la desterritorialización de 
los flujos en la producción capitalista. Todos los procedimientos son buenos 
para asegurar esta descodificación universal: la privatización de los bienes, de 
los medios de producción, pero también de los órganos del propio «hom¬ 
bre privado»; la abstracción de las cantidades monetarias, pero también de la 
cantidad de trabajo; la ilimitación de la relación entre el capital y la fuerza de 
trabajo, y también entre los flujos de financiación y los flujos de rentas o me¬ 
dios de pago; la forma científica y técnica tomada por los mismos flujos de có¬ 
digo; la formación de configuraciones flotantes a partir de líneas y de puntos 
sin identidad discernible. La historia monetaria reciente, el papel del dólar, los 
capitales emigrantes a corto plazo, las monedas flotantes, los nuevos medios 
de financiación y de crédito, los derechos especiales de giro, la nueva forma de 
las crisis y de las especulaciones, jalonan el camino de los flujos descodificados. 
Nuestras sociedades sienten un vivo placer por todos los códigos, los códigos 

96. Jean-Fran^ois Lyotard, Discours, figure, pág. 326 (tr. cast. Ed. Gustavo Gili, 1979). 


252 


extranjeros o exóticos, pero es un placer destructivo y mortuorio. Aunque 
descodificar quiere decir, sin duda, comprender un código y traducirlo, es 
sobre todo destruirlo en tanto que código, asignarle una función arcaica, folk¬ 
lórica o residual, lo que hace del psicoanálisis y de la etnología dos disciplinas 
apreciadas en nuestras sociedades modernas. Sin embargo, cometeríamos un 
gran error si identificásemos los flujos capitalistas y los flujos esquizofrénicos, bajo 
el tema general de una descodificación de los flujos de deseo. Ciertamente, 
su afinidad es grande: en todo lugar el capitalismo hace pasar flujos-esquizos 
que animan «nuestras» artes y «nuestras» ciencias, tanto como se cuajan en la 
producción de «nuestros» enfermos, los esquizofrénicos. Hemos visto que la 
relación de la esquizofrenia con el capitalismo sobrepasaba de largo los prob¬ 
lemas de modo de vida, de medio ambiente, de ideología, etc., y que debía ser 
planteada al nivel más profundo de una sola y misma economía, de un solo y 
mismo proceso de producción. Nuestra sociedad produce esquizos como pro¬ 
duce champú Dop o coches Renault, con la única diferencia de que no pueden 
venderse. Pero, precisamente, ¿cómo explicar que la producción capitalista no 
cesa de detener el proceso esquizofrénico, de transformar al sujeto en entidad 
clínica encerrada, como si viese en ese proceso la imagen de su propia muerte 
llegada desde dentro? ¿Por qué encierra a sus locos en vez de ver en ellos a 
sus propios héroes, su propia realización? Y allí donde ya no puede reconocer 
la figura de una simple enfermedad, ¿por qué vigila con tanto cuidado a sus 
artistas e incluso a sus sabios, como si corriesen el riesgo de hacer correr flujos 
peligrosos para ella, cargados de potencialidad revolucionaria, en tanto que 
no son recuperados o absorbidos por las leyes del mercado? ¿Por qué forma 
a su vez una gigantesca máquina de represión general-represión con respecto 
a lo que sin embargo constituye su propia realidad, los flujos descodificados? 
Ocurre que el capitalismo, como hemos visto, es el límite de toda sociedad, 
en tanto que opera la descodificación de los flujos que las otras formaciones 
sociales codificaban y sobrecodificaban. Sin embargo, es su límite, o cortes 
relativos, porque sustituye los códigos por una axiomática extremadamente 
rigurosa que mantiene la energía de los flujos en un estado de ligazón al cu¬ 
erpo del capital como socius desterritorializado, pero también e incluso más 
implacable que cualquier otro socius. La esquizofrenia, por el contrario, es 
el límite absoluto que hace pasar los flujos al estado libre en un cuerpo sin 
órganos desocializado. Podemos decir, por tanto, que la esquizofrenia es el 
límite exterior del propio capitalismo o la terminación de su más profunda 
tendencia, pero que el capitalismo no funciona más que con la condición de 
inhibir esa tendencia o de rechazar y desplazar ese límite, sustituyéndolo por 


253 


sus propios límites relativos inmanentes que no cesa de reproducir a una escala 
ampliada. Lo que con una mano descodifica, con la otra axiomatiza. Ese es 
el modo como debemos volver a interpretar la ley marxista de la tendencia 
opuesta. De manera que la esquizofrenia impregna todo el campo capital¬ 
ista de un cabo a otro. Pero éste lo que hace es ligar las cargas y las energías 
en una axiomática mundial que siempre opone nuevos límites interiores al 
poder revolucionario de los flujos descodificados. En semejante régimen re¬ 
sulta imposible distinguir, aunque sea en dos tiempos, la descodificación de la 
axiomatización que viene a reemplazar los códigos desaparecidos. Al mismo 
tiempo los flujos son descodificados y axiomatizados por el capitalismo. La 
esquizofrenia no es, pues, la identidad del capitalismo, sino al contrario su 
diferencia, su separación y su muerte. Los flujos monetarios son realidades 
perfectamente esquizofrénicas, pero que no existen y funcionan más que en la 
axiomática inmanente que conjura y rechaza esa realidad. El lenguaje de un 
banquero, de un general, de un industrial, de un cuadro medio o de un alto 
cuadro, de un ministro, es un lenguaje perfectamente esquizofrénico, pero 
que sólo funciona estadísticamente en la axiomática aplastante de ligazón que 
le pone al servicio del orden capitalista 97 . (Al nivel superior de la lingüística 
como ciencia, Hjelmslev no puede operar una vasta descodificación de las len¬ 
guas más que poniendo en marcha desde el principio una máquina axiomática 
basada en el número supuestamente infinito de las figuras consideradas.) ¿Qué 
ocurre entonces con el lenguaje «verdaderamente» esquizofrénico y con los 
flujos «verdaderamente» descodificados, desligados, que llegan a pasar el muro 
o el límite absoluto? La axiomática capitalista sirve tanto, se añade un axioma 
más, para los libros de un gran escritor cuyas características contables de vo¬ 
cabulario y de estilo siempre pueden ser estudiadas por máquina electrónica, 
como para el discurso de los locos que siempre podemos escuchar en el marco 
de una axiomática hospitalaria, administrativa y psiquiátrica. En una palabra, 
la noción de flujo-esquizia o de corte-flujo creemos que define tanto al capi¬ 
talismo como a la esquizofrenia. Pero no totalmente del mismo modo. No son 
del todo lo mismo, difieren según que las descodificaciones sean recogidas o 
no en una axiomática, según que se permanezca en los grandes conjuntos que 
funcionan estadísticamente o que se franquee la barrera que los separa de las 
posiciones moleculares desligadas, según que los flujos del deseo alcancen ese 
límite absoluto o se contenten con desplazar un límite relativo inmanente que 

97. Cf. el análisis de Herbert Marcuse sobre el lenguaje funcional de «la administración 
total» (principalmente en las siglas, las configuraciones flotantes formadas por las letras-figuras): 
L’Homme unidimensionnel, 1964, tr. fr. Ed. de Minuit, c. IV (tr. cast. Ed. Ariel, 1981). 


254 


se reconstituye más allá, según que los procesos de desterrritorialización se 
doblen o no con re-territorializaciones que los controlan, según que el dinero 
arda o resplandezca. 

¿Por qué no decir simplemente que el capitalismo reemplaza un código 
por otro, que efectúa un nuevo tipo de codificación? Por dos razones, una 
de las cuales representa una especie de imposibilidad moral, la otra, una im¬ 
posibilidad lógica. En las formaciones precapitalistas se encuentran todas las 
crueldades y terrores, fragmentos de cadena significante están afectados por 
el secreto, sociedades secretas o grupos de iniciación —pero nunca hay nada 
inconfesable, propiamente hablando. Es con el capitalismo que empieza lo 
inconfesable: no existe operación económica o financiera que, si se supone 
traducida en términos de código, no hiciera estallar su carácter inconfesable, 
es decir, su perversión intrínseca o su cinismo esencial (la edad de la mala con¬ 
ciencia es también la del cinismo). Pero, precisamente, es imposible codificar 
tales operaciones: un código determina, en primer lugar, la calidad respectiva 
de los flujos que pasan por el socius (por ejemplo, los tres circuitos de bienes 
de consumo, de bienes de prestigio, de mujeres y de niños); el objeto propio 
del código radica, pues, en establecer relaciones necesariamente indirectas en¬ 
tre esos flujos cualificados y, como tales, inconmensurables. Tales relaciones 
implican extracciones cuantitativas de los flujos de diferentes clases, pero estas 
cantidades no entran en equivalencias que supondrían «algo» ilimitado, for¬ 
man tan sólo compuestos ellos mismos cualitativos, esencialmente móviles y 
limitados, cuya diferencia de los elementos compensa el desequilibrio (así, la 
relación entre el prestigio y el consumo en el bloque de deuda finita). Todas 
estas características de la relación de código, indirecta, cualitativa y limitada, 
muestran claramente que un código nunca es económico y no puede serlo: 
por el contrario, expresa el movimiento objetivo aparente según el cual las 
fuerzas económicas o las conexiones productivas son atribuidas, como si ema¬ 
nasen de ella, a una instancia extra-económica que sirve de soporte y de agente 
de inscripción. Eso es lo que Althusser y Balibar muestran tan claramente: 
cómo relaciones jurídicas y políticas son determinadas a ser dominantes, en el 
caso de la feudalidad por ejemplo, ya que el excedente de trabajo como forma 
de la plusvalía constituye un flujo cualitativo y temporalmente distinto del 
trabajo y debe entrar desde ese momento en un compuesto cualitativo que 
implica factores no económicos 98 . O bien cómo las relaciones autóctonas de 

98. Cf. Marx, Le Capital, III, 6, cap. 24, Pléiade II, pág. 1400: «En esas condiciones se 
precisan razones extra-económicas, de cualquier clase, para obligarlos a efectuar el trabajo por 
cuenta del propietario de bienes raíces acreditado.» 


255 


alianza y de filiación se ven determinadas a ser dominantes en las sociedades 
llamadas primitivas, en las que las fuerzas y los flujos económicos se inscriben 
sobre el cuerpo lleno de la tierra y a él se atribuyen. En una palabra, sólo hay 
código allí donde un cuerpo lleno como instancia de antiproducción se vuelca 
sobre la economía y se la apropia. Por ello, el signo de deseo, en tanto que 
signo económico que consiste en hacer correr y cortar los flujos, se dobla con 
un signo de poder (potencia) * necesariamente extra-económico, aunque tenga 
en la economía sus causas y sus efectos (por ejemplo, el signo de alianza en 
relación con el poder del acreedor). O, lo que viene a ser lo mismo, la plus¬ 
valía es determinada aquí como plusvalía de código. La relación de código no 
es, por tanto, solamente indirecta, cualitativa, limitada, también es por ello 
mismo extra-económica y opera bajo ese concepto los acoplamientos entre 
flujos cualificados. Implica desde ese momento un sistema de apreciación o 
de evaluación colectivos, un conjunto de órganos de percepción, o mejor de 
creencia como condición de existencia y de supervivencia de la sociedad con¬ 
siderada: así, la catexis colectiva de los órganos, que hace que los hombres sean 
directamente codificados, y el ojo apreciador, tal como lo hemos analizado en 
el sistema primitivo. Observemos que estos rasgos generales que caracterizan 
un código se vuelven a hallar precisamente en lo que hoy día se llama código 
genético; no porque dependa de un efecto de significante, sino al contrario 
porque la cadena que constituye no es ella misma significante más que se¬ 
cundariamente, en la medida que pone en juego acoplamientos entre flujos 
cualificados, interacciones exclusivamente indirectas, compuestos cualitativos 
esencialmente limitados, órganos de percepción y factores extra-químicos que 
seleccionan y se apropian de las conexiones celulares. 

Otras tantas razones hay para definir el capitalismo por una axiomáti¬ 
ca social que en todos los aspectos se opone a los códigos. En primer lugar, 
la moneda como equivalente general representa una cantidad abstracta in¬ 
diferente de la naturaleza cualificada de los flujos. Pero la equivalencia remite 
a la posición de un ilimitado: en la fórmula D-M-D, «la circulación del dinero 
como capital posee en sí misma su finalidad, pues sólo por este valor siempre 
renovado el valor continúa valiendo; el movimiento del capital, por tanto, no 
tiene límite» 99 . Los estudios de Bohannan sobre los tiv del Niger, o de Salis- 
bury sobre los siane de Nueva Guinea, muestran de qué modo la introducción 
de la moneda como equivalente, que permite empezar con dinero y acabar con 


Puissance significa tanto poder como potencia. En este caso, como se irá viendo, los dos 
significados se confunden o fusionan. De ahí los paréntesis. (N. del T.) 

99. Marx, Le Capital, I, 2, cap. 4, Pléiade I, pág. 698. 


256 


dinero, luego no acabando nunca, basta para perturbar los circuitos de flujos 
cualificados, para descomponer los bloques finitos de deuda y para destruir la 
base misma de los códigos. Falta, en segundo lugar, que el dinero como canti¬ 
dad abstracta ilimitada no sea separable de un devenir-concreto sin el cual no 
se convertiría en capital y no se apropiaría de la producción. Hemos visto que 
este devenir-concreto aparecía en la relación diferencial; pero, precisamente, 
la relación diferencial no es una relación indirecta entre flujos cualificados o 
codificados, es una relación directa entre flujos descodificados cuya cualidad 
respectiva no le preexiste. La cualidad de los flujos resulta tan sólo de su con¬ 
junción como flujos descodificados; permanecerían puramente virtuales fuera 
de esta conjunción; esta conjunción es además la disyunción de la cantidad 
abstracta por la que se convierte en algo concreto. Dx y dy no son nada fuera 
de su relación, que determina a uno como pura cualidad del flujo de trabajo y 
al otro como pura cualidad del flujo de capital. Es, por tanto, la gestión inversa 
de la de un código, y expresa la transformación capitalista de la plusvalía de 
código en plusvalía de flujo. De ahí, el cambio fundamental en el régimen de 
la potencia (del poder). Pues, si uno de los flujos se halla subordinado y escla¬ 
vizado al otro, es debido a que no están a la misma potencia (x e y 2 , por ejem¬ 
plo) y a que la relación se establece entre una potencia y una magnitud dada. 
Esto es lo que se nos ha presentado al realizar el análisis del capital y del trabajo 
al nivel de la relación diferencial entre flujo de financiación y flujo de medios 
de pago o de ingresos; semejante extensión significaba tan sólo que no existe 
esencia industrial del capital que funciona como capital mercantil, financi¬ 
ero y comercial, y donde el dinero no toma más funciones que su forma de 
equivalente. Pero los signos de potencia (poder) cesan por completo de ser lo 
que eran desde el punto de vista de un código: se convierten en coeficientes di¬ 
rectamente económicos, en lugar de doblar a los signos económicos del deseo 
y de expresar por su cuenta factores no económicos determinados a ser domi¬ 
nantes. Que el flujo de financiación esté a otra potencia que el flujo de los 
medios de pago significa que la potencia (el poder) se ha vuelto directamente 
económica. Y, del otro lado, del lado del trabajo pagado, es evidente que ya no 
hay necesidad de un código para asegurar el excedente de trabajo cuando éste 
se haya confundido cualitativa y temporalmente con el trabajo mismo en una 
sola y misma magnitud simple (condición de la plusvalía de flujo). 

El capital como socius o cuerpo lleno se distingue, pues, de cualqui¬ 
er otro, en tanto que vale por sí mismo como una instancia directamente 
económica y se vuelca sobre la producción sin hacer intervenir factores extra¬ 
económicos que se inscribirían en un código. Con el capitalismo el cuerpo 


257 


lleno se pone verdaderamente desnudo, como el propio trabajador, engan¬ 
chado a este cuerpo lleno. Es en este sentido que el aparato de antiproducción 
deja de ser trascendente, penetra toda la producción y se hace coextensivo 
de ella. En tercer lugar, estas condiciones desarrolladas de la destrucción de 
todo código en el devenir-concreto hacen que la ausencia de límite tome un 
nuevo sentido. Ya no designa simplemente la cantidad abstracta ilimitada, 
sino la ausencia efectiva de límite o de término para la relación diferencial en 
la que lo abstracto deviene algo concreto. Del capitalismo decimos a la vez 
que no tiene límite exterior y que tiene uno: tiene uno que es la esquizofrenia, 
es decir, la descodificación absoluta de los flujos, pero no funciona más que 
rechazando y conjurando este límite. Además, tiene límites interiores y no los 
tiene: los tiene en las condiciones específicas de la producción y la circulación 
capitalistas, es decir, en el capital mismo, pero no funciona más que repro¬ 
duciendo y ampliando estos límites a una escala siempre más vasta. Ahí radica 
la potencia (y el poder) del capitalismo: su axiomática nunca está saturada, 
siempre es capaz de añadir un nuevo axioma a los axiomas precedentes. El 
capitalismo define un campo de inmanencia y no cesa de llenar ese campo. 
Pero ese campo desterritorializado se halla determinado por una axiomática, 
al contrario que el campo territorial determinado por los códigos primitivos. 
Las relaciones diferenciales tal como son llenadas por la plusvalía, la ausencia 
de límites exteriores tal como es «llenada» por la ampliación de los límites 
internos, la efusión de la antiproducción en la producción tal como es llenada 
o satisfecha por la absorción de la plusvalía, constituyen los tres aspectos de la 
axiomática inmanente del capitalismo. En todo lugar, la monetización viene 
a llenar la sima de la inmanencia capitalista, introduciendo en ella, como dice 
Schmitt, «una deformación, una convulsión, una explosión, en una palabra, 
un movimiento de extremada violencia». De ahí se desprende, por último, 
una cuarta característica, que opone la axiomática a los códigos. Ocurre que la 
axiomática no necesita escribir en plena carne, marcar los cuerpos y los órga¬ 
nos, ni fabricar en los hombres una memoria. Al contrario que los códigos, la 
axiomática halla en sus diferentes aspectos sus propios órganos de ejecución, 
de percepción, de memorización. La memoria se ha convertido en una mala 
cosa. Sobre todo, ya no hay necesidad de creencia, sólo de labios para afuera 
el capitalista se aflige de que hoy día ya no se crea en nada. «Pues es así como 
decir: somos reales, enteros, sin creencia ni superstición; ¡de ese modo rebosas 
sin ni siquiera tener recipiente! » El lenguaje ya no significa algo que debe ser 
creído: indica algo que va a ser hecho, y que los taimados o los competentes 
saben descodificar, comprender a media voz. Además, a pesar de la abundan- 


258 


cia de carnets de identidad, de fichas y medios de control, el capitalismo ni 
siquiera necesita escribir en libros para suplir las marcas desaparecidas de los 
cuerpos. Ello no son más que supervivencias, arcaísmo con función actual. 
La persona se ha vuelto realmente «privada», en tanto que deriva de las canti¬ 
dades abstractas y deviene concrete en el devenir-concreto de estas mismas 
cantidades. Estas son las marcadas, ya no las personas: tu capital o tu fuerza 
de trabajo, el resto no tiene importancia, se te volverá a encontrar siempre 
en los límites ampliados del sistema, incluso si es preciso hacer un axioma 
sólo para ti. Ya no hay necesidad de cargar colectivamente los órganos, están 
suficientemente llenos de imágenes flotantes que no cesan de ser producidas 
por el capitalismo. Según una observación de Elenri Lefebvre, estas imágenes 
proceden menos a una publicación de lo privado que a una privatización de 
lo público: el mundo entero se muestra en familia, sin que se tenga que aban¬ 
donar la tele. Lo que confiere a las personas privadas, como veremos, un papel 
muy particular en el sistema: un papel de aplicación y ya no de implicación en 
un código. La hora de Edipo se acerca. 

Aunque el capitalismo proceda por una axiomática y no por código, no 
hay que creer que reemplaza al socius, la máquina social, por un conjunto de 
máquinas técnicas. La diferencia de naturaleza entre ambos tipos de máquina 
subsiste, aunque las dos sean máquinas, propiamente hablando, sin metáfora. 
La originalidad del capitalismo radica más bien en que la máquina social tiene 
por piezas las máquinas técnicas como capital constante que se engancha al 
cuerpo lleno del socius, y no a los hombres, que se han vuelto adyacentes 
a las máquinas técnicas (de donde que la inscripción ya no se realice, o al 
menos ya no debería necesitarlo en principio, directamente sobre los hom¬ 
bres). Pero una axiomática no es en modo alguno por sí misma una máquina 
técnica, incluso automática o cibernética. Bourbaki lo dice claramente de las 
axiomáticas científicas: no forman un sistema Taylor, ni un juego mecánico 
de fórmulas aisladas, sino que implican «intuiciones» ligadas a las resonancias 
y conjunciones de las estructuras, y tan sólo son ayudadas por «las potentes 
palancas» de la técnica. Mucho más cierto es aún con respecto a la axiomática 
social: la manera como llena su propia inmanencia, como rechaza o acrecienta 
sus límites, como añade aún axiomas impidiendo que el sistema se sature, 
cómo sólo funciona bien chirriando, estropeándose, reparándose, todo ello 
implica órganos sociales de decisión, de gestión, de reacción, de inscripción, 
una tecnocracia y una burocracia que no se reducen al funcionamiento de 
máquinas técnicas. En una palabra, la conjunción de los flujos descodificados, 
sus relaciones diferenciales y sus múltiples esquizias o roturas, exigen toda una 


259 


regulación cuyo principal órgano es el Estado. El Estado capitalista es el regu¬ 
lador de los flujos descodificados como tales, en tanto que son tomados en la 
axiomática del capital. En este sentido, concluye el devenir-concreto que cree¬ 
mos presidía la evolución del Urstaat despótico abstracto: de unidad trascend¬ 
ente se convierte en inmanente al campo de fuerzas sociales, pasa a su servicio 
y sirve de regulador de los flujos descodificados y axiomatizados. La concluye 
incluso de tal modo que, en otro sentido, representa una verdadera ruptura, 
un corte con él, al contrario que las otras formas que se habían establecido 
sobre las ruinas del Urstaat. Pues el Urstaat se definía por la sobrecodificación; 
y sus derivados, de la ciudad antigua al Estado monárquico, ya se encontraban 
en presencia de flujos descodificados o a punto de descodificarse, que sin duda 
volvían al Estado cada vez más inmanente y subordinado al campo de fuerzas 
efectivo; pero, justamente porque no estaban dadas las circunstancias para que 
estos flujos entrasen en conjunción, el Estado podía contentarse con salvar 
fragmentos de sobrecodificación y de códigos, con inventar otros, impidiendo 
incluso con todas sus fuerzas que se produjese la conjunción (y para el resto 
resucitar en la posible el Urstaat). El Estado capitalista se halla en una situa¬ 
ción diferente: es producido por la conjunción de los flujos descodificados o 
desterritorializados y, si lleva al punto más alto el devenir-inmanente, es en la 
medida que ratifica la quiebra generalizada de los códigos, en la medida que 
evoluciona en su integridad en esta nueva axiomática de la conjunción de una 
naturaleza desconocida hasta entonces. Una vez, no inventa esa axiomática, 
puesto que se confunde con el capital mismo. Por el contrario, el Estado capi¬ 
talista nace, resulta de ella; él tan sólo asegura su regulación, regula o incluso 
organiza sus fallos como condiciones de funcionamiento, vigila o dirige sus 
progresos de saturación y las ampliaciones correspondientes de límite. Nunca 
un Estado perdió tanto poder (potencia) para ponerse con tanta fuerza al ser¬ 
vicio del signo de potencia (poder) económica. Y este papel el Estado capital¬ 
ista lo tuvo muy pronto, aunque se diga lo contrario, desde el principio, desde 
su gestación bajo formas todavía semi feudales o monárquicas: desde el punto 
de vista del flujo de los trabajadores «libres», control de la mano de obra y de 
los salarios; desde el punto de vista del flujo de producción industrial y mer¬ 
cantil, otorgación de monopolios, condiciones favorables a la acumulación, 
lucha contra la sobreproducción. Nunca hubo capitalismo liberal: la acción 
contra los monopolios remite, en primer lugar, a un momento en que el capi¬ 
tal comercial y financiero todavía estaba en alianza con el antiguo sistema de 
producción y en el que el capitalismo industrial naciente no puede asegurarse 
la producción y el mercado más que obteniendo la abolición de esos privilegi- 


260 


os. No se presenta ahí ninguna lucha contra el principio mismo de un control 
estatal, y ello lo vemos claramente en el mercantilismo, en tanto que expresa 
las nuevas funciones comerciales de un capital que se ha asegurado intereses 
directos en la producción. Por regla general, los controles y regulaciones es¬ 
tatales no tienden a desaparecer o a esfumarse más que en caso de abundan¬ 
cia de mano de obra y de expansión inhabitual de los mercados 100 . Es decir, 
cuando el capitalismo funciona con un pequeño número de axiomas en límites 
relativos suficientemente amplios. Esto cesó hace tiempo y hay que considerar 
como un factor decisivo de esta evolución la organización de una clase obrera 
potente que exigía un nivel de empleo estable y elevado y que obligaba al capi¬ 
talismo a multiplicar sus axiomas al mismo tiempo que debía reproducir sus 
límites a una escala siempre ampliada (axioma del desplazamiento del centro 
a la periferia). El capitalismo no ha podido digerir la revolución rusa más que 
añadiendo sin cesar nuevos axiomas a los viejos, axioma para la clase obrera, 
para los sindicatos, etc. Siempre está preparado para añadir nuevos axiomas, 
los añade incluso para cosas minúsculas, por completo irrisorias, es su propia 
pasión que no cambia en nada lo esencial. El Estado está determinado, en¬ 
tonces, a desempeñar un papel cada vez más importante en la regulación de 
los flujos axiomatizados, tanto con respecto a la producción y su planificación 
como a la economía y su «monetización», a la plusvalía y su absorción (por el 
propio aparato de Estado). 

Las funciones reguladoras del Estado no implican ningún tipo de ar¬ 
bitraje entre clases. Que el Estado esté por completo al servicio de la clase 
llamada dominante es una evidencia práctica, pero que todavía no entrega sus 
razones teóricas. Estas razones son simples: desde el punto de vista de la axi¬ 
omática capitalista no hay más que una sola clase con vocación universalista, 
la burguesa. Plejanov señala que el descubrimiento de la lucha de clases y de 
su papel en la historia proviene de la escuela francesa del siglo XIX, bajo la 
influencia de Saint-Simon; ahora bien, precisamente esos mismos que cantan 
la lucha de la clase burguesa contra la nobleza y la feudalidad se detienen ante 
el proletariado y niegan que pueda haber diferencia de clase entre el industrial 
o el banquero y el obrero, sino sólo fusión en un mismo flujo como entre la 
ganancia y el salario 101 . En verdad, ahí hay algo más que ceguera o denegación 
ideológicas. Las clases son el negativo de las castas y de los rangos, las clases son 
órdenes, castas y rangos descodificados. Releer toda la historia a través de la 

100. Sobre todos esos puntos, cf. Maurice Dobb, Etudes sur le développement du capita- 
lisme, págs. 34-36, 173-177, 212-224. 

101. G. Plekhanov, «Augustin Thierry et la conception matérialiste de l’historie», 1895, 
en Les Questions fondamentales du marxisme, Ed. Sociales. 


261 


lucha de clases es leerla en función de la burguesía como clase descodificante y 
descodificada. Ella es la única clase en tanto que tal, en la medida en que lleva 
la lucha contra los códigos y se confunde con la descodificación generalizada 
de los flujos. Por esta razón ella se basta para llenar el campo de inmanen¬ 
cia capitalista. Pues, en efecto, algo nuevo se produce con la burguesía: la 
desaparición del goce como fin, la nueva concepción de la conjunción según 
la cual el único fin es la riqueza abstracta, y su realización bajo otras formas 
que la del consumo. La esclavitud generalizada del Estado despótico al menos 
implicaba señores y un aparato de antiproducción distinto de la esfera de la 
producción. Pero el campo de inmanencia burgués, tal como es definido por 
la conjunción de los flujos descodificados, la negación de toda trascendencia 
o límite exterior, la efusión de la antiproducción en la producción misma, 
instaura una esclavitud incomparable, una servidumbre sin precedentes: ya 
ni siquiera hay señor, ahora sólo esclavos mandan a los esclavos, ya no hay 
necesidad de cargar el animal desde fuera, se carga a sí mismo. No es que el 
hombre sea el esclavo de la máquina técnica, sino esclavo de la máquina social, 
ejemplo de ello es el burgués, que absorbe la plusvalía con fines que, en su 
conjunto, no tienen nada que ver con su goce: más esclavo que el último de 
los esclavos, primer siervo de la máquina hambrienta, bestia de reproducción 
del capital, interiorización de la deuda infinita. Yo también soy esclavo, tales 
son las nuevas palabras del señor. «El capitalista sólo es respetable en tanto que 
es el capital hecho hombre. En ese papel está dominado, como el atesorador, 
por la pasión ciega por la riqueza abstracta, el valor. Pero lo que en uno parece 
manía individual en el otro es efecto del mecanismo social del que tan sólo es 
un engranaje» 102 . Se argüirá que no por ello deja de haber una clase dominante 
y una clase dominada, definidas por la plusvalía, la distinción entre flujo de 
trabajo y flujo de capital, flujo de financiación y flujo de renta salarial. Pero 
ello sólo en parte es cierto, puesto que el capitalismo nace de la conjunción de 
ambos en relaciones diferenciales y los integra en la reproducción sin cesar am¬ 
pliada de sus propios límites. De tal modo que el burgués tiene el pleno dere¬ 
cho de decir, no en términos de ideología, sino en la organización misma de 
su axiomática: sólo hay una máquina, la del gran flujo mutante descodificado, 
cortado de los bienes, y una sola clase de siervos, la burguesía descodificante, la 
que descodifica las castas y los rangos y saca de la máquina un flujo indiviso de 
renta, convertible en bienes de consumo o de producción, en los que se basan 
los salarios y las ganancias. En una palabra, la oposición teórica no radica entre 
dos clases, pues es la noción misma de clase, en tanto que designa el «negativo» 

102. Marx, Le Capital, I, 7, cap. 24, Pléiade I, pág. 1096. 


262 


de los códigos, lo que implica que no haya más que una. La oposición teórica 
radica en otra parte: entre los flujos descodificados tal como entran en una 
axiomática de clase sobre el cuerpo lleno del capital y los flujos descodificados 
que se liberan tanto de esta axiomática como del significante despótico, que 
franquean este muro y este muro del muro, y manan sobre el cuerpo lleno sin 
órganos. La oposición surge entre la clase y los fuera- clase. Entre los siervos de 
la máquina y los que la hacen estallar o hacen estallar sus engranajes. Entre el 
régimen de la máquina social y el de las máquinas deseantes. Entre los límites 
interiores relativos y el límite exterior absoluto. Si se quiere: entre los capitalis¬ 
tas y los esquizos, en su intimidad fundamental al nivel de la descodificación, 
en su hostilidad fundamental al nivel de la axiomática (de donde la semejanza, 
en el retrato que los socialistas del siglo XIX hacen del proletariado, entre éste 
y un perfecto esquizo). 

Por ello, el problema de una clase proletaria pertenece en primer lugar a 
la praxis. Organizar una bipolarización del campo social, una bipolaridad de 
las clases, fue la tarea del movimiento socialista revolucionario. Por supuesto, 
podemos concebir una determinación teórica de la clase proletaria al nivel 
de la producción (aquéllos a los que la plusvalía es arrancada) o al nivel del 
dinero (renta salarial). Pero estas determinaciones no sólo son ora demasiado 
estrechas, ora demasiado amplias; sino que el ser objetivo que definen como 
interés de clase permanece puramente virtual en tanto que no se encarne en 
una conciencia que ciertamente no lo crea, pero lo actualiza en un partido 
organizado, apto para proponerse la conquista del aparato de Estado. Si el 
movimiento del capitalismo, en el juego de sus relaciones diferenciales, radica 
en esquivar todo límite fijo asignable, en sobrepasar y desplazar sus límites in¬ 
teriores y operar siempre cortes de cortes, el movimiento socialista parece abo¬ 
cado necesariamente a fijar o asignar un límite que distinga el proletariado de 
la burguesía, gran corte que va a animar una lucha no sólo económica y finan¬ 
ciera, sino política. Ahora bien, precisamente, la significación de semejante 
conquista del aparato de Estado siempre ha planteado y aún plantea un arduo 
problema. Un Estado supuestamente socialista implica una transformación 
de la producción, de las unidades de producción y del cálculo económico. 
Pero esa transformación sólo puede realizarse a partir de un Estado ya con¬ 
quistado que se halla ante los mismos problemas axiomáticos de extracción de 
un excedente o de una plusvalía, de acumulación, de absorción, de mercado y 
de cálculo monetario. Por lo tanto, o bien el proletariado triunfa de acuerdo 
con su interés objetivo, pero realizándose esas operaciones bajo la dominación 
de su vanguardia de conciencia o de partido, es decir, en provecho de una 


263 


burocracia y de una tecnocracia que valen por la burguesía como «gran aus¬ 
ente»; o bien la burguesía mantiene el control del Estado, libre para secretar 
su propia tecno-burocracia, y sobre todo para añadir algunos axiomas más 
para el reconocimiento y la integración del proletariado como segunda clase. 
Es perfectamente exacto decir que la alternativa no radica entre el mercado 
y la planificación, en tanto que la planificación se introduce necesariamente 
en el Estado capitalista y en tanto el mercado subsiste en el Estado socialista, 
aunque sea como mercado monopolista de Estado. Mas, ¿cómo definir la ver¬ 
dadera alternativa sin suponer todos los problemas resueltos? La obra inmensa 
de Lenin y de la revolución rusa consistió en forjar una conciencia de clase 
conforme al ser o el interés objetivo e imponer a los países capitalistas un 
reconocimiento de la bipolaridad de clase. Pero este gran corte leninista no 
impidió la resurrección de un capitalismo de Estado en el propio socialismo, 
ni impidió que el capitalismo clásico no continuase su verdadero trabajo de 
topo, siempre cortes de cortes que le permitían integrar en su axiomática sec¬ 
ciones de la clase reconocida, aunque echando más lejos, en la periferia o en 
enclaves, los elementos revolucionarios no controlados (no más controlados 
por el socialismo oficial que por el capitalismo). Entonces la elección ya no se 
presentaba más que entre la nueva axiomática terrorista y rígida, rápidamente 
saturada, del Estado socialista y la vieja axiomática cínica, tanto más peligrosa 
como flexible y nunca saturada, del Estado capitalista. Pero, en verdad, la 
cuestión más directa no radica en saber si una sociedad industrial puede arre¬ 
glárselas sin excedente, sin absorción de excedente, sin Estado planificador y 
mercantil e incluso sin un equivalente de burguesía: a la vez es evidente que 
no, pero también que la cuestión planteada en esos términos no está bien 
planteada. Tampoco radica en saber si la conciencia de clase, encarnada en 
un partido, en un Estado, traiciona o no el interés de clase objetivo al que se 
prestaría una especie de espontaneidad posible, ahogada por las instancias que 
pretenden representarla. El análisis de Sartre en la Crítica de la razón dialéctica 
nos parece profundamente justo, a saber, no hay espontaneidad de clase, sino 
sólo de «grupo»: de donde la necesidad de distinguir los «grupos en fusión» 
de la clase que permanece «serial», representada por el partido o el Estado. Y 
ambos no están a la misma escala. Ocurre que el interés de clase pertenece 
al orden de los grandes conjuntos molares; define tan sólo un preconsciente 
colectivo, necesariamente representado en una conciencia distinta de la que 
ni siquiera vale la pena preguntarse a este nivel si traiciona o no, aliena o no, 
deforma o no. El verdadero inconsciente, al contrario, está en el deseo de 
grupo, que pone en juego el orden molecular de las máquinas deseantes. Ahí 


264 


radica el problema: entre los deseos inconscientes de grupo y los intereses pre¬ 
conscientes de clase. Sólo a partir de ahí, como veremos, se pueden plantear 
las cuestiones que indirectamente se desprenden de lo anterior, sobre el pre¬ 
consciente de clase y las formas representativas de la conciencia de clase, sobre 
la naturaleza de los intereses y el proceso de su realización. Siempre Reich 
vuelve a plantearlo, con sus exigencias inocentes que reclaman los derechos de 
una distinción previa entre deseo e interés: «La dirección (no debe tener) tarea 
más urgente, aparte del conocimiento exacto del proceso histórico objetivo, 
que la de comprender: a) qué ideas y qué deseos progresistas existen según las 
capas, profesiones, edades y sexos; b) qué deseos, angustias e ideas impiden el 
desarrollo de su aspecto progresista — ataduras tradicionales » 103 . (La dirección 
más bien tiende a responder: cuando oigo la palabra deseo, saco mi revólver.) 

Ocurre que el deseo nunca es engañado. El interés puede ser engañado, 
desconocido o traicionado, pero no el deseo. De ahí el grito de Reich: no, las 
masas no han sido engañadas, desearon el fascismo, y eso es lo que hay que 
explicar... Sucede que uno desea contra su interés y el capitalismo se aprovecha 
de ello, pero también el socialismo, el partido y la dirección de partido. ¿Cómo 
explicar que el deseo se entrega a operaciones que no son desconocimientos, 
sino catexis inconscientes perfectamente reaccionarias? ¿Qué quiere decir Re¬ 
ich cuando habla de «ataduras tradicionales»? Estas también forman parte del 
proceso histórico y nos conducen a las funciones modernas del Estado. Las 
sociedades modernas civilizadas se definen por procedimientos de descodi¬ 
ficación y de desterritorialización. Pero, lo que por un lado desterritorializan, 
por el otro lo re-territorializan. Estas neo-territorialidades a menudo son artifi¬ 
ciales, residuales, arcaicas; sólo son arcaísmos con una función perfectamente 
actual, nuestra moderna manera de «enladrillar», de cuadricular, de volver a 
introducir fragmentos de código, de resucitar los antiguos, de inventar seudo- 
códigos o jergas. Neo-arcaísmos, según la formulación de Edgar Morin. Estas 
territorrialidades modernas son extremadamente complejas y variadas. Unas 
son más bien folklóricas, pero no dejan de representar fuerzas sociales y even¬ 
tualmente políticas (de los jugadores de bolos a los cosecheros destiladores 
pasando por los antiguos combatientes). Otros son enclaves, cuyo arcaísmo 
tanto puede alimentar un fascismo moderno como desencadenar una carga 
revolucionaria (las minorías étnicas, el problema vasco, los católicos irland¬ 
eses, las reservas de indios). Algunas se forman como espontáneamente, en 
la corriente misma del movimiento de desterritorialización (territorialidades 

103. Reich, Qu’est-ce que la conscience de classei, 1934, tr. fr. Ed. Sinelnikoff, pág. 18 (tr. 
cast. Ed. Zero, 1980). 


265 


de barrios, territorialidades de conjuntos urbanísticos, las «bandas»). Otras 
son organizadas o favorecidas por el Estado, incluso si se vuelven contra él 
y le plantean serios problemas (el regionalismo, el nacionalismo). El Estado 
fascista ha sido, sin duda, en el capitalismo, la más fantástica tentativa de re- 
territorialización económica y política. Pero el Estado socialista también tiene 
sus propias minorías, sus propias territorialidades, que se vuelven a formar 
contra él, o bien las suscita y las organiza (nacionalismo ruso, territorialidad 
de partido: el proletariado no pudo constituirse como clase más que sobre 
la base de neo-territorialidades artificiales; paralelamente, la burguesía se re- 
territorializa bajo las formas a veces más arcaicas). La famosa personalización 
del poder es algo así como una territorialidad que viene a doblar la dester- 
ritorialización de la máquina. Si es cierto que la función del Estado moderno 
es la regulación de los flujos descodificados, desterritorializados, uno de los 
principales aspectos de esta función consiste en re-territorializar, para impedir 
que los flujos descodificados huyan por todos los cabos de la axiomática so¬ 
cial. A veces se tiene la impresión de que los flujos de capitales se enviarían de 
buen grado a la luna, si el Estado no estuviese ahí para volverlos de nuevo a 
la tierra. Por ejemplo: desterritorialización de los flujos de financiación, pero 
re-territorialización por el poder de compra y los medios de pago (papel de 
los bancos centrales). O bien el movimiento de desterritorialización que va del 
centro a la periferia viene acompañado de una re-territorialización periférica, 
de una especie de autocentramiento económico y político de la periferia, sea 
bajo las formas modernistas de un socialismo o capitalismo de Estado, sea bajo 
la forma arcaica de los déspotas locales. En último caso, es imposible distin¬ 
guir la desterritorialización y la re-territorialización, están presas una en la otra 
o son como el haz y el envés de un mismo proceso. 

Este aspecto esencial de la regulación por el Estado se explica aún mejor 
si vemos que está directamente basado en la axiomática económica y social del 
capitalismo en tanto que tal. La conjunción misma de los flujos desterritoriali¬ 
zados dibuja neo-territorialidades arcaicas o artificiales. Marx mostró cual era 
el fundamento de la economía política propiamente hablando: el descubrim¬ 
iento de una esencia subjetiva abstracta de la riqueza, en el trabajo o la produc¬ 
ción — también se podría decir en el deseo («Se realizó un inmenso progreso 
cuando Adam Smith rechazó toda determinación de la actividad creadora de 
riqueza y no consideró más que el trabajo: ni el trabajo manufacturero, ni el 
trabajo comercial, ni la agricultura, sino todas las actividades sin distinción... 
la universalidad abstracta de la actividad creadora de riqueza») 104 . En el caso 

104. Marx, Introduction général a la critique de l’économiepolitique, Pléiade I, págs. 258 
ss. Y Economie etphilosophie, Pléiade II, págs. 71-75. 


266 


del gran movimiento de descodificación o de desterritorialización: la natu¬ 
raleza de la riqueza ya no es buscada en el lado del objeto, en condiciones ex¬ 
teriores, máquina territorial o máquina despótica. Pero Marx añade al punto 
que este descubrimiento esencialmente «cínico» se halla corregido por una 
nueva territorialización, como un nuevo fetichismo o una nueva «hipocresía». 
La producción como esencia subjetiva abstracta no es descubierta más que en 
las formas de la propiedad que la objetiva de nuevo, que la aliena re-territori- 
alizándola. No sólo los mercantilistas, aunque presintiendo la naturaleza sub¬ 
jetiva de la riqueza, la habían determinado como una actividad particular aún 
ligada a una máquina despótica «hacedora de dinero»; no sólo los fisiócratas, 
llevando aún más lejos ese presentimiento, habían ligado la actividad subjetiva 
a una máquina territorial o re-territorializada, bajo la forma de agricultura 
y de bienes raíces. Sino que incluso Adam Smith no descubre la gran esen¬ 
cia de la riqueza, abstracta y subjetiva, industrial y desterritorializada, más 
que re-territorializándola al punto en la propiedad privada de los medios de 
producción. (Y no se puede decir, en este aspecto, que la propiedad llamada 
común cambie el sentido de este movimiento). Más aún si no se trata ya de 
hacer la historia de la economía política, sino la historia real de la sociedad 
correspondiente, comprendemos mejor por qué el capitalismo no cesa de re- 
territorializar lo que desterritorializaba de primera mano. En El Capital Marx 
analiza la verdadera razón del doble movimiento: por una parte, el capitalismo 
no puede proceder más que desarrollando sin cesar la esencia subjetiva de la 
riqueza abstracta, producir para producir, es decir, «la producción como un 
fin en sí, el desarrollo absoluto de la productividad social del trabajo»; pero, 
por otra parte y al mismo tiempo, no puede hacerlo más que en el marco de 
su propio fin limitado, en tanto que modo de producción determinado, «pro¬ 
ducción para el capital», «valoración del capital existente» 105 . Bajo el primer 
aspecto, el capitalismo no cesa de superar sus propios límites, desterritoriali- 
zando siempre más lejos, «dilatándose en una energía cosmopolita universal 
que trastoca toda barrera y todo lazo»; pero, bajo el segundo aspecto, estric¬ 
tamente complementario, el capitalismo no cesa de tener límites y barreras 
que son interiores, inmanentes, y que, precisamente porque son inmanentes, 
no se dejan sobrepasar más que reproduciéndose a una escala ampliada (siem¬ 
pre más re-territorialización, local, mundial y planetaria). Por ello, la ley de la 
baja tendencial, es decir, de los límites nunca alcanzados ya que son siempre 
sobrepasados y siempre reproducidos, creemos que tiene como corolario, e 
incluso por manifestación directa, la simultaneidad de los dos movimientos 
de desterritorialización y de re-territorialización. 

105. Marx, Le Capital, III, 3, conclusiones, Pléiade II, págs. 1031-1032. 


267 


De ahí se desprende una consecuencia importante. La axiomática social 
de las sociedades modernas está cogida entre dos polos, y no cesa de oscilar 
de un polo a otro. Nacidas de la descodificación y de la desterritorialización, 
sobre las ruinas de la máquina despótica, están presas entre el Urstaat que 
querrían resucitar como unidad sobrecodificante y re-territorializante y los 
flujos desencadenados que las arrastran hacia un umbral absoluto. Vuelven 
a codificar con toda su fuerza, a golpes de dictadura militar, de dictadores 
locales y de policía todopoderosa, mientras que descodifican o dejan descodi¬ 
ficar las cantidades fluyentes de sus capitales y de sus poblaciones. Están pre¬ 
sas entre dos direcciones: arcaísmo y futurismo, neo-arcaísmo y ex-futurismo, 
paranoia y esquizofrenia. Vacilan entre dos polos: el signo despótico para¬ 
noico, el signo-significante del déspota que intentan reanimar como unidad 
de código; el signo-figura del esquizo como unidad de flujo descodificado, 
esquizia, punto-signo o corte-flujo. En uno agarrotan, en el otro se expanden 
y manan. A la vez no cesan de estar atrasadas y adelantadas con respecto a 
sí 106 . ¿Cómo conciliar la nostalgia y la necesidad del Urstaat con la exigencia y 
la inevitabilidad de la fluxión de los flujos? ¿Cómo hacer para que la descodi¬ 
ficación y la desterritorialización, constitutivas del sistema, no lo hagan huir 
por un cabo u otro que escaparía a la axiomática y enloquecería a la máquina 
(en el horizonte un chino, un cubano lanza-misiles, un árabe desviador de 
aviones, un secuestrador de un cónsul, un Black-Panther, un Mayo 68, o in¬ 
cluso hippies drogados, pederastas encolerizados, etc.? Se oscila entre las so¬ 
brecargas paranoicas reaccionarias y las cargas subterráneas, esquizofrénicas y 
revolucionarias. Además, no sabemos demasiado bien cómo todo eso va de 
una parte a otra: los dos polos ambiguos del delirio, sus trasformaciones, la 
manera como un arcaísmo o un folklore, en tal o cual circunstancia, pueden 
estar cargados de súbito por un peligroso valor progresista. Cómo eso se vuelve 
fascista o revolucionario es el problema del delirio universal sobre el que todo 
el mundo se calla, en primer lugar, y sobre todo, los psiquiatras (no tienen idea 
de ello, ¿por qué deberían tenerla?). El capitalismo, y también el socialismo, 
están como desgarrados entre el significante despótico, que adoran, y la figura 
esquizofrénica, que les arrastra. Por tanto, tenemos plenos derechos para man¬ 
tener dos conclusiones precedentes que parecía que se oponían. Por una parte, 

106. Suzanne de Brunhoff, Le Monnaie chez Marx, Ed. Sociales, 1967, pág. 147: «Por 
ello, en el capitalismo incluso el crédito, constituido en sistema, reúne elementos compuestos, 
ante-capitalistas (la moneda, el comercio de dinero) y post-capitalistas (el circuito del crédito 
es una circulación superior...). Adaptado a las necesidades del capitalismo, el crédito nunca es 
verdaderamente contemporáneo del capital. El sistema de financiación nacido del modo de 
producción capitalista permanece bastardo». 


268 


el Estado moderno forma un verdadero corte hacia adelante, con respecto al 
Estado despótico, en función de su realización de un devenir-inmanente, de 
su descodificación de flujo generalizado, de su axiomática que viene a reemp¬ 
lazar los códigos y sobre-códigos. Pero, por otra parte, nunca ha habido y no 
hay más que un solo Estado, el Urstaat, la formación despótica asiática, que 
constituye hacia atrás el único corte para toda la historia, puesto que incluso 
la axiomática social moderna no puede funcionar más que resucitándola como 
uno de los polos entre los que se ejerce su propio corte. Democracia, fascismo 
o socialismo, ¿cuál no está visitado por el Urstaat como modelo inigualable? El 
jefe de policía del dictador local Duvallier se llamaba Desyr*. 

Simplemente, no es con los mismos procedimientos que una cosa resu¬ 
cita y ha sido suscitada. Hemos distinguido tres grandes máquinas sociales 
que correspondían a los salvajes, a los bárbaros y a los civilizados. La primera 
es la máquina territorial subyacente, que consiste en codificar los flujos sobre 
el cuerpo lleno de la tierra. La segunda es la máquina imperial trascendente 
que consiste en sobrecodificar los flujos sobre el cuerpo lleno del déspota y de 
su aparato, el Urstaat: efectúa el primer gran movimiento de desterritoriali- 
zación, pero porque añade su eminente unidad a las comunidades territoriales 
que conserva reuniéndolas, sobrecodificándolas, apropiándose del excedente 
de trabajo. La tercera es la máquina moderna inmanente, que consiste en 
descodificar los flujos sobre el cuerpo lleno del capital-dinero: ha realizado la 
inmanencia, ha vuelto concreto lo abstracto como tal, ha naturalizado lo ar¬ 
tificial, reemplazando los códigos territoriales y la sobrecodificación despótica 
por una axiomática de los flujos descodificados y una regulación de estos flu¬ 
jos; efectúa el segundo gran movimiento de desterritorialización, pero esta vez 
porque no deja subsistir nada de los códigos y sobrecódigos. Sin embargo, lo 
que no deja subsistir lo recobra por sus propios medios originales; re-territo- 
rializa allí donde pierde las territorialidades, crea nuevos arcaísmos allí donde 
destruye los antiguos — y ambos se abrazan. El historiador dice: no, el Estado 
moderno, su burocracia, su tecnocracia, no se parecen al estado despótico 
antiguo. Evidentemente, ya que se trata de re-territorializar flujos descodifi¬ 
cados en un caso, mientras que en el otro se trata de sobrecodificar flujos ter- 
ritorriales. La paradoja es que el capitalismo se sirve del Urstaat para efectuar 
sus re-territorializaciones. Mas, imperturbable, la axiomática moderna en el 
fondo de su inmanencia reproduce el Urstaat trascendente, como su límite 
vuelto interior, o uno de sus polos entre los que se ve determinada a oscilar. 
Además, bajo su carácter imperturbable y cínico, grandes fuerzas la trabajan, 

* Désir = deseo. (N. del T.) 


269 


forman el otro polo de la axiomática, sus accidentes, sus fallos y sus posibili¬ 
dades de estallar, de hacer pasar lo que descodifica más allá del muro de sus 
regulaciones inmanentes como sus resurrecciones trascendentales. Cada tipo 
de máquina social produce un cierto género de representación cuyos elementos 
se organizan en la superficie del socius: el sistema de la connotación-conex¬ 
ión en la máquina territorial salvaje, que corresponde a la codificación de los 
flujos; el sistema de la subordinación- disyunción en la máquina despótica 
bárbara, correspodiente a la sobrecodificación; el sistema de la coordinación- 
conjunción en la máquina capitalista civilizada, correspondiente a la descodi¬ 
ficación de los flujos. Desterritorialización, axiomática y re-territorialización, 
estos son los tres elementos de superficie de la representación de deseo en el 
socius moderno. Entonces volvemos a tropezar con la cuestión: ¿cuál es en 
cada caso la relación entre la producción social y la producción deseante, una 
vez dicho que siempre hay entre ambas identidad de naturaleza, pero tam¬ 
bién diferencia de régimen? ¿Es posible que la identidad de naturaleza esté 
en el punto más alto en el régimen de la representación capitalista moderna, 
porque en él se realiza «universalmente» en la inmanencia y en la fluxión de 
los flujos descodificados? ¿Pero también porque la diferencia de régimen es 
la mayor y porque esta representación ejerce sobre el deseo una operación de 
represión más fuerte que cualquier otra, ya que, en favor de la inmanencia y 
de la descodificación, la antiproducción se extiende a través de toda la produc¬ 
ción, en lugar de permanecer localizada en el sistema, desprendiendo un fan¬ 
tástico instinto de muerte que ahora impregna y aplasta el deseo? ¿Qué es esa 
muerte que sube siempre desde dentro, pero que debe llegar de fuera — y que, 
en el caso del capitalismo, sube con tanta potencia que no se ve bien todavía 
cuál es este afuera que va a hacerla llegar? En una palabra, la teoría general de 
la sociedad es una teoría generalizada de los flujos; es en su función que debe¬ 
mos estimar la relación entre la producción social y la producción deseante, 
las variaciones de esta relación en cada caso, los límites de esta relación en el 
sistema capitalista. 


* * 


* 


En la máquina territorial o incluso despótica, la reproducción social 
económica nunca es independiente de la reproducción humana, de la forma 
social de esta reproducción humana. La familia es, pues, una praxis abier¬ 
ta, una estrategia coextensiva al campo social; las relaciones de filiación y de 
alianza son determinantes, o más bien «determinadas a ser dominantes». Lo 


270 


marcado, inscrito, sobre el socius, en efecto, son los productores (o no pro¬ 
ductores) según el rango de su familia y su rango en la familia. El proceso de 
la reproducción no es directamente económico, pero pasa por los factores 
no económicos del parentesco. Esto no es cierto tan sólo con respecto a la 
máquina territorial, y los grupos locales que determinan el lugar de cada uno 
en la reproducción social económica según su rango desde el punto de vista de 
las alianzas y las filiaciones, sino también de la máquina despótica que dobla a 
estas últimas con las relaciones de la nueva alianza y de la filiación directa (de 
donde el papel de la familia del soberano en la sobrecodificación despótica, 
y de la «dinastía», cualesquiera que sean sus mutaciones, incertidumbres, que 
siempre se inscriben en la misma categoría de nueva alianza). Ya no podríamos 
decir exactamente lo mismo con respecto al sistema capitalista 107 . La repre¬ 
sentación ya no se relaciona con un objeto distinto, sino con la actividad 
productora misma. El socius como cuerpo lleno se ha vuelto directamente 
económico en tanto que capital-dinero; no tolera ningún otro presupuesto. Lo 
que está inscrito o marcado ya no son los productores o no-productores, sino 
las fuerzas y medios de producción como cantidades abstractas que se vuel¬ 
ven efectivamente concretas en su puesta en contacto o conjunción: fuerza de 
trabajo o capital, capital constante o capital variable, capital de filiación o de 
alianza... El capital ha tomado sobre sí las relaciones de alianza y de filiación. 
Se produce una privatización de la familia, según la cual deja de dar su forma 
social a la reproducción económica: sufre como un retiro de catexis; hablando 
como Aristóteles, ya no es más que la forma de la materia o del material hu¬ 
mano que se halla subordinada a la forma social autónoma de la reproducción 
económica y va a ocupar el lugar que ésta le asigna. Es decir, que los elementos 
de la producción y de la antiproducción no se reproducen como los hombres 
mismos, sino que encuentran en ellos un simple material que la forma de la 
reproducción económica preorganiza de un modo por completo distinto de la 
que tiene como reproducción humana. Precisamente porque está privatizada, 
colocada fuera de campo, la forma del material o de la reproducción humana 
engendra hombres que sin dificultad se pueden suponer iguales entre sí; pero, 
en el campo mismo, la forma de la reproducción social económica ya ha pre¬ 
formado la forma del material para engendrar allí donde es preciso al capital¬ 
ista como función derivada del capital, al trabajador como función derivada 
de la fuerza de trabajo, etc., de tal manera que la familia se halla de antemano 

107. Cf. el análisis diferencial de los modos de producción por Emmanuel Terray, Le 
Marxisme devant les sociétésprimitives, págs. 140-155 (por qué, en las sociedades precapitalistas, 
«la reproducción de la estructura económica y social depende en gran medida de las condiciones 
en las que se efectúa la reproducción física del grupo»). 


271 


recortada por el orden de las clases (es en este sentido que la segregación es el 
único origen de la igualdad...) 108 . 

Ese colocar fuera del campo social a la familia es también su mayor posi¬ 
bilidad social. Pues es la condición bajo la que todo el campo social va a poder 
aplicarse a la familia. Las personas individuales son, en primer lugar, personas 
sociales, es decir, funciones derivadas de las cantidades abstractas; se vuelven 
en su conjunción. Son, exactamente, configuraciones o imágenes producidas 
por los puntos-signos, los cortes-flujos, las puras «figuras» del capitalismo: el 
capitalista como capital personificado, es decir, como función derivada del 
flujo de capital, el trabajador como fuerza de trabajo personificada, función 
derivada del flujo de trabajo. El capitalismo llena así con imágenes su campo 
de inmanencia: incluso la miseria, la desesperación, la rebeldía, y por la otra 
parte, la violencia y la opresión del capital se vuelven imágenes de miseria, 
desesperación, rebeldía, violencia u opresión. Pero a partir de las figuras no 
figurativas o de los cortes-flujos que las producen, esas imágenes no serán figu¬ 
rantes y reproductivas más que al informar un material humano cuya forma 
específica de reproducción vuelve a caer fuera del campo social que, sin em¬ 
bargo, la determina. Las personas privadas son, pues, imágenes de segundo 
orden, imágenes de imágenes, es decir, simulacros que reciben así la aptitud a 
representar la imagen de primer orden de las personas sociales. Estas personas 
privadas están formalmente determinadas en el lugar de la familia restringida 
como padre, madre, hijo. Pero, en lugar de que esta familia sea una estrategia 
que, a base de alianzas y filiaciones, se abra sobre todo el campo social, le sea 
coextensiva y recorte sus coordenadas, ya no es, diríamos, más que una simple 
táctica sobre la que se cierra el campo social, a la que aplica sus exigencias 
autónomas de reproducción y recorta con todas sus dimensiones. Las alian¬ 
zas y filiaciones ya no pasan por los hombres, sino por el dinero; entonces la 
familia se vuelve microcosmos, apta para expresar lo que ya no domina. En 
cierta manera, la situación no ha cambiado; lo cargado a través de la familia es 
siempre el campo social económico, político y cultural, sus cortes y sus flujos. 
Las personas privadas son una ilusión, imágenes de imágenes o derivadas de 
derivadas. Mas, en otro aspecto, todo ha cambiado, ya que la familia, en lugar 
de constituir y desarrollar los factores dominantes de la reproducción social, 
se contenta con aplicar y envolver esos factores en su propio modo de repro¬ 
ducción. Padre, madre, hijo, se convierten así en el simulacro de las imágenes 
del capital («El Señor Capital, La Señora Tierra» y su hijo, el Trabajador...), 

108. Sobre la producción «del» capitalista, etc., Marx, Principes d’une critique de 
l’économiepolitique, Pléiade II, págs. 357-358, y Le Capital, I, 7, cap. 24, Pléiade I, págs. 1095- 
1096. 


272 


de tal modo que esas imágenes ya no son del todo reconocidas en el deseo 
determinado a cargar tan sólo el simulacro. Las determinaciones familiares se 
convierten en la aplicación de la axiomática social. La familia se convierte en 
el subconjunto al que se aplica el conjunto del campo social. Como cada cual 
tiene un padre y una madre en calidad de privado, un subconjunto distribu¬ 
tivo simula para cada uno el conjunto colectivo de las personas sociales que 
sujeta su campo y enturbia sus imágenes. Todo se vuelca sobre el triángulo 
padre-madre-hijo, que resuena respondiendo «papá-mamá» cada vez que es 
estimulado con las imágenes del capital. En una palabra, llega Edipo: nace en 
el sistema capitalista en la aplicación de las imágenes sociales de primer orden 
a las imágenes familiares privadas de segundo orden. Es el conjunto de llegada 
que responde a un conjunto de partida socialmente determinado. Es nuestra 
formación colonial íntima que responde a la forma de soberanía social. Todos 
nosotros somos pequeñas colonias y es Edipo quien nos coloniza. Cuando 
la familia deja de ser una unidad de producción y de reproducción, cuando 
la conjunción recobra en ella el sentido de una simple unidad de consumo, 
consumimos el padre-madre. En el conjunto de partida hay el patrón, el jefe, 
el cura, el poli, el recaudador de impuestos, el soldado, el trabajador, todas las 
máquinas y territorialidades, todas las imágenes sociales de nuestra sociedad; 
pero, en el conjunto de llegada, en el límite, ya no hay más que papá, mamá 
y yo, el signo despótico recogido por papá, la territorialidad residual asumida 
por mamá y el yo dividido, cortado, castrado. Esta operación de proyección, 
de plegado o de aplicación, es tal vez lo que hace decir a Lacan, traicionando 
voluntariamente el secreto del psicoanálisis como axiomática aplicada: lo que 
parece «jugar más libremente en lo que se llama diálogo analítico depende 
de hecho de un basamento perfectamente reducible a algunas articulaciones 
esenciales y formalizables» 109 . Todo está preformado, arreglado de antemano. 
El campo social en el que cada uno padece y actúa como agente colectivo de 
enunciación, agente de producción y de antiproducción, se proyecta, se vuelca 
sobre Edipo, en el que cada uno ahora se halla preso en su rincón, cortado 
según la línea que le divide en sujeto de enunciado y sujeto de enunciación 
individual. El sujeto de enunciado es la persona social y el sujeto de enunci¬ 
ación, la persona privada. «Luego» es tu padre, luego es tu madre, luego eres 
tú: la conjunción familiar resulta de las conjunciones capitalistas, en tanto 
que se aplican a personas privatizadas. Papá-mamá-yo, estamos seguros de 
encontrarlos en todo lugar, puesto que a ellos aplicamos todo. El reino de las 
imágenes, ésa es la nueva manera como el capitalismo utiliza las esquizias y 

109. J. Lacan, Lettres de l’école freudienne, 7 marzo 1970, pág. 42. 


273 


desvía los flujos: imágenes compuestas, imágenes proyectadas sobre imágenes, 
de tal modo que al final de la operación, el pequeño yo de cada uno, relacio¬ 
nado con su padre-madre, sea verdaderamente el centro del mundo. Mucho 
más solapado que el reino subterráneo de los fetiches de la tierra o el reino 
celeste de los ídolos del déspota, es el advenimiento de la máquina edípica- 
narcisista: «Ni glifos, ni jeroglíficos, ...queremos la realidad objetiva, real, ...es 
decir, la idea-Kodak... Para cada hombre, cada mujer, el universo es tan sólo 
lo que rodea su absoluta pequeña imagen de él mismo o de ella misma... ¡Una 
imagen! Una instantánea-kodak es un film universal de instantáneas» 110 . Cada 
uno como pequeño microcosmos triangulado, el yo narcisista se confunde con 
el sujeto edípico. 

Edipo, por último... es finalmente una operación muy simple, con fa¬ 
cilidad formalizable. Todavía implica la historia universal. Hemos visto en 
qué sentido la esquizofrenia era el límite absoluto de toda sociedad, en tanto 
que hacía pasar flujos descodificados y desterritorializados que devuelve a la 
producción deseante, «al límite» de toda producción social. Y el capitalismo, 
el límite relativo de toda sociedad, en tanto que axiomatiza los flujos descodi¬ 
ficados y re-territorializa los flujos desterritorializados. Además el capitalismo 
encuentra en la esquizofrenia su propio límite exterior, que no cesa de rechazar 
y conjurar, mientras que él mismo produce sus límites inmanentes que desp¬ 
laza y agranda sin cesar. Pero el capitalismo necesita aún de otro modo un 
límite interior desplazado: precisamente para rechazar o neutralizar el límite 
exterior absoluto, el límite esquizofrénico, necesita interiorizarlo, esta vez re¬ 
stringiéndolo, haciéndolo pasar ya no entre la producción social y la produc¬ 
ción deseante que se separa, sino por el interior de la producción social, entre 
la forma de la reproducción social y la forma de una reproducción familiar 
sobre la que ésta se vuelca, entre el conjunto social y el subconjunto privado 
al que éste se aplica. Edipo es este límite desplazado o interiorizado, el deseo 
se deja prender en él. El triángulo edípico es la territorialidad íntima y pri¬ 
vada que corresponde a todos los esfuerzos de re-territorialización social del 
capitalismo. Límite desplazado, puesto que es el representado desplazado del 
deseo, tal fue siempre Edipo para cualquier formación. Pero en las forma¬ 
ciones primitivas este límite permanece inocupado, en la misma medida que 
los flujos están codificados y que el juego de las alianzas y de las filiaciones 
mantiene las familias amplias a la escala de las determinaciones del campo 

110. D. H. Lawrence, «Art et moralité», 1925, tr. fr. en Eros et les chiens, Ed. Bourgois, 
págs. 48-50. (Sobre la «realidad» del hombre moderno, como imagen compuesta y abigarrada, 
cf. Nietzsche, Zaratustra, II, «Del país de la cultura».) 


274 


social impidiendo toda proyección secundaria de éstas sobre aquéllas. En las 
formaciones despóticas el límite edípico está ocupado, simbólicamente ocu¬ 
pado, pero no vivido o habitado, en la medida que el incesto imperial efectúa 
una sobrecodificación que a su vez sobrevuela todo el campo social (represen¬ 
tación reprimente): las operaciones formales de proyección, volcado, extrapo¬ 
lación, etc., que más tarde pertenecerán a Edipo, ya se dibujan, pero en un 
espacio simbólico en el que se constituye el objeto de las alturas. Sólo en la 
formación capitalista el límite edípico se halla no sólo ocupado, sino habitado 
y vivido, en el sentido en que las imágenes sociales producidas por los flujos 
descodificados se vuelcan, se proyectan efectivamente sobre imágenes famil¬ 
iares restringidas cargadas por el deseo. Es en este punto de lo imaginario que 
Edipo se constituye, al mismo tiempo que acaba su emigración en los elemen¬ 
tos profundos de la representación: el representado desplazado se ha convertido 
como tal en el representante del deseo. Es evidente, por tanto, que este devenir o 
esta constitución no se realizan bajo las especies imaginadas en las formaciones 
sociales anteriores, puesto que el Edipo imaginario resulta de tal devenir y no a 
la inversa. No es por un flujo de mierda o una ola de incesto que llega Edipo, 
sino por los flujos descodificados del capital-dinero. Las oleadas de incesto y 
de mierda no lo derivan más que secundariamente, en tanto que acarrean esas 
personas privadas sobre las que los flujos de capital se vuelcan o se aplican 
(de donde la compleja génesis por completo deformada en la ecuación psico- 
analítica mierda = dinero: de hecho, se trata de un sistema de encuentros o de 
conjunciones, de derivadas y de resultantes entre flujos descodificados). 

Elay en Edipo una recapitulación de los tres estados o de las tres mᬠ
quinas. Pues se prepara en la máquina territorial, como límite vacío inocu¬ 
pado. Se forma en la máquina despótica como límite ocupado simbólica¬ 
mente. Pero no se completa y no se efectúa más que conviertiéndose en el 
Edipo imaginario de la máquina capitalista. La máquina despótica conser¬ 
vaba las territorialidades primitivas y la máquina capitalista resucita el Urstaat 
como uno de los polos de su axiomática, convierte al déspota en una de sus 
imágenes. Por ello todo se amontona en el Edipo, todo se recobra en el Edipo 
que es el resultado de la historia universal, pero en el sentido singular en el que 
ya está el capitalismo. Esa es toda la seri fetiches, ídolos, imágenes y simulacros: 
fetiches territoriales, ídolos o símbolos despóticos, todo es retomado por las 
imágenes del capitalismo que las empuja y las reduce al simulacro edípico. El 
representante del grupo local con Layo, la territorialidad con Yocasta, el dés¬ 
pota con el mismo Edipo: «pintura abigarrada de todo lo que nunca ha sido 
creído». No es sorprendente que Freud haya ido a buscar en Sófocles la imagen 


275 


central del Edipo-déspota, el mito convertido en tragedia, para hacerla radiar 
en dos direcciones opuestas, la dirección ritual primitiva de Tótem y tabú, la 
dirección privada del hombre moderno que sueña (Edipo puede ser un mito, 
una tragedia, un sueño: siempre expresa el desplazamiento del límite). Edipo 
no sería nada si la posición simbólica de un objeto de las alturas, en la máqui¬ 
na despótica, no hiciese posible, en primer lugar, las operaciones de plegado 
y de proyección o volcado que lo constituyeron en el campo moderno: la 
causa de la triangulación. De ahí la extrema importancia, pero también la 
indeterminación, la indecibilidad, de la tesis del más profundo innovador en 
el psicoanálisis, ésa que hace pasar el límite desplazado entre lo simbólico y lo 
imaginario, entre la castración simbólica y el Edipo imaginario. Pues la cas¬ 
tración en el orden del significante despótico, como ley del déspota o efecto 
del objeto de las alturas, es en verdad la condición formal de las imágenes 
edípicas, que se desplegarán en el campo de inmanencia que la retirada del 
significante pone a descubierto. ¡Llego al deseo cuando llego a la castración...! 
La ecuación deseo-castración significa, sin duda, una operación prodigiosa 
que consiste en volver a colocar el deseo bajo la ley del déspota, introducién¬ 
dole en lo más profundo la carencia y salvándonos de Edipo mediante una 
fantástica regresión. Fantástica y genial regresión: era preciso hacerla, «nadie 
me ayudó», como dice Lacan, para así sacudir el yugo de Edipo y llevarlo al 
lugar de su autocrítica. Pero ocurre como en la historia de los guerrilleros que, 
queriendo destruir un poste, equilibraron tan bien las cargas de plástico que el 
poste saltó y volvió a caer en su agujero. De lo simbólico a lo imaginario, de 
la castración a Edipo, de la edad despótica al capitalismo, hay inversamente 
el progreso que hace que el objeto de las alturas, sobrevolando y sobrecodifi¬ 
cando, se retire, de lugar a un campo social de inmanencia en el que los flujos 
descodificados producen imágenes, y las proyectan. De ahí los dos aspectos 
del significante, objeto trascendente e interceptado tomado en un máximo 
que distribuye la carencia y sistema inmanente de relaciones entre elementos 
mínimos que vienen a llenar el campo puesto a descubierto (algo así como, 
según la tradición, se pasa del Ser parmenidiano a los átomos de Demócrito). 

Un objeto trascendente cada vez más espiritualizado para un campo de 
fuerzas cada vez más inmanente, cada vez más interiorizado: ésa es la evolu¬ 
ción de la deuda infinita — a través del catolicismo, luego la Reforma. La 
suma espiritualización del Estado despótico, la suma interiorización del cam¬ 
po capitalista definen la mala conciencia. Esta no es lo contrario del cinismo; 
es, en las personas privadas, el correlato del cinismo de las personas sociales. 
Todos los procedimientos cínicos de la mala conciencia, tal como Nietzsche, 


2 76 


luego Lawrence y Miller, los han analizado para definir el hombre europeo de 
la civilización —el reino de las imágenes y la hipnosis, el torpor que propa¬ 
gan—, el odio contra la vida, contra todo lo que es libre, pasa y mana; la 
universal efusión del instinto de muerte —la depresión, la culpabilidad utili¬ 
zada como medio de contagio, el beso del vampiro: ¿no tienes vergüenza de 
ser feliz? toma ejemplo de mí, no te soltaré hasta que también digas «es culpa 
mía», ¡ay! innoble contagio de los depresivos, la neurosis como única enferme¬ 
dad, que consiste en volver enfermos a los otros — la estructura premisiva; 
¡que yo pueda engañar, robar, estrangular, matar! pero en nombre del orden 
social, y que papá y mamá estén orgullosos de mí — la doble dirección dada al 
resentimiento, vuelta contra uno mismo y proyección contra el otro: el padre 
está muerto, por mi culpa, ¿quién lo ha matado? ésa es tu culpa, es el judío, el 
árabe, el chino, todos los recursos del racismo y de la segregación — el abyecto 
deseo de ser amado el lloriqueo de no serlo bastante, de no ser «comprendido», 
al mismo tiempo que la reducción de la sexualidad al «sucio secretito», toda 
esta psicología del sacerdote — no hay uno solo de estos procedimientos que 
no halle en Edipo su tierra nutricia y su alimento. No hay uno solo de esos 
procedimientos que no sirva y no se desarrolle en el psicoanálisis: éste como 
nuevo avatar del «ideal ascético». Una vez más aún, no es el psicoanálisis el 
que inventa a Edipo: sólo le proporciona una última territorialidad, el diván, 
como una última ley, el analista déspota y recaudador de dinero. Pero la madre 
como simulacro de territorialidad y el padre como simulacro de ley despótica, 
con el yo cortado, escindido, castrado, son los productos del capitalismo en 
tanto que prepara una operación que no tiene equivalente en las otras forma¬ 
ciones sociales. En todo lugar, por otra parte, la posición familiar es tan sólo 
un estímulo para la catexis del campo social por el deseo: las imágenes famil¬ 
iares sólo funcionan abriéndose sobre imágenes sociales a las que se acoplan o 
se enfrentan en el curso de luchas y compromisos; de tal modo que lo cargado 
a través de los cortes y segmentos de familias son los cortes económicos, polí¬ 
ticos, culturales del campo en el que están hundidos (cf. el esquizoanálisis 
ndembu). De ese modo se da incluso en las zonas periféricas del capitalis¬ 
mo, donde el esfuerzo realizado por el colonizador para edipizar al indígena, 
Edipo africano, se halla contradicho por la fragmentación de la familia según 
las líneas de explotación y de opresión sociales. Pero es en el centro fláccido 
del capitalismo, en las regiones burguesas templadas, que la colonia se vuelve 
íntima y privada, interior a cada una: entonces el flujo de catexis de deseo, que 
va del estímulo familiar a la organización (o desorganización) social, está en 
cierta manera recubierto por un reflujo que vuelca la catexis social en la catexis 


277 


familiar como seudo-organizador. La familia se ha convertido en el lugar de 
retención y de resonancia de todas las determinaciones sociales. Pertenece a la 
catexis reaccionaria del campo capitalista aplicar todas las imágenes sociales a 
los simulacros de una familia restringida, de tal manera que, en todas partes, 
ya no se halla más que el padre-madre: esa podredumbre edípica adherida a 
nuestra piel. Sí, he deseado a mi madre y he querido matar a mi padre; un 
solo sujeto de enunciación, Edipo, para todos los enunciados capitalistas, y, 
entrambos, el corte de doblamiento, de proyección, la castración. 

Marx decía: el mérito de Lutero radica en haber determinado la esencia 
de la religión ya no del lado del objeto, sino como religiosidad interior; el 
mérito de Adam Smith y de Ricardo radica en haber determinado la esencia 
o la naturaleza de la riqueza ya no como naturaleza objetiva, sino como esen¬ 
cia subjetiva abstracta y desterritorializada, actividad de producción en general. 
Mas, como esa determinación se realiza en las condiciones del capitalismo, 
de nuevo objetivan la esencia, la alienan y la re-territorializan, esta vez bajo 
la forma de propiedad privada de los medios de producción. De tal modo 
que el capitalismo es sin duda lo universal de toda sociedad, pero sólo en 
la medida en que es capaz de llevar hasta un cierto punto su propia crítica, 
es decir, la crítica de los procedimientos por los que vuelve a encadenar lo 
que, en él, tendía a liberarse o a aparecer libremente 111 . Es preciso decir lo 
mismo de Freud: su grandeza radica en haber determinado la esencia o la 
naturaleza del deseo, ya no con respecto a objetos, fines e incluso fuentes (ter¬ 
ritorios), sino como esencia subjetiva abstracta, libido o sexualidad. Sólo que 
esta esencia todavía la relaciona con la familia como última territorialidad del 
hombre privado (de ahí la situación de Edipo, primero marginal en los Tres 
ensayos, luego se va cerrando cada vez más sobre el deseo). Parece como si 
Freud quisiese que se le perdonase su profundo descubrimiento de la sexuali¬ 
dad diciéndonos: ¡al menos ello no saldrá de la familia! El sucio secretito en 
lugar del gran horizonte entrevisto. El doblamiento familiarista en lugar de la 
deriva del deseo. En lugar de los grandes flujos descodificados, los pequeños 
arroyos recodificados en el lecho de mamá. La interioridad en lugar de una 
nueva relación con el exterior. A través del psicoanálisis es siempre el discurso 
de la mala conciencia y de la culpabilidad el que se eleva y halla su alimento 
(lo que se denomina curar). Y, al menos en dos puntos, Freud absuelve a la 
familia real exterior de toda culpa, para mejor interiorizar, culpa y familia, 
en el miembro menor, el hijo. Esos puntos son: el modo como plantea una 

111 . Marx, Introduction générale a la critique de l’économiepolitique, Pléiade I, págs. 258- 

261. 


278 


represión autónoma, independiente de la represión general; el modo como 
renuncia al tema de la seducción del niño por el adulto, para introducir el 
fantasma individual que convierte a los padres reales en seres inocentes o in¬ 
cluso en víctimas 112 . Pues es preciso que la familia aparezca bajo dos formas: 
una en la que sin duda es culpable, pero sólo en la manera como el niño la 
vive intensamente, interiormente, y se confunde con su propia culpabilidad; 
la otra, en la que permanece como instancia de responsabilidad, ante la cual 
se es niño culpable y con respecto a la cual se convierte en responsable adulto 
(Edipo como enfermedad y como salud, la familia como factor de alienación y 
como agente de desalienación, aunque sea por el modo como es reconstituida 
en la transferencia). Eso es lo que Foucaut, en páginas extremadamente bellas, 
ha mostrado: el familiarismo inherente al psicoanálisis corona la psiquiatría 
clásica más bien que la destruye. Después del loco de la tierra y el loco del 
déspota, el loco de la familia; lo que la psiquiatría del siglo XIX había querido 
organizar en el asilo — «la ficción imperativa de la familia», la razón-padre y 
el loco- menor, los padres que no están enfermos más que de su infancia —, 
todo eso halla su conclusión fuera del asilo, en el psicoanálisis y el despacho 
del analista. Freud es el Lutero y el Adam Smith de la psiquiatría. Moviliza 
todos los recursos del mito, de la tragedia, del sueño, para volver a encadenar 
el deseo, esta vez en el interior: un teatro íntimo. Sí, Edipo es lo universal del 
deseo, el producto de la historia universal; pero con una condición que no es 
cumplida por Freud: que Edipo sea capaz, al menos hasta un cierto punto, 
de realizar su autocrítica. La historia universal no es más que una teología si 
no conquista las condiciones de su contingencia, de su singularidad, de su 
ironía y de su propia autocrítica. ¿Cuáles son esas condiciones, ese punto de 
autocrítica? Descubrir bajo la proyección familiar la naturaleza de las catexis 
sociales del inconsciente. Descubrir bajo el fantasma individual la naturaleza 
de los fantasmas de grupo. O, lo que viene a ser lo mismo, llevar el simulacro 
hasta el punto en que deja de ser imagen de imagen para encontrar las figuras 
abstractas, los flujos-esquizias, que entraña ocultándolos. Sustituir el sujeto 
privado de la castración, escindido en sujeto de enunciación y en sujeto de 
enunciado que remire tan sólo a los dos órdenes de imágenes personales, por 
los agentes colectivos que remiten por su cuenta a disposiciones maquínicas. 
Volver a verter el teatro de la representación en el orden de la producción 
deseante: toda la tarea del esquizoanálisis. 

112. Erich Fromm, a propósito principalmente del análisis del pequeño Hans, ha mos¬ 
trado claramente la evolución cada vez más neta de Freud, tendente a situar la culpabilidad en el 
niño y a absolver la autoridad paterna: La Crise de lapsychanalyse, tr. fr. Anthropos, págs. 79-82, 
126-132 (tr. cast. Ed. Paidós). 


279 



CAPITULO IV 

INTRODUCCION AL ESQUIZOANALISIS 



¿Quién es primero, la gallina o el huevo? O ¿el padre y madre o el hijo? 
Para el psicoanálisis parece que sea el hijo (el padre no está enfermo más que 
de su propia infancia), pero al mismo tiempo se ve obligado a postular una 
preexistencia parental (no se es hijo más que con respecto a un padre y una 
madre). Ello se ve claramente en la posición original de un padre de la horda. 
El propio Edipo no sería nada sin las identificaciones de los padres en los hijos; 
y no se puede ocultar que todo empieza en la cabeza del padre: ¿esto es lo que 
tú quieres, matarme, acostarte con tu madre?... Primero es una idea del padre: 
Layo. El padre arma un jaleo de espanto y enarbola la ley (la madre está más 
bien complaciente: no hay que hacer de ello una historia, es un sueño, una 
territorialidad...). Lévi-Strauss dice con acierto: «El motivo inicial del mito 
de referencia consiste en un incesto con la madre del que se hace culpable al 
héroe. Sin embargo, esta culpabilidad parece que existe sobre todo en la mente 
del padre, que desea la muerte del hijo y se las ingenia para provocarla... A fin 
de cuentas el padre es considerado como culpable: culpable de haber querido 
vengarse. Y él es el que será muerto. Esta curiosa indiferencia frente al incesto 
aparece en otros mitos» 1 . Edipo es primero una idea de paranoico adulto, antes 
de ser un sentimiento infantil de neurótico. Así el psicoanálisis sale mal parado 
de una regresión infinita: el padre ha tenido que ser hijo, pero no ha podido 
serlo más que con respecto a un padre, que asimismo fue hijo, con respecto a 
otro padre. 

¿Cómo empieza un delirio? Es posible que el cine pueda captar el mo¬ 
vimiento de la locura, precisamente porque no es analítico ni regresivo: explo¬ 
ra un campo global de coexistencia. Un film de Nicolás Ray, que se considera 

1. Lévi-Strauss, Le Cru et le cuit, Pión, 1964, pág. 56 (trad. cast. F.C.E.). 


283 


que representa un delirio a la cortisona: un padre con pluriempleo, profesor de 
colegio, que hace horas extras en una estación de radio-taxi, tratado por desór¬ 
denes cardíacos. Empieza a delirar sobre el sistema de educación en general, la 
necesidad de restaurar una raza pura, la salvación del orden moral, luego pasa 
a la religión, la conveniencia de un retorno a la Biblia, Abraham... Pero ¿qué ha 
hecho Abraham? Toma, precisamente mató o quiso matar a su hijo, y tal vez la 
única equivocación de Dios fue la de detener su brazo. ¿Pero él, el protagonista 
del film, no tiene también un hijo? Vaya, vaya... Lo que el film muestra tan 
claramente, para vergüenza de los psiquiatras, es que todo delirio es primero 
catexis de un campo social, económico, político, cultural, racial y racista, pe¬ 
dagógico, religioso: el delirante aplica a su familia y a su hijo un delirio que les 
desborda por todos lados. Joseph Gabel al presentar un delirio paranoico con 
un fuerte contenido político-erótico y de reforma social, cree posible decir que 
tal caso es raro y que, por otra parte, sus orígenes no son reconstituíbles 2 . Sin 
embargo, es evidente que no hay un solo delirio que no posea eminentemente 
esta característica y que no sea originalmente económico, político, etc., antes 
de ser aplastado en el molinillo psiquiátrico y psicoanalítico. No es Schreber 
quien lo desmentirá (ni su padre, inventor del Pangymnasticon y de un sis¬ 
tema general pedagógico). Entonces, todo cambia: la regresión infinita nos 
obliga a postular una primacía del padre, pero una primacía siempre relativa e 
hipotética que nos hacía ir hasta el infinito, a menos que saltásemos a la posi¬ 
ción de un padre absolutamente primero; sin embargo, está bastante claro que 
el punto de vista de la regresión es el fruto de la abstracción. Cuando decimos: 
el padre es primero con respecto al hijo, esta proposición en sí misma despro¬ 
vista de sentido quiere decir concretamente: las catexis sociales son primeras 
con respecto a las catexis familiares, que nacen tan sólo de la aplicación o de 
la proyección de aquellas. Decir que el padre es primero con respecto al hijo 
es decir, en verdad, que la catexis de deseo es en primer lugar la de un campo 
social en el que el padre y el hijo están sumergidos, simultáneamente sumer¬ 
gidos. Volvamos a tomar el ejemplo de los habitantes de las islas Marquesas, 
analizado por Kardiner: éste distingue entre una ansiedad alimenticia adulta 
ligada a una carestía endémica y una ansiedad alimenticia infantil ligada a la 
deficiencia de cuidados maternos 3 . No sólo no podemos derivar la primera de 

2. Joseph Gabel, «Délire politique chez un parano'íde», L’Evolution psyquiatrique, núm. 
2, 1952. 

3. Abram Kardiner, The Individual and bis Society, Columbia University Press, 1939, 
págs. 233 s. (trad. cast. F.C.E.). (Sobre los dos caminos posibles, del niño al adulto o del adulto 
al niño, cf. los comentarios de Mikel Dufrenne, La Personnalité de base, P.U.F., 1953, págs. 
287-320.) 


284 


la segunda, sino que ni siquiera podemos considerar, como hace Kardiner, que 
la catexis social correspondiente a la primera venga después de la catexis infan¬ 
til de la segunda. Pues lo cargado en la segunda ya es una determinación del 
campo social, a saber, la rareza de las mujeres que explica que los adultos no 
menos que los niños «desconfíen de ellas». En una palabra, lo que el niño car¬ 
ga a través de la experiencia infantil, el seno materno y la estructura familiar, 
ya es un estado de los cortes y de los flujos del campo social en su conjunto, 
flujo de mujeres y de alimentos, registros y distribuciones. Nunca el adulto es 
un «después» del niño: ambos apuntan en la familia a las determinaciones del 
campo en el que ella y ellos se bañan simultáneamente. 

De ahí la necesidad de mantener tres conclusiones: — l.° Desde el punto 
de vista de la regresión, que no tiene más sentido que el hipotético, el padre es 
primero con respecto al hijo. Es el padre paranoico el que edipiza al hijo. La 
culpabilidad es una idea proyectada por el padre antes de ser un sentimiento 
interior sentido por el hijo. La primera equivocación del psicoanálisis radica 
en actuar como si las cosas empezasen con el niño. Ello empuja al psicoanᬠ
lisis a desarrollar una absurda teoría del fantasma, según la cual el padre, la 
madre, sus acciones y pasiones reales, deben ser comprendidos primero como 
«fantasmas» del niño (abandono freudiano del tema de la seducción). — 2.° 
Si la regresión tomada absolutamente se revela inadecuada es debido a que 
nos encierra en la simple reproducción o generación. Y aun, con los cuer¬ 
pos orgánicos y las personas organizadas, no alcanza más que el objeto de la 
reproducción. Sólo el punto de vista del ciclo es categórico y absoluto, ya que 
llega a la producción como sujeto de la reproducción, es decir, al proceso de 
auto-producción del inconsciente (unidad de la historia y de la Naturaleza, 
del Homo natura y del Homo historia). No es, desde luego, la sexualidad la 
que está al servicio de la generación, es la generación progresiva o regresiva la 
que está al servicio de la sexualidad como movimiento cíclico mediante el cual 
el inconsciente, permaneciendo siempre «sujeto», se reproduce a sí mismo. 
No hay motiva, entonces, para preguntarse quién es primero, si el padre o el 
hijo, ya que tal cuestión no se plantea más que en el marco del familiarismo. 
Lo primero es el padre con respecto al hijo, pero tan sólo porque primero es 
la catexis social con respecto a la catexis familiar, lo primero es la catexis del 
campo social en el que el padre, el niño, la familia como subconjunto, están 
al mismo tiempo sumergidos. La primacía del campo social como término de 
la catexis de deseo define el ciclo y los estados por los que pasa un sujeto. La 
segunda equivocación del psicoanálisis, en el mismo momento en que aca¬ 
baba la separación entre sexualidad y reproducción, es la de haber quedado 


285 


prisionero de un familiarismo impenitente que lo condenaba a evolucionar 
en el único movimiento de la regresión o de la progresión (incluso la concep¬ 
ción psicoanalítica de la repetición permanecía prisionera de tal movimiento). 
— 3.° Por último, el punto de vista de la comunidad, que es disyuntivo o da 
cuenta de las disyunciones en el ciclo. No es sólo la generación secundaria con 
respecto al ciclo: la transmisión es secundaria con respecto a una información 
o comunicación. La revolución genética se realizó cuando se descubrió que 
no hay transmisión de flujo propiamente hablando, sino comunicación de 
un código o de una axiomática, de una combinatoria que informa los flujos. 
Lo mismo ocurre en el campo social: su codificación o su axiomática definen 
primero una comunicación de los inconscientes. Este fenómeno de la comu¬ 
nicación que Freud encontró de forma marginal, en sus observaciones sobre 
el ocultismo, constituye de hecho la norma y rechaza a un segundo plano los 
problemas de transmisión hereditaria que agitaban la polémica Freud-Jung 4 . 
Sucede que, en el campo social común, la primera cosa que el hijo reprime, 
o ha de reprimir, o intenta reprimir, es el inconsciente del padre y de la madre. 
El fracaso de esa represión es la base de las neurosis. Pero esta comunicación 
de los inconscientes no tiene a la familia por principio, tiene por principio a 
la comunidad del campo social en tanto que objeto de la catexis de deseo. En 
todos los aspectos, la familia nunca es determinante, sino determinada, prime¬ 
ro como estímulo de partida, a continuación como conjunto de llegada, por 
último como intermediaria o intercepción de comunicación. 

Si la catexis familiar es tan sólo una dependencia o una aplicación de las 
catexis inconscientes del campo social — y si es cierto respecto al niño tanto 
como al adulto; si es cierto que el niño, a través de la territorialidad- mamá y la 
ley-papá, tiende ya a las esquizias y a los flujos codificados o axiomatizados del 
campo social —, debemos hacer pasar la diferencia esencial por el seno de ese 
campo. El delirio es la matriz general de toda catexis social inconsciente. Toda 
catexis inconsciente moviliza un juego de retiros de catexis, de contracatexis, 
de sobrecatexis. Sin embargo, hemos visto que en ese sentido había dos gran¬ 
des tipos de catexis social, segregativo y nómada, como dos polos del delirio: 
un tipo o polo paranoico fascista, que carga la formación de soberanía central, 
la sobrecarga al convertirla en la causa final eterna de todas las otras formas 
sociales de la historia, contracarga los enclaves y la periferia, descarga toda 
libre figura del deseo — sí, soy de los vuestros, de la clase y raza superior. Y un 

4. Es también en la perspectiva de los fenómenos marginales del ocultismo que el proble¬ 
ma, sin embargo fundamental, de la comunicación de los inconscientes fue planteado primero 
por Spinoza en la carta 17 a Balling, luego por Myers, James, Bergson, etc. 


286 


tipo o polo esquizo-revolucionario que sigue las líneas de fuga del deseo, pasa 
el muro y hace pasar los flujos, monta sus máquinas y sus grupos en fusión, en 
los enclaves o en la periferia, procediendo a la inversa del precedente: no soy 
de los vuestros, desde la eternidad soy de la raza inferior, soy una bestia, un 
negro. La gente honesta me dice que no hay que huir, que no está bien, que es 
ineficaz, que hay que trabajar para lograr reformas. Mas el revolucionario sabe 
que la huida es revolucionaria, with-drawal, freaks, con la condición de arran¬ 
car el mantel o de hacer huir un cabo del sistema. Pasar el muro, aunque uno 
tenga que hacerse negro a la manera de John Brown. George Jackson: «Es po¬ 
sible que yo huya, pero a lo largo de toda mi huida busco un arma». Sin duda, 
hay sorprendentes oscilaciones del inconsciente, de uno a otro de los polos del 
delirio: la manera como se desprende una potencia revolucionaria inesperada, 
a veces incluso en el seno de los peores arcaísmos; a la inversa, el modo como 
cambia o se vuelve fascista, como se convierte de nuevo en arcaísmo. Sigamos 
con ejemplos literarios: el caso Céline, el gran delirante que evoluciona comu¬ 
nicando cada vez más con la paranoia del padre. El caso Kerouac, el artista de 
los medios más sobrios, el que realizó una «huida» revolucionaria y se halla en 
pleno sueño de la gran América, y luego en busca de sus antepasados breto¬ 
nes de raza superior. ¿No será destino de la literatura americana el franquear 
límites y fronteras, el hacer pasar los flujos desterritorializados del deseo, pero 
acarreando siempre territorialidades moralizantes, fascistas, puritanas y fami- 
liaristas? Estas oscilaciones del inconsciente, estos pasos subterráneos de un 
tipo a otro en la catexis libidinal, a menudo la coexistencia de ambos, forman 
uno de los objetos principales del esquizo-análisis. Los dos polos unidos por 
Artaud en la fórmula mágica: Heliogábalo-anarquista, «la imagen de todas 
las contradicciones humanas y de la contradicción en el principio .» Pero nin¬ 
gún paso impide o suprime la diferencia de naturaleza existente entre ambos, 
nomadismo y segregación. Si podemos definir esta diferencia como la que 
separa paranoia y esquizofrenia es porque, por una parte, hemos distinguido 
el proceso esquizofrénico («la abertura») de los accidentes y recaídas que lo 
traban o lo interrumpen («el hundimiento»), por otra parte, porque hemos 
colocado a la paranoia no menos que a la esquizofrenia como independientes 
de toda seudoetiología familiar, para hacerlas recaer directamente en el campo 
social: los nombres de la historia y no el nombre del padre. Es la naturaleza 
de las catexis familiares, al contrario, la que depende de los cortes y los flujos 
del campo social tal como están cargados bajo un tipo u otro, de un polo al 
otro. Y el niño no espera a ser adulto para captar bajo el padre-madre los pro¬ 
blemas económicos, financieros, sociales, culturales que atraviesa una familia: 
su pertenencia o su deseo de pertenecer a una «raza» superior o inferior, el 


287 


tenor reaccionario o revolucionario de un grupo familiar con el que ya prepara 
sus rupturas y sus conformidades. Qué fajina, la familia, agitada por remoli¬ 
nos, llevada de un sentido a otro, de tal modo que el bacilo edípico prende o 
no prende, impone su molde o no logra imponerlo según las direcciones de 
distinta naturaleza que lo atraviesan desde el exterior. Queremos decir que 
Edipo nace de una aplicación o de una proyección sobre imágenes personali¬ 
zadas y supone una catexis social de tipo paranoico (por ello Freud descubre 
la novela familiar, y Edipo, primero a propósito de la paranoia). Edipo es una 
dependencia de la paranoia. Mientras que la catexis esquizofrénica domina 
una determinación distinta de la familia, jadeante, dividida según las dimen¬ 
siones de un campo social que no se cierra ni se proyecta: familia-matriz para 
objetos parciales despersonalizados que se hunden y vuelven a hundirse en los 
flujos torrenciales o enrarecidos de un cosmos histórico, de un caos histórico. 
Hendidura matricial de la esquizofrenia contra la castración paranoica; y la 
línea de fuga contra la «línea azul». 

¡Oh! madre adiós 

con un largo zapato negro adiós 

con el partido comunista y una media hilada... 

con tu grueso vientre abatido 

con tu temor a Hitler 

con tu boca de chistes malos... 

con tu vientre de huelgas y de chimeneas de fábricas 

con tu mentón de Trotsky y de guerra de España 

con tu voz que canta para los obreros agotados y putrefactos... 

con tus ojos 

con tus ojos de Rusia 

con tus ojos de estar sin un céntimo... 

con tus ojos de india famélica... 

con tus ojos de Checoslovaquia atacada por los robots... 

con tus ojos llevados por los polizontes en una ambulancia 

con tus ojos maniatados a una mesa de operaciones 

con tus ojos de páncreas amputado 

con tus ojos de abortos 

con tus ojos de electrochocs 

con tus ojos de lobotomía 

con tus ojos de divorciada..? 

5. Alien Ginsberg, Kaddish, 1961, tr. fr, Bourgois, págs. 61-63. 


288 


¿Por qué estas palabras, paranoia y esquizofrenia, como pájaros parlantes 
y nombres de muchachas? ¿Por qué las catexis sociales siguen esta línea de 
partición que les proporciona un contenido propiamente delirante (delirar 
la historia)? ¿En qué consiste esta línea, cómo definir sobre ella la esquizo¬ 
frenia y la paranoia? Suponemos que todo pasa sobre el cuerpo sin órganos, 
pero éste tiene como dos caras. Elias Canetti ha mostrado claramente de qué 
modo el paranoico organizaba masas y «bandas». El paranoico las combina, las 
opone, las maneja 6 . El paranoico maquina masas, es el artista de los grandes 
conjuntos molares, formaciones estadísticas o conjuntos gregarios, fenómenos 
de masas organizadas. Lo carga todo bajo la especie de los grandes números. 
En el atardecer de la batalla el coronel Lawrence alinea los jóvenes cadáveres 
desnudos sobre el cuerpo lleno del desierto. El presidente Schreber aglutina 
sobre su cuerpo a los pequeños hombres por millares. Se diría que, de las dos 
direcciones de la física, la dirección molar que va hacia los grandes números y 
los fenómenos de masa, y la dirección molecular que, al contrario, se hunde 
en las singularidades, sus interacciones y sus vinculaciones a distancia o de 
diferentes órdenes, el paranoico ha escogido la primera: hace la macrofísica. El 
esquizo, al contrario, va en la otra dirección, la de la microfísica, de las molé¬ 
culas en tanto que ya no obedecen a las leyes estadísticas; ondas y corpúsculos, 
flujos y objetos parciales que ya no son tributarios de los grandes números, lí¬ 
neas de fuga infinitesimales en lugar de las perspectivas de grandes conjuntos. 
Sin duda caeríamos en un error si opusiésemos estas dos dimensiones como 
lo colectivo y lo individual. Por una parte, el microinconsciente no presenta 
menos arreglos, conexiones e interacciones, aunque estos arreglos sean de un 
tipo original; por otra parte, la forma de las personas individualizadas no le 
pertenece, puesto que no conoce más que objetos parciales y flujos, pero al 
contrario pertenece a las leyes de distribución estadística del inconsciente mo¬ 
lar o macroinconsciente. Freud era darwiniano, neodarwiniano cuando decía 
que en el inconsciente todo era problema de población (del mismo modo, veía 
un signo de la psicosis en la consideración de multiplicidades) 7 . Por tanto, se 

6. Elias Canetti, Masse etpuissance, 1960, tr. fr. Gallimard, pág. 460 (tr. cast. Ed. Alian¬ 
za, 1982): «Cuatro clases de masas trabajan en su mente: su ejército, su dinero, sus cadáveres y 
la corte a la que está destinada su capital. Opera constantemente con ellas; una crece a expen¬ 
sas de la otra... Emprenda lo que emprenda, siempre se las arregla para conservar una de esas 
masas. En ningún caso renuncia a matar. Los cadáveres apilados delante de su palacio son una 
institución-permanente.» 

7. En el artículo sobre «El inconsciente», de 1913, Freud demuestra que la psicosis hace 
intervenir pequeñas multiplicidades, en oposición a la neurosis que necesita un objeto global: 
por ejemplo, las multiplicidades de fallos (pero Freud explica este fenómeno psicótico invo¬ 
cando tan sólo el poder de la representación verbal). 


289 


trata más bien de la diferencia entre clases de colecciones o de poblaciones: los 
grandes conjuntos y las micromultiplicidades. En ambos casos, la catexis es 
colectiva, la de un campo colectivo; incluso una sola partícula tiene una onda 
asociada como flujo que define el espacio coexistente de sus presencias. Toda 
catexis es colectiva, todo fantasma es de grupo y, en este sentido, posición de 
realidad. Pero los dos tipos de catexis se distinguen radicalmente, según que 
una se realice sobre las estructuras molares que se subordinan las moléculas y 
la otra, al contrario, sobre las multiplicidades moleculares que se subordinan 
los fenómenos estructurados de masa. Una es catexis de grupo sometido, tanto 
en la forma de soberanía como en las formaciones coloniales del conjunto 
gregario, que suprime y reprime el deseo de las personas; la otra, una catexis 
de grupo-sujeto en las multiplicidades transversales que llevan el deseo como 
fenómeno molecular, es decir, objetos parciales y flujos, por oposición a los 
conjuntos y las personas. 

También es verdad que las catexis sociales se forman sobre el propio so- 
cius en tanto que cuerpo lleno y que sus polos respectivos se adaptan necesa¬ 
riamente al carácter o al «mapa» de ese socius, tierra, déspota o capital-dinero 
(en cada máquina social, los dos polos, paranoico y esquizofrénico, se reparten 
de manera variable). Mientras que el paranoico o el esquizofrénico propia¬ 
mente hablando no operan sobre el socius, sino sobre el cuerpo sin órganos 
en estado puro. Entonces podríamos decir que el paranoico, en el sentido 
clínico de la palabra, nos hace asistir al nacimiento imaginario del fenómeno 
de masas, y ello a un nivel todavía microscópico. El cuerpo sin órganos es 
como el huevo cósmico, la molécula gigante en la que bullen gusanos, bacilos, 
figuras liliputienses, animálculos y homúnculos, con su organización y sus 
máquinas, minúsculos bramantes, jarcias, dientes, uñas, palancas y poleas, ca¬ 
tapultas: así, por ejemplo, en Schreber los millones de espermatozoides en los 
rayos del cielo, o las almas que llevan sobre su cuerpo una breve existencia de 
pequeños hombres. Artaud dijo: este mundo de microbios no es más que la 
nada coagulada. Las dos caras del cuerpo sin órganos son, pues, aquella en la 
que se organizan, a una escala microscópica, el fenómeno de masas y la catexis 
paranoica correspondiente, y aquella otra, escala submicroscópica, en la que se 
disponen los fenómenos moleculares y su catexis esquizofrénica. Sobre el cuer¬ 
po sin órganos, en tanto que bisagra, frontera entre los molar y lo molecular, 
se realiza la separación paranoia-esquizofrenia. ¿Debemos creer, entonces, que 
las catexis sociales son proyecciones secundarias, como si un gran esquizonoi- 
co de dos caras, padre de la horda primitiva, estuviese en la base del socius en 
general? Hemos visto que no era nada de esto. El socius no es una proyección 


290 


del cuerpo sin órganos, sino que más bien el cuerpo sin órganos es el límite 
del socius, su tangente de desterritorialización, el último residuo de un socius 
desterritorializado. El socius: la tierra, el cuerpo del déspota, el capital-dinero, 
son cuerpos llenos vestidos, mientras que el cuerpo sin órganos es un cuerpo 
lleno desnudo; mas éste está al final, en el límite, no en el origen. No hay duda 
de que el cuerpo sin órganos frecuenta todas las formas del socius. Pero incluso 
en ese sentido, si las catexis sociales pueden ser llamadas paranoicas o esqui¬ 
zofrénicas, es en la medida en que tienen la paranoia y la esquizofrenia como 
últimos productos en las condiciones determinadas del capitalismo. Desde 
el punto de vista de una clínica universal, podemos presentar la paranoia y 
la esquizofrenia como los dos bordes de amplitud de un péndulo que oscila 
alrededor de la posición de un socius como cuerpo lleno y, en el límite, de un 
cuerpo sin órganos del cual una cara está ocupada por los conjuntos molares 
y la otra poblada de elementos moleculares. Sin embargo, también podemos 
presentar una línea única sobre la que se enhebran los diferentes socius, su 
plano y sus grandes conjuntos; en cada uno de esos planos, una dimensión 
paranoica, otra perversa, un tipo de posición familiar y una línea de fuga 
punteada o de abertura esquizoide. La gran línea llega al cuerpo sin órganos 
y allí, o bien pasa el muro, desemboca en los elementos moleculares y se con¬ 
vierte en verdad en lo que era desde el principio, proceso esquizofrénico, puro 
proceso esquizofrénico de desterritorialización; o bien tropieza, rebota, recae 
sobre las territorialidades habilitadas más miserables del mundo moderno en 
tanto que simulacros de los planes precedentes, se envisca en el conjunto asilar 
de la paranoia y de la esquizofrenia como entidades clínicas, en los conjuntos 
o sociedades artificiales instauradas por la perversión, en el conjunto familiar 
de las neurosis edípicas. 


291 





i Cuerpo de la Tierra 



(9) Esquizofrenia 
como entidad clínica 


292 















* 


* * 


¿Qué significa esta distinción de dos regiones, una molecular y la otra mo¬ 
lar, una microscópica o micrológica y la otra estadística y gregaria? ¿Hay ahí 
algo más que una metáfora que refiere al inconsciente una distinción basada 
en la física, cuando se oponen los fenómenos intra-atómicos y los fenómenos 
de multitud por acumulación estadística, obedeciendo a leyes de conjunto? 
Sin embargo, en verdad, el inconsciente pertenece a la física; y no es del todo 
por metáfora que el cuerpo sin órganos y sus intensidades son la propia mate¬ 
ria. Tampoco pretendemos resucitar la cuestión de una psicología individual y 
de una psicología colectiva, y de la anterioridad de una u otra; esta distinción 
tal como aparece en Psicología de masas y análisis del yo permanece por com¬ 
pleto presa en Edipo. En el inconsciente no hay más que poblaciones, grupos 
y máquinas. Cuando colocamos en un caso un involutario de las máquinas 
sociales y técnicas y en el otro caso un inconsciente de las máquinas deseantes, 
se trata de una relación necesaria entre fuerzas inextricablemente ligadas: unas 
son fuerzas elementales por las que el inconsciente se produce, las otras son 
fuerzas resultantes que reaccionan sobre las primeras, conjuntos estadísticos a 
través de los cuales el inconsciente se representa y sufre represión y supresión 
de sus fuerzas elementales productivas. 

¿Pero cómo hablar de máquinas en esta región microfísica o micropsí- 
quica, allí donde hay deseo, es decir, no sólo funcionamiento, sino formación 
y autoproducción? Una máquina funciona según las ligazones previas de su 
estructura y el orden de posición de sus piezas, pero no se coloca a sí misma 
como tampoco se forma o se produce. Eso es lo que anima la polémica común 
entre el vitalismo y el mecanicismo: la aptitud de la máquina para dar cuenta 
de los funcionamientos del organismo, pero su inaptitud fundamental para 
dar cuenta de sus formaciones. El mecanicismo abstrae de las máquinas una 
unidad estructural según la cual explica el funcionamiento del organismo. El 
vitalismo invoca una unidad individual y específica de lo vivo, que toda máqui¬ 
na supone en tanto que se subordina a la persistencia orgánica y prolonga en 
el exterior sus formaciones autónomas. Pero se observará que, de un modo u 
otro, la máquina y el deseo permanecen así en una relación extrínseca, ya por¬ 
que el deseo aparezca como un efecto determinado por un sistema de causas 
mecánicas, ya porque la propia máquina sea un sistema de medios en función 
de los fines del deseo. La vinculación entre ambos permanece secundaria o 
indirecta, tanto en los nuevos medios que el deseo se apropia como en los 
deseos derivados que suscitan las máquinas. Un profundo texto de Samuel 


293 


Butler, El libro de las máquinas, permite, sin embargo, sobrepasar estos puntos 
de vista 8 . También es cierto que ese texto parece oponer primero tan sólo las 
dos tesis ordinarias, una según la cual los organismos no son por el momento 
más que máquinas más perfectas («Las cosas mismas que creemos puramente 
espirituales no son más que rupturas de equilibrio en una serie de palancas, 
empezando por aquellas palancas que son demasiado pequeñas para ser apre¬ 
ciadas por el microscopio»), la otra según la cual las máquinas nunca son más 
que prolongamientos del organismo («Los animales inferiores guardan sobre 
sí sus miembros, en su propio cuerpo, mientras que la mayoría de los miem¬ 
bros del hombre están libres y yacen separados ora aquí ora allá en diferentes 
lugares del mundo»). Mas existe una forma butleriana de llevar cada una de 
las tesis a un punto extremo en el que ya no pueden oponerse, un punto de 
indiferencia o de dispersión. Por una parte, Butler no se contenta con decir 
que las máquinas prolongan el organismo, sino que son realmente miembros y 
órganos yaciendo sobre el cuerpo sin órganos de la sociedad, que los hombres 
se apropian según su poder y su riqueza, y de los que la pobreza les priva como 
si fuesen organismos mutilados. Por otra parte, no se contenta con decir que 
los organismos son máquinas, sino que contienen tal abundancia de partes 
que deben ser comparadas a piezas muy diferentes de distintas máquinas que 
remiten unas a otras, maquinadas sobre otras. Ahí radica lo esencial, un doble 
paso al límite efectuado por Butler. Hace estallar la tesis vitalista al poner en 
tela de juicio la unidad específica o personal del organismo, y más aún la tesis 
mecanicista, al poner en tela de juicio la unidad estructural de la máquina. Se 
suele decir que las máquinas no se reproducen, o que sólo se reproducen por 
mediación del hombre, pero «¿dice nadie acaso que el trébol rojo carece de 
aparato reproductor porque la humilde abeja, y sólo la abeja, debe servir de 
intermediaria para que pueda reproducirse? La abeja forma parte del sistema 
reproductor del trébol. Cada uno de nosotros ha brotado de animalitos ínfi¬ 
mos cuya identidad era enteramente distinta de la nuestra, y forman parte de 
nuestro propio sistema reproductor; ¿por qué no habríamos de formar parte 
nosotros de tal sistema de las máquinas?... Nos engañamos cuando conside¬ 
ramos una máquina complicada como si fuera una cosa única. En realidad 
es una ciudad o una sociedad donde cada uno de sus miembros ha sido en¬ 
gendrado de acuerdo con su clase o tipo. Miramos a una máquina como a 
un todo, la llamamos por un nombre que la individualiza. Como al mirar a 
nuestros propios miembros, sabemos que la combinación forma un individuo 
que surge de un único centro de acción reproductora, damos, en consecuen- 

8. Samuel Butler, Erewhon, caps. 24 y 25 (tr. cast. Ed. Bruguera, 1982). 


294 


cia, por sentado que no puede existir una acción reproductora que no brote 
de un único centro. Pero esta premisa es anticientífica y el mero hecho de que 
ninguna máquina de vapor haya sido construida enteramente por otra, o por 
otras dos de su propio tipo, no es suficiente para autorizarnos a decir que las 
máquinas de vapor no tienen un aparato reproductor. La verdad es que cada 
parte de una máquina de vapor es engendrada por sus propios procreadores 
especiales, cuya función es procrear esa parte y solamente esa parte, mientras 
que la combinación de las partes en un todo forma otro departamento del 
aparato reproductor mecánico...» De paso, Butler encuentra el fenómeno de la 
plusvalía de código, cuando una parte de máquina capta en su propio código 
un fragmento de código de otra máquina: el trébol rojo y la abeja; o bien la 
orquídea y la avispa macho a la que atrae e intercepta al tener sobre su flor la 
imagen y el olor de la avispa hembra. 

En este punto de dispersión de las dos tesis se vuelve indiferente decir que 
las máquinas son órganos, o los órganos máquinas. Las dos definiciones se 
equivalen: el hombre como «animal vertebro-maquinado» o como «parásito 
afidio de las máquinas». Lo esencial no radica en el paso al infinito mismo, 
la infinidad compuesta de las piezas de máquina o la infinidad temporal de 
los animálculos, sino más bien en lo que aflora aprovechando ese paso. Una 
vez deshecha la unidad estructural de la máquina, una vez depuesta la unidad 
personal y específica de lo vivo, un vínculo directo aparece entre la máquina 
y el deseo, la máquina pasa al corazón del deseo, la máquina es deseante y el 
deseo maquinado. El deseo no está en el sujeto, sino que la máquina está en el 
deseo; y el sujeto residual está en el otro lado, al lado de la máquina, en todo el 
contorno, parásito de las máquinas, accesorio del deseo vertebro-maquinado. 
En una palabra, la verdadera diferencia no está entre la máquina y lo vivo, 
el vitalismo y el mecanicismo, sino entre dos estados de la máquina que son 
asimismo dos estados de lo vivo. La máquina presa en su unidad estructural, 
lo vivo preso en su unidad específica e incluso personal, son fenómenos de 
masa o conjuntos molares; es en ese concepto que remiten desde fuera uno 
al otro. E incluso cuando se distinguen y se oponen lo hacen tan sólo como 
dos sentidos en una misma dirección estadística. Mas, en la otra dirección 
más profunda o intrínseca de las multiplicidades, hay compenetración, co¬ 
municación directa entre los fenómenos moleculares y las singularidades de 
lo vivo, es decir, entre las pequeñas máquinas dispersas en toda máquina y 
las pequeñas máquinas insertas en todo organismo: dominio de indiferencia 
de lo microfísico y de lo biológico que hace que haya tantos vivientes en la 
máquina como máquinas en lo viviente. ¿Por qué hablar de máquinas en ese 


295 


campo cuando no las hay, parece ser, propiamente hablando (ni unidad es¬ 
tructural ni ligazones mecánicas preformadas)? «Mas es posible la formación 
de tales máquinas, en relevos indefinidamente superpuestos, en ciclos de fun¬ 
cionamiento engranados unos en otros, que obedecerán una vez montados 
a las leyes de la termodinámica, pero que, en su montaje, no dependen de 
esas leyes, puesto que la cadena de montaje empieza en un campo donde por 
definición todavía no hay leyes estadísticas... A este nivel, funcionamiento y 
formación todavía están confundidos como en la molécula; y a partir de ese nivel 
se abren las dos vías divergentes que conducirán, una a los montones más o 
menos regulares de individuos, la otra a los perfeccionamientos de la organi¬ 
zación individual cuyo esquema más simple es la formación de un tubo...» 9 
La verdadera diferencia radica, por tanto, entre las máquinas molares por una 
parte, tanto si son sociales, técnicas u orgánicas, y las máquinas deseantes, que 
pertenecen al orden molecular, por otra parte. Eso son las máquinas deseantes: 
máquinas formativas, cuyos propios fallos son funcionales y cuyo funciona¬ 
miento es indiscernible de la formación; máquinas cronógenas confundidas 
con su propio montaje, que operan por ligazones no localizables y localizacio¬ 
nes dispersas y hacen intervenir procesos de temporalización, formaciones en 
fragmentos y piezas separadas, con plusvalía de código, y donde el todo es él 
mismo producido al lado de las partes, como una parte o, según las palabras 
de Butler, «en otro departamento» que lo vuelca en las otras partes; máquinas 
propiamente hablando, porque proceden por cortes y flujos, ondas asociadas y 
partículas, flujos asociativos y objetos parciales, induciendo siempre a distan¬ 
cia conexiones transversales, disyunciones inclusivas, conjunciones polívocas, 
produciendo de ese modo extracciones, separaciones y restos, con transferen¬ 
cia de individualidad, en una esquizogénesis generalizada cuyos elementos son 
los flujos-esquizias. 

9. Raymond Ruyer, La Genése des formes vivantes, Flammarion, 1958, págs. 80- 81. 
Tomando de nuevo algunas tesis de Bohr, Schródinger, Jordán y Lillie, Ruyer muestra que 
lo viviente está en relación directa con los fenómenos individuales del átomo, más allá de los 
efectos de multitud que se manifiestan en los circuitos mecánicos internos del organismo tanto 
como en las actividades técnicas externas: «La física clásica no se ocupa más que de fenómenos 
de multitud. La microfísica, al contrario, conduce naturalmente a la biología. A partir de los 
fenómenos individuales del átomo podremos ir, en efecto, en dos direcciones. Su acumulación 
estadística conduce a las leyes de la física ordinaria. Pero, cuando estos fenómenos individuales 
se complican por interacciones sistemáticas, aunque manteniendo su individualidad, en el seno 
de la molécula, luego de la macromolécula, luego del virus, luego de lo unicelular al subordi¬ 
narse los fenómenos de multitud, llegamos entonces al organismo que, por grande que sea, per¬ 
manece, en este sentido, microscópico» (pág. 54). Estos temas son ampliamente desarrollados 
por Ruyer en Néo-finalisme, P.U.F., 1952. 


296 


Cuando a continuación, o más bien de otra parte, las máquinas se hallan 
unificadas en el plano estructural de las técnicas y las instituciones que les 
proporcionan una existencia visible como una armadura de acero, cuando los 
vivientes se hallan ellos también estructurados por las unidades estadísticas de 
sus personas, de sus especies, variedades y medios — cuando una máquina 
aparece como un objeto único y un viviente como un único sujeto—, cuando 
las conexiones se vuelven globales y específicas, las disyunciones, exclusivas, 
las conjunciones, bívocas, el deseo no tiene ninguna necesidad de proyec¬ 
tarse en esas formas que se han vuelto opacas. Estas son inmediatamente las 
manifestaciones molares, las determinaciones estadísticas del deseo y de sus 
propias máquinas. Son las mismas máquinas (no hay diferencia innata): aquí 
como máquinas orgánicas, técnicas o sociales aprehendidas en su fenómeno 
de masas al que se subordinan; allá como máquinas deseantes aprehendidas 
en sus singularidades submicroscópicas que se subordinan los fenómenos de 
masas. Por eso hemos rechazado desde el principio la idea de que las máqui¬ 
nas deseantes pertenezcan al campo del sueño o de lo imaginario y vengan a 
doblar a las otras máquinas. No hay más que deseo, medios, campos, formas 
de gregariedad. Es decir: las máquinas deseantes moleculares son en sí mismas 
catexis de las grandes máquinas molares o configuraciones que ellas forman 
bajo las leyes de los grandes números, en un sentido o en el otro de la subordi¬ 
nación, en un sentido y en el otro de la subordinación. Máquinas deseantes 
por una parte, y máquinas orgánicas, técnicas o sociales, por la otra: son las 
mismas máquinas en condiciones determinadas. Por condiciones determina¬ 
das entendemos esas formas estadísticas en las que entran como otras tantas 
formas estables, unificando, estructurando y procediendo por grandes conjun¬ 
tos pesados; las presiones selectivas que agrupan a las piezas retienen algunas, 
excluyen otras, organizando las muchedumbres. Son, por tanto, las mismas 
máquinas, pero no es el mismo régimen, las mismas relaciones de tamaño, ni 
los mismos usos de síntesis. Sólo hay funcionalismo al nivel submicroscópico 
de las máquinas deseantes, disposiciones maquínicas, maquinaria del deseo 
( ingeniería ); pues, sólo allí, funcionamiento y formación, uso y montaje, pro¬ 
ducto y producción se confunden. Todo funcionalismo molar es falso, puesto 
que las máquinas orgánicas o sociales no se forman de la misma manera que 
funcionan y las máquinas técnicas no se montan como se utilizan, sino que 
implican precisamente condiciones determinadas que separan su propia pro¬ 
ducción de su producto distinto. Sólo tiene un sentido, y también un fin, una 
intención, lo que no se produce como funciona. Las máquinas deseantes, al 
contrario, no representan nada, no significan nada, no quieren decir nada, y 


29 7 


son exactamente lo que se ha hecho de ellas, lo que se ha hecho con ellas, lo 
que ellas hacen en sí mismas. 

Funcionan según regímenes de síntesis que no tienen equivalente en los 
grandes conjuntos. Jacques Monod ha definido la originalidad de esas sínte¬ 
sis, desde el punto de vista de una biología molecular o de una «cibernética 
microscópica» indiferente a la oposición tradicional entre el mecanicismo y 
el vitalismo. Los rasgos fundamentales de la síntesis son aquí la naturaleza 
cualquiera de las señales químicas, la indiferencia ante el substrato, el carácter 
indirecto de las interacciones. Tales formulaciones sólo en apariencia son ne¬ 
gativas, y con respecto a las leyes de conjunto, pero deben entenderse positiva¬ 
mente en términos de poder. «Entre el substrato de una enzima alostérica y los 
ligandos que activan o inhiben su actividad, no existe ninguna relación quí¬ 
micamente necesaria de estructura o de reactividad... Una proteína alostérica 
debe ser considerada como un producto especializado de ingeniería molecular, 
permitiendo a una interacción positiva o negativa establecerse entre cuerpos 
desprovistos de afinidad química y así subordinar una reacción cualquiera a 
la intervención de compuestos químicamente extraños e indiferentes a esta 
reacción. El principio operatorio de las interacciones alostéricas (indirectas) 
autoriza pues una entera libertad en la elección de los subordinados que, esca¬ 
pando a todo apremio químico, podrán obedecer exclusivamente a los apre¬ 
mios fisiológicos en virtud de los que serán seleccionados según el aumento 
de coherencia y de eficacia que confieren a la célula o al organismo. Es en 
definitiva la gratuidad misma de estos sistemas lo que, abriendo a la evolución 
molecular un campo prácticamente infinito de exploración y de experiencias, 
le ha permitido construir la inmensa red de interconexiones cibernéticas...» 10 . 
Cómo, a partir de ese dominio del azar o de la inorganización real, se organi¬ 
zan grandes configuraciones que reproducen necesariamente una estructura, 
bajo la acción del A. D. N. y de sus segmentos, los genes, efectuando verda¬ 
deros sorteos, formando sistemas de agujas como líneas de selección o de evolu¬ 
ción, es lo que muestran todas las etapas del paso de lo molecular a lo molar, tal 
como aparece en las máquinas orgánicas, al igual que en las máquinas sociales 
con otras leyes y otras figuras. En este sentido se ha podido insistir en una 
característica común de las culturas humanas y de las especies vivas, como «ca¬ 


lo. Jacques Monod, Le Hasard et la nécésité, Ed. du Seuil, 1970 (trad. cast. Ed. Tusquets, 
1981), pág. 91 (y págs. 104-112: «Una proteína globular ya es, a escala molecular, una verda¬ 
dera máquina por sus propiedades funcionales, pero no por su estructura fundamental en la 
que no se discierne más que el juego de las combinaciones ciegas. Azar captado, conservado, 
reproducido por la maquinaria de la invariancia y así convertido en orden, regla, necesidad.»). 


298 


denas de Markoff» (fenómenos aleatorios parcialmente dependientes). Pues, 
en el código genético al igual que en los códigos sociales, lo que se llama ca¬ 
dena significante es una jerga más que un lenguaje, hecha a base de elementos 
no significantes que no toman un sentido más que en los grandes conjuntos 
que forman por sorteo encadenado, dependencia parcial y superposición de 
relevos 11 . No se trata de biologizar la historia humana, ni de antropologizar 
la historia natural, sino de mostrar la común participación de las máquinas 
sociales y de las máquinas orgánicas en las máquinas deseantes. En el fondo 
del hombre, el Ello: la célula esquizofrénica, las moléculas esquizo, sus cadenas 
y sus jergas. Hay toda una biología de la esquizofrenia, la biología molecular 
es ella misma esquizofrénica (como la microfísica). Pero, a la inversa, la esqui¬ 
zofrenia, la teoría de la esquizofrenia es biológica, biocultural, en tanto que 
considera las conexiones maquínicas de orden molecular, su repartición en 
mapas de intensidad sobre la molécula gigante del cuerpo sin órganos y las 
acumulaciones estadísticas que forman y seleccionan los grandes conjuntos. 

En esta vía molecular se introdujo Szondi, descubriendo un inconsciente 
génico que oponía tanto al inconsciente individual de Freud como al incons¬ 
ciente colectivo de Jung 12 . Este inconsciente génico o genealógico a menudo 
lo llama familiar; el propio Szondi procedió al estudio de la esquizofrenia por 
unidades de medida con conjuntos familiares. Sin embargo, el inconsciente 
génico es poco familiar, mucho menos que el de Freud, puesto que el diagnós¬ 
tico se realiza relacionando el deseo con fotos de hermafroditas, de asesinos, 
etc., en lugar de volcarlo como habitualmente en imágenes del papá-mamá. 
Por último, algo de relación con el exterior... Todo un alfabeto, toda una axio¬ 
mática con fotos de locos; testar «la necesidad de sentimiento paterno» en 
una escala de retratos de asesinos, hay que hacerlo, por más que se diga que 
permanecemos en el Edipo, en verdad lo abrimos singularmente... Los genes 
hereditarios de pulsiones desempeñan, pues, el papel de simples estímulos 
que entran en combinaciones variables según vectores que cuadriculan todo 
un campo social histórico —análisis del destino. De hecho, el inconscien- 

11. Sobre las cadenas markovianas y su aplicación a las especies vivas así como a las forma¬ 
ciones culturales, cf. Raymond Ruyer, La Gen'ese des formes vivantes, cap. VIII. Los fenómenos 
de plusvalía de código se explican en esta perspectiva de «encadenamientos semi-fortuitos». 
Ruyer realiza varias veces la comparación con el lenguaje esquizofrénico. 

12. L. Szondi, Diagnostic expérimental des pulsions, 1947, tr. fr. P.U.F. (tr. cast. Ed. Biblio¬ 
teca Nueva, 1970). La obra de Szondi fue la primera que estableció una relación fundamental 
entre el psicoanálisis y la genética. Cf. también la reciente tentativa de André Creen, en función 
de los progresos de la biología molecular, «Répétition et instinct de mort», Revue frangaise de 
psychanalyse, mayo 1970. 


299 


te verdaderamente molecular no puede atenerse a genes como unidades de 
reproducción; éstos todavía son expresivos y conducen a las formaciones mola¬ 
res. La biología molecular nos enseña que tan sólo el A.D.N. se reproduce, no 
las proteínas. Las proteínas son a la vez productos y unidades de producción: 
constituyen el inconsciente como ciclo o la autoproducción del inconsciente, 
últimos elementos moleculares en la disposición de las máquinas deseantes y 
de las síntesis del deseo. Hemos visto que, a través de la reproducción y sus ob¬ 
jetos (determinados familiarmente o genéticamente), el inconsciente siempre 
se produce a sí mismo en un movimiento cíclico huérfano, ciclo de destino al 
que siempre permanece sujeto. Es precisamente en ese punto donde descansa 
la independencia de la sexualidad con respecto a la generación. Ahora bien, 
Szondi siente de tal modo esta dirección según la cual hay que sobrepasar lo 
molar hacia lo molecular que rechaza toda interpretación estadística de lo 
que equivocadamente se llama su «test». Además, reclama una superación de 
los contenidos hacia las funciones. Pero esta superación tan sólo la realiza esta 
dirección, la sigue tan sólo yendo de los conjuntos o de las clases a las «cate¬ 
gorías», de las que establece una lista sistemáticamente cerrada, y que todavía 
no son más que formas expresivas de existencia que un sujeto debe escoger 
y combinar libremente. Por ahí pierde los elementos internos o moleculares 
del deseo, la naturaleza de sus elecciones, disposiciones y combinaciones ma- 
quínicas —y la verdadera cuestión del esquizoanálisis: ¿qué son para ti tus 
máquinas deseantes pulsionales? ¿qué funcionamiento, en qué síntesis entran, 
operan? ¿qué uso haces de ellas, en todas las transiciones que van de lo molecu¬ 
lar a lo molar e inversamente, y que constituyen el ciclo donde el inconsciente, 
permaneciendo sujeto, se produce él mismo? 

Llamamos Libido a la energía propia de las máquinas deseantes; y las 
transformaciones de esta energía (Numen y Voluptas) nunca son desexuali- 
zaciones ni sublimaciones. Mas, precisamente, esta terminología parece ex¬ 
tremadamente arbitraria. Según las dos maneras como debemos considerar 
las máquinas deseantes, no vemos bien qué tienen que ver con una energía 
propiamente sexual: ya sea relacionándolas con el orden molecular que es el 
suyo, ya sea relacionándolas con el orden molar en el que forman máquinas 
orgánicas o sociales y cargan medios orgánicos o sociales. Es difícil, en efecto, 
presentar la energía sexual como directamente cósmica e intra-atómica, y tam¬ 
bién como directamente social histórica. Por más que digamos que el amor 
tiene que ver con las proteínas y con la sociedad... ¿No volvemos a empezar 
una vez más la vieja liquidación del freudismo, sustituyendo la libido por una 
vaga energía cósmica capaz de todas las metamorfosis o una especie de energía 


300 


socializada capaz de todas las catexis? ¿O bien la tentativa final de Reich en 
lo concerniente a una «biogénesis» que no sin razón es calificada de esquizo- 
paranoica? Recordemos que Reich concluía en la existencia de una energía 
cósmica intraatómica, el orgón, generadora de un flujo eléctrico y portadora 
de partículas submicroscópicas, los biones. Esta energía producía diferencias 
de potencial o intensidades repartidas sobre el cuerpo considerado desde un 
punto de vista molecular y se asociaba a una mecánica de los fluidos en ese 
mismo cuerpo considerado desde el punto de vista molar. Lo que definía a la 
libido como sexualidad era, pues, la asociación de los dos funcionamientos, 
mecánico y eléctrico, en una secuencia de dos polos, molar y molecular (ten¬ 
sión mecánica, carga eléctrica, descarga eléctrica, distensión mecánica). Por 
ahí, Reich pensaba superar la alternativa del mecanicismo y del vitalismo, 
puesto que estas funciones, mecánica y eléctrica, existían en la materia en 
general, pero se combinaban en una secuencia particular en el seno de lo vivo. 
Y sobre todo mantenía la verdad psicoanalítica básica, cuya negación suprema 
podía denunciar en Freud: la independencia de la sexualidad con respecto a la 
reproducción, la subordinación de la reproducción progresiva o regresiva a la 
sexualidad como ciclo 13 . Aunque consideremos el pormenor de la teoría final 
de Reich, confesamos que su carácter a la vez esquizofrénico y paranoico no 
presenta para nosotros ningún inconveniente, al contrario. Confesamos que 
todo acercamiento de la sexualidad a fenómenos cósmicos del tipo «tempestad 
eléctrica», «bruma azulada y cielo azul», el azul del orgón, «fuego de San Tel- 
mo y manchas solares», fluidos y flujos, materias y partículas, nos parece final¬ 
mente más adecuada que la reducción de la sexualidad al lamentable secretito 


13. El conjunto de los últimos estudios de Reich, biocósmicos o biogenéticos, es re¬ 
sumido al final de La Fonction de l’orgasme (trad. cast. Ed. Paidós), cap. IX. La primacía de 
la sexualidad sobre la generación y la reproducción se halla entonces basada en el ciclo de la 
sexualidad (tensión mecánica - carga eléctrica, etc.) que implica una división de la célula: págs. 
224-227. Pero ya muy pronto en su obra, Reich reprocha a Freud el haber abandonado la po¬ 
sición sexual. No sólo los disidentes de Freud han renunciado a ella, sino también el propio Freud, 
en cierta manera', por vez primera, cuando introdujo el instinto de muerte y se puso a hablar de 
Eros en lugar de sexualidad (Reich, págs. 193-194); luego, cuando convierte a la angustia en la 
causa de la represión sexual y no en su resultado (Reich, págs. 113-114); y, en general, cuando 
vuelve a una primada tradicional de la procreación sobre la sexualidad (Reich, pág. 225: «La 
procreación es una función de la sexualidad y no a la inversa como se ha pretendido. Freud ya 
lo había postulado con respecto a la psico- sexualidad, cuando separó las nociones de sexual y 
de genital. Pero, por razones que nunca he comprendido, colocó de nuevo a la genitalidad en la 
pubertad al servicio de la procreación.»). Reich piensa evidentemente en los textos schopenhaue- 
rianos o weismanianos de Freud, en los que la sexualidad pasa bajo la dependencia de la especie 
y del germen: por ejemplo, «Introducción al narcisismo», en La Viesexuelle, P.U.F., págs. 85-86. 


301 


familiarista. Creemos que Lawrence y Miller han evaluado mejor la sexualidad 
que Freud, incluso desde el punto de vista de la famosa cientificidad. No es 
el neurótico acostado en el diván el que nos habla del amor, de su poder y de 
sus desesperaciones, sino el mudo paseo del esquizo, la carrera de Lenz por las 
montañas y bajo las estrellas, el inmóvil viaje en intensidad sobre el cuerpo sin 
órganos. En cuanto al conjunto de la teoría reichista, tiene la incomparable 
ventaja de mostrar el doble polo de la libido, como formación molecular a la 
escala submicroscópica, como catexis de las formaciones molares a la escala 
de los conjuntos orgánicos y sociales. Faltan tan sólo las confirmaciones del 
sentido común: ¿por qué, en qué es esto la sexualidad? 

Sobre el amor, el cinismo lo ha dicho todo, o ha pretendido decirlo: a 
saber, que se trata de una copulación de máquinas orgánicas y sociales a gran 
escala (en el fondo del amor los órganos, en el fondo del amor las determina¬ 
ciones económicas, el dinero). Pero lo propio del cinismo radica en pretender 
el escándalo allí donde no lo hay y en pasar por audaz sin audacia. Antes 
que su simpleza, el delirio del sentido común. Pues la primera evidencia es 
que el deseo no tiene por objeto a personas o cosas, sino medios enteros que 
recorre, vibraciones y flujos de todo tipo que desposa, introduciendo cortes, 
capturas, deseo siempre nómada y emigrante cuya característica primera es el 
«gigantismo»: nadie mejor que Charles Fourier lo ha mostrado. En resumen, 
los medios sociales tanto como los biológicos son objeto de catexis del in¬ 
consciente que necesariamente son deseantes o libidinales, por oposición a las 
catexis pre- conscientes de necesidad e interés. La libido como energía sexual 
es directamente catexis de masas, de grandes conjuntos y de campos orgánicos 
y sociales. Comprendemos mal sobre qué principios apoya el psicoanálisis su 
concepción del deseo, cuando supone que la libido debe desexualizarse o in¬ 
cluso sublimarse para proceder a catexis sociales, e inversamente no re-sexua- 
liza a éstas más que durante el proceso de regresión patológica 14 . A menos que 
el postulado de tal concepción no sea todavía el familiarismo, que mantiene 
que la sexualidad no opera más que en familia, y debe transformarse para car¬ 
gar conjuntos más amplios. En verdad, la sexualidad está en todas partes: en 

14. Freud, Cinqpsyckanalyses, «Le president Schreber», tr. fr. P.U.F., pág. 307: «Las per¬ 
sonas que no se han liberado enteramente del estadio narcisista y que, en consecuencia, tie¬ 
nen una fijación capaz de actuar en calidad de predisposición patógena, esas personas están 
expuestas al peligro de que una ola particularmente poderosa de libido, cuando no haya otra 
salida para evacuarse, sexualice sus instintos sociales y de ese modo aniquile las sublimaciones 
adquiridas durante la evolución psíquica. Todo lo que provoca una corriente retrógada de la 
libido (regresión) puede producir este resultado... Los paranoicos intentan defenderse de una 
tal sexualización de sus catexis instintivas sociales.» 


302 


el modo como un burócrata acaricia sus dossiers, como un juez hace justicia, 
como un hombre de negocios hace correr el dinero, como la burguesía da por 
el culo al proletariado, etc. No hay necesidad de pasar por metáforas, no más 
que la libido de pasar por metamorfosis. Hitler ponía en tensión a los fascistas. 
Las banderas, las naciones, los ejércitos, los bancos ponen en tensión a mucha 
gente. Una máquina revolucionaria no es nada si no adquiere al menos tanto 
poder de corte y de flujo como esas máquinas coercitivas. No es por extensión 
desexualizante que la libido carga los grandes conjuntos, es al contrario por 
restricción, bloqueo y plegado, que se ve determinada a reprimir sus flujos 
para contenerlos en estrictas células del tipo «pareja», «familia», «personas», 
«objetos». Sin duda, tal bloqueo está necesariamente fundamentado: la libido 
no pasa a la conciencia más que en relación con determinado cuerpo, determi¬ 
nada persona, que toma por objeto. Pero nuestra «elección de objeto» remite a 
una conjunción de flujo de vida y de sociedad, que ese cuerpo, esa persona, in¬ 
terceptan, reciben y emiten, siempre en un campo biológico, social, histórico, 
en el que estamos igualmente sumergidos o con el que nos comunicamos. Las 
personas a las que se dedican nuestros amores, comprendidas las personas pa- 
rentales, no intervienen más que como puntos de conexión, de disyunción, de 
conjunción de flujos cuyo tenor libidinal de catexis propiamente inconsciente 
traducen. Desde ese momento, por fundado que esté el bloqueo amoroso, 
cambia singularmente de función, según que empeñe al deseo en los atolla¬ 
deros edípicos de la pareja y de la familia al servicio de las máquinas represivas 
o que condense, al contrario, una energía libre capaz de alimentar una máqui¬ 
na revolucionaria (incluso ahí, Fourier ya lo dijo todo, cuando muestra las dos 
direcciones opuestas de la «captación» o de la «mecanización» de las pasiones). 
Mas siempre hacemos el amor con mundos. Y nuestro amor se dirige a esta 
propiedad libidinal del ser amado, de abrirse o cerrarse a mundos más vastos, 
masas y grandes conjuntos. Siempre hay algo estadístico en nuestros amores, y 
leyes de los grandes números. ¿No es así que hay que entender la célebre fór¬ 
mula de Marx: la relación entre el hombre y la mujer es «la relación inmediata, 
natural, necesaria del hombre con el hombre»? Es decir, ¿que la relación entre 
los dos sexos (el hombre con la mujer) es tan sólo la medida de la relación de 
sexualidad en general en tanto que carga grandes conjuntos (el hombre con el 
hombre)? De ahí proviene lo que se ha podido llamar la especificación de la 
sexualidad a los sexos. ¿No es preciso decir también que el falo no es un sexo, 
sino la sexualidad por entero, es decir, el signo del gran conjunto cargado por 
la libido, en el que se originan necesariamente los dos sexos tanto en su sepa¬ 
ración (las dos series homosexuales del hombre con el hombre, de la mujer 


303 


con la mujer) como en sus relaciones estadísticas en el seno de ese conjunto? 

No obstante, Marx dice algo aún más misterioso: que la verdadera dife¬ 
rencia no radica entre los dos sexos en el hombre, sino entre el sexo humano 
y el «sexo no humano» 15 . No se trata, evidentemente, de los animales, de la 
sexualidad animal. Se trata de otra cosa. Si la sexualidad es la catexis incons¬ 
ciente de grandes conjuntos molares, se debe a que es bajo su otra cara idéntica 
al juego de los elementos moleculares que constituyen esos conjuntos bajo 
condiciones determinadas. El enanismo del deseo como correlato de su gigan¬ 
tismo. La sexualidad forma una unidad con las máquinas deseantes en tanto 
que están presentes y actuantes en las máquinas sociales, en su campo, su for¬ 
mación, su funcionamiento. Sexo no humano, eso son las máquinas desean¬ 
tes, los elementos maquínicos moleculares, sus disposiciones y sus síntesis, sin 
los cuales no habría ni sexo humano especificado en los grandes conjuntos, ni 
sexualidad humana capaz de cargar estos conjuntos. En algunas frases, Marx, 
a pesar de ser tan avaro y reticente cuando se trata de sexualidad, derribó 
eso en lo que Freud y el psicoanálisis siempre permanecerán prisioneros: ¡la 
representación antropomórfico del sexo! Lo que llamamos representación antro- 
pomórfica es tanto la idea de que hay dos sexos como la idea de que sólo hay 
uno. Sabemos de qué modo el freudismo está atravesado por esa extraña idea 
de que finalmente no hay más que un sexo, el masculino, con respecto al cual 
la mujer se define como carencia, el sexo femenino, como ausencia. Podríamos 
creer en un principio que semejante tesis fundamenta la omnipresencia de 
una homosexualidad masculina. Sin embargo, no es nada de esto; lo que se 
fundamenta es más bien el conjunto estadístico de los amores intersexuales. 
Pues si la mujer se define como carencia con respecto al hombre, el hombre a 
su vez carece de eso de lo que carece la mujer, es decir: la idea de un solo sexo 
conduce necesariamente a la erección de un falo como objeto de las alturas, 
que distribuye la carencia bajo dos caras no superponibles y comunica a los 
dos sexos en una común ausencia, la castración. Psicoanalistas o psicoanaliza- 
das, las mujeres pueden entonces alegrarse de enseñar al hombre el camino y 
de recuperar la igualdad en la diferencia. De ahí la irresistible comicidad de las 
fórmulas en las que se accede al deseo por la castración. Sin embargo, la idea 
de que realmente hay dos sexos, después de todo, no es mejor. Esta vez se in¬ 
tenta, como Melanie Klein, definir el sexo femenino por caracteres positivos, 
aunque sean aterradores. Si no del antropomorfismo, salimos al menos del 

15. Marx, «Critique de la philosophie de l’Etat de Hegel», en Qiuvresphilosophiques, IV, 
tr. fr. Costes, págs. 182-184 (trad. cast. Ed. Grijalbo, 1974). Sobre este texto de Marx hay el 
bello comentario de J. F. Lyotard, Discours, figure, págs. 138-141. 


304 


falocentrismo. Pero esta vez, en vez de fundamentar la comunicación entre los 
dos sexos, se fundamenta más bien su separación en dos series homosexuales 
aún estadísticas. Y no salimos del todo de la castración. Simplemente, ésta, en 
lugar de ser el principio del sexo concebido como sexo masculino (el gran Falo 
cortado sobrevolando), se convierte en el resultado del sexo concebido como 
sexo femenino (el pequeño pene absorbido y enterrado). Podemos decir, pues, 
que la castración es el fundamento de la representación antropomórfica y molar de 
la sexualidad. Es la universal creencia que reúne y dispersa a la vez a los hom¬ 
bres y a las mujeres bajo el yugo de una misma ilusión de la conciencia, y les 
hace adorar ese yugo. Todo esfuerzo para determinar la naturaleza no humana 
del sexo, por ejemplo «el gran Otro», conservando el mito de la castración, 
está perdido de antemano. ¿Qué quiere decir Lyotard en su comentario, no 
obstante tan profundo, del texto de Marx cuando asigna la obertura de lo no 
humano como si fuese «la entrada del sujeto en el deseo por la castración»? 
¿Vive la castración para que el deseo sea fuerte? ¿No se desean más que fantas¬ 
mas? ¡Qué idea más perversa, humana, demasiado humana! Idea llegada de la 
mala conciencia, no del inconsciente. La representación molar antropomórfi¬ 
ca culmina en lo que la fundamenta, la ideología de la carencia. Por el contra¬ 
rio, el inconsciente molecular ignora la castración, ya que los objetos parciales 
no carecen de nada y forman en tanto que tales multiplicidades libres; ya 
que los múltiples cortes no cesan de producir flujos, en lugar de reprimirlos 
en un mismo corte único capaz de agotarlos; ya que las síntesis constituyen 
conexiones locales y no específicas, disyunciones inclusivas, conjunciones 
nómadas: por todas partes una transexualidad microscópica, que hace que 
la mujer contenga tantos hombres como el hombre, y el hombre, mujeres, 
capaces de entrar unos en otros, unos con otros, en relaciones de producción 
de deseo que trastocan el orden estadístico de los sexos. Hacer el amor no se 
reduce a hacer uno, ni siquiera dos, sino hacer cien mil. Eso es, las máquinas 
deseantes o el sexo no humano: no uno ni siquiera dos sexos, sino n... sexos. 
El esquizoanálisis es el análisis variable de los n... sexos en un sujeto, más allá 
de la representación antropomorfica que la sociedad le impone y que se da a sí 
mismo de su propia sexualidad. La fórmula esquizoanalítica de la revolución 
deseante será primero: a cada uno sus sexos. 


* 


* * 


305 


La tesis del esquizoanálisis es simple: el deseo es máquina, síntesis de 
máquinas, disposición maquínica —máquinas deseantes. El deseo pertenece 
al orden de la producción, toda producción es a la vez deseante y social. Repro¬ 
chamos, pues, al psicoanálisis el haber aplastado este orden de la producción, 
el haberlo vertido en la representación. En vez de ser la audacia del psicoanáli¬ 
sis, la idea de representación inconsciente señala desde el principio su fracaso 
o su renuncia: un inconsciente que ya no produce, que se contenta con creer... 
El inconsciente cree en Edipo, cree en la castración, en la ley... Sin duda, el 
psicoanálisis es el primero que dice que la creencia, en rigor, no es un acto 
del inconsciente; siempre es el preconsciente el que cree. ¿No debemos decir 
incluso que quien cree es el psicoanalista, el psicoanalista en nosotros? ¿La 
creencia sería un efecto sobre el material consciente que la representación in¬ 
consciente ejerce a distancia? Pero, a la inversa, ¿quién ha reducido el incons¬ 
ciente a este estado de representación, sino un sistema de creencias colocado 
en el lugar de las producciones? En verdad, es a un mismo tiempo que la pro¬ 
ducción social se halla alienada en creencias supuestamente autónomas y que 
la producción deseante se halla encubierta en representaciones supuestamente 
inconscientes. La misma instancia, como hemos visto, la familia, efectúa esta 
doble operación, desnaturalizando, desfigurando, llevando a un atolladero la 
producción deseante social. Además, el vínculo de la representación-creencia 
con la familia no es accidental, pertenece a la esencia de la representación 
el ser representación familiar. Sin embargo, la producción no es suprimida, 
continúa rugiendo, zumbando bajo la instancia representativa que la ahoga 
y que puede hacer resonar, en cambio, hasta el límite de ruptura. Es preciso 
entonces que la representación se hinche con todo el poder del mito y de la 
tragedia, es preciso que dé de la familia una presentación mítica y trágica (y 
del mito y de la tragedia, una presentación familiar), para que entre efecti¬ 
vamente en las zonas de producción. ¿El mito y la tragedia no son también, 
sin embargo, producciones, formas de producción? Seguramente no; no lo 
son más que relacionados con la producción social real, con la producción 
deseante real. De lo contrario son formas ideológicas que han tomado el lugar 
de las unidades de producción. Edipo, la castración, etc., ¿quién cree en ellos? 
¿Los griegos? ¿Mas los griegos no producían como creían? ¿Son los helenistas 
los que creen que los griegos producían como creían? ¿Son los helenistas los 
que creen que los griegos producían de ese modo? Al menos los helenistas del 
siglo XIX, aquellos sobre los que Engels decía: se diría que creen en el mito, 
la tragedia... ¿Es el inconsciente el qué se representa a Edipo, la castración? ¿o 
es el psicoanalista, el psicoanalista en nosotros, quién representa así al incons- 


306 


cíente? Nunca las palabras de Engels han tomado tanto sentido: se diría que 
los psicoanalistas creen en el mito, en la tragedia... (Continúan creyendo en 
ello, cuando los helenistas ya hace tiempo que dejaron de creer). 

Siempre el caso Schreber: el padre de Schreber inventaba y fabricaba sor¬ 
prendentes maquinitas, sádico-paranoicas, para uso coactivo de los niños para 
que se mantuviesen bien rectos, por ejemplo, cascos de varilla metálica y co¬ 
rreas de cuero 16 . Estas máquinas no desempeñan ningún papel en el análisis 
freudiano. Tal vez hubiese sido más difícil aplastar todo el contenido social- 
político del delirio de Schreber si se hubiesen tenido en cuenta estas máqui¬ 
nas deseantes del padre y de su evidente participación en una máquina social 
pedagógica en general. Pues todo el problema esta ahí: por supuesto, el padre 
actúa sobre el inconsciente del niño — pero, ¿actúa como padre de familia en 
una transmisión familiar expresiva, o bien como agente de máquina, en una 
información o comunicación maquínicas? Las máquinas deseantes del presi¬ 
dente comunican con las de su padre; mas por eso, precisamente, son desde 
la infancia catexis libidinal de un campo social. El padre no tiene más papel 
que como agente de producción y de antiproducción. Freud, por el contrario, 
escoge la primera vía: no es el padre el que remite a las máquinas, sino justo al 
contrario; desde ese momento ni siquiera hay motivo para considerar las mᬠ
quinas, ni como máquinas deseantes, ni como máquinas sociales. En cambio, 
se hinchará al padre con todos los «poderes del mito y de la religión» y de la 
filogénesis, para que la pequeña representación familiar tenga el aspecto de ser 
coextensiva al campo del delirio. La pareja de producción, máquinas desean¬ 
tes y campo social, cede el sitio a una pareja representativa de una naturaleza 
por completo distinta, familia-mito. Una vez más, ¿hemos visto jugar a un 
niño: cómo puebla las máquinas sociales técnicas con sus máquinas deseantes 
¡sexualidad! — el padre y la madre están en segundo plano, el niño toma de 
ellos según su necesidad piezas y engranajes, y están ahí como agentes emiso¬ 
res, receptores o de intercepción, agentes condescendientes de producción o 
sospechosos agentes de antiproducción? 

¿Por qué se ha concedido a la representación mítica y trágica ese privilegio 
insensato? ¿Por qué se han instalado formas expresivas y todo un teatro allí 
donde había campos, talleres, fábricas, unidades de producción? El psicoa- 

16. W. G. Nierderland ha descubierto y reproducido las máquinas del padre de Schre¬ 
ber: cf. principalmente «Schreber, Father and Son», Psychoanalytic Quaterly, 1959, t. 28, págs. 
151-169. Pueden hallarse instrumentos de tortura pedagógica muy semejantes en la condesa 
de Segur: así, por ejemplo, «el cinturón para buenos modales», «con placa de hierro en la es¬ 
palda y ramificación de hierro que sujeta la barbilla» ( Comédies etproverbes, On neprendpas les 
mouches...). 


307 


nalista planta su circo en el inconsciente estupefacto, todo un Barnum en los 
campos y en la fábrica. Esto es lo que Miller, y ya Lawrence, tienen contra el 
psicoanálisis (los vivientes no son creyentes, los videntes no creen en el mito, 
en la tragedia): «Al remontar a los tiempos heroicos de la vida, se destruyen 
los principios mismos del heroísmo, pues el héroe, del mismo modo que no 
duda de su fuerza, nunca mira hacia atrás. Hamlet se tomaba sin duda alguna 
por un héroe, y para todo Hamlet-nacido, la única vía a seguir es la vía que 
Shakespeare le trazó. Pero se trataría de saber sí nosotros somos Hamlets-naci- 
dos. ¿Ha nacido usted Hamlet? ¿No ha hecho más bien nacer a Hamlet en usted? 
Sin embargo, la cuestión que creo más importante es ésta: ¿por qué volver al 
mito?... Esta baratija ideológica que el mundo utiliza para construir su edificio 
cultural está perdiendo su valor poético, su carácter mítico, ya que a través 
de una serie de escritos que tratan de la enfermedad, y por consiguiente de las 
posibilidades para escapar de ella, el terreno se halla despejado y pueden ele¬ 
varse nuevos edificios (esta idea de nuevos edificios me resulta odiosa, pero no 
es más que la conciencia de un proceso, y no el propio proceso). Por el momen¬ 
to, mi proceso, en este caso todas las líneas que escribo, consiste únicamente 
en limpiar enérgicamente el útero, en hacerle sufrir un raspado por decirlo así. 
Lo que me lleva a la idea, no de un nuevo edificio, de nuevas superestructuras 
que significan cultura, luego mentira, sino de un nacimiento perpetuo, de una 
regeneración, de la vida... No hay vida posible en el mito. No hay más que 
el mito que puede vivir en el mito... Esta facultad de dar nacimiento al mito 
nos viene de la conciencia, la conciencia que se desarrolla sin cesar. Por ello, al 
hablar del carácter esquilo frénico, decía: en tanto que no se acabe el proceso, el 
vientre del mundo será el tercer ojo. ¿Qué quería decir con ello? ¿Qué de este 
mundo de ideas en el que chapoteamos debe surgir un nuevo mundo? Pero ese 
mundo no puede aparecer más que en la medida en que es concebido, y, para 
concebir, primero hay que desear... El deseo es instintivo y sagrado, sólo por 
el deseo efectuamos la inmaculada concepción» 17 . En estas páginas de Miller 
hay de todo: la ida de Edipo (o de Hamlet) hasta el punto de autocrítica, la 
denuncia de las formas expresivas, mito y tragedia, como creencias o ilusio¬ 
nes de la conciencia, nada más que ideas, la necesidad de una limpieza del 
inconsciente, el esquizoanálisis como raspado del inconsciente, la oposición 
de la hendidura matricial a la línea de castración, la espléndida afirmación de 
un inconsciente huérfano y productor, la exaltación del proceso como proceso 
esquizofrénico de desterritorialización que debe producir una nueva tierra y, 
en el límite, el funcionamiento de las máquinas deseantes contra la tragedia, 

17. Henry Miller, Hamlet, tr. fr. Correa, págs. 156-159. 


308 


contra «el funesto drama de la personalidad», contra «la inevitable confusión 
de la máscara y el actor». Es evidente que Michael Fraenkel, el que se escribe 
con Miller, no entiende. Habla como un psicoanalista, o como un helenista 
del siglo XIX: sí, el mito, la tragedia, Edipo, Hamlet son buenas expresiones, 
formas que se imponen; expresan el verdadero drama permanente del deseo 
y del conocimiento... Fraenkel apela a todos los lugares comunes, Schopen- 
hauer, y el Nietzsche del Origen de la tragedia. Cree que Miller ignora todo 
esto y no se pregunta ni un solo momento por qué el propio Nietzsche rompió 
con El origen de la tragedia, por qué dejó de creer en la representación trágica... 

Michel Foucault ha mostrado de un modo profundo el corte que la irrup¬ 
ción de la producción introducía en el mundo de la representación. La pro¬ 
ducción puede ser del trabajo o del deseo, puede ser social o deseante, apela a 
fuerzas que ya no se dejan contener en la representación, a flujos y cortes que 
la agujerean, la atraviesan por todas partes: «un inmenso mantel de sombra» 
extendido debajo de la representación 18 . Foucault asigna una fecha a esta quie¬ 
bra o a esta pérdida del mundo clásico de la representación: a finales del siglo 
XVIII y en el siglo XIX. Parece, pues, que la situación es mucho más compleja 
de lo que decíamos; puesto que el psicoanálisis participa en gran medida en 
este descubrimiento de las unidades de producción, que se someten todas las 
representaciones posibles en lugar de subordinarse a ellas. Del mismo modo 
que Ricardo funda la economía política o social al descubrir el trabajo cuan¬ 
titativo como principio de todo valor representable, Freud funda la economía 
deseante al descubrir la libido cuantitativa como principio de toda represen¬ 
tación de los objetos y de los fines del deseo. Freud descubre la naturaleza 
subjetiva o la esencia abstracta del deseo, Ricardo, la naturaleza subjetiva o la 
esencia abstracta del trabajo, más allá de toda representación que las vincularía 
a objetos, fines o incluso fuentes en particular. Freud es, por tanto, el primero 
en despejar el deseo a secas, como Ricardo «el trabajo a secas», y con ello la 
esfera de la producción que desborda efectivamente a la representación. Y, al 
igual que el trabajo subjetivo abstracto, el deseo subjetivo abstracto es inse¬ 
parable de un movimiento de desterritoriaiización, que descubre el juego de 
las máquinas y de los agentes bajo todas las determinaciones particulares que 
todavía vinculaban el deseo o el trabajo a tal o cual persona, a tal o cual objeto 
en el marco de la representación. Máquinas y producción deseantes, apara- 

18. Michel Foucault, Les Mots et les Aloses, Gallimard, 1966 (trad. cast. Siglo XXI): págs. 
221-224 (sobre la oposición entre el deseo o la producción deseante y la representación); págs. 
265-268 (sobre la oposición entre producción social y la representación, en Adam Smith y 
sobre todo en Ricardo). 


309 


tos psíquicos y máquinas del deseo, máquinas deseantes y montaje de una 
máquina analítica apta para descodificarlas: el dominio de las síntesis libres 
donde todo es posible, las conexiones parciales, las disyunciones inclusas, las 
conjunciones nómadas, los flujos y las cadenas polívocas, los cortes transduc- 
tivos — y la relación de las máquinas deseantes como formaciones del incons¬ 
ciente con las formaciones molares que ellas constituyen estadísticamente en 
las muchedumbres organizadas, el aparato de represión general-represión que 
ahí se origina... Esa es la constitución del campo analítico; además, ese campo 
sub-representativo continuará sobreviviendo y funcionando, incluso a través 
de Edipo, incluso a través del mito y la tragedia que, sin embargo, señalan la 
reconciliación del psicoanálisis con la representación. Falta que un conflicto 
atraviese todo el psicoanálisis, entre la representación familiar mítica y trágica 
y la producción deseante y social. Pues el mito y la tragedia son sistemas de 
representaciones simbólicas que todavía llevan el deseo a condiciones exterio¬ 
res determinadas o a códigos objetivos particulares — el cuerpo de la tierra, el 
cuerpo despótico — y de ese modo se oponen al descubrimiento de la esencia 
abstracta o subjetiva. En este sentido, se ha podido señalar que cada vez que 
Freud pone en primer plano la consideración de los aparatos psíquicos, de 
las máquinas deseantes y sociales, de los mecanismos pulsionales e institucio¬ 
nales, su interés por el mito y la tragedia tiende a decrecer, al mismo tiempo 
que denuncia en Jung, luego en Rank, la restauración de una representación 
exterior de la esencia del deseo en tanto que objetivada, alienada en el mito o 
la tragedia 19 . 

¿Cómo explicar esta compleja ambivalencia del psicoanálisis? Debemos 
distinguir varias cosas. En primer lugar, la representación simbólica capta bien 
la esencia del deseo, pero refiriéndola a grandes objetidades y a elementos par¬ 
ticulares que le fijan objetos, fines, fuentes. De ese modo, el mito relaciona el 
deseo con el elemento de la tierra como cuerpo lleno y con el código territorial 
que distribuye las prohibiciones y prescripciones, y la tragedia lo relaciona 
con el cuerpo lleno del déspota y con el código imperial correspondiente. 
Desde ese momento, la comprensión de las representaciones simbólicas puede 
consistir en una fenomenología sistemática de estos elementos y objetividades 
(a la manera de los viejos helenistas o incluso de Jung); o bien en un estudio 

19. Didier Anzieu distingue principalmente dos períodos: 1906-1920, que «constituye la 
gran época de los trabajos mitológicos en la historia del psicoanálisis»; y luego un período de 
descrédito relativo, a medida que Freud se vuelve hacia los problemas del segundo tópico, y las 
relaciones entre el deseo y las instituciones, desinteresándose cada vez más por la exploración 
sistemática de los mitos («Freud et la mythologie», en Incidences de la psychanalyse, n.° 1, 1970, 
págs. 126-129). 


310 


histórico que las relaciona con sus condiciones sociales objetivas y reales (a 
la manera de los recientes helenistas). Desde este último punto de vista, la 
representación implica un cierto desfase y expresa menos un elemento estable 
que el paso condicionado de un elemento a otro: la representación mítica no 
expresa el elemento de la tierra, sino más bien las condiciones bajo las que este 
elemento desaparece ante el elemento despótico; y la representación trágica 
no expresa el elemento despótico propiamente hablando, sino las condiciones 
bajo las que, por ejemplo en la Grecia del siglo Y, este elemento desaparece 
en provecho del nuevo orden de la ciudad 20 . Ahora bien, es evidente que nin¬ 
guno de estos tratamientos del mito o de la tragedia conviene al psicoanálisis. 
El método psicoanalítico es distinto: en lugar de relacionar la representación 
simbólica con objetividades determinadas y con condiciones sociales objeti¬ 
vas, la relaciona con la esencia subjetiva y universal del deseo como libido. De 
ese modo, la operación de descodificación en el psicoanálisis ya no puede sig¬ 
nificar lo que significa en las ciencias del hombre, a saber, descubrir el secreto 
de tal o cual código, sino deshacer los códigos para lograr flujos cuantitativos 
y cualitativos del sueño que atraviesen el sueño, el fantasma, las formaciones 
patológicas tanto como el mito, la tragedia y las formaciones sociales. La in¬ 
terpretación psicoanalítica no consiste en competir en cuestión de código, en 
añadir un código a los códigos ya conocidos, sino en descodificar de un modo 
absoluto, en desprender algo incodificable en virtud de su polimorfismo y de 
su polivocidad 21 . Entonces sucede que el interés del psicoanálisis por el mito 
(o la tragedia) es un interés esencialmente crítico, puesto que la especificidad 
del mito, comprendido de un modo objetivo, debe fundirse bajo el sol sub¬ 
jetivo de la libido: el mundo de la representación se desmorona, o tiende a 
desmoronarse. 

Es decir, en segundo lugar, que el vínculo del psicoanálisis con el capita¬ 
lismo es tan profundo como el de la economía política. Este descubrimiento 

20. Sobre el mito como expresión de la organización de un poder despótico que reprime 
la Tierra, cf. J. P. Vernant, Les Origines de la pensée grecque, págs. 109-116; y sobre la tragedia 
como expresión de una organización de la ciudad que reprime a su vez al déspota caído, Ver¬ 
nant, «Oedipe sans complexe», en Raison présente, agosto de 1967. 

21. No podemos decir, pues, que el psicoanálisis añada un código, psicológico, a los có¬ 
digos sociales por los que los historiadores y mitólogos explican los mitos. Freud ya lo señalaba 
a propósito del sueño: no se trata de un desciframiento siguiendo un código. Cf. a este respecto 
los comentarios de Jacques Derrida, L’Ecriture et la différence, págs. 310 s.: «Sin duda, (la es¬ 
critura del sueño) trabaja con una masa de elementos codificados en el curso de una historia 
individual o colectiva. Pero, en sus operaciones, su léxico y su sintaxis, un residuo puramente 
idiomático es irreducible, y debe llevar todo el peso de la interpretación en la comunicación 
entre los inconscientes. El que sueña inventa su propia gramática.» 


311 


de los flujos descodificados y desterritorializados es el mismo que el realizado 
por la economía política y en la producción social, bajo la forma del trabajo 
abstracto subjetivo, y el realizado por el psicoanálisis y en la producción de¬ 
seante, bajo la forma de libido abstracta subjetiva. Como dijo Marx, es en 
el capitalismo que la esencia se vuelve subjetiva, actividad de producción en 
general, y que el trabajo abstracto se vuelve algo real a partir del cual se pueden 
volver a interpretar todas las formaciones sociales precedentes desde el punto 
de vista de una descodificación o de un proceso de desterritorialización gene¬ 
ralizados: «Así la abstracción más simple, que la economía moderna coloca en 
primera fila, y que expresa un fenómeno ancestral válido para todas las formas 
de sociedad, no aparece, sin embargo, como prácticamente verdadero en esta 
abstracción, más que en tanto que categoría de la sociedad más moderna.» 
Lo mismo ocurre con el deseo abstracto como libido, como esencia subjetiva. 
No es que se deba establecer un simple paralelismo entre la producción social 
capitalista y la producción deseante, o bien entre los flujos de capital- dinero 
y los flujos de mierda del deseo. La relación es mucho más estrecha: las mᬠ
quinas deseantes no están más que en las máquinas sociales, de tal modo que 
la conjunción de los flujos descodificados en la máquina capitalista tiende a 
liberar las figuras libres de una libido subjetiva universal. En una palabra, el 
descubrimiento de una actividad de producción en general y sin distinción, tal 
como aparece en el capitalismo, es inseparablemente la del descubrimiento de 
la economía política y del psicoanálisis, más allá de los sistemas determinados 
de representación. 

Lo cual no quiere decir, evidentemente, que hombre capitalista, o en el 
capitalismo, desee trabajar ni trabaje siguiendo su deseo. La identidad entre 
deseo y trabajo no es un mito, sino más bien la utopía activa por excelencia 
que designa el límite a franquear del capitalismo en la producción deseante. 
Más, ¿por qué, precisamente, la producción deseante está siempre en el límite 
opuesto del capitalismo? ¿Por qué el capitalismo, al mismo tiempo que des¬ 
cubre la esencia subjetiva del deseo y del trabajo —esencia común en tanto 
que actividad de producción en general— no cesa de alienarla de nuevo, y al 
punto, en una máquina represiva que separa la esencia en dos y la mantiene 
separada, trabajo abstracto por un lado, deseo abstracto por el otro: economía 
política y psicoanálisis, economía política y economía libidinal? Ahí podemos 
apreciar toda la extensión de la pertenencia del psicoanálisis al capitalismo. 
Pues, como hemos visto, el capitalismo tiene por límite los flujos descodifica¬ 
dos de la producción deseante, pero no cesa de rechazarlos ligándolos en una 
axiomática que ocupa el lugar de los códigos. El capitalismo es inseparable del 


312 


movimiento de desterritorialización, pero conjura ese movimiento a través de 
re-territorializaciones facticias y artificiales. Se construye sobre las ruinas de 
las representaciones territorial y despótica, mítica y trágica, pero las restaura 
a su servicio y bajo otra forma, en calidad de imágenes del capital. Marx re¬ 
sume esto diciendo que la esencia subjetiva abstracta no es descubierta por el 
capitalismo más que para ser de nuevo encadenada, alienada, ya no, es cierto, 
en un elemento exterior e independiente como objetividad, sino en el mismo 
elemento subjetivo de la propiedad privada: «Antaño, el hombre era exterior 
a sí mismo, su estado era el de la alienación real; ahora, este estado se ha cam¬ 
biado en acto de alienación, de desposesión.» En efecto, la forma de la propie¬ 
dad privada condiciona la conjunción de los flujos descodificados, es decir, su 
axiomatización en un sistema en el que el flujo de los medios de producción, 
como propiedad de los capitalistas, se relaciona con el flujo de trabajo llamado 
libre, como «propiedad» de los trabajadores (de tal modo que las restricciones 
estatales sobre la materia o el contenido de la propiedad privada no afectan 
para nada esta forma). Todavía la forma de la propiedad privada constituye el 
centro de re-territorializaciones facticias del capitalismo. Ella es, por último, la 
que produce las imágenes que llenan el campo de inmanencia del capitalismo, 
«el» capitalista, «el» trabajador, etc. En otros términos, el capitalismo implica 
el desmoronamiento de las grandes representaciones objetivas determinadas, 
en provecho de la producción como esencia interior universal, pero no sale 
del mundo de la representación, tan sólo efectúa una vasta conversión de ese 
mundo confiriéndole la nueva forma de una representación subjetiva infini¬ 
ta 22 . 

Parece que nos alejamos de las preocupaciones del psicoanálisis y, sin 
embargo, nunca hemos estado tan cerca. Pues, también ahí, como hemos vis¬ 
to anteriormente, es en la interioridad de su movimiento que el capitalismo 
exige e instituye no sólo una axiomática social, sino una aplicación de esta 
axiomática a la familia privatizada. La representación nunca asegurará su pro¬ 
pia conversión sin esta aplicación que la surca, la parte y la vuelca sobre sí 
misma. Entonces, el trabajo subjetivo abstracto tal como es representado en la 
propiedad privada tiene por correlato al Deseo subjetivo abstracto, tal como 
es representado en la familia privatizada. El psicoanálisis se encarga de este 
segundo término, y la economía política del primero. El psicoanálisis es la 
técnica de aplicación, cuya axiomática es la economía política. En una pala- 

22. Foucault muestra que las «ciencias humanas» han hallado su principio en la produc¬ 
ción y se han constituido sobre la quiebra de la representación, pero inmediatamente restauran 
un nuevo tipo de representación, como representación inconsciente (Les Mots et les choses, págs. 
363-378). 


313 


bra, el psicoanálisis retira el segundo polo en el movimiento propio al capita¬ 
lismo, que sustituye las grandes representaciones objetivas determinadas por 
la representación subjetiva infinita. Es preciso, en efecto, que el límite de los 
flujos descodificados de la producción deseante sea conjurado, desplazado, 
dos veces, una vez por la posición de límites inmanentes que el capitalismo 
no cesa de reproducir a una escala cada vez más amplia, la otra por el trazado 
de un límite interior que vuelca esta reproducción social en la reproducción 
familiar restringida. La ambigüedad del psicoanálisis con respecto al mito o a 
la tragedia se explica desde ese momento por lo siguiente: los deshace como 
representaciones objetivas y descubre en ellos las figuras de una libido subjeti¬ 
va universal; pero los recobra y los promueve como representaciones subjetivas 
que elevan al infinito los contenidos míticos y trágicos. El psicoanálisis trata 
el mito y la tragedia, pero los trata como los sueños y fantasmas del hombre 
privado, Homo familia — en efecto, el sueño y el fantasma son al mito y a la 
tragedia lo que la propiedad privada es a la propiedad común. Lo que en el 
mito y la tragedia desempeña el papel de elemento objetivo es retomado, por 
tanto, y elevado por el psicoanálisis, pero como dimensión inconsciente de la 
representación subjetiva (el mito como sueño de la humanidad). Lo que estaba 
en calidad de elemento objetivo y público —la Tierra, el Déspota— ahora 
es recogido, pero como la expresión de una re-territorialización subjetiva y 
privada: Edipo es el déspota caído, desterrado, desterritorializado, pero se re- 
territorializa en el complejo de Edipo concebido como el papá-mamá-yo de 
cualquier hombre de hoy. El psicoanálisis y el complejo de Edipo recogen 
todas las creencias, todo lo que ha sido creído en todos los tiempos por la 
humanidad, pero para llevarlo al estado de una denegación que conserva la 
creencia sin creer en ella (no es más que un sueño...: la más severa piedad, 
hoy, ya no pregunta...). De ahí la doble impresión de que el psicoanálisis se 
opone a la mitología tanto como a los mitólogos y de que, al mismo tiempo, 
lleva el mito y la tragedia a las dimensiones de lo universal subjetivo: si Edipo 
mismo está «sin complejo», el complejo de Edipo está sin Edipo, al igual que 
el narcisismo sin Narciso 23 . Tal es la ambivalencia que atraviesa al psicoanálisis 
y que desborda el problema particular del mito y de la tragedia: con una mano 
deshace el sistema de las representaciones objetivas (el mito, la tragedia) en 

23. Didier Anzieu, «Freud et la mythologie», Incidences de la psychanalyse, n.° 1, 1970, 
págs. 124 y 128: «Freud no concede ninguna especificidad al mito. Este punto es uno de los que 
más pesadamente han gravado las relaciones posteriores entre psicoanalistas y antropólogos... 
Freud realiza un verdadero desinflamiento... El artículo Poar introduire le narcissisme señala una 
etapa importante en la revisión de la teoría de las pulsiones y no contiene ninguna alusión al 
mito de Narciso.» 


314 


provecho de la esencia subjetiva concebida como producción deseante, y con 
la otra mano vierte esta producción en un sistema de representaciones subje¬ 
tivas (el sueño, el fantasma, de los que el mito y la tragedia son presentados 
como desarrollos o proyecciones). Imágenes, nada más que imágenes. Lo que 
queda al final es un teatro íntimo y familiar, el teatro del hombre privado, que 
ya no es ni producción deseante ni representación objetiva. El inconsciente 
como escena. Todo un teatro colocado en lugar de la producción, y que la 
desfigura mucho más de lo que podían hacerlo la tragedia y el mito reducidos 
a sus únicos recursos antiguos. 

Mito, tragedia, sueño, fantasma —y el mito y la tragedia reinterpretados 
en función del sueño y del fantasma—, ésa es la serie representativa que el 
psicoanálisis coloca en lugar de la línea de producción, producción social y de¬ 
seante. Serie de teatro en lugar de la serie de producción. Pero, precisamente, 
¿por qué la representación devenida subjetiva toma esta forma teatral («Entre 
el psicoanálisis y el teatro hay un vínculo misterioso...»)? Conocemos la res¬ 
puesta eminentemente moderna de algunos recientes autores: el teatro extrae 
la estructura finita de la representación subjetiva infinita. Lo que significa ex¬ 
traer es algo complejo, puesto que la estructura no puede presentar más que su 
propia ausencia o representar algo no representado en la representación: pero 
se dice que es privilegio del teatro poner en escena esta causalidad metafórica 
y metonímica que señala a la vez la presencia y la ausencia de la estructura en 
sus efectos. André Green, en el mismo momento en que pone en duda la sufi¬ 
ciencia de la estructura, no lo hace más que en nombre de un teatro necesario 
para la actualización de ésta, desempeñando un papel de revelador, lugar por 
el que se vuelve visible 24 . Octave Mannoni, en su bello análisis del fenómeno 
de la creencia, toma igualmente el modelo del teatro para mostrar cómo la 
negación de creencia implica de hecho una transformación de la creencia, bajo 
el efecto de una estructura que el teatro encarna o pone en escena 25 . Debemos 
comprender que la representación, cuando deja de ser objetiva, cuando se 
vuelve subjetiva infinita, es decir, imaginaria, pierde efectivamente toda con¬ 
sistencia, a menos que remita a una estructura que determine además el lugar 

24. André Green llega muy lejos en el análisis de las relaciones representación-teatro- 
estructura-inconsciente: Un oeil en trop, Ed. de Minuit, 1969, Prólogo (principalmente pág. 
43, sobre «la representación de lo no-representado en la representación»). No obstante, la crítica 
que Green hace a la estructura no la realiza en nombre de la producción, sino en nombre de la 
representación e invoca la necesidad de factores extraestructurales que tan sólo deben revelar la 
estructura, y revelarla como edípica. 

25. Octave Mannoni, Clefspour l’imaginaire ou l’Autre Scéne, Ed. du Seuil, 1969, caps. I 
y VII (trad. cast. Ed. Amorrortu, Buenos Aires, 1979). 


315 


y las funciones del sujeto de la representación, de los objetos representados 
como imágenes, y las relaciones formales entre ellos. Simbólico ya no designa, 
entonces, la relación de la representación con una objetividad como elemento, 
sino los elementos últimos de la representación subjetiva, puros significantes, 
puros representantes no representados en que a la vez se originan los sujetos, 
los objetos y sus relaciones. La estructura designa así el inconsciente de la 
representación subjetiva. La serie de esta representación se presenta ahora: 
representación subjetiva infinita (imaginaria) —representación teatral— re¬ 
presentación estructural. Precisamente porque se supone que el teatro pone 
en escena la estructura latente, como encarnando sus elementos y relaciones, 
es apto para revelar la universalidad de esta estructura, incluso en las represen¬ 
taciones objetivas que recupera y reinterpreta en función de los representantes 
ocultos, de sus migraciones y relaciones variables. Se reúnen, se recogen todas 
las creencias en nombre de una estructura del inconsciente: todavía somos pia¬ 
dosos. En todas partes, el gran juego del significante simbólico que se encarna 
en los significados de lo imaginario — Edipo como metáfora universal. 

¿Por qué el teatro? ¡Qué extraño es este inconsciente de teatro y cartón 
piedra! El teatro tomado como modelo de la producción. Incluso en Althusser 
asistimos a la siguiente operación: el descubrimiento de la producción social 
como «máquina» o «maquinaria», irreductible al mundo de la representación 
objetiva ( Vorstellung ); pero en seguida la reducción de la máquina a la estruc¬ 
tura, la identificación de la producción con una representación estructural 
y teatral {Darstellung } 26 . Ahora bien, lo mismo es en la producción deseante 
como en la producción social: cada vez que la producción, en lugar de ser 
captada en su originalidad, en su realidad, se halla así volcada, proyectada, en 
un espacio de representación, ya no puede tener valor más que para su propia 
ausencia y aparece como una carencia en ese espacio. En busca de la estructura 
en psicoanálisis, Mustafa Safuan puede presentarla como una «contribución 
a una teoría de la carencia». Es en la estructura que se realiza la soldadura del 
deseo con lo imposible, y que la carencia define como castración. Desde la 
estructura se eleva el canto más austero en honor de la castración: sí, sí, por la 
castración entramos en el orden del deseo — desde que la producción desean¬ 
te se ha instalado en el espacio de una representación que no la deja subsistir 
más que como ausencia y carencia de sí misma. Se impone a las máquinas de¬ 
seantes una unidad estructural que las reúne en un conjunto molar; se refieren 
los objetos parciales a una totalidad que no puede aparecer más que como eso 

26. Louis Althusser, Lire le Capital, II, págs. 170-177 (sobre la estructura como presen¬ 
cia-ausencia). 


316 


de lo que aquellos carecen, y lo que carece a sí mismo careciéndoles a ellos (el 
gran Significante «simbolizable por la inherencia de un — 1 al conjunto de los 
significantes») ¿Hasta dónde llegaremos en el desarrollo de una carencia de la 
carencia que atraviesa la estructura? Eso es la operación estructural: dispone la 
carencia en el conjunto molar. Entonces, el límite de la producción deseante 
— el límite que separa los conjuntos molares y sus elementos moleculares, las 
representaciones objetivas y las máquinas del deseo — está ahora por comple¬ 
to desplazado. Ya no pasa más que por el conjunto molar mismo en tanto que 
lo abre el surco de la castración. Las operaciones formales de la estructura son 
las de la extrapolación, de la aplicación, de la biunivocización que proyectan 
el conjunto social de partida en un conjunto familiar de llegada, la relación 
familiar convertida en «metafórica de todas las demás» e impidiendo a los 
elementos productivos moleculares seguir su propia línea de fuga. Cuando 
Green busca las razones que fundamentan la afinidad del psicoanálisis con la 
representación teatral y la estructura que vuelve visible, asigna dos particular¬ 
mente sorprendentes: que el teatro eleva la relación familiar al estado de rela¬ 
ción estructural metafórica universal, de donde se originan el juego y el lugar 
imaginarios de las personas; y, a la inversa, rechaza a los bastidores el juego y 
el funcionamiento de las máquinas, detrás de un límite vuelto infranqueable 
(exactamente igual que en el fantasma, las máquinas están ahí, pero detrás del 
muro). En una palabra, el límite desplazado ya no pasa entre la representación 
objetiva y la producción deseante, sino entre los dos polos de la representa¬ 
ción subjetiva, como representación imaginaria infinita y representación es¬ 
tructural finita. Desde ese momento se pueden oponer esos dos aspectos, las 
variaciones imaginarias que tienden hacia la noche de lo indeterminado o de 
lo indiferenciado y el invariante simbólico que traza la vía de las diferenciacio¬ 
nes: encontramos lo mismo tanto en una parte como en otra, según una regla 
de relación inversa, o de double bind. Toda la producción conducida al doble 
atolladero de la representación subjetiva. Siempre podemos volver a enviar a 
Edipo a lo imaginario, lo recobramos más fuerte y más entero, más faltante 
y triunfante por el hecho de que falta, lo recobramos todo entero en la cas¬ 
tración simbólica. Y, por supuesto, la estructura no nos proporciona ningún 
medio para escapar al familiarismo; por el contrario, agarrota, da a la familia 
un valor metafórico universal en el mismo instante en que pierde sus valores 
literales objetivos. El psicoanálisis confiesa su ambición: tomar el relevo de la 
familia desfalleciente, reemplazar el lecho familiar hecho migajas por el diván 
psicoanalítico, hacer que la «situación analítica» sea incestuosa en su esencia, 


317 


que sea prueba o garantía de sí misma y valga por la Realidad 27 . A fin de 
cuentas se trata de esto, como nos lo muestra Octave Mannoni: ¿cómo puede 
continuar la creencia después del repudio, cómo podemos continuar siendo 
piadosos? Hemos repudiado y perdido todas nuestras creencias que pasaban 
por las representaciones objetivas. La tierra está muerta, el desierto crece: el 
viejo padre está muerto, el padre territorial, también el hijo, el Edipo déspota. 
Estamos solos con nuestra mala conciencia y nuestro aburrimiento, nuestra 
vida en la que nada sucede; nada más que imágenes que giran en la represen¬ 
tación subjetiva infinita. Sin embargo, recobramos la fuerza de creer en esas 
imágenes, desde el fondo de una estructura que regula nuestras relaciones con 
ellas y nuestras identificaciones como otros tantos efectos de un significante 
simbólico. La «buena identificación»... Todos nosotros somos Cheri-Bibi en 
el teatro gritando ante Edipo: ¡ése es un tipo de mi clase, ése es un tipo de mi 
clase! Todo es retomado, el mito de la tierra, la tragedia del déspota, en cali¬ 
dad de sombras proyectadas en un teatro. Las grandes territorialidades se han 
desmoronado, pero la estructura produce todas las re-territorializaciones sub¬ 
jetivas y privadas. ¡Qué perversa operación, el psicoanálisis, en el que culmina 
este neo-idealismo, este culto restaurado de la castración, esta ideología de la 
carencia: la representación antropomórfico del sexo! En verdad, no saben lo que 
hacen, ni a qué mecanismo de represión sirven, pues sus intenciones a menu¬ 
do son progresistas. Pero nadie en la actualidad puede entrar en el despacho 
de un analista sin saber al menos que de antemano todo se ha representado : 
Edipo y la castración, lo imaginario y lo simbólico, la gran lección de la insu¬ 
ficiencia de ser o de desasimiento... El psicoanálisis como gadget, Edipo como 
re-territorialización, como repoblación del hombre moderno en el «peñasco» 
de la castración. 

Totalmente distinta era la vía trazada por Lacan. No se contenta, como 
ardilla analítica, con girar en la rueda de lo imaginario y lo simbólico, de lo 
imaginario edípico y la estructura edipizante, de la identidad imaginaria de las 
personas y la unidad estructural de las máquinas, chocando en todas partes 
con los atolladeros de una representación molar que la familia cierra sobre sí 
misma. ¿Para qué sirve pasar de lo dual imaginario al tercero (o cuarto) sim¬ 
bólico, sí éste es bi-univocizante mientras que aquél es bi- univocizado? Las 
máquinas deseantes en tanto que objetos parciales sufren dos totalizaciones, 
una cuando el socius les confiere una unidad estructural bajo un significante 
simbólico que actúa como ausencia y carencia en un conjunto de partida, 
la otra cuando la familia les impone una unidad personal con significados 

27. Serge Leclaire, Démasquer le réel, Ed. du Seuil, 1971, págs. 28-31. 


318 


imaginarios que distribuyen, que «vacuolizan» la carencia en un conjunto de 
llegada: dos raptos de máquinas, en tanto que la estructura introduce su ar¬ 
ticulación, en tanto que los padres introducen sus dedos. Remontarse de las 
imágenes a la estructura tendría poca importancia y no nos permitiría salir de 
la representación, si la estructura no tuviese un reverso que es como la produc¬ 
ción real del deseo. Este reverso es la «inorganización real» de los elementos 
moleculares: objetos parciales que entran en síntesis o interacciones indirectas, 
puesto que no son parciales en el sentido de partes extensivas, sino más bien 
«parciales»* como las intensidades bajo las que una materia llena siempre el 
espacio en diversos grados (el ojo, la boca, el ano como grados de materia); 
puras multiplicidades positivas en las que todo es posible, sin exclusiva ni 
negación, síntesis operando sin plan, en las que las conexiones son transver¬ 
sales, las disyunciones inclusas, las conjunciones polívocas, indiferentes a su 
soporte, puesto que esa materia que precisamente les sirve de soporte no está 
especificada bajo ninguna unidad estructural ni personal, sino que aparece 
como el cuerpo sin órganos que llena el espacio cada vez que una intensidad lo 
llena; signos del deseo que componen una cadena significante, pero que ellos 
mismos no son significantes, no responden a las reglas de un juego de ajedrez 
lingüístico, sino a los sorteos de un juego de lotería en los que saldrían ora una 
palabra, ora un dibujo, ora una cosa o un fragmento de algo, dependiendo 
unos de otros tan sólo por el orden de los sorteos al azar y manteniéndose 
juntos tan sólo por la ausencia de lazos (enlaces no localizables), no poseyendo 
más estatuto que ser elementos dispersos de máquinas deseantes asimismo 
dispersas 28 . Lacan descubre todo este reverso de la estructura, con el «a» como 

* Para entender mejor el significado tengamos en cuenta que, en castellano, el autónimo 
de los primeros parciales sería completo, el de éste entre comillas sería imparcial, objetivo... 
(N. del T.) 

28. Jacques Lacan, Ecrits, págs. 657-659. Serge Leclaire ha intentado definir de un modo 
profundo, y en esta perspectiva, el reverso de la estructura como «puro ser de deseo» («La Realité 
du désir», en Sexualité humaine, págs. 242-249). Ve allí una multiplicidad de singularidades 
pre-personales o de elementos cualesquiera que se definen precisamente por la ausencia de lazo. 
Pero esta ausencia de lazo y de sentido es positiva, «constituye la fuerza específica de coherencia 
de este conjunto». Por supuesto, siempre podemos volver a establecer sentido y lazo, aunque 
sea intercalando fragmentos que se suponen olvidados: incluso es la función de Edipo. Pero, «si 
el análisis vuelve a hallar el lazo entre dos elementos, ello es un signo de que no son los términos últi¬ 
mos, irreductibles del inconsciente ». Se observará que Leclaire utiliza aquí el criterio exacto de la 
distinción real en Spinoza y Leibniz: los elementos últimos (atributos infinitos) son atribuibles 
a Dios, ya que no dependen unos de otros y no soportan entre sí ninguna relación de oposición 
ni de contradicción. La ausencia de todo lazo o vínculo directo garantiza la comunidad de su 
pertenencia a la sustancia divina. Del mismo modo que en los objetos parciales y el cuerpo sin 
órganos: el cuerpo sin órganos es la substancia misma y los objetos parciales son sus atributos 
o elementos últimos. 


319 


máquina y el «A» como sexo no humano: esquizofrenizar el campo analítico 
en lugar de edipizar el campo psicótico. 

La estructura sale ahí según planos de consistencia o de estructuración, 
líneas de selección, que corresponden a los grandes conjuntos estadísticos o 
formaciones molares, que determinan enlaces y vuelcan la producción en la 
representación: las disyunciones se vuelven exclusivas (y las conexiones, glo¬ 
bales, y las conjunciones bi-unívocas), al mismo tiempo que el soporte se 
halla especificado bajo una unidad estructural y los signos se vuelven ellos 
mismos significantes bajo la acción de un símbolo despótico que los totali¬ 
za en nombre de su propia ausencia o de su propia retirada. Pues-ahí-sí-en 
efecto: la producción de deseo no puede ser representada más que en función 
de un signo extrapolado que reúne todos sus elementos en un conjunto y él 
mismo no forma parte de ese conjunto. Ahí, la ausencia de lazo aparece nece¬ 
sariamente como una ausencia y ya no como una fuerza positiva. El deseo se 
ve necesariamente relacionado con un término que falta, cuya misma esencia 
radica en faltar. Los signos del deseo, al no ser significantes, no lo devienen en 
la representación más que en función de un significante de la ausencia o de la 
carencia. La estructura no se forma y no aparece más que en función del tér¬ 
mino simbólico definido como carencia. El gran Otro como sexo no humano 
da lugar, en la representación, a un significante del gran Otro como término 
siempre careciente, sexo demasiado humano, falo de la castración molar 29 . 
Pero ahí también el planteamiento de Lacan adquiere toda su complejidad: 
pues, con toda seguridad, no cierra en el inconsciente una estructura edípica. 
Muestra, el contrario, que Edipo es imaginario, nada más que una imagen, 
un mito; y que esta o estas imágenes son producidas por una estructura edi- 
pizante; y que esta estructura sólo actúa en tanto que reproduce el elemen¬ 
to de la castración que no es imaginario, sino simbólico. Estos son los tres 
grandes planos de estructuración que corresponden a los conjuntos molares: 
Edipo como re-territorialización imaginaria del hombre privado, producida 
en las condiciones estructurales del capitalismo, en tanto que éste reproduce 


29. Lacan, Ecrits, pág. 819 («Si faltase este significante, todos los demás no significarían 
nada...»). Serge Leclaire muestra cómo la estructura se organiza alrededor de un término fál¬ 
tame, o más bien de un significante de la carencia o de la falta: «Es el significante electivo de 
la ausencia de lazo, el falo, el que volvemos a hallar en el privilegio único de su relación con la 
esencia de la carencia, emblema de la diferencia por excelencia, irreductible, la de los sexos... Si 
el hombre puede hablar es debido a que en un punto del sistema del lenguaje hay una garantía 
de la irreductibilidad de la carencia: el significante fálico...» (La Réalitédu désir, pág. 251). jQué 
raro es todo esto!... 


320 


y resucita el arcaísmo del símbolo imperial o del déspota desaparecido. Los 
tres son necesarios a la vez: precisamente para conducir a Edipo al punto de 
su autocrítica. Conducir a Edipo a ese punto es la tarea emprendida por La- 
can. (Igualmente, Elisabeth Roudinesco ha visto claramente que, en Lacan, 
la hipótesis de un inconsciente-lenguaje no encierra al inconsciente en una 
estructura lingüística, sino que lleva la lingüística a su punto de autocrítica, 
mostrando cómo la organización estructural de los significantes depende aún 
de un gran Significante despótico que actúa como arcaísmo) 30 . ¿Qué es el pun¬ 
to de autocrítica? Es aquél donde la estructura, más allá de las imágenes que 
la llenan y de lo simbólico que la condiciona en la representación, descubre su 
reverso como un principio positivo de no-consistencia que la disuelve: donde 
el deseo es vertido en el orden de la producción, referido a sus elementos mo¬ 
leculares y donde no carece de nada, ya que se define como ser objeto natural 
y sensible, al mismo tiempo que lo real se define como ser objetivo del deseo. 
Pues el inconsciente del esquizoanálisis ignora las personas, los conjuntos y 
las leyes; las imágenes, las estructuras y los símbolos. Es huérfano, al igual que 
anarquista y ateo. No es huérfano en el sentido en que el nombre del padre 
designaría una ausencia, sino en el sentido en que se produce a sí mismo en 
todo lugar donde los nombres de la historia designan intensidades presentes 
(«el mar de los nombres propios»). No es figurativo, pues su figural es abstrac¬ 
to, la figura-esquizia. No es estructural ni simbólico, pues su realidad es la de 
lo Real en su producción, en su inorganización misma. No es representativo, 
sino tan sólo maquínico y productivo. 

Destruir, destruir: la tarea del esquizoanálisis pasa por la destrucción, 
toda una limpieza, todo un raspado del inconsciente. Destruir Edipo, la ilu¬ 
sión del yo, el fantoche del super-yo, la culpabilidad, la ley, la castración... No 
se trata de piadosas destrucciones tal como las efectúa el psicoanálisis bajo la 
benevolente neutralidad del analista. Pues ésas serían destrucciones al modo 
de Elegel: maneras de conservar. ¿Cómo no hará reír la famosa neutralidad? ¿Y 
lo que el psicoanálisis llama, se atreve a llamar, desaparición o disolución de 
Edipo? Se nos dice que Edipo es indispensable, fuente de toda diferenciación 
posible, y que nos salva de la madre terrible indiferenciada. Pero esta madre te¬ 
rrible, la esfinge, también forma parte de Edipo: su indiferenciación no es más 
que el reverso de las diferenciaciones exclusivas que Edipo crea, ella misma es 
creada por Edipo: Edipo funciona necesariamente bajo la forma de este doble 

30. Elisabeth Roudinesco, «L’Action d’une métaphore». La Pensée, febrero de 1972 (cf. en 
los Ecrits, pág. 821, la manera como Lacan pone por encima del «símbolo cero», tomado en su 
sentido lingüístico, la idea de un «significante de la falta (carencia) de este símbolo»). 


321 


atolladero. Se nos dice que Edipo a su vez debe ser superado y que lo es por la 
castración, la latencia, la desexualización y la sublimación. Pero la castración 
¿qué es, sino Edipo elevado a la n potencia, Edipo vuelto simbólico y mucho 
más virulento? Y la latencia, esta pura fábula, ¿qué es, sino el silencio impuesto 
a las máquinas deseantes para que Edipo pueda desarrollarse, fortificarse en 
nosotros, acumular su esperma venenoso, el tiempo para volverse capaz de 
propagarse, de pasar a nuestros hijos futuros? Y, a su vez, la eliminación de la 
angustia de castración, la desexualización y la sublimación, ¿qué son, sino la 
divina aceptación, la resignación infinita de la mala conciencia, que para la 
mujer consiste en «cambiar su deseo de pene en deseo del hombre y del hijo» 
y para el hombre en asumir su actitud pasiva y en «inclinarse ante un sustituto 
del padre»? 31 Hemos «salido» tanto de Edipo que nos convertimos en su ejem¬ 
plo viviente, un cartel, un teorema en acto, para así hacer entrar en él a nues¬ 
tros hijos: hemos evolucionado en Edipo, nos hemos estructurado en Edipo, 
bajo el ojo neutro y benevolente del sustituto, hemos aprendido la canción de 
la castración, la carencia-de-ser-que-es-la-vida, «sí, por la castración / accede¬ 
mos / al Deeeeeseo...». Lo que se llama la desaparición de Edipo, es Edipo 
convertido en una idea. Sólo hay la idea para inyectar el veneno. Edipo debe 
convertirse en una idea para que, cada vez, broten sus brazos y sus piernas, sus 
labios y su bigote: «Al revivir a los muertos reminiscentes, tu yo se convierte 
en una especie de teorema mineral que constantemente demuestra la vanidad 
de la vida» 32 . Hemos sido triangulados en Edipo y triangularemos en él. De la 
familia a la pareja, de la pareja a la familia. En verdad, la neutralidad condes¬ 
cendiente del analista es muy limitada: cesa desde el momento que dejamos de 
responderle papá-mamá. Cesa desde que introducimos una maquinita desean¬ 
te, el magnetófono en la consulta del analista, cesa desde el momento en que 
se hace pasar un flujo que no se deja marcar con el tampón de Edipo, la marca 
del triángulo (se nos dice que tenemos la libido demasiado viscosa, o dema¬ 
siado líquida, contraindicaciones para el análisis). Cuando Fromm denuncia 
la existencia de una burocracia psicoanalítica, todavía no va suficientemente 
lejos, ya que no ve cual es el tampón de esta burocracia, y además no basta 
con una apelación a lo preedípico para escapar de él: lo preedípico, al igual 
que lo postedípico, todavía es un modo de llevar a Edipo toda la producción 
deseante — lo anedípico. Cuando Reich denuncia el modo como el psicoa¬ 
nálisis se pone al servicio de la represión social, todavía no va suficientemente 
lejos, ya que no ve que el vínculo del psicoanálisis con el capitalismo no es tan 

31. Freud, Analyse terminée et analyse interminable, págs. 36-37. 

32. Henry Miller, Hamlet, pág. 156. 


322 


sólo ideológico, sino mucho más estrecho, más íntimo; ya que el psicoanálisis 
depende directamente de un mecanismo económico (de donde sus relaciones 
con el dinero) por el que los flujos descodificados del deseo, tal como están 
presos en la axiomática del capitalismo, necesariamente deben ser volcados en 
un campo familiar en el que se efectúa la aplicación de esta axiomática: Edipo 
como última palabra del consumo capitalista, chupetear papá-mamá, hacerse 
triangular y marcar por el tampón en el diván, «luego es...». No menos que el 
aparato militar o burocrático, el psicoanálisis es un mecanismo de absorción 
de la plusvalía, y no lo es desde fuera, ya que su forma y su finalidad misma 
están marcadas por esta función social. No es el perverso, ni siquiera el autista, 
el que escapa al psicoanálisis, más bien podemos decir que todo el psicoanᬠ
lisis es una gigantesca perversión, una droga, un corte radical con la realidad, 
empezando por la realidad del deseo, un narcisismo, un autismo monstruoso: 
el autismo propio y la perversión intrínseca de la máquina del capital. En el 
límite, el psicoanálisis ya no se mide con ninguna realidad, ya no se abre a nin¬ 
gún exterior, se convierte él mismo en la prueba de la realidad y en la garantía 
de su propia prueba, la realidad como carencia a la que se lleva lo exterior y lo 
interior, la partida y la llegada: el psicoanálisis Índex sui, sin más referencia que 
él mismo o la «situación analítica». 

El psicoanálisis dice que la representación inconsciente nunca puede ser 
captada independientemente de las deformaciones, disfraces o desplazamientos 
que sufre. Por tanto, la representación inconsciente comprende esencialmen¬ 
te, en virtud de su ley, un representado desplazado con respecto a una instancia 
en perpetuo desplazamiento. Pero de ello se extraen dos conclusiones ilegíti¬ 
mas: que se pueda descubrir esa instancia a partir del representado desplazado; 
y, ello, porque esta instancia pertenezca a la representación, en calidad de re¬ 
presentante no representado, o de carencia «que mana en lo demasiado-lleno 
de una representación». Ocurre que el desplazamiento remite a movimientos 
muy diferentes: ora se trata del movimiento por el que la producción deseante 
no cesa de franquear el límite, de desterritorializarse, de hacer huir sus flujos, 
de pasar el umbral de la representación; ora se trata, al contrario, del movi¬ 
miento por el que el límite mismo es desplazado y pasa, ahora, al interior de la 
representación que opera las re-territorializaciones artificiales del deseo. Ahora 
bien, si podemos deducir del desplazado el desplazante, es tan sólo en el se¬ 
gundo sentido, en el que la representación molar se organiza alrededor de un 
representante que desplaza al representado. Pero no, en verdad, en el primer 
sentido, en el que los elementos no cesan de pasar a través de las mallas. He¬ 
mos visto en esta perspectiva cómo la ley de la representación desnaturalizaba 


323 


las fuerzas productivas del inconsciente y en su estructura misma inducía una 
falsa imagen que cogía al deseo en su trampa (imposibilidad de deducir de 
lo prohibido lo que está realmente prohibido). Sí, Edipo es el representado 
desplazado; sí, la castración es el representante, el desplazante, el significante 
— pero nada de todo esto constituye un material inconsciente, ni concierne a 
las producciones del inconsciente. Todo ello está más bien en el cruzamiento 
de dos operaciones de captura, aquélla en que la producción social represiva 
se hace reemplazar por creencias, aquélla en la que la producción deseante 
reprimida se halla reemplazada por representaciones. En verdad, no es el psi¬ 
coanálisis quien nos hace creer: preguntamos, volvemos a preguntar por Edipo 
y la castración, y estas demandas vienen de otra parte, más profunda. Pero el 
psicoanálisis ha encontrado el medio siguiente, y cumple la siguiente función: 
hacer sobrevivir las creencias incluso después del repudio, hacer creer a los 
que ya no creen en nada..., rehacerles una territorialidad privada, un Urstaat 
privado, un capital privado (el sueño como capital, decía Freud...). Por ello, 
el esquizoanálisis debe entregarse con todas sus fuerzas a las destrucciones 
necesarias. Destruir creencias y representaciones, escenas de teatro. Nunca ha¬ 
brá para esta tarea actividad demasiado malévola. Placer estallar a Edipo y la 
castración, intervenir brutalmente, cada vez que un sujeto entona el canto del 
mito o los versos de la tragedia, llevarlo siempre a la fábrica. Como dice Char- 
lus, «¡pero te importa un bledo tu abuela, eh, golfilla!». Edipo y la castración 
no son más que formaciones reactivas, resistencias, bloqueos y corazas, cuya 
destrucción llega demasido lentamente. Reich presiente un principio funda¬ 
mental del esquizoanálisis cuando dice que la destrucción de las resistencias no 
debe esperar al descubrimiento del material 33 . Pero es por una razón mucho 
más radical que la que él pensaba: ocurre que no hay material inconsciente, de 
tal modo que el esquizoanálisis no tiene que interpretar nada. No hay más que 
resistencias, y además máquinas, máquinas deseantes. Edipo es un resistencia; 
si hemos podido hablar del carácter intrínsecamente perverso del psicoanálisis 
es a causa de que la perversión en general es la re-territorialización de los flujos 
de deseo, cuyas máquinas, al contrario, son los índices de producción deste- 
rritorializada. El psicoanálisis re-territorializa en el diván, en la representación 
de Edipo y de la castración. El esquizoanálisis, por el contrario, debe desgajar 
los flujos desterritorializados del deseo, en los elementos moleculares de la 
producción deseante. Recordemos la regla práctica enunciada por Leclaire, la 
regla del derecho al sinsentido como a la ausencia de lazo... (Pero, ¿por qué no 

33. Reich, La Fonction de l’orgasme, págs. 137-139. Y L’Analyse caractérielle, tr. fr. Payot 
(ambos traducidos al castellano en Ed. Paidós, 1981). 


324 


ver, a continuación, en esta extrema dispersión, máquinas dispersas en toda 
máquina, una pura «ficción» que debe dar lugar a la Realidad definida como 
carencia, Edipo o castración llegados de nuevo al galope, al mismo tiempo que 
se vuelca la ausencia de lazo en un «significante» de la ausencia encargado de 
representarla, de ligarla a ella misma y de hacernos volver a pasar de un polo 
a otro del desplazamiento? Se vuelve a caer en el agujero molar pretendiendo 
desenmascarar lo real). 

Lo que lo complica todo es que la producción deseante necesita ser in¬ 
ducida a partir de la representación, necesita ser descubierta a lo largo de 
sus puntos de fuga. Los flujos descodificados del deseo forman la energía li¬ 
bre (libido) de las máquinas deseantes. Las máquinas deseantes se dibujan y 
despuntan en una tangente de desterritorialización que atraviesa los medios 
representativos y se extiende a lo largo del cuerpo sin órganos. Partir, huir, 
pero haciendo huir... Las propias máquinas deseantes son los flujos-esquizias 
o los cortes-flujos que cortan y corren a la vez sobre el cuerpo sin órganos: no 
la gran herida representada en la castración, sino las mil pequeñas conexiones, 
disyunciones, conjunciones, por las que cada máquina produce un flujo con 
respecto a otra que lo corta, y corta un flujo que otra produce. Más, ¿cómo po¬ 
drían dejar de ser volcados estos flujos descodificados y desterritorializados de 
la producción deseante en una territorialidad representativa cualquiera, cómo 
dejarían de formarla aún, aunque fuese en el cuerpo sin órganos como soporte 
indiferente de una última representación? Incluso los que saben «partir», los 
que hacen del partir algo tan natural como nacer y morir, los que se sumergen 
en busca del sexo no humano, Lawrence, Miller, levantan a lo lejos en algún 
lugar una territorialidad que todavía forma una representación antropomórfi- 
ca y fálica, el Oriente, Méjico o el Perú. Incluso el paseo o el viaje del esquizo 
no efectúan grandes desterritorializaciones sin tomar circuitos territoriales: el 
andar a trompicones de Molloy y de su bicicleta conserva la habitación de la 
madre como residuo de fin; las espirales vacilantes del Innombrable mantie¬ 
nen como centro incierto a la torre familiar en la que continúa girando y piso¬ 
teando a los suyos; la serie infinita de los parques yuxtapuestos e ilocalizables 
de Watt todavía tienen una referencia de la casa de Monsieur Knott, única 
capaz de «empujar el alma afuera», pero también de recordarla en su lugar. 
Todos nosotros somos perritos, necesitamos circuitos y ser paseados. Incluso 
los que mejor saben desconectarse, desengancharse, entran en conexiones de 
máquinas deseantes que reforman pequeñas tierras. Incluso los grandes deste¬ 
rritorializados de Gisela Pankow se ven llevados a descubrir, bajo las raíces del 
árbol fuera de la tierra que atraviesa su cuerpo sin órganos, la imagen de un 


325 


castillo de la familia 34 . Anteriormente distinguíamos dos polos del delirio, la 
línea de fuga molecular esquizofrénica y la catexis molar paranoica; pero tam¬ 
bién el polo perverso se opone al polo esquizofrénico, del mismo modo que 
la reconstitución de territorialidades se opone al movimiento de desterritoria- 
lización. Y si la perversión en el sentido más estricto efectúa un determinado 
tipo muy particular de re-territorialización en el artificio, la perversión en el 
sentido amplio comprende todos sus tipos, no sólo los artificiales, sino los exó¬ 
ticos, los arcaicos, los residuales, los privados, etc.: así Edipo y el psicoanálisis 
como perversión. Incluso las máquinas esquizofrénicas de Raymond Roussel 
se convierten en máquinas perversas de un teatro que representa África. En 
una palabra, no hay desterritorialización de los flujos de deseo esquizofrénico 
que no venga acompañada de re-territorializaciones globales o locales, que 
siempre reforman playas de representación. Además, no podemos evaluar la 
fuerza y la obstinación de una desterritorialización más que a través de los 
tipos de re-territorialización que la representan; una es el reverso de la otra. 
Nuestros amores son complejos de desterritorialización y de re-territorializa- 
ción. Lo que amamos siempre es un cierto mulato, una cierta mulata. Nunca 
podemos captar a la desterritorialización en sí misma, no captamos más que 
sus índices con respecto a las representaciones territoriales. Sea el ejemplo del 
sueño: sí, el sueño es edípico, no debemos sorprendernos, ya que es una re- 
territorialización perversa con respecto a la desterritorialización de la pesadilla 
del dormir. Pero, ¿por qué volver al sueño, por qué convertirlo en el camino 
real del deseo y del inconsciente, cuando, en verdad, es la manifestación de un 
super-yo, de un yo superpoderoso y superarcaizado (¿la Urszene del Urstaat?)? 
Y sin embargo, en el seno del mismo sueño, como del fantasma y del delirio, 
funcionan máquinas en tanto que índices de desterritorialización. En el sueño 
siempre hay máquinas dotadas de la extraña propiedad de pasar de mano en 
mano, de huir y de hacer correr, de llevar y de ser llevadas. El avión del coito 
parental, el coche del padre, la máquina de coser de la abuela, la bicicleta del 
hermanito, todos los objetos de vuelo y robo..., la máquina siempre es infernal 
en el sueño de familia. Introduce cortes y flujos que impiden que el sueño se 
encierre en su escena y se sistematice en su representación. Elace valer un fac¬ 
tor irreductible de sin- sentido que se desarrollará en otra parte y en el exterior, 
en las conjunciones de lo real en tanto que tal. El psicoanálisis no da buena 
cuenta de ello, por su obstinación edípica; ocurre que se re-territorializa en las 
personas y los medios, pero se desterritorializa en las máquinas. ¿Es el padre 

34. Gisela Pankow, L’Homme etsapsychose, 1969, págs. 68-72. Y sobre el papel de la casa, 
«La Dynamique de l’espace et le temps vécu», en Critique, febrero de 1972. 


326 


de Schreber el que actúa por mediación de las máquinas, o bien, al contrario, 
las máquinas funcionan por mediación del padre? El psicoanálisis se fija en los 
representantes imaginarios y estructurales de re-territorialización, mientras que el 
esquizoanálisis sigue los índices maquínicos de desterritorialización. Siempre la 
oposición entre el neurótico en el diván, como tierra última y estéril, última 
colonia agotada, con el esquizo de paseo en un circuito desterritorializado. 

Extracto de Michel Cournot sobre Chaplin que nos permite comprender 
claramente lo que es la risa esquizofrénica, la línea de fuga o de penetración 
esquizofrénicas y el proceso como desterritorialización, con sus índices maquí¬ 
nicos: «En el momento que hace que caiga por segunda vez la plancha sobre su 
cabeza —gesto psicótico—, Charles Chaplin provoca la risa del espectador. Sí, 
¿pero de qué risa se trata? ¿De qué espectador? Por ejemplo, ya no se plantea 
la cuestión de saber, en ese momento del film, si el espectador debe ver venir 
el accidente o si debe sorprenderle. Todo ocurre como si el espectador, en 
aquel momento, ya no estuviese en su butaca, ya no estuviese en la situación 
de observar las cosas. Una especie de gimnasia perceptiva lo ha llevado, poco 
a poco, no a identificarse con el personaje de Tiempos modernos, sino a expe¬ 
rimentar de forma inmediata la resistencia de los acontecimientos que acom¬ 
pañan a este personaje, a las mismas sorpresas, los mismos presentimientos, 
las mismas costumbres de aquél. De ese modo, la célebre máquina de comer, 
que en cierto sentido, por su desmesura, es extraña al film (Chaplin la había 
inventado veintidós años antes que el film), no es más que el ejercicio formal, 
absoluto, que prepara la conducta, también psicótica, del obrero aprisionado 
en la máquina, del que sólo la cabeza invertida sobresale y que se hace servir 
el almuerzo por Chaplin, puesto que es la hora. Si la risa es una reacción que 
toma ciertos circuitos, podemos decir que Charles Chaplin, a medida que 
avanzan las secuencias, desplaza progresivamente las reacciones, las hace retro¬ 
ceder, nivel por nivel, hasta el momento en que el espectador ya no es dueño 
de sus circuitos y tiende a tomar espontáneamente o bien un camino más 
corto, que no es practicable, que está obstruido, o bien un camino explícita¬ 
mente anunciado que no lleva a ninguna parte. Después de haber suprimido 
al espectador en tanto que tal, Chaplin desnaturaliza la risa, y ésta se convierte 
en otros tantos cortocircuitos de una mecánica desconectada. A veces se habla del 
pesimismo de Tiempos modernos y del optimismo de la imagen final. Ninguno 
de estos términos es adecuado a este film. Charles Chaplin, en Tiempos moder¬ 
nos, dibuja más bien, a una escala más pequeña, con un simple trazo, el diseño 
de varias manifestaciones opresivas. Fundamentales. El personaje principal, 
papel desempeñado por Chaplin, no tiene por qué ser activo o pasivo, consen- 


327 


tidor o refractario, ya que es la punta del lápiz que traza el dibujo, es el trazo 
mismo... Por ello, la imagen final está desprovista de optimismo. Después de 
esa constatación no sabemos qué puede pintar ahí el optimismo. Ese hombre 
y esa mujer vistos de espaldas, completamente negros, cuyas sombras no son 
proyectadas por ningún sol, no avanzan hacia nada. Los postes sin hilos que 
bordean la carretera por la izquierda, los árboles sin hojas que la bordean por 
la derecha no se juntan en el horizonte. No hay horizonte. Las colinas peladas 
del fondo no forman más que una raya confundida con el vacío que las do¬ 
mina. Ese hombre y esa mujer ya no están vivos, eso salta a la vista. Tampoco 
es pesimista. Lo que debía suceder ha sucedido. No se han matado. No han 
sido abatidos por la policía. No hay por qué ir a buscar la excusa de un acci¬ 
dente. Charles Chaplin no insistió. Fue aprisa, como de costumbre. Trazó el 
dibujo» 35 . 

En su tarea destructiva, el esquizoanálisis debe proceder del modo más 
rápido posible, pero además no puede proceder más que con gran paciencia, 
gran prudencia, deshaciendo sucesivamente las territorialidades y re- territo- 
rializaciones representativas por las que un sujeto pasa en su historia indivi¬ 
dual. Pues hay varias capas, varios planos de resistencia llegados de dentro o 
impuestos desde fuera. La esquizofrenia como proceso, la desterritorialización 
como proceso es inseparable de las estasis que la interrumpen, o bien la exas¬ 
peran, o bien la hacen girar en redondo, y la re-territorializan en neurosis, 
en perversión, en psicosis. Hasta el punto que el proceso no puede liberarse, 
proseguir y realizarse más que en la medida en que es capaz de crear — ¿qué, 
pues? una tierra nueva. Es preciso en cada caso volver a pasar por las tierras 
viejas, estudiar su naturaleza, su densidad, buscar cómo se agrupan en cada 
una los índices maquínicos que permiten sobrepasarla. Tierras familiares edí- 
picas de la neurosis, tierras artificiales de la perversión, tierras asilares de la 
psicosis, ¿cómo volver a conquistar en ellas cada vez el proceso, volver a empe¬ 
zar constantemente el viaje? La Recherche du tempsperdu como gran empresa 
del esquizoanálisis: todos los planos están atravesados hasta su línea de fuga 
molecular, penetración esquizofrénica; así en el beso durante el cual el rostro 
de Albertine salta de un plano de consistencia a otro para deshacerse, por 
último, en una nebulosa de moléculas. El lector siempre corre el riesgo de 
detenerse en determinado plano y decir sí, aquí es donde Proust se explica. 
Sin embargo, el narrador-araña no cesa de deshacer telas y planos, de volver 
a iniciar el viaje, de espiar los signos o los índices que funcionan como mᬠ
quinas y le permitirán ir más lejos. Este movimiento es el humor, el humor 

35. Michel Cournot, en Le Nouvel Observateur, 1 de noviembre de 1971. 


328 


negro. El narrador no se instala en las tierras familiares y neuróticas de Edipo, 
allí donde se establecen las conexiones globales y personales, no permanece en 
ellas, las atraviesa, las profana, las perfora, incluso liquida a su abuela con una 
máquina de atar los zapatos. Las tierras perversas de la homosexualidad allí 
donde se establecen las disyunciones exclusivas de las mujeres con las mujeres, 
de los hombres con los hombres, estallan igualmente en función de los índices 
maquínicos que las minan. Las tierras psicóticas, con sus conjunciones sobre 
el propio terreno (¡Charlus está, pues, ciertamente loco, Albertine tal vez lo 
estaba!), están atravesadas a su vez hasta el punto en que el problema ya no se 
plantea, ya no se plantea de ese modo. El narrador continúa su propio asun¬ 
to, hasta la patria desconocida, la tierra desconocida que, sola, crea su propia 
obra en marcha, la Recbercbe du temps perdu «in progress», funcionando como 
máquina deseante capaz de recoger y de tratar todos los índices. Se encamina 
hacia esas nuevas regiones donde las conexiones siempre son parciales y no 
personales, las conjunciones, nómadas y polívocas, las disyunciones inclusas, 
donde la homosexualidad y la heterosexualidad ya no pueden distinguirse: 
mundo de las comunicaciones transversales, donde el sexo no humano por fin 
conquistado se confunde con las flores, tierra nueva donde el deseo funciona 
según sus elementos y sus flujos moleculares. Tal viaje no implica necesaria¬ 
mente grandes movimientos en extensión, se hace inmóvil, en una habitación 
y sobre un cuerpo sin órganos, viaje intensivo que deshace todas las tierras en 
provecho de la que crea. 

La paciente reanudación del proceso o, al contrario, su interrupción están 
tan estrechamente mezcladas que no pueden ser evaluadas más que una en 
otra. ¿Cómo podría ser posible el viaje del esquizo independientemente de 
ciertos circuitos, cómo podría arreglárselas sin una tierra? Pero, a la inversa, 
¿cómo estar seguros de que estos circuitos no reforman las tierras demasiado 
conocidas del asilo, del artificio de la familia? Siempre volvemos a la misma 
cuestión: ¿de qué sufre el esquizo, ése cuyos sufrimientos son indecibles? ¿Su¬ 
fre del proceso mismo, o bien de sus interrupciones, cuando se le neurotiza en 
familia en la tierra del Edipo, cuando se psicotiza en tierra de asilo aquél que 
no se deja edipizar, cuando se pervierte en un medio artificial aquél que escapa 
al asilo y a la familia? Quizás no haya más que una enfermedad, la neurosis, 
la podredumbre edípica con la que se miden todas las interrupciones patóge¬ 
nas del proceso. La mayoría de las tentativas modernas — hospital de día, de 
noche, club de enfermos, hospitalización a domicilio, institución e incluso 
antipsiquiatría — permanecen amenazadas por un peligro que Jean Oury ha 
analizado con profundidad: ¿cómo evitar que la institución no reforme una 


329 


estructura asilar, o no constituya sociedades artificiales perversas y reformis¬ 
tas, o seudo-familias maternas y paternalistas residuales? No pensamos en las 
tentativas de la psiquiatría llamada comunitaria, cuyo fin declarado consiste 
en triangular, edipizar a todo el mundo, gente, animales y cosas, hasta el pun¬ 
to que se verá a una nueva raza de enfermos suplicar por reacción que se les 
devuelva el asilo o una pequeña tierra beckettiana, un cubo de basura para 
catatonizarse en un rincón. Pero, en un género menos abiertamente represivo, 
¿quién dice que la familia es un buen lugar, un buen circuito para el esquizo 
desterritorializado? Sin embargo, sería sorprendente, «las potencialidades te¬ 
rapéuticas del medio familiar»... Entonces, ¿el pueblo entero, el barrio? ¿Qué 
unidad molar formará un circuito suficientemente nómada? ¿Cómo impedir 
que la unidad escogida, aunque sea una institución específica, no constituya 
una sociedad perversa de tolerancia, un grupo de ayuda mutua que oculta 
los verdaderos problemas? ¿Es la estructura de la institución la que la salvará? 
Pero, ¿cómo romperá la estructura su relación con la castración neurotizan- 
te, pervertizante, psicotizante? ¿Cómo producirá algo distinto a un grupo so¬ 
metido? ¿Cómo dará libre curso al proceso, teniendo en cuenta que toda su 
organización molar tiene por función ligar el proceso molecular? E incluso la 
antipsiquiatría, particularmente sensible a la penetración esquizofrénica y al 
viaje intenso, se agota al proponer la imagen de un grupo sujeto que se vuel¬ 
ve a pervertir al punto, con antiguos esquizos encargados de guiar a los más 
recientes y, por postas, pequeñas capillas o, mejor, un convento en Ceylán. 

Sólo puede salvarnos de estos atolladeros una efectiva politización de la 
psiquiatría. Sin duda la antipsiquiatría ha ido bastante lejos en ese sentido, 
con Laing y Cooper. Sin embargo, creemos que todavía piensan esta politi¬ 
zación en términos de estructura y de resultado, más bien que en términos 
del proceso mismo. Por otra parte, localizan en una misma línea la alienación 
social y la alienación mental y tienden a identificarlas al mostrar cómo la ins¬ 
tancia familiar prolonga una en otra 36 . Entre ambas, sin embargo, la relación 
es más bien la de una disyunción inclusa. Ocurre que la descodificación y la 
desterritorialización de los flujos define el proceso mismo del capitalismo, es 

36. David Cooper, «Aliénation mentale et aliénation sociale», Recherches, diciembre 
1968, págs. 48-49: «La alienación social viene a recubrir la mayoría de las veces las diversas 
formas de alienación mental... Los admitidos en un hospital psiquiátrico, lo están no tanto 
porque estén enfermos, sino porque protestan de manera más o menos adecuada contra el 
orden social. El sistema social en el que están presos viene así a reforzar los perjuicios produ¬ 
cidos por el sistema familiar en el que han crecido. Esta autonomía que intentan afirmar con 
respecto a una microsociedad sirve de revelador de una alienación masiva ejercida por toda 
la sociedad». 


330 


decir, su esencia, su tendencia y su límite externo. Pero, nosotros sabemos 
que el proceso continuamente es interrumpido, o la tendencia opuesta o el 
límite desplazado por re-territorializaciones y representaciones subjetivas que 
operan tanto al nivel del capital como sujeto (la axiomática) como al nivel de 
las personas que lo efectúan (aplicación de la axiomática). Ahora bien, inú¬ 
tilmente intentaremos asignar la alienación social y la alienación mental a un 
lado u otro, en tanto establezcamos entre ambos una relación de exclusión. 
Sin embargo, la desterritorialización de los flujos en general se confunde con 
la alienación mental, ya que incluye las re-territorializaciones que no la dejan 
subsistir más que como el estado de un flujo particular, flujo de locura que se 
define así porque se le encarga de representar todo lo que escapa en los otros 
flujos a las axiomáticas y a las aplicaciones de re-territorialización. A la inversa, 
en todas las re-territorializaciones del capitalismo, se podrá hallar la forma de 
la alienación social en acto, ya que impiden a los flujos que huyan y mantie¬ 
nen el trabajo en el marco axiomático de la propiedad y el deseo en el marco 
aplicado de la familia; pero esta alienación social incluye a su vez la alienación 
mental que se halla representada o re-territorializada en neurosis, perversión, 
psicosis (enfermedades mentales). 

Una verdadera política de la psiquiatría, o de la antipsiquiatría, deberá 
consistir, por tanto, l.°) en deshacer todas las re-territorializaciones que trans¬ 
forman la locura en enfermedad mental, 2.°) en liberar en todos los flujos 
el movimiento esquizoide de su desterritorialización, de tal modo que este 
carácter ya no pueda calificar un residuo particular como flujo de locura, sino 
que afecte además a los flujos de trabajo y de deseo, de producción, de conoci¬ 
miento y de creación en su tendencia más profunda. La locura ya no existiría 
en tanto que locura, no porque habría sido transformada en «enfermedad 
mental», sino al contrario, porque recibiría el complemento de todos los de¬ 
más flujos, comprendidos la ciencia y el arte — teniendo en cuenta, por des¬ 
contado, que es llamada locura, y aparece como tal, sólo porque está privada 
de este complemento y se halla reducida a mostrarse ella sola para la desterri¬ 
torialización como proceso universal. Es tan sólo su privilegio indebido, y por 
encima de sus fuerzas, lo que la vuelve loca. Foucault, en este sentido, anun¬ 
ciaba una edad en la que la locura desaparecería, no sólo porque sería vertida 
en el espacio controlado de las enfermedades mentales («grandes acuarios ti¬ 
bios»), sino al contrario, porque el límite exterior que designa sería franqueado 
por otros flujos que escaparían por todos lados al control y nos arrastrarían 37 . 

37. Michel Foucault, «La Folie, l’absence d’oeuvre», La Table 7onde, mayo 1964 («Todo 
lo que hoy día sentimos sobre el modo del límite, o de lo extraño, o de lo insoportable, habrá 


331 


Por tanto, debemos decir que nunca se irá bastante lejos en el sentido de la 
desterritorialización: todavía no has visto nada, proceso irreversible. Y cuando 
consideramos lo que es profundamente artificial en las re-territorializaciones 
psicóticas hospitalarias, o bien neuróticas familiares, exclamamos: ¡aún más 
perversión! ¡aún más artificio! hasta que la tierra se vuelve tan artificial que 
el movimiento de desterritorialización crea necesariamente por sí mismo una 
nueva tierra. En este aspecto, el psicoanálisis es particularmente satisfactorio: 
toda su cura perversa consiste en transformar la neurosis familiar en neurosis 
artificial (de transferencia) y en erigir el diván, pequeño islote con su coman¬ 
dante, el psicoanalista, en territorialidad autónoma y de artificio último. En¬ 
tonces basta apenas con un esfuerzo suplementario para que todo caiga y nos 
arrastre al fin a otras lejanías. El papirotazo del esquizoanálisis, que reactiva el 
movimiento, reanuda con la tendencia, y empuja los simulacros hasta el punto 
en que dejan de ser imágenes artificiales para convertirse en índices de la nueva 
tierra. Eso es la realización del proceso: no una tierra prometida y preexistente, 
sino una tierra que se crea a medida que avanza su tendencia, su despegue, su 
propia desterritorialización. Movimiento del teatro de la crueldad; pues, es el 
único teatro de producción, allí donde los flujos franquean el umbral de la 
desterritorialización y producen la tierra nueva (no una esperanza, sino una 
simple «acta», un «diseño», donde el que huye hace huir y traza la tierra al 
desterritorializarse). Punto de fuga activa en el que la máquina revolucionaria, 
la máquina artística, la máquina científica, la máquina (esquizo) analítica se 
convierten en piezas y trozos unas de otras. 


* * 


* 


Sin embargo, la tarea negativa o destructiva del esquizoanálisis no es sepa¬ 
rable en modo alguno de sus tareas positivas (todas se realizan necesariamente 
a un mismo tiempo). La primera tarea positiva consiste en descubrir en un su¬ 
jeto la naturaleza, la formación o el funcionamiento de sus máquinas desean¬ 
tes, independientemente de cualquier interpretación. ¿Qué son tus máquinas 
deseantes, qué haces entrar en tus máquinas, y salir, cómo marcha todo ello, 
cuáles son tus sexos no humanos? El esquizoanalista es un mecánico y el esqui¬ 
zoanálisis es tan sólo funcional. A este respecto, todavía no puede permanecer 
en el examen aún interpretativo (desde el punto de vista del inconsciente) de 
las máquinas sociales en las que el sujeto está preso como engranaje o como 

llegado a la serenidad de lo positivo...»). 


332 



usuario, ni de las máquinas técnicas que están en su posesión favorita, o que 
perfecciona o incluso fabrica, ni del empleo que hace de las máquinas en sus 
sueños y sus fantasmas. Todavía son demasiado representativas y representan 
unidades demasiado grandes —incluso las máquinas perversas del sádico o del 
masoquista, las máquinas para influenciar del paranoico... Hemos visto, en ge¬ 
neral, que los seudo-análisis del «objeto» eran, verdaderamente, el grado más 
bajo de la actividad analítica, incluso y sobre todo cuando pretenden doblar el 
objeto real con un objeto imaginario; y más vale la clave de los sueños que un 
psicoanálisis de mercado. No obstante, la consideración de todas estas máqui¬ 
nas, tanto si son reales, simbólicas o imaginarias, debe intervenir de un modo 
por completo determinado: pero como índices funcionales para ponernos en 
la vía de las máquinas deseantes, de las que están más o menos cerca o afines. 
Las máquinas deseantes, en efecto, no son logradas más que a partir de deter¬ 
minado umbral de dispersión que no deja subsistir ni su identidad imaginaria 
ni su unidad estructural (estas instancias todavía pertenecen al orden de la in¬ 
terpretación, es decir, al orden del significado o del significante). Las máquinas 
deseantes tienen por piezas a los objetos parciales; los objetos parciales definen 
la working machine o las piezas trabajadoras, pero en un estado de dispersión 
tal que una pieza no cesa de remitir a otra de otra máquina, como el trébol 
rojo y la abeja, la avispa y la flor de orquídea, la bocina de bicicleta y el culo 
de rata muerta. No nos apresuremos a introducir un término que sería como 
un falo estructurando el conjunto y personificando las partes, unificando y 
totalizando. En todas partes hay libido como energía de máquina, y ni la bo¬ 
cina ni la abeja tienen el privilegio de ser un falo: éste no interviene más que 
en la organización estructural y las relaciones personales que se originan de 
ella, en donde cada cual, como el obrero convocado a la guerra, abandona sus 
máquinas y se pone a luchar por un trofeo como gran ausente, con una misma 
sanción, una misma herida irrisoria para todos, la castración. Toda esa lucha 
por el falo, voluntad de poder mal entendida, representación antropomórfica 
del sexo, toda esa concepción de la sexualidad que horrorizaba a Lawrence, 
precisamente porque no es más que una concepción, porque es una idea que 
la «razón» impone al inconsciente y que introduce en la esfera pulsional, y no 
una formación de esa esfera. Ahí el deseo se halla atrapado, especificado al sexo 
humano, en el conjunto molar unificado e identificado. Pero las máquinas 
deseantes viven, al contrario, bajo el régimen de dispersión de los elementos 
moleculares. Y no puede comprenderse lo que son los objetos parciales si no 
se ve en ellos a esos elementos, en lugar de las partes de un todo incluso parce¬ 
lado. Como decía Lawrence, el análisis no tiene que ocuparse de que aquello 


333 


se parezca a un concepto o a una persona, «las relaciones llamadas humanas 
no entran en liza» 38 . Tan sólo debe ocuparse (salvo en su tarea negativa) de las 
disposiciones maquínicas tomadas en el elemento de su dispersión molecular. 

Volvamos, pues, una vez más, a la regla que Serge Leclaire tan bien supo 
enunciar, incluso si en ella no se ve más que una ficción en lugar de lo real- 
deseo: las piezas o elementos de máquinas deseantes se reconocen en su inde¬ 
pendencia mutua, en que nada en una de ellas debe depender o depende de 
algo en otra. No deben ser determinaciones opuestas de una misma entidad, 
ni las diferenciaciones de un ser único, como lo masculino y lo femenino en 
el sexo humano, sino diferentes o realmente distintas, «seres» distintos, como 
los encontramos en la dispersión del sexo no humano (el trébol y la abeja). En 
tanto que el psicoanálisis no llegue a estos dispars, todavía no habrá encontra¬ 
do los objetos parciales como elementos últimos del inconsciente. Es en este 
sentido que Leclaire denominaba «cuerpo erógeno» no a un organismo despe¬ 
dazado, sino a una emisión de singularidades preindividuales y prepersonales, 
una pura multiplicidad dispersa y anárquica, sin unidad ni totalidad, y cuyos 
elementos están soldados, pegados por la distinción real o la ausencia mis¬ 
ma de lazo. Como las secuencias esquizoides becketianas: guijarros, bolsillos, 
boca; un zapato, una cazoleta de pipa, un paquetito blando no determinado, 
una tapa de timbre de bicicleta, media muleta... («si uno descansa indefinida¬ 
mente sobre el mismo conjunto de puras singularidades, puede pensar que se 
ha acercado a la singularidad del deseo del sujeto») 39 . En verdad, siempre se 
puede instaurar o restaurar un lazo cualquiera entre esos elementos: lazos or¬ 
gánicos entre los órganos o fragmentos de órganos que eventualmente forman 
parte de la multiplicidad; lazos psicológicos y axiológicos —bueno, malo— 
que remiten finalmente a las personas y a las escenas de las que se toman 
esos elementos; lazos estructurales entre las ideas o los conceptos que pueden 
corresponderles. Pero no es bajo este aspecto que los objetos parciales son los 
elementos del inconsciente y ni siquiera podemos seguir la imagen que nos 
propone de ellos su inventora, Melanie Klein. Ocurre que órganos o fragmen¬ 
tos de órganos no remiten en modo alguno a un organismo que funcionaría 
fantasmáticamente como unidad perdida o totalidad por venir. Su dispersión 
no tiene nada que ver con una carencia y constituye su modo de presencia en 
la multiplicidad que forman sin unificación ni totalización. Toda estructura 

38. D. H. Lawrence, «Psychanalyse et inconscient», 1920, en Homme d’abord, bibl. 10- 
18, págs. 255-256. 

39. Serge Leclaire, La Réalité du désir, pág. 245. Y Séminaire Vincennes, 1969, págs. 31-34 
(oposición entre le «cuerpo erógeno» y el organismo). 


334 


depuesta, toda memoria abolida, todo organismo anulado, todo lazo deshe¬ 
cho, valen como objetos parciales brutos, piezas trabajadoras dispersas de una 
máquina asimismo dispersa. En una palabra, los objetos parciales son las fun¬ 
ciones moleculares del inconsciente. Por ello, cuando hace un rato insistíamos 
en la diferencia entre las máquinas deseantes y todas las figuras de máquinas 
molares, pensábamos que unas estaban en las otras y no existían sin ellas, mas 
debíamos señalar la diferencia de régimen y de escala entre las dos clases. 

Cierto es que más bien nos preguntaremos cómo esas condiciones de 
dispersión, de distinción real y de ausencia de lazo permiten un régimen ma- 
quínico de cualquier tipo — cómo los objetos parciales así definidos pueden 
formar máquinas y disposiciones de máquinas. La respuesta está en el carácter 
pasivo de las síntesis o, lo que viene a ser lo mismo, en el carácter indirecto 
de las interacciones consideradas. Si es cierto que todo objeto parcial emite 
un flujo, este flujo está igualmente asociado a otro objetó parcial para el que 
define un campo de presencia potencial múltiple (una multiplicidad de anos 
para el flujo de mierda). La síntesis de conexión de los objetos parciales es 
indirecta puesto que uno, en cada punto de su presencia en el campo, siempre 
corta un flujo que el otro emite o produce relativamente, libre para emitir él 
mismo un flujo que otros cortan. Los flujos tienen como dos cabezas y por 
ellas se opera toda conexión productiva tal como hemos intentado dar cuenta 
de ello con la noción de flujo-esquizia o de corte-flujo. De tal modo que las 
verdaderas actividades del inconsciente, hacer manar y cortar, consisten en la 
síntesis pasiva misma en tanto que asegura la coexistencia y el desplazamiento 
relativos de dos funcionamientos diferentes. Supongamos ahora que los flujos 
respectivos asociados a dos objetos parciales se cubren al menos parcialmente: 
su producción permanece distinta con respecto a los objetos x ey que los emi¬ 
ten, pero no los campos de presencia con respecto a los objetos a y b que los 
pueblan y los cortan, de tal modo que el parcial a y el parcial b se vuelven en 
este aspecto indiscernibles (así la boca y el ano, la boca-ano del anoréxico). Y 
no son tan sólo indiscernibles en la región mixta, puesto que siempre se puede 
suponer que, habiendo cambiado su función en esta región, ya no pueden ser 
distinguidos por exclusión allí donde ambos flujos no se cubren: nos encon¬ 
tramos, entonces, ante una nueva síntesis pasiva en la que ay b están en una 
relación paradójica de disyunción inclusa. Queda, por último, la posibilidad, 
no de un recubrimiento de los flujos, sino de una permutación de los objetos 
que los emiten: se descubren franjas de interferencia en la orilla de cada cam¬ 
po de presencia, que dan prueba por lo demás de un flujo en otro, y forman 
síntesis conjuntivas residuales que guían el paso o el devenir claro de uno a 


335 


otro. Permutación de 2, 3, n órganos; polígonos abstractos de- formables que 
se ventilan el triángulo edípico figurativo y no cesan de deshacerlo. Todas es¬ 
tas síntesis pasivas indirectas, por binariedad, recubrimiento o permutación, 
son una sola y misma maquinaria del deseo. Pero, ¿quién dirá las máquinas 
deseantes de cada uno? ¿qué análisis será suficientemente minucioso? ¿La mᬠ
quina deseante de Mozart? «Dirija su culo hacia su boca..., ah, mi culo arde 
como fuego, ¿qué querrá decir esto? ¿Tal vez quiera salir una cagarruta? Sí, sí, 
cagarruta, te conozco, te veo y te siento. ¿Qué es eso, es posible?» 40 

Estas síntesis implican necesariamente la posición de un cuerpo sin órga¬ 
nos. Ocurre que el cuerpo sin órganos no es en modo alguno lo contrario de 
los órganos-objetos parciales. El mismo es producido en la primera síntesis pa¬ 
siva de conexión, como lo que va a neutralizar, o, al contrario, poner en mar¬ 
cha las dos actividades, las dos cabezas del deseo. Pues, como hemos visto, tan¬ 
to puede ser producido como el fluido amorfo de la antiproducción que como 
el soporte que se apropia de la producción de flujo. Tanto puede rechazar los 
órganos-objeto como atraerlos, apropiárselos. Pero en la repulsión tanto como 
en la atracción, no se opone a ellos, asegura tan sólo su propia oposición y 
su oposición a un organismo. El cuerpo sin órganos y los órganos-objetos 
parciales se oponen conjuntamente al organismo. El cuerpo sin órganos es 
producido como un todo, pero un todo al lado de las partes, y no las unifica ni 
las totaliza, se añade a ellas como una nueva parte realmente distinta. Cuando 
rechaza los órganos, así por ejemplo, en el montaje de la máquina paranoica, 
señala el límite externo de la pura multiplicidad que ellos mismos forman en 
tanto que multiplicidad no orgánica y no organizada. Y cuando los atrae y 
se vuelca sobre ellos, en el proceso de una máquina milagroseante fetichista, 
no los totaliza, ni los unifica al modo de un organismo: los órganos-objetos 
parciales se le enganchan y entran en él en las nuevas síntesis de disyunción 
inclusa y de conjunción nómada, de recubrimiento y de permutación que 
continúan repudiando el organismo y su organización. Es por el cuerpo y por 
los órganos que pasa el deseo, pero no por el organismo. Por ello, los objetos 
parciales no son la expresión de un organismo despedazado, reventado, que 
supondría una totalidad deshecha o las partes liberadas de un todo; el cuerpo 
sin órganos no es la expresión de un organismo encolado o «desdiferenciado» 
que sobrepasaría sus propias partes. En el fondo, los órganos-parciales y el 

40. Carta de Mozart, citada por Marcel Moré, Le Dieu Mozart et le monde des oiseaux, 
Gallimard, 1971, pág. 124: «Llegado a su mayoría de edad, encontró el medio de disimular 
su esencia divina entregándose a bromas escatológicas...» Moré muestra claramente cómo la 
máquina escatológica funciona bajo la «jaula» edípica y contra ella. 


336 


cuerpo sin órganos son una sola y misma cosa, una sola y misma multiplici¬ 
dad que debe ser pensada como tal por el esquizoanálisis. Los objetos parciales 
son las potencias directas del cuerpo sin órganos y el cuerpo sin órganos la materia 
bruta de los objetos parciales' 11 . El cuerpo sin órganos es la materia que siempre 
llena el espacio a tal o cual grado de intensidad y los objetos parciales son esos 
grados, esas partes intensivas que producen lo real en el espacio a partir de la 
materia como intensidad = 0. El cuerpo sin órganos es la sustancia inmanente, 
en el sentido más espinozista de la palabra; y los objetos parciales son como sus 
atributos últimos, que le pertenecen precisamente en tanto que son realmente 
distintos y no pueden en este concepto excluirse u oponerse. Los objetos par¬ 
ciales y el cuerpo sin órganos son los dos elementos materiales de las máquinas 
deseantes esquizofrénicas: unos como piezas trabajadoras, el otro como motor 
móvil; unos como micromoléculas, el otro como molécula gigante — ambos 
juntos en una relación de continuidad en los dos cabos de la cadena molecular 
del deseo. 

La cadena es como el aparato de transmisión o de reproducción en la 
máquina deseante. En tanto que reúne (sin unirlos, sin unificarlos) el cuerpo 
sin órganos y los objetos parciales, se confunde a la vez con la distribución de 
éstos sobre aquél, con la proyección de aquél sobre éstos, de donde se origina 
la apropiación. Además, la cadena implica otro tipo de síntesis que los flujos: 
ya no son las líneas de conexión las que atraviesan las piezas productivas de la 
máquina, sino toda una red de disyunción sobre la superficie de registro del 
cuerpo sin órganos. Sin duda hemos podido presentar las cosas en un orden 
lógico en el que la síntesis disyuntiva de registro parecía suceder a la síntesis 
conectiva de producción, una parte de la energía de producción (libido) se 
convertía en energía de registro (numen). Pero de hecho, no hay ninguna 
sucesión desde el punto de vista de la máquina misma que asegura la estricta 


41. En su estudio sobre «Objet magique, sorcellerie et fétichisme» (Nouvelle revue de 
psychanalyse, n.° 2, 1970), Pierre Bonnafé muestra a este respecto la insuficiencia de una noción 
como la de cuerpo despedazado: «Hay un despedazamiento del cuerpo, pero nunca con una 
sensación de pérdida o de degradación. Bien al contrario, tanto para el detentador como para 
el prójimo, el cuerpo es fragmentado por multiplicación: los otros ya no se relacionan con una 
persona simple, sino con un hombre-potencia x + y + z cuya vida ha crecido desmesuradamente, 
se ha dispersado uniéndose a otras fuerzas naturales..., puesto que su existencia ya no descansa 
en el centro de su persona, pues está disimulada en varios lugares lejanos e inexpugnables» 
(págs. 166-167). Bonnafé reconoce en el objeto mágico la existencia de las tres síntesis desean¬ 
tes: la síntesis conectiva, que compone fragmentos de la persona con los de animales o vegetales; 
la síntesis disyuntiva inclusa que registra el compuesto hombre-animal; la síntesis conjuntiva 
que implica una verdadera emigración de los restos o residuos. 


337 


coexistencia de las cadenas y de los flujos, como del cuerpo sin órganos y de los 
objetos parciales; la conversión de una parte de la energía no se realiza en tal 
o cual momento, es una condición previa y constante del sistema. La cadena 
es la red de las disyunciones inclusas sobre el cuerpo sin órganos, en tanto que 
recortan las conexiones productivas; las hace pasar al cuerpo sin órganos mi¬ 
sino y así canaliza o «codifica» los flujos. No obstante, toda la cuestión radica 
en saber si se puede hablar de un código al nivel de esta cadena molecular del 
deseo. Hemos visto que un código implicaba dos cosas — una u otra, o las dos 
juntas: por una parte, una especificación del cuerpo lleno como territorialidad 
de soporte, por otra, la erección de un significante despótico del que depen¬ 
de toda la cadena. En este aspecto, por más que oponga la axiomática a los 
códigos, puesto que trabaja con flujos descodificados, no puede proceder más 
que efectuando re-territorializaciones y resucitando la unidad significante. Las 
mismas nociones de código y de axiomática no parece que valgan, pues, más 
que para los conjuntos molares, allí donde la cadena significante forma tal o 
cual configuración determinada sobre un soporte él mismo especificado y en 
función de un significante separado. Estas condiciones no se cumplen sin que 
se formen y aparezcan exclusiones en la red disyuntiva (al mismo tiempo que 
las líneas conectivas toman un sentido global y específico). Sin embargo, es 
de un modo completamente distinto en la cadena propiamente molecular: en 
tanto que el cuerpo sin órganos es un soporte no especificado y no específico 
que señala el límite molecular de los conjuntos molares, la cadena no tiene 
más función que desterritorializar los flujos y hacerles pasar el muro del signi¬ 
ficante. Es decir, deshacer los códigos. La función de la cadena ya no radica en 
codificar los flujos sobre un cuerpo lleno de la tierra, del déspota o del capital, 
sino, al contrario, en descodificarlos sobre el cuerpo lleno sin órganos. Es una 
cadena de fuga y no de código. La cadena significante se ha convertido en una 
cadena de descodificación y de desterritorialización, que debe ser captada y no 
puede serlo más que como el reverso de los códigos y de las territorialidades. 
Esta cadena molecular todavía es significante porque está hecha con signos del 
deseo; pero estos signos ya no son por completo significantes, en tanto están 
bajo el régimen de las disyunciones inclusas en las que todo es posible. Estos 
signos son puntos de cualquier naturaleza, figuras maquínicas abstractas que 
se dan libremente en el cuerpo sin órganos y todavía no forman ninguna con¬ 
figuración estructurada (o más bien ya no la forman). Como dice Monod, de¬ 
bemos concebir una máquina que es tal por sus propiedades funcionales, pero 
no por su estructura, «en la que no se discierne más que el juego de combina- 


338 


dones ciegas» 42 . Precisamente, la ambigüedad de lo que los biólogos llaman 
código genético permite que podamos comprender una situación semejante: 
pues si la cadena correspondiente forma efectivamente códigos, en cuanto se 
enrolla en configuraciones molares exclusivas, deshace los códigos al desen¬ 
rollarse según una fibra molecular que incluye todas las figuras posibles. Del 
mismo modo, en Lacan, la organización simbólica de la estructura, con sus 
exclusiones que provienen de la función del significante, tiene como reverso la 
inorganización real del deseo. Se podría decir que el código genético remite a 
una descodificación génica: basta con captar las funciones de descodificación 
y de desterritorialización en su positividad propia, en tanto que implican un 
estado de cadena particular, distinto a la vez de toda axiomática y de todo 
código. La cadena molecular es la forma bajo la que el inconsciente génico, 
permaneciendo siempre sujeto, se reproduce a sí mismo. Y eso es, como he¬ 
mos visto, la inspiración primera del psicoanálisis: no añade un código a todos 
los que ya son conocidos. La cadena significante del inconsciente, Numen, no 
sirve para descubrir ni para descifrar códigos del deseo, sino al contrario, para 
hacer pasar flujos de deseo absolutamente descodificados, Libido, y para hallar 
en el deseo lo que mezcla todos los códigos y deshace todas las tierras. Cierto 
es que Edipo elevará el psicoanálisis al rango de un simple código, con la terri¬ 
torialidad familiar y el significante de la castración. Peor aún, el psicoanálisis 
querrá por sí mismo valer por una axiomática: es el famoso viraje en el que 
ya ni siquiera se relaciona con la escena familiar, sino tan sólo con la escena 
psicoanalítica que se supone garantiza su propia verdad y con la operación 
psicoanalítica que se supone garantiza su propio triunfo — ¡el diván como 
tierra axiomatizada, la axiomática de la «cura» como castración lograda! Sin 
embargo, al recodificar o axiomatizar de ese modo los flujos de deseo, el psi¬ 
coanálisis realiza un uso molar de la cadena significante, implicando un olvido 
o desconocimiento de todas las síntesis del inconsciente. 

El cuerpo sin órganos es el modelo de la muerte. Como ya compren¬ 
dieron los autores de terror, no es la muerte la que sirve de modelo a la ca¬ 
tatonía: es la esquizofrenia catatónica la que sirve de modelo para la muerte. 
Intensidad-cero. El modelo de la muerte aparece cuando el cuerpo sin órganos 
rechaza y depone los órganos — nada de boca, nada de lengua, nada de dien¬ 
tes... hasta la automutilación, hasta el suicidio. Sin embargo, no hay oposición 
real entre el cuerpo sin órganos y los órganos en tanto que objetos parciales; la 
única oposición real se da con el organismo molar que es su enemigo común. 


42. Jacques Monod, Le Hasard et la nécessité, pág. 112. 


339 


Vemos en la máquina deseante al mismo catatónico inspirado por el motor 
inmóvil que le obliga a deponer sus órganos, a inmovilizarlos, a hacerlos callar, 
pero también, empujado por las piezas trabajadoras, que funcionan enton¬ 
ces de manera estereotipada o autónoma, a reactivarlos, a volverlas a insufrar 
movimientos locales. Se trata de piezas diferentes de la máquina, diferentes 
y coexistentes, diferentes en su coexistencia misma. Además, es absurdo ha¬ 
blar de un deseo de muerte que se opondría cualitativamente a los deseos 
de vida. La muerte no es deseada, tan sólo la muerte desea, en concepto de 
cuerpo sin órganos o de motor inmóvil, y también la vida desea, en concepto 
de órganos de trabajo. No hay ahí dos deseos, sino dos piezas, dos clases de 
piezas de la máquina deseante, en la dispersión de la máquina misma. Sin 
embargo, el problema subsiste; ¿cómo puede funcionar todo junto? Pues to¬ 
davía no es un funcionamiento, sino tan sólo la condición (no estructural) 
de un funcionamiento molecular. El funcionamiento aparece cuando el mo¬ 
tor, bajo las condiciones precedentes, es decir, sin dejar de ser inmóvil y sin 
formar un organismo, atrae los órganos sobre el cuerpo sin órganos y se los 
apropia en el movimiento objetivo aparente. La repulsión es la condición del 
funcionamiento de la máquina, pero la atracción es el movimiento mismo. 
Que el funcionamiento depende de la condición, lo vemos claramente en la 
medida que ello no marcha más que estropeándose. Podemos decir, entonces, 
en qué consisten esta marcha y este funcionamiento: se trata, en el ciclo de la 
máquina deseante, de traducir constantemente, de convertir constantemente 
el modelo de la muerte en otra cosa distinta que es la experiencia de la muerte. 
Se trata de convertir la muerte que sube de dentro (en el cuerpo sin órganos) 
en muerte que llega de fuera (sobre el cuerpo sin órganos). 

Sin embargo, parece que la oscuridad se acumula, pues, ¿qué es la expe¬ 
riencia de la muerte distinta del modelo? ¿Es todavía en este caso un deseo de 
muerte? ¿Un ser para la muerte? ¿O bien una catexis de la muerte, aunque sea 
especulativa? Nada de todo esto. La experiencia de la muerte es la cosa más 
corriente del inconsciente, precisamente porque se realiza en la vida y para la 
vida, en todo paso o todo devenir, en toda intensidad como paso y devenir. 
Es propio de cada intensidad cargar en sí misma la intensidad-cero a partir de 
la cual es producida en un momento como lo que crece o disminuye en una 
infinidad de grados (como decía Klossowski, «un aflujo es necesario tan sólo 
para significar la ausencia de intensidad»). Hemos intentado mostrar, en ese 
sentido, cómo las relaciones de atracción o de repulsión producían tales deste¬ 
llos, sensaciones, emociones, que implican una nueva conversión energética y 
forman la tercera clase de síntesis, las síntesis de conjunción. Podríamos decir 


340 


que el inconsciente como sujeto real ha dispersado por todo el contorno de 
su ciclo un sujeto aparente, residual y nómada, que pasa por todos los deveni¬ 
res correspondientes a las disyunciones inclusas: última pieza de la máqui¬ 
na deseante, la pieza adyacente. Son estos devenires y sentimientos intensos, 
estas emociones intensivas que alimentan delirios y alucinaciones. Mas, en sí 
mismas, son lo más próximo a la materia de la que cargan en sí el grado cero. 
Ellas realizan la experiencia inconsciente de la muerte, en tanto que la muerte 
es lo sentido en todo sentimiento, lo que no cesa y no acaba de llegar en todo 
devenir — en el devinir-otro sexo, el devenir-raza, el devenir-dios, etc., for¬ 
mando las zonas de intensidad sobre el cuerpo sin órganos. Toda intensidad 
lleva en su propia vida la experiencia de la muerte y la envuelve. Y sin duda 
toda intensidad se apaga al final, ¡todo devenir deviene él mismo un devenir- 
muerte! Entonces la muerte llega efectivamente. Blanchot distingue claramen¬ 
te este carácter doble, estos dos aspectos irreductibles de la muerte, uno bajo 
el cual el sujeto aparente no cesa de vivir y de viajar como Se\ «no se cesa y no 
se acaba de morir», y el otro bajo el cual este mismo sujeto, fijado como Yo, 
muere efectivamente, es decir, cesa por fin de morir pues acaba por morir, en 
la realidad de un último instante que lo fija así como Yo aunque deshaciendo 
la intensidad, llevándola al cero que la envuelve 43 . De un aspecto a otro no hay 
del todo profundización personológica, sino algo distinto: hay retorno de la 
experiencia de la muerte al modelo de la muerte, en el ciclo de las máquinas 
deseantes. El ciclo está cerrado. Para una nueva partida, pues, ¿Yo es otro? Es 
preciso que la experiencia de la muerte nos haya proporcionado bastante expe¬ 
riencia amplia para vivir y saber que las máquinas deseantes no mueren. Y que 
el sujeto como pieza adyacente siempre es un «se» que realiza la experiencia, 
no un Yo que recibe el modelo. Pues el propio modelo no es más el Yo, sino 
el cuerpo sin órganos. Y Yo no se une al modelo sin que el modelo, de nuevo, 
no vuelva a partir hacia la experiencia. Siempre ir del modelo a la experiencia 
y volver a partir, volver del modelo a la experiencia, eso es esquizofrenizar la 
muerte, el ejercicio de las máquinas deseantes (su secreto, bien comprendido 
por los autores terroríficos). Las máquinas dicen esto y nos lo hacen vivir, sen¬ 
tir, más profundo que el delirio y más lejos que la alucinación: sí, el retorno a 
la repulsión condicionará otras atracciones, otros funcionamientos, la puesta 
en marcha de otras piezas trabajadoras sobre el cuerpo sin órganos, la puesta 
en marcha de otras piezas adyacentes al contorno y que tienen tanto derecho 

* Es el prenombre on, traducible de diversas maneras, por ejemplo, en este caso, podría ser 
también uno. (N. del T.) 

43. Sobre «la doble muerte», cf. Maurice Blanchot, L’Espace littéraire, Gallimard, 1955, 
págs. 104, 106 (tr. cast. Ed. Paidós, Buenos Aires, 1970) 


341 


de decir Se como nosotros mismos. «Que reviente en su estremecimiento por 
las cosas inauditas e innombrables: otros terribles trabajadores vendrán; empe¬ 
zarán por los horizontes donde el otro ha sucumbido». El eterno retorno como 
experiencia y circuito desterritorializado de todos los ciclos del deseo. 

La aventura del psicoanálisis es realmente curiosa. Debería ser un canto 
de vida, so pena de no valer nada. Prácticamente, debería enseñarnos a cantar 
la vida. Y hete ahí que de él emana el más triste canto de muerte, el más des¬ 
hecho: eiapopeia. Freud, desde un principio, por su dualismo obstinado de las 
pulsiones, no dejó de querer limitar el descubrimiento de una esencia subjeti¬ 
va o vital del deseo como libido. Pero cuando el dualismo se convirtió en un 
instinto de muerte contra Eros, ya no fue una simple limitación, fue una liqui¬ 
dación de la libido. Reich no se engañó, fue tal vez el único en mantener que 
el producto del análisis debía ser un hombre libre y alegre, portador de flujo de 
vida, capaz de llevarlos hasta el desierto y descodificarlos — incluso si esta idea 
tomaba necesariamente la apariencia de una idea loca, en razón de eso en que 
se había convertido el análisis. Mostraba como Freud había repudiado la po¬ 
sición sexual tanto como Jung y Adler: en efecto, la asignación del instinto de 
muerte priva a la sexualidad de su papel motor, al menos en el punto esencial 
de la génesis de la angustia, puesto que ésta se convierte en causa autónoma 
de la represión sexual en lugar de resultado; de ahí se desprende que la sexua¬ 
lidad como deseo ya no anime una crítica social de la civilización, sino que la 
civilización, al contrario, se halle santificada como la única instancia capaz de 
oponerse al instinto de muerte — ¿cómo? pues, girando en principio la muer¬ 
te contra la muerte, convirtiendo a la muerte girada en una fuerza de deseo, 
poniéndola al servicio de una seudo vida por toda una cultura del sentimiento 
de culpabilidad... No hay por qué volver a comenzar esta historia en la que el 
psicoanálisis culmina en una teoría de la cultura que vuelve a tomar la vieja 
tarea del ideal ascético, Nirvana, burbuja de cultura, juzgar la vida, despreciar 
la vida, medirla con la muerte, y guardar de ella sólo lo que quiere dejamos su 
muerte de la muerte, sublime resignación. Como dice Reich, cuando el psi¬ 
coanálisis se puso a hablar de Eros, todo el mundo suspiró de gozo, se sabía lo 
que eso quería decir y que todo iba a suceder en una vida mortificada, puesto 
que Thanatos era ahora el compañero de Eros, para lo peor, pero también para 
lo mejor 44 El psicoanálisis se convierte en la formación de un nuevo tipo de 

44. Reich, La Fonction de l’orgasme, pág. 103. (Se puede hallar en Paul Ricoeur una justa 
interpretación, aunque impregnada de idealismo, de la teoría de la cultura en Freud y de su 
evolución catastrófica en lo concerniente al sentimiento de culpabilidad: sobre la muerte y «la 
muerte de la muerte», cf. De l’interpretation, Ed. du Seuil, 1965, págs. 299-303.) (trad. cast. 
Ed. Taurus). 


342 


sacerdotes, animadores de la mala conciencia: es de ella que se está enfermo, 
¡pero también es ella la que nos curará! Freud no ocultaba la verdadera cues¬ 
tión con respecto al instinto de muerte: no es cuestión de ningún hecho, sino 
tan sólo de un principio, cuestión de principio. El instinto de muerte es puro 
silencio, pura trascendencia no dable y no dada en la experiencia. Este punto 
mismo es por completo relevante: porque la muerte, según Freud, no tiene 
modelo ni experiencia, Freud la convierte en un principio trascendente 45 . De 
tal modo que los psicoanalistas que rechazaron el instinto de muerte lo hicie¬ 
ron por las mismas razones que los que lo aceptaron: unos decían que no había 
instinto de muerte puesto que no tenía modelo ni experiencia en el inconscien¬ 
te, los otros, que había un instinto de muerte precisamente porque no había ni 
su modelo ni su experiencia. Nosotros, al contrario, decimos: no hay instinto 
de muerte porque hay modelo y experiencia de la muerte en el inconsciente. 
La muerte es, entonces, una pieza de máquina deseante, que debe ser juzgada, 
evaluada en el funcionamiento de la máquina y el sistema de sus conversiones 
energéticas, y no como principio abstracto. 

Si Freud lo necesita como principio es en virtud de las exigencias del 
dualismo que reclama una oposición cualitativa entre las pulsiones (no saldrás 
del conflicto): cuando el dualismo de las pulsiones sexuales y de las pulsiones 
del yo no tiene más que un alcance tópico, el dualismo cualitativo o dinámico 
pasa entre Eros y Thanatos. Pero la misma empresa continúa y se fortifica: 
eliminar el elemento maquínico del deseo, las máquinas deseantes. Se trata 
de eliminar la libido, en tanto que ésta implica la posibilidad de conversiones 
energéticas en la máquina (Libido-Numen-Voluptas). Se trata de imponer la 
idea de una dualidad energética que vuelve imposibles las transformaciones 
maquínicas, todo debe pasar por una energía neutra indiferente, la que ema¬ 
na de Edipo, capaz de añadirse a una u otra de las dos formas irreductibles 
— neutralizar, mortificar la vida 46 . Las dualidades tópica y dinámica tienen 
como finalidad apartar el punto de vista de la multiplicidad funcional, que 
sólo es económico. (Szondi planteará claramente el problema: ¿por qué dos 
clases de cuestiones calificadas molares, funcionando misteriosamente, es de- 


45. Freud, Inhibition, symptóme et angoisse, 1926, tr. fr. P.U.F., pág. 53. 

46. Sobre la imposibilidad de las conversiones cualitativas inmediatas y la necesidad de 
pasar por una energía neutra, cf. Freud, «Le Moi et le 9 a», 1923, en Essais de psychanalyse, tr. 
fr. Payot, págs. 210-215. Esta imposibilidad, esta necesidad, ya no se comprende, creemos, si 
se admite con Jean Laplanche que «la pulsión de muerte no tiene energía propia» (Vie et mort 
en psychanalyse, Flammarion, 1970, pág. 211). La pulsión de muerte ya no podría entrar en un 
verdadero dualismo, o debería confundirse con la energía neutra misma, cosa que niega Freud. 


343 


cir, edípicamente, en vez de n genes de pulsiones, ocho genes moleculares, 
por ejemplo, funcionando maquínicamente?) Si se busca en esa dirección la 
última razón por la que Freud erige un instinto de muerte trascendente como 
principio, la hallaremos en la práctica misma. Pues si el principio no tiene 
nada que ver con los hechos, tiene mucho que ver con la concepción que se 
tiene de la práctica y que se quiere imponer. Freud efectuó el descubrimiento 
más profundo de la esencia subjetiva abstracta del deseo, Libido. Pero como 
volvió a alienar esta esencia, la volvió a cargar en un sistema subjetivo de re¬ 
presentación del yo, como la volvió a codificar sobre la territorialidad residual 
de Edipo y bajo el significante despótico de la castración—, entonces ya no 
podía concebir la esencia de la vida más que una forma vuelta contra sí, bajo 
la forma de la muerte misma. Y esta neutralización, esta vuelta contra la vida, 
todavía es la última manera como una libido depresiva y agotada puede conti¬ 
nuar sobreviviendo y soñar que sobrevive: «El ideal ascético es un expediente 
del arte de conservar la vida... Sí, incluso cuando se yerre, ese señor destructor, 
destructor de sí mismo, es encima la herida lo que le obliga a vivir...» 47 Edipo, 
tierra cenagosa, desprende un profundo olor de podredumbre y de muerte; y 
la castración, la piadosa herida ascética, el significante, convierte a esta muerte 
en un conservatorio para la vida edípica. El deseo es en sí mismo, no deseo 
de amar, sino fuerza de amar, virtud que da y produce, que maquina (pues, 
¿cómo lo que está en la vida podría además desear la vida? ¿quién puede lla¬ 
mar a esto un deseo?) Pero es preciso, en nombre de una horrible Ananké, la 
Ananké de los débiles y de los deprimidos, la Ananké neurótica contagiosa, 
que el deseo se vuelva contra sí, que produzca su sombra o su simio y halle 
una extraña fuerza artificial en vegetar en el vacío, en el seno de su propia ca¬ 
rencia. ¿Para días mejores? Es preciso —pero, ¿quién habla de ese modo? ¿qué 
abyección?— que se vuelva deseo de ser amado y, aún peor, deseo llorón de 
haber sido amado, deseo que renace de su propia frustración: no, papá-mamá 
no me ha amado bastante... El deseo enfermo se acuesta en el diván, ciénaga 
artificial, tierrecita, madrecita. «Mira: ya no puedes andar, tropiezas, ya no 
sabes utilizar tus piernas... y la única causa está en tu deseo de ser amado, un 
deseo sentimental y llorón que quita toda firmeza a tus rodillas» 48 . Pues, del 
mismo modo que hay dos estómagos para el rumiante, debe haber dos abor¬ 
tos, dos castraciones para el deseo enfermo: una vez en familia, en la escena 
familiar, con la máquina de tricotar; la otra, en clínica de lujo aséptica, en la 
escena psico-analítica, con artistas especialistas que saben manejar el instinto 

47. Nietzsche, Génédogie de la morale, II, 13 (tr. cast. Ed. Laia, 1981). 

48. D. H. Lawrence, La Verge d’Aaron, pág. 99. 


344 


de muerte y «lograr» la castración, «lograr» la frustración. En verdad, ¿es éste el 
medio conveniente para los días mejores? ¿Todas las destrucciones efectuadas 
por el esquizoanálisis no valen más que ese conservatorio psicoanalítico, no 
forman parte de una tarea afirmativa? «Extiéndase en el sofá mullido que le 
ofrece el analista y trate de concebir algo distinto... Si se da cuenta de que el 
analista es un ser humano como usted, aburrimientos, defectos, ambiciones, 
debilidades y todo lo demás, que no es depositario de una sabiduría universal 
(= código), sino un vagabundo como usted mismo (desterritorializado), tal 
vez cesará de vomitar sus aguas de alcantarilla, por melodioso que sea su eco 
en sus orejas; tal vez usted se erguirá sobre sus dos piernas y se pondrá a can¬ 
tar con toda la voz que le dio el Señor (numen). Confesarse, fingir, quejarse, 
lamentarse, cuesta demasiado. Cantar es gratis. Y no sólo gratis, se enriquece 
a los otros (en vez de infectarlos)... El mundo de los fantasmas es el que no 
hemos acabado de conquistar. Es un mundo del pasado, no del futuro. Ir hacia 
adelante aferrándose al pasado es arrastrar consigo las cadenas del presidiario... 
No hay uno solo de nosotros que no sea culpable de un crimen: el, enorme, de 
no vivir plenamente la vida» 49 . No has nacido Edipo, has activado a Edipo en 
ti; y cuentas que lo podrás sacar mediante el fantasma, la castración, pero esto 
es a su vez lo que has hecho estimular en Edipo, a saber, tú mismo, el horrible 
círculo. Mierda para todo tu teatro mortífero, imaginario o simbólico. ¿Qué 
pide el esquizoanálisis? Nada más que algo de verdadera relación con el exterior, 
algo de realidad real. Además, reclamamos el derecho a una ligereza y a una 
incompetencia radicales, el de entrar en el despacho del analista y decir que 
eso sienta mal en ti. Se huele la gran muerte y el pequeño yo. 

El propio Freud manifestó la vinculación de su «descubrimiento» del ins¬ 
tinto de muerte con la guerra del 14-18, modelo de la guerra capitalista. De 
un modo más general, el instinto de muerte celebra las bodas del psicoanᬠ
lisis con el capitalismo; antes era un noviazgo aún indeciso. Lo que hemos 
intentado mostrar a propósito del capitalismo es de qué modo heredaba una 
instancia trascendente mortífera, el significante despótico, y lo efusionaba por 
toda la inmanencia de su propio sistema: el cuerpo lleno convertido en el del 
capital-dinero suprime la distinción entre la antiproducción y la producción; 
mezcla por todas partes la antiproducción con las fuerzas productivas, en la 
reproducción inmanente de sus propios límites siempre ampliados (axiomᬠ
tica). La empresa de muerte es una de las formas principales y específicas de 
la absorción de la plusvalía en el capitalismo. Es ese mismo camino el que el 

49. Henry Miller, Sexus, pág. 450-452 (añadimos lo que está entre paréntesis). Debere¬ 
mos remitir en Sexus a los ejercicios de psicoanálisis cómico. Tr. cast. Ed. Alfaguara.) 


345 


psicoanálisis recobra y rehace con el instinto de muerte: éste ya no es más que 
puro silencio en su distinción trascendente con la vida, pero no efusiona más 
que a través de todas las combinaciones inmanentes que forma con esta vida 
misma. La muerte inmanente, difusa, absorbida, ése es el estado que toma el 
significante en el capitalismo, la caja vacía que se desplaza por todas partes 
para taponar los escapes esquizofrénicos y agarrotar las huidas. El único mito 
moderno es el de los zombis — esquizos mortificados, buenos para el trabajo, 
conducidos a la razón. En este sentido, el salvaje y el bárbaro, con sus mane¬ 
ras de codificar la muerte, son niños con respecto al hombre moderno y su 
axiomática (se precisan tantos parados, tantos muertos, la guerra de Argelia ya 
no mata tantos como los accidentes de automóvil durante el fin de semana, 
la muerte planificada de Bengala, etc.). El hombre moderno «delira mucho 
más. Su delirio es un standard con trece teléfonos. Da órdenes al mundo. 
No le gustan las damas. También es valiente. Se le condecora con todas las 
fuerzas. En el juego del hombre, el instinto de muerte, el instinto silencioso 
está bien situado, tal vez al lado del egoísmo. Mantiene el lugar del cero en 
la ruleta. El casino siempre gana. La muerte también. La ley de los grandes 
números trabaja para ello...» 50 . Este es el momento para que volvamos a tomar 
un problema que habíamos dejado en suspenso. Una vez dicho que el capita¬ 
lismo trabaja sobre flujos descodificados en tanto que tales, ¿cómo es posible 
que esté mucho más alejado de la producción deseante que los sistemas pri¬ 
mitivos o bárbaros que, sin embargo, codifican o sobrecodifican los flujos? 
Una vez dicho que la producción deseante es una producción descodificada y 
desterritorializada, ¿cómo explicar que el capitalismo, con su axiomática, su 
estadística, efectúe una represión mucho más vasta de esta producción que los 
regímenes precedentes, que, sin embargo, no carecían de medios represivos? 
Liemos visto que los conjuntos estadísticos molares de producción social es¬ 
taban en una relación de afinidad variable con las formaciones moleculares de 
producción deseante. Lo que debemos explicar es que el conjunto capitalista 
sea el menos afín, en el mismo momento que descodifica y desterritorializa 
con todas sus fuerzas. 

La respuesta es instinto de muerte, llamando instinto en general a las 
condiciones de vida histórica y socialmente determinadas por las relaciones de 
producción y de antiproducción en un sistema. Sabemos que la producción 
molar social y la producción molecular deseante deben ser juzgadas a la vez 
desde el punto de vista de su identidad de naturaleza y desde el punto de vista 
de su diferencia de régimen. Sin embargo, es posible que estos dos aspectos, la 

50. L. F. Celine, en L’Herne , n.° 3, pág. 171. 


346 


naturaleza y el régimen, sean en cierta manera potenciales y no se actualicen 
más que en razón inversa. Es decir, allí donde los regímenes están más cerca¬ 
nos, la identidad de naturaleza está, al contrario en el mínimo; y allí donde la 
identidad de naturaleza aparece al máximo, los regímenes difieren en el grado 
más alto. Si consideramos los conjuntos primitivos o bárbaros, vemos que la 
esencia subjetiva del deseo como producción se halla referida a grandes objeti¬ 
vidades, cuerpo territorial o despótico, que actúan como presupuestos natura¬ 
les o divinos y aseguran, por tanto, la codificación o la sobrecodificación de los 
flujos de deseo introduciéndolos en sistemas objetivos de representación. Po¬ 
demos decir, pues, que la identidad de naturaleza entre las dos producciones 
está por completo oculta: tanto por la diferencia entre el socius objetivo y el 
cuerpo lleno subjetivo de la producción deseante, como por la diferencia entre 
los códigos y sobrecodificaciones cualificadas de la producción social y las ca¬ 
denas de descodificación o de desterritorialización de la producción deseante, 
y por todo el aparato represivo representado en las prohibiciones salvajes, la 
ley bárbara y los derechos de la antiproducción. Y sin embargo, en vez de que 
la diferencia de régimen se acuse y se ahonde, es al contrario reducida al mí¬ 
nimo, ya que la producción deseante como límite absoluto permanece siendo 
un límite exterior, o bien permanece inocupado como límite interiorizado y 
desplazado, de tal modo que las máquinas del deseo funcionan más acá de su 
límite en el marco del socius y de sus códigos. Por ello, los códigos primitivos e 
incluso las sobrecodificaciones despóticas manifiestan una polivicidad que los 
acercan funcionalmente a una cadena de descodificación del deseo: las piezas 
de máquinas deseantes funcionan en los engranajes mismos de la máquina 
social, los flujos de deseo entran y salen por los códigos que no cesan a la vez 
de informar el modelo y la experiencia de la muerte elaborados en la unidad 
del aparato social-deseante. Hay tanto menos instinto de muerte en cuanto el 
modelo y la experiencia están mejor codificados en un circuito que no cesa de 
injertar las máquinas deseantes en la máquina social y de implantar la máqui¬ 
na social en las máquinas deseantes. La muerte viene tanto más de fuera cuan¬ 
to está codificada dentro. Lo cual es cierto sobre todo del sistema de crueldad, 
en el que la muerte se inscribe en el mecanismo primitivo de la plusvalía como 
en el movimiento de los bloques finitos de deuda. Pero, incluso en el sistema 
del terror despótico, en el cual la tierra se vuelve infinita y la muerte conoce 
un agotamiento que tiende a convertirla en un instinto latente, un modelo no 
deja de subsistir en la ley sobrecodificante, y una experiencia para los sujetos 
sobrecodificados, al mismo tiempo que la antiproducción permanece separada 
como la parte del señor. 


347 


Ocurre de un modo muy diferente en el capitalismo. Precisamente por¬ 
que los flujos del capital son flujos descodificados y desterritorializados —pre¬ 
cisamente porque la esencia subjetiva de la producción se descubre en el capi¬ 
talismo—, precisamente porque el límite se vuelve interior al capitalismo y no 
cesa de reproducirlo además de ocuparlo como límite interiorizado y despla¬ 
zado — la identidad natural debe aparecer por sí misma entre la producción 
social y la producción deseante. Pero a su vez: en lugar de que esta identidad 
de la naturaleza favorezca una afinidad de régimen entre ambas producciones, 
acrecienta la diferencia de régimen de un modo catastrófico, monta un apa¬ 
rato de represión que ni siquiera podían insinuar el salvajismo ni la barbarie. 
Ocurre que, sobre el fondo de desmoronamiento de las grandes objetividades, 
los flujos descodificados y desterritorializados no son recogidos o recuperados, 
sino captados de un modo inmediato en una axiomática sin código que los 
relaciona con el universo de la representación subjetiva. Ahora bien, este uni¬ 
verso tiene como función escindir la esencia subjetiva (identidad de naturale¬ 
za) en dos funciones, la del trabajo abstracto alienado en la propiedad privada 
que reproduce los límites interiores siempre ampliados y la del deseo abstracto 
alienado en la familia privatizada que desplaza límites interiorizados siempre 
más pequeños. La doble alienación trabajo-deseo no cesa de crecer y surcar 
la diferencia de régimen en el seno de la identidad de naturaleza. Al mismo 
tiempo que la muerte es descodificada, pierde su relación con un modelo y 
una experiencia y se vuelve instinto, es decir, efusiona en el sistema inmanente 
en el que cada acto de producción se halla inextrincablemente mezclado con la 
instancia de antiproducción como capital. Allí donde los códigos están deshe¬ 
chos, el instinto de muerte se apropia del aparato represivo y se pone a dirigir 
la circulación de la libido. Axiomática mortuoria. Podemos pensar, entonces, 
en deseos liberados, pero que, como cadáveres, se alimentan de imágenes. No 
se desea la muerte, pero lo que se desea está muerto, ya muerto: imágenes. 
Todo trabaja en la muerte, todo desea para la muerte. En verdad, el capita¬ 
lismo no tiene nada por recuperar; o más bien, sus poderes de recuperación 
coexisten muy a menudo con lo que está por recuperar e incluso lo adelantan. 
(¿Cuántos grupos revolucionarios en tanto que tales están ya situados para una 
recuperación que no se realizará más que en el futuro y forman un aparato 
para la absorción de una plusvalía que todavía ni siquiera se ha producido: lo 
cual les proporciona, precisamente, una posición revolucionaria aparente?) En 
semejante mundo no hay un solo deseo viviente que no baste para hacer saltar 
por los aires al sistema o que no lo hiciese huir por un cabo por el que todo 
acabaría por seguir y sepultarse — cuestión de régimen. 


348 


Esas son las máquinas deseantes — con sus tres piezas: las piezas trabaja¬ 
doras, el motor inmóvil, la pieza adyacente — sus tres energías: Libido, Nu¬ 
men y Voluptas — sus tres síntesis: las síntesis conectivas de objetos parciales 
y flujos, las síntesis disyuntivas de singularidades y cadenas, las síntesis con¬ 
juntivas de intensidades y devenires. El esquizoana- lista no es un intérprete, 
menos aún un director de escena, es un mecánico, micromecánico. No hay 
excavaciones o arqueología en el inconsciente, no hay estatuas; sólo piedras 
para succionar, a lo Beckett, y otros elementos maquínicos de conjuntos deste- 
rritorializados. Se trata de hallar cuáles son las máquinas deseantes de alguien, 
cómo marchan, con qué síntesis, qué devenires en cada caso. Además, esta 
tarea positiva no puede separarse de las destrucciones indispensables, de la 
destrucción de los conjuntos molares, estructuras y representaciones que im¬ 
piden que la máquina funcione. No es fácil volver a encontrar las moléculas, 
incluso la molécula gigante, sus caminos, sus zonas de presencia y sus síntesis 
propias, a través de los grandes montones que llenan el preconsciente y dele¬ 
gan sus representantes en el mismo inconsciente, inmovilizando las máquinas, 
haciéndolas callar, engulléndolas, saboteándolas, atascándolas, inmovilizándo¬ 
las. No son las líneas de presión del inconsciente las que cuentan, son, al contrario, 
sus líneas de fuga. No es el inconsciente el que presiona a la conciencia; es la 
conciencia la que presiona y agarrota, para impedir que huya. En cuanto al 
inconsciente, es como el contrario platónico al acercarse a su contrario: huye 
o perece. Desde el principio hemos intentado mostrar cómo las producciones 
y formaciones del inconsciente eran no sólo rechazadas por una instancia de 
represión que establecería compromisos con ellas, sino verdaderamente recu¬ 
biertas por antiformaciones que desnaturalizan el inconsciente en sí mismo y 
le imponen causas, comprensiones, expresiones que no tienen nada que ver 
con su funcionamiento real: así todas las estatuas, las imágenes edípicas, las 
escenografías fantasmáticas, lo simbólico de la castración, la efusión del ins¬ 
tinto de muerte, las re-territorializaciones perversas. De tal modo que nunca 
podemos, como en una interpretación, leer lo reprimido a través de y en la 
represión, puesto que ésta no cesa de inducir una falsa imagen de lo que repri¬ 
me: usos ilegítimos y trascendentes de síntesis según los cuales el inconsciente 
ya no puede funcionar de acuerdo con sus propias máquinas constituyentes, 
sino tan sólo «representar» lo que un aparato represivo le da a representar. La 
forma misma de la interpretación se manifiesta incapaz de alcanzar el incons¬ 
ciente, puesto que ella misma suscita las ilusiones inevitables (incluyendo la 
estructura y el significante) por las que la conciencia se hace del inconsciente 
una imagen adecuada a sus deseos — todavía somos piadosos, el psicoanálisis 
permanece en la edad precrítica. 


349 


Sin duda, estas ilusiones nunca prenderían, si no se beneficiasen de una 
coincidencia y de un sostén en el inconsciente mismo, que aseguran la «presa». 
Hemos visto cuál era ese sostén: se trata de la represión originaria, tal como 
la ejerce el cuerpo sin órganos en el momento de la repulsión, en el seno de 
la producción deseante molecular. Sin esta represión originaria, nunca una 
represión propiamente dicha podría estar delegada en el inconsciente por las 
fuerzas molares y aplastar la producción deseante. La represión propiamente 
dicha se aprovecha de una oportunidad sin la cual no podría inmiscuirse en 
la maquinaria del deseo 51 . Al contrario del psicoanálisis, que cae en la trampa 
haciendo caer al inconsciente en su trampa, el esquizoanálisis sigue las líneas 
de fuga y los índices maquínicos hasta las máquinas deseantes. Si lo esencial 
de la tarea destructiva radicaba en deshacer la trampa edípica de la represión 
propiamente dicha, y todas sus dependencias, de un modo cada vez adaptado 
al «caso», lo esencial de la primera tarea positiva radica en asegurar la conver¬ 
sión maquínica de la represión originaria, ahí también de un modo variable y 
adaptado. Es decir, deshacer el bloqueo o la coincidencia sobre la que descansa 
la represión propiamente dicha, transformar la oposición aparente de la repul¬ 
sión (cuerpo sin órganos-máquinas objetos parciales) en condición de funcio¬ 
namiento real, asegurar este funcionamiento en las formas de la atracción y 
de la producción de intensidades, integrar desde ese momento los fallos en el 
funcionamiento atractivo y envolver el grado cero en las intensidades produci¬ 
das, y con ello repartir las máquinas deseantes. Ese es el punto focal y delicado, 
que vale por la transferencia en el esquizoanálisis (dispersar, esquizofrenizar la 
transferencia perversa del psicoanálisis). 


* * * 

Sin embargo, debemos cuidar que la diferencia de régimen no nos haga 
olvidar la identidad de naturaleza. Hay fundamentalmente dos polos; pero, 
si debemos presentarlos como la dualidad de las formaciones molares y de las 
formaciones moleculares, no podemos contentarnos con presentarlos de ese 
modo, puesto que no hay formación molecular que no sea por sí misma ca- 
texis de formación molar. No hay máquinas deseantes que existan fuera de las 
máquinas sociales que forman a gran escala; y no hay máquinas sociales sin las 
deseantes que las pueblan a pequeña escala. Además, no hay cadena molecular 
que no intercepte y no reproduzca bloques enteros de código o de axiomática 
molares y que esos bloques no contengan o no sellen fragmentos de cadena 
molecular. Una secuencia de deseo se halla prolongada por una serie social, o 

51. Cf. supra, cap. II, 7. 


350 


bien una máquina social tiene en sus engranajes piezas de máquinas deseantes. 
Las micromultiplicidades deseantes no son menos colectivas que los grandes 
conjuntos sociales, propiamente separables y constituyentes de una sola y mis¬ 
ma producción. Desde este punto de vista, la dualidad de los polos pasa menos 
entre lo molar y lo molecular que por el interior de las catexis sociales molares, 
puesto que de cualquier manera las formaciones moleculares son tales catexis. 
Por ello, nuestra teoría concerniente a los dos polos ha variado forzosamente. 
Ora oponíamos lo molar lo molecular como líneas de integración paranoicas, 
significantes y estructurales, y líneas de fuga esquizofrénicas, maquínicas y 
dispersadas; o incluso como el trazado de las re-territorializaciones perversas 
y el movimiento de las desterritorializaciones esquizofrénicas. Ora, al con¬ 
trario, los oponíamos como dos grandes tipos de catexis igualmente sociales, 
uno sedentario y bi-univocizante, de tendencia reaccionaria o fascista, el otro 
nómada y polívoco, de tendencia revolucionaria. En efecto, en la declaración 
esquizoide «Soy eternamente de raza inferior», «Soy una bestia, un negro», 
«Todos nosotros somos judíos alemanes», el campo histórico-social no está 
menos cargado que en la fórmula paranoica «Soy de los vuestros, y muy de 
nuestra casa, soy un ario puro, por siempre de raza superior»... Y de una fór¬ 
mula a otra todas las oscilaciones posibles, desde el punto de vista de la catexis 
libidinal inconsciente. ¿Cómo es posible? ¿Cómo la fuga esquizofrénica, con 
su dispersión molecular, puede formar una catexis tan fuerte y determinada 
como la otra? ¿Por qué hay dos tipos de catexis social, que corresponden a los 
dos polos? Porque en todo lugar hay lo molar y lo molecular; su disyunción es 
una relación de disyunción inclusa, que varía tan sólo según los dos sentidos 
de la subordinación, según que los fenómenos moleculares se subordinen a 
los grandes conjuntos, o que, al contrario, se los subordinen. En uno de los 
polos, los grandes conjuntos, las grandes formas de gregarismo no impiden 
la fuga que los vence y no oponen la catexis paranoica más que como una 
«fuga ante la fuga». Pero, en el otro polo, la fuga esquizofrénica no consiste 
tan sólo en alejarse de lo social, en vivir al margen: hace huir lo social por la 
multiplicidad de agujeros que lo atraviesan y lo roen, siempre apresándolo, 
disponiendo por todas partes las cargas moleculares que harán estallar lo que 
debe estallar, caer lo que debe caer, huir lo que debe huir, asegurando en cada 
punto la conversión de la esquizofrenia como proceso en fuerza efectivamente 
revolucionaria. Pues, ¿qué es el esquizo sino el que, en primer lugar, ya no 
puede soportar «todo eso», el dinero, la bolsa, las fuerzas de muerte, decía Ni- 
jinsky — valores morales, patrias, religiones y certezas privadas? Del esquizo 
al revolucionario tan sólo hay la diferencia entre el que huye y el saber hacer 


351 


huir lo que huye, reventando un tubo inmundo, haciendo pasar un diluvio, 
liberando un flujo, recortando una esquizia. El esquizo no es revolucionario, 
pero el proceso esquizofrénico (del que el esquizo no es más que la interrup¬ 
ción, o la continuación en el vacío) es el potencial de la revolución. A los que 
dicen que huir no es valeroso, respondemos: ¿quién no es fuga y catexis social 
al mismo tiempo? La elección no está más que entre dos polos, la contrafuga 
paranoica que anima todas las catexis conformistas, reaccionarias, fascistas, 
la fuga esquizofrénica convertible en catexis revolucionaria. Blanchot, de un 
modo admirable, dice de esta fuga revolucionaria, de esta caída, que debe ser 
pensada y manejada como lo más positivo: «¿Qué es esta fuga? La palabra está 
mal escogida para poder complacer. El valor radica, sin embargo, en aceptar el 
huir antes que vivir quieta e hipócritamente en falsos refugios. Los valores, las 
morales, las patrias, las religiones y esas certezas privadas que nuestra vanidad 
y nuestra complacencia nos otorgan generosamente, son otras tantas estancias 
engañosas que el mundo habilita para los que piensan mantenerse así de pie 
y en descanso, entre las cosas estables. No saben nada de ese inmenso fracaso 
en el que van, ignorantes de sí mismos, en el zumbido monótono de sus pasos 
siempre rápidos que los llevan impersonalmente por un gran movimiento in¬ 
móvil. Huida ante la huida. (Sea uno de esos hombres) que habiendo tenido 
la revelación de la deriva misteriosa, ya no soportan vivir en los falsos pretextos 
de la estancia. Primero intenta tomar ese movimiento por su cuenta. Querría 
alejarse personalmente. Vive al margen... (Pero) tal vez esto, la caída, ya no 
pueda ser un destino personal, sino el destino de cada uno en todos» 52 . A este 
respecto, la primera tesis del esquizoanálisis es: toda catexis es social y de cual¬ 
quier modo conduce a un campo social histórico. 

Recordemos los grandes rasgos de una formación molar o de una for¬ 
ma de gregarismo. Efectúan una unificación, una totalización de las fuerzas 
moleculares por acumulación estadística, obedeciendo a leyes de los grandes 
números. Esta unidad puede ser la unidad biológica de una species o la unidad 
estructural de un socius: un organismo, social o viviente, se halla compuesto 
como un todo, como un objeto global o completo. Es con respecto a ese 
nuevo orden que los objetos parciales de orden molecular aparecen como una 
carencia, al mismo tiempo que el propio todo se dice que carece a los objetos 
parciales. De ese modo, el deseo será soldado a la carencia. Los mil cortes- 
flujos que definen la dispersión positiva en una multiplicidad molecular son 
volcados en vacuolas de carencia que efectúan esta soldadura en un conjunto 
estadístico de orden molar. Freud mostraba, en ese sentido, cómo se pasaba de 

52. Maurice Blanchot, L’Amitié, Gallimard, 1971, págs. 232-233. 


352 


las multiplicidades psicóticas de dispersión, basadas en los cortes o esquizias, 
a grandes vacuolas determinadas globalmente, del tipo neurótico y castración: 
el neurótico necesita un objeto global con respecto al cual los objetos parciales 
pueden ser determinados como carencia y a la inversa 53 . Pero, de un modo 
más general, la transformación estadística de la multiplicidad molecular en 
conjunto molar organiza la carencia a gran escala. Semejante organización 
pertenece esencialmente al organismo biológico o social, species o socius. No 
hay sociedad que no habilite la carencia en su seno, por medios variables y 
propios (estos medios no son los mismos, por ejemplo, en una sociedad de 
tipo despótico o en una sociedad capitalista en la que la economía de mer¬ 
cado les proporciona un grado de perfección desconocido hasta entonces). 
Esta soldadura del deseo con la carencia proporciona, precisamente, al deseo 
fines, finalidades o intenciones colectivas y personales — en lugar del deseo 
preso en el orden real de su producción que se comporta como fenómeno 
molecular desprovisto de fin e intención. Además no hay que creer que la 
acumulación estadística sea un resultado del azar, un resultado al azar. Al con¬ 
trario, es el fruto de una selección que se ejerce sobre los elementos del azar. 
Cuando Nietzsche dice que la selección se ejerce por lo general en favor del 
gran número, lanza una intuición fundamental que inspirará al pensamiento 
moderno. Pues quiere decir que los grandes números o los grandes conjuntos 
no preexisten a una presión selectiva que originaría líneas singulares, sino que, 
al contrario, nacen de esta presión selectiva que aplasta, elimina o regulariza 
las singularidades. No es la selección la que supone un gregarismo primario, 
sino la gregariedad la que supone la selección y nace de ella. La «cultura» como 
proceso selectivo de mareaje o de inscripción inventa los grandes números en 
favor de los cuales se ejerce. Por ello, la estadística no es funcional, sino estruc¬ 
tural, y conduce a cadenas de fenómenos que la selección ha puesto ya en un 
estado de dependencia parcial (cadenas de Markoff). Lo vemos incluso en el 
código genético. En otros términos, las gregariedades nunca son cualesquiera, 
remiten a formas cualificadas que las producen por selección creadora. El or¬ 
den no es: gregariedad-selección, sino al contrario, multiplicidad molecular- 
formas de gregariedad ejerciendo la selección-conjuntos molares o gregarios 
que se derivan de ellas. 

¿Qué son estas formas cualificadas, «formaciones de soberanía» decía 
Nietzsche, que desempeñan el papel de objetividades totalizantes, unificantes, 

53. Cf. Freud, «L’Inconscient», 1915, en Métapsychologie, tr. fr. Gallimard, págs. 152- 
154: los dos usos del calcetín, uno psicótico, que lo trata como multiplicidad molecular de 
mallas, el otro neurótico, como objeto global y carencia molar. 


353 


significantes, fijando las organizaciones, las carencias y los fines? Son los cuer¬ 
pos llenos los que determinan los diferentes modos del socius, verdaderos con¬ 
juntos pesados de la tierra, del déspota, del capital. Cuerpos llenos o materias 
vestidas que se distinguen del cuerpo lleno sin órganos o de la materia desnuda 
de la producción deseante molecular. Si uno se pregunta de donde provienen 
esas formas de poder, es evidente que no se explican por ningún fin, ninguna 
finalidad, puesto que ellas fijan los fines y las finalidades. La forma o cuali¬ 
dad de tal o cual socius, cuerpo de la tierra, cuerpo del déspota, cuerpo del 
capital-dinero, depende de un estado o de un grado de desarrollo intensivo de 
las fuerzas productivas en tanto que éstas definen un hombre-naturaleza inde¬ 
pendiente de todas las formaciones sociales, o más bien común a todas (lo que 
los marxistas llaman «la situación del trabajo útil»). La forma o cualidad del 
socius, por tanto, es producida por sí misma, pero como lo inengendrado, es 
decir, como el presupuesto natural o divino de la producción correspondiente 
a tal o cual grado, a la que proporciona una unidad estructural y finalidades 
aparentes, sobre la que se vuelca y de cuyas fuerzas se apropia, determinando 
las selecciones, las acumulaciones, las atracciones sin las que éstas no tomarían 
un carácter social. Es en ese sentido que la producción social es la producción 
deseante misma en condiciones determinadas. Estas condiciones determinadas 
son, pues, las formas de gregariedad como socius o cuerpo lleno, bajo las cua¬ 
les las formaciones moleculares constituyen conjuntos molares. 

Podemos precisar, entonces, la segunda tesis del esquizoanálisis: se deberá 
distinguir en las catexis sociales la catexis libidinal inconsciente de grupo o 
de deseo y la catexis preconsciente de clase o de interés. Esta última pasa por 
los grandes fines sociales y concierne al organismo y a los órganos colectivos, 
incluidas las vacuolas de carencia acondicionadas. Una clase se define por un 
régimen de síntesis, un estado de conexiones globales, de disyunciones exclu¬ 
sivas, de conjunciones residuales que caracterizan al conjunto considerado. La 
pertenencia a una clase remite al papel en la producción o la antiproducción, 
al lugar en la inscripción, a la parte que vuelve a los sujetos. El interés precons¬ 
ciente de clase remite, pues, a las tomas de flujos, a las separaciones de códigos, 
a los restos o rentas subjetivos. Desde este punto de vista, es por completo 
cierto que un conjunto no comporta prácticamente más que una sola clase, la 
que tiene interés en tal régimen. La otra clase no puede constituirse más que 
por una contracatexis que crea su propio interés en función de nuevos fines 
sociales, de nuevos órganos y medios, de un nuevo posible estado de las sín¬ 
tesis sociales. De ahí la necesidad para la otra clase de ser representada por un 
aparato de partido que fije esos fines y esos medios y efectúe en el campo de lo 


354 


preconsciente un corte revolucionario (por ejemplo, el corte leninista). En este 
campo de las catexis preconscientes de clase o de interés resulta fácil distinguir 
lo que es reaccionario, o reformista, o lo que es revolucionario. Pero los que 
tienen interés, en ese sentido, siempre forman un número más restringido que 
aquéllos cuyo interés, en alguna manera, «es tenido» o representado: la clase 
desde el punto de vista de la praxis es mucho menos numerosa o menos am¬ 
plia que la clase tomada en su determinación teórica. De ahí las contradiccio¬ 
nes subsistentes en el seno de la clase dominante, es decir de la clase nada más. 
Es evidente en el régimen capitalista en el que, por ejemplo, la acumulación 
primitiva no puede realizarse más que en provecho de una fracción restringido 
del conjunto de la clase dominante 54 . Pero no es menos evidente para la revo¬ 
lución rusa con su formación de un aparato de partido. 

Esta situación, sin embargo, no basta en modo alguno para resolver el 
siguiente problema: ¿por qué muchos de los que tienen o deberían tener inte¬ 
rés objetivo revolucionario mantienen una catexis preconsciente de tipo reac¬ 
cionario? y en menos ocasiones ¿cómo algunos cuyo interés es objetivamen¬ 
te reaccionario llegan a efectuar un catexis preconsciente revolucionaria? ¿Es 
preciso invocar en un caso una sed de justicia, una posición ideológica justa, 
o una buena y adecuada opinión; y en el otro caso, una ceguera, fruto de un 
engaño o de una mixtificación ideológicas? Los revolucionarios a menudo ol¬ 
vidan, o no les gusta reconocer, que se quiere y hace la revolución por deseo, 
no por deber. Aquí como en todas partes el concepto de ideología es un con¬ 
cepto execrable que oculta los verdaderos problemas, siempre de naturaleza 
organizativa. Si Reich, cuando planteaba la cuestión más profunda, «¿Por qué 
las masas han deseado el fascismo?», se contentó con responder invocando lo 
ideológico, lo subjetivo, lo irracional, lo negativo y lo inhibido, se debe a que 
permanecía prisionero de conceptos derivados que hicieron que no consiguie¬ 
se la psiquiatría materialista que soñaba, le impidieron ver cómo el deseo for¬ 
maba parte de la infraestructura y le encerraron en la dualidad de lo objetivo 
y lo subjetivo (desde ese momento, el psicoanálisis era enviado al análisis de lo 
subjetivo definido por la ideología). Pero todo es objetivo o subjetivo según se 
desee. La distinción no radica ahí; la distinción por hacer pasa por la infraes¬ 
tructura económica misma y sus catexis. La economía libidinal no es menos 
objetiva que la economía- política, y la política, no menos subjetiva que la 
libidinal, aunque ambas correspondan a dos modos de catexis diferentes de la 

54. Maurice Dobb, Etudes sur le développement du capitalisme, pág. 191: «Existen razones 
por las que el pleno desarrollo del capitalismo industrial pide, no sólo una transferencia de los 
títulos de riqueza en provecho de una clase burguesa, sino también una concentración de la 
propiedad de la riqueza en manos de un grupo mucho más restringido.» 


355 


misma realidad como realidad social. Hay una catexis libidinal inconsciente 
de deseo que no coincide necesariamente con las catexis preconscientes de 
interés y que explica cómo éstas pueden estar perturbadas, pervertidas en «la 
más sombría organización», por debajo de cualquier ideología. 

La catexis libidinal no se dirige al régimen de las síntesis sociales, sino al 
grado de desarrollo de las fuerzas o energías de las que dependen estas síntesis. 
No se dirige a las extracciones, separaciones y restos efectuados por esas sínte¬ 
sis, sino a la naturaleza de los flujos y de los códigos que las condicionan. No 
se dirige a los fines y medios sociales, sino al cuerpo lleno como socius, a la for¬ 
mación de soberanía o la forma de poder para sí misma, que está desprovista 
de sentido y de finalidad, puesto que los sentidos y las finalidades se originan 
en ella y no a la inversa. Sin duda, los intereses nos predisponen a tal o cual 
catexis libidinal, pero no se confunden con ella. Además, la catexis libidinal 
inconsciente nos determina a buscar nuestro interés por un lado antes que por 
el otro, a fijar nuestros fines en determinada vía, persuadidos de que en ella es¬ 
tán todas nuestras posibilidades — puesto que el amor nos empuja a ello. Las 
síntesis manifiestas son tan sólo los gradímetros preconscientes de un grado de 
desarrollo, los intereses y los fines aparentes son tan sólo los exponentes pre¬ 
conscientes de un cuerpo lleno social. Como dice Klossowski en su profundo 
comentario de Nietzsche, una forma de poder se confunde con la violencia 
que ejerce por su propio carácter absurdo, pero no puede ejercer esa violencia 
más que asignándose fines y sentidos en los que incluso participan los elemen¬ 
tos más sometidos: «Las formaciones soberanas no tienen más propósito que 
enmascarar la ausencia de fin y de sentido de su soberanía por el fin orgánico 
de su creación» y convertir, de ese modo, lo absurdo en espiritualidad 55 . Por 
ello, resulta en vano intentar distinguir lo que es racional y lo que es irracional 
en una sociedad. En verdad, el papel, el lugar, la parte que se tiene en una so¬ 
ciedad y que se hereda en función de las leyes de la reproducción social, empu¬ 
jan a la libido a cargar tal socius en tanto que cuerpo lleno, tal poder absurdo 
en el que participamos o tenemos posibilidades de participar bajo el abrigo de 
los fines y los intereses. Falta que haya un amor desinteresado de la máquina 
social, de la forma de poder y del grado de desarrollo para sí mismos. Incluso 
en el que tiene interés — y que los ama con otro amor aparte del de su interés. 
Incluso en el que no tiene en ello interés y sustituye ese contra-interés por la 


55. Pierre Klossowski, Nietzsche et le cercle vicieux, págs. 174-175. El comentario de 
Klossowski sobre las formaciones de soberanía según Nietzsche {Herrschaftsgebildé ), su poder 
absurdo o sin fin, y los fines y sentidos que se inventan en función de un grado de desarrollo de 
la energía, es esencial en todos los aspectos. 


356 


fuerza de un extraño amor. Flujos que manan sobre el cuerpo lleno poroso de 
un socius, ése es el objeto del deseo, más alto que todos los fines. Ello nunca 
manará bastante, no cortará nunca bastante — ¡y de aquella manera! ¡Qué 
bella es la máquina! El oficial de la Colonia penitenciaria muestra lo que puede 
ser la catexis libidinal intensa de una máquina que no es tan sólo técnica, sino 
social, a través de la cual el deseo desea su propia represión. Hemos visto cómo 
la máquina capitalista constituía un sistema de inmanencia bordeado por un 
gran flujo mutante, no posesivo y no poseído, que mana sobre el cuerpo lleno 
del capital y forma un poder absurdo. Cada uno en su clase y su persona recibe 
algo de ese poder, o es excluido de él, en tanto que el gran flujo se convier¬ 
te en rentas, rentas de salarios o de empresas, que definen fines o esferas de 
interés, extracciones, separaciones, partes. Pero la catexis (o la inversión) del 
propio flujo y de su axiomática, que en verdad no exige ningún conocimiento 
preciso de economía política, es asunto de la libido inconsciente en tanto que 
presupuesta por los fines. Vemos a los más desfavorecidos, a los más excluidos, 
que cargan con pasión (o invierten en) el sistema que les oprime y en el que 
siempre encuentran un interés, puesto que eso es lo que buscan y valoran. 
Siempre sigue el interés. La antiproducción efusiona en el sistema: por ella se 
amará a la antiproducción y la manera como el deseo se reprime a sí mismo en 
el gran conjunto capitalista. Reprimir el deseo, no sólo para los otros, sino en 
sí mismo, ser el polizonte de los otros y de uno mismo, eso es lo que pone en 
tensión, y ello no es ideología, sino economía. El capitalismo recoge y posee la 
potencia del fin y del interés (elpoder), pero siente un amor desinteresado por 
la potencia absurda y no poseída de la máquina. ¡Oh! en verdad, no es para él 
ni para sus hijos que el capitalista trabaja, sino para la inmortalidad del siste¬ 
ma. Violencia sin finalidad, alegría, pura alegría de sentirse un engranaje de la 
máquina, atravesado por los flujos, cortado por las esquizias. Colocarse en la 
posición en la que de ese modo se es atravesado, cortado, dado por el culo por 
el socius, buscar el buen sitio en el que, según los fines y los intereses que nos 
son asignados, uno siente pasar algo que no tiene interés ni fin. Una especie 
de arte por el arte en la libido, un gusto por el trabajo bien hecho, cada uno 
en su sitio, el banquero, el polizonte, el soldado, el tecnócrata, el burócrata y, 
por qué no, el obrero, el sindicalista... El deseo está abierto. 

Ahora bien, la catexis libidinal del campo social puede perturbar la ca¬ 
texis de interés y coaccionar a los más desfavorecidos, los más explotados, a 
buscar sus fines en una máquina opresiva, pero además lo que es reaccionario 
o revolucionario en la catexis preconsciente de interés no coincide necesaria¬ 
mente con lo que es reaccionario o revolucionario en la catexis libidinal in- 


357 


consciente. Una catexis preconsciente revolucionaria se dirige a nuevos fines, 
nuevas síntesis sociales, a un nuevo poder. Sin embargo, es posible que al me¬ 
nos una parte de la libido inconsciente continúe cargando el antiguo cuerpo, 
la antigua forma de poder, sus códigos y sus flujos. Ello es mucho más fácil y 
la contradicción está mucho mejor enmascarada cuando un estado de fuerzas 
no predomina sobre el antiguo sin conservar o resucitar el viejo cuerpo lleno 
como territorialidad subordinada y residual (así por ejemplo, la manera como 
la máquina capitalista resucita el Urstaat despótico o como la máquina socia¬ 
lista conserva un capitalismo monopolista de Estado y de mercado). Pero aún 
puede ser más grave: incluso cuando la libido abraza al nuevo cuerpo, el nuevo 
poder que corresponde a los fines y a las síntesis efectivamente revolucionarias 
desde el punto de vista del preconsciente, no es seguro que la propia catexis 
libidinal inconsciente sea revolucionaria. Pues los mismos cortes no pasan al 
nivel de los deseos inconscientes y de los intereses preconscientes. El corte re¬ 
volucionario preconsciente está suficientemente definido por la promoción de 
un socius como cuerpos lleno portador de nuevos fines, como forma de poder 
o formación de soberanía que se subordina la producción deseante bajo nue¬ 
vas condiciones. Sin embargo, aunque la libido inconsciente esté encargada de 
cargar ese socius, su catexis no es necesariamente revolucionaria en el mismo 
sentido que la catexis preconsciente. En efecto, el corte revolucionario incons¬ 
ciente implica por su cuenta al cuerpo sin órganos como límite del socius que 
la producción deseante a su vez se subordina, bajo la condición de un poder 
invertido, de una subordinación invertida. La revolución preconsciente remi¬ 
te a un nuevo régimen de producción social que crea, distribuye y satisface 
nuevos intereses y fines; pero la revolución inconsciente no remite tan sólo al 
socius que condiciona este cambio como forma de poder, remite en ese socius 
al régimen de la producción deseante como poder invertido sobre el cuerpo 
sin órganos. No es el mismo estado de los flujos y de las esquizias: en un caso, 
el corte está entre dos socius, evaluándose el segundo por su capacidad de 
introducir los flujos de deseo en un nuevo código o una nueva axiomática 
de interés; en el otro caso, el corte está en el propio socius, en tanto es capaz 
de hacer pasar los flujos de deseo según sus líneas de fuga positivas y volver¬ 
las a cortar siguiendo cortes de cortes productivos. El principio más general 
del esquizoanálisis dice, siempre, que el deseo es constitutivo de un campo 
social. De cualquier modo, es infraestructura, no ideología: el deseo está en 
la producción como producción social, del mismo modo que la producción 
está en el deseo como producción deseante. Pero estas formulaciones pueden 
entenderse de dos maneras, según el deseo se esclavice a un conjunto molar 


358 


estructurado que constituye bajo determinada forma de poder y de gregarie- 
dad, o según que esclavice el gran conjunto a las multiplicidades funcionales 
que él mismo forma a escala molecular (tanto en un caso como en otro ya no 
se trata de personas o de individuos). Ahora bien, si el corte revolucionario 
preconsciente aparece en el primer nivel y se define por las características de 
un nuevo conjunto, el corte inconsciente o libidinal pertenece al segundo 
nivel y se define por el papel motor de la producción deseante y la posición de 
sus multiplicidades. Podemos concebir, pues, que un grupo pueda ser revolu¬ 
cionario desde el punto de vista del interés de clase y de sus catexis precons¬ 
cientes, pero que no lo sea y que incluso siga siendo fascista y policíaco desde 
el punto de vista de sus catexis libidinales. Intereses preconscientes realmente 
revolucionarios no implican necesariamente catexis inconscientes de la misma 
naturaleza; nunca un aparato de interés vale por una máquina de deseo. 

Un grupo revolucionario en cuanto a lo preconsciente sigue siendo un 
grupo sometido, incluso al conquistar el poder, en tanto que este mismo poder 
remite a una forma de poder que continúa esclavizándose y aplastando la 
producción deseante. En el momento en que es revolucionario preconsciente, 
tal grupo ya presenta todas las características inconscientes de un grupo some¬ 
tido: la subordinación a un socius como soporte fijo que se atribuye las fuerzas 
productivas, y extrae y absorbe su plusvalía; la efusión de la antiproducción y 
de los elementos mortíferos en el sistema que se quiere y se siente tanto más 
inmortal; los fenómenos de «super-yoización», de narcisismo y de jerarquía de 
grupo, los mecanismos de represión del deseo. Un grupo sujeto, al contrario, 
es aquél cuyas propias catexis libidinosas son revolucionarias; hace penetrar el 
deseo en el campo social y subordina el socius o la forma de poder a la produc¬ 
ción deseante; productor de deseo y deseo que produce, inventa formaciones 
siempre mortales que conjuran en él la efusión de un instinto de muerte; a 
las determinaciones simbólicas de servidumbre opone coeficientes reales de 
transversalidad, sin jerarquía ni super-yo de grupo. Lo que lo complica todo, 
en verdad, es que los mismos hombres pueden participar de las dos clases de 
grupos bajo diversas relaciones (Saint-Just, Lenin). O bien que un mismo gru¬ 
po puede presentar las dos características a la vez, en situaciones diversas, pero 
coexistentes. Un grupo revolucionario puede haber recobrado ya la forma de 
un grupo sometido y, sin embargo, estar determinado bajo ciertas condiciones 
a desempeñar todavía el papel de un grupo-sujeto. No dejamos de pasar de un 
grupo a otro. Los grupos-sujetos no cesan de derivar por ruptura de los grupos 
sometidos: hacen pasar el deseo y lo vuelven a cortar siempre más lejos, fran¬ 
queando el límite, relacionando las máquinas sociales con las fuerzas elemen- 


359 


tales del deseo que las forman 56 . Pero, a la inversa, tampoco cesan de volverse 
a encerrar, de remodelarse a imagen de los grupos sometidos: restableciendo 
límites interiores, reformando un gran corte que los flujos no pasarán, no 
franquearán, subordinando las máquinas deseantes al conjunto represivo que 
ellas constituyen a gran escala. Hay una velocidad de servidumbre o someti¬ 
miento que se opone a los coeficientes de transversalidad; ¿qué revolución no 
tiene la tentación de volverse contra sus grupos-sujetos, calificados de anar¬ 
quistas y responsables, y liquidarlos? ¿Cómo conjurar la funesta inclinación 
que hace pasar un grupo, de sus catexis libidinales revolucionarias a catexis 
revolucionarias que ya no son más que preconscientes o de interés, luego a 
catexis preconscientes que ya sólo son reformistas? E incluso, ¿dónde situar a 
tal o cual grupo? ¿hubo alguna vez catexis inconscientes revolucionarias? ¿El 
grupo surrealista, con su fantástico sometimiento o servidumbre, su narcisis¬ 
mo y su super-yo? (Sucede que un hombre sólo funciona como flujo-esquizia, 
como grupo-sujeto, por ruptura con el grupo sometido del que se excluye o 
es excluido: Artaud el esquizo). ¿Dónde situar el grupo psicoanalítico en esta 
complejidad de las catexis sociales? Cada vez que nos preguntamos cuándo 
ello empieza a andar mal, siempre es preciso remontarse más arriba. Freud 
como super-yo de grupo, abuelo edipizante, instaurando a Edipo como límite 
interior, con toda clase de pequeños Narcisos alrededor, y Reich el marginal, 
trazando una tangente de desterritorialización, haciendo pasar flujos de deseo, 
rompiendo el límite, franqueando el muro. Pero no se trata tan sólo de lite¬ 
ratura o incluso de psicoanálisis. Se trata de política, aunque no sea cuestión, 
como veremos, de programa. 

La tarea del esquizoanálisis radica, pues, en llegar a las catexis de de¬ 
seo inconsciente del campo social, en tanto que se distinguen de las catexis 
preconscientes de interés y pueden no sólo oponerse a ellas, sino coexistir 
con ellas en modos opuestos. En el conflicto de las generaciones, se oye a 
los viejos reprochar a los jóvenes, de forma muy maliciosa, el que sus deseos 
(auto, crédito, préstamos, relaciones chicas-chicos) predominen sobre su in¬ 
terés (trabajo, ahorro, buen matrimonio). Pero en lo que a otros parece deseo 
bruto todavía hay complejos de deseo y de interés y una mezcla de formas 
precisamente reaccionarias y vagamente revolucionarias tanto en uno como en 
otro. La situación está por completo embrollada. Parece que el esquizoanálisis 

56. Sobre el grupo y la ruptura o esquizia, cf. Change, n.° 7, el artículo de Jean-Pierre 
Faye, «Eclats», pág. 217: «Lo que cuenta, lo que a nuestros ojos es eficaz, no es tal o cual grupo, 
es la dispersión o la Diáspora que producen sus destellos» (Y págs. 212-213, el carácter necesa¬ 
riamente multívoco de los grupos sujetos y de su escritura). 


360 


no pueda disponer más que de índices — los índices maquínicos — para des¬ 
embrollar, al nivel de los grupos o de los individuos, las catexis libidinales del 
campo social. Ahora bien, en ese aspecto, la sexualidad constituye los índices. 
No es que la capacidad revolucionaria se juzgue por los objetos, los fines, y 
las fuentes de las pulsiones sexuales que animan a un individuo o un grupo; 
de seguro, las perversiones e incluso la emancipación sexual no proporcio¬ 
nan ningún privilegio, en tanto que la sexualidad permanece encerrada en el 
marco del «sucio secretito». Por más que se publique el secreto, que se exija 
su derecho a la publicidad, incluso podemos desinfectarlo, tratarlo de manera 
científica y psicoanalítica, corremos siempre el riesgo de matar el deseo o de 
inventar para él formas de liberación más sombrías que la prisión más repre¬ 
siva — en tanto no se haya arrancado la sexualidad de la categoría del secreto 
incluso público, desinfectado, es decir, del origen edípico-narcisista que se le 
impone como la mentira bajo la que no puede volverse más que cínica, ver¬ 
gonzosa o mortificada. Es mentira pretender liberar la sexualidad y reclamar 
para ella derechos sobre el objeto, el fin y la fuente, si se mantienen los flujos 
correspondientes en los límites de un código edípico (conflicto, regresión, 
solución, sublimación de Edipo...) y se continúa imponiéndole una forma o 
motivación familiarista y masturbatoria que vuelve vana de antemano toda 
perspectiva de liberación. Por ejemplo, ningún «frente homosexual» es posible 
en tanto que la homosexualidad es captada en una relación de disyunción 
exclusiva con la heterosexualidad, que las refiere a ambas a un origen edípico 
y castrador común, encargada de asegurar tan sólo su diferenciación en dos 
series no comunicantes, en lugar de hacer aparecer su inclusión recíproca y su 
comunicación transversal en los flujos descodificados del deseo (disyuncio¬ 
nes inclusas, conexiones locales, conjunciones nómadas). En una palabra, la 
represión sexual, más vivaz que nunca, sobrevivirá a todas las publicaciones, 
manifestaciones, emancipaciones protestas en cuanto a la libertad de los ob¬ 
jetos, de las fuentes y de los fines, en tanto la sexualidad sea mantenida cons¬ 
cientemente o no en las coordenadas narcisistas, edípicas y castradoras, que 
bastan para asegurar el triunfo de los más rigurosos censores, los tipos grises 
de que hablaba Lawrence. 

Lawrence muestra claramente que la sexualidad, incluida la castidad, es 
asunto de los flujos, «una infinidad de flujos diferentes e incluso opuestos». 
Todo depende de la manera cómo esos flujos, cualquiera que sea su objeto, 
fuente y fin, están codificados y cortados según figuras constantes, o, al con¬ 
trario, están presos en cadenas de significación que los recortan según puntos 
móviles y no figurativos (los flujos-esquizias). Lawrence echa la culpa a la po- 


361 


breza de las imágenes idénticas inmutables, papeles figurativos que son otros 
tantos torniquetes de los flujos de sexualidad: «novia, querida, mujer, madre» 
— se podría decir además «homosexuales, heterosexuales», etc.—, todos es¬ 
tos papeles son distribuidos por el triángulo edípico, padre-madre-yo, un yo 
representativo que se supone que se define en función de las representaciones 
padre-madre, por fijación, regresión, asunción, sublimación, y todo ello ¿bajo 
qué regla? La regla del gran Falo que nadie posee, significante despótico que 
anima la más miserable lucha, común ausencia para todas las exclusiones re¬ 
cíprocas donde todos los flujos se agotan, secados por la mala conciencia y el 
resentimiento. «Colocar a la mujer en un pedestal, por ejemplo, o al contrario 
volverla indigna de toda importancia: convertirla en un ama de casa modelo, 
una madre o una esposa modelo, son simples medios para eludir cualquier 
contacto con ella. Una mujer no representa algo, no es una personalidad distinta 
y definida... Una mujer es una extraña y dulce vibración del aire que avanza, 
inconsciente e ignorada, en busca de una vibración que le responda. O bien es 
una vibración pesada, discordante y dura para el oído que avanza hiriendo a 
todos los que se hallan a su alcance. Lo mismo ocurre en el hombre » 57 . Que no se 
ría nadie demasiado rápido del panteísmo de los flujos presente en semejantes 
textos: no es fácil desedipizar incluso la naturaleza, incluso los paisajes, hasta 
el punto en que supo hacerlo Lawrence. La diferencia fundamental entre el 
psicoanálisis y el esquizoanálisis es la siguiente: el esquizoanálisis llega a un 
inconsciente no figurativo y no simbólico, mero figural abstracto en el sentido 
en que se habla de pintura abstracta, flujos-esquizias o real-deseo, preso por 
debajo de las condiciones mínimas de identidad. 

¿Qué hace el psicoanálisis, y en primer lugar qué hace Freud, si no man¬ 
tener la sexualidad bajo el yugo mortífero del secretito, a pesar de encontrar 
un medio médico para volverlo público, de convertirlo en el secreto de Po¬ 
lichinela, el Edipo analítico? Se nos dice: veamos, es muy normal, todo el 
mundo es de ese modo, pero se continúa teniendo de la sexualidad la misma 
concepción humillante y envilecedora, la misma concepción figurativa que la 
de los censores. A buen seguro, el psicoanálisis no ha hecho su revolución pic¬ 
tórica. Ffay una tesis en la que Freud se tiene muy en cuenta: la libido no carga 
el campo social en tanto que tal más que con la condición de desexualizarse 
y sublimarse. Si se mantiene de tal modo es porque, en primer lugar, quiere 
mantener la sexualidad en el estrecho marco de Narciso y de Edipo, del yo y 
de la familia. Desde ese momento, toda catexis libidinal sexual de dimensión 

57. D. H. Lawrence, «Nous avons besoin les uns des autres», 1930, tr. fr. en Eros et les 
chiens, Ed. Bourgois, pág. 285- Y Pornographie et obscenité, 1929 (tr. cast. Ed. Dilema, 1981). 


362 


social le parece que manifiesta un estado patógeno, «fijación» al narcisismo o 
«regresión» a Edipo y a las fases preedípicas, por las que se explicarán tanto la 
homosexualidad como pulsión como la paranoia como medio de defensa 58 . 
Hemos visto, por el contrario, que lo que la libido cargaba, a través de los 
amores y la sexualidad, era el propio campo social en sus determinaciones 
económicas, políticas, históricas, raciales, culturales etc.: la libido no cesa de 
delirar la historia, los continentes, los reinos, las razas, las culturas. No es que 
convenga colocar representaciones históricas en el lugar de las representaciones 
familiares del inconsciente freudiano, o incluso arquetipos de un inconsciente 
colectivo. Se trata tan sólo de constatar que nuestras elecciones amorosas están 
en el cruce de «vibraciones», es decir, expresan conexiones, disyunciones, con¬ 
junciones de flujos que atraviesan una sociedad, entran y salen de ella, la en¬ 
lazan a otras sociedades, antiguas o contemporáneas, lejanas o desaparecidas, 
muertas o por nacer, Áfricas y Orientes, siempre por el hilo subterráneo de la 
libido. No son figuras o estatuas geo-históricas, aunque nuestro aprendizaje se 
realice más fácilmente con ellas, con libros, historias, reproducciones, que con 
nuestra mamá. Sino flujos y códigos de socius que no representan nada, que 
designan solamente zonas de intensidad libidinal sobre el cuerpo sin órganos 
y que se hallan emitidos, captados, interceptados por el ser que entonces esta¬ 
mos determinados a amar, como un punto-signo, un punto singular en toda 
la red del cuerpo intensivo que responde a la Historia, que vibra con ella. La 
Grávida, nunca Freud llegó tan lejos... En una palabra, nuestras catexis libidi- 
nales del campo social, reaccionarias o revolucionarias, están tan bien ocultas, 
tan inconscientes, tan bien recubiertas por las catexis preconscientes que no 
aparecen más que en nuestras elecciones sexuales amorosas. Un amor no es 
reaccionario o revolucionario, es el índice del carácter reaccionario o revolu¬ 
cionario de las catexis sociales de la libido. Las relaciones sexuales deseantes del 
hombre y la mujer (o del hombre y el hombre, o de la mujer y la mujer) son el 
índice de relaciones sociales entre los hombres. Los amores y la sexualidad son 
los gradímetros o los exponentes, esta vez inconscientes, de las catexis libidi- 
nales del campo social. Todo ser amado o deseado vale por un agente colectivo 
de enunciación. Y no es, en verdad, como creía Freud, la libido la que debe 
desexualizarse y sublimarse para cargar la sociedad y sus flujos, es al contrario 
el amor, el deseo y sus flujos los que manifiestan el carácter inmediatamente 
social de la libido no sublimada y de sus catexis sexuales. 

A los que buscan un tema de tesis sobre el psicoanálisis, no se les debería 
aconsejar vastas consideraciones sobre la epistemología analítica, sino temas 

58. Freud, Cinqpsychanalyses, pág. 307. 


363 


rigurosos y modestos como: la teoría de las criadas o sirvientes domésticos en 
el pensamiento de Freud. Esos son los verdaderos índices. Pues, sobre el tema 
de las criadas, por todas partes presente en los casos estudiados por Freud, se 
produce una vacilación ejemplar en el pensamiento freudiano, resuelta de¬ 
masiado de prisa en provecho de lo que iba a convertirse en un dogma del 
psicoanálisis. Philippe Girard, en observaciones inéditas que creemos tienen 
gran importancia, plantea el problema a varios niveles. En primer lugar, Freud 
descubre «su propio» Edipo en un contexto social complejo que pone en jue¬ 
go al hermanastro de más edad de la rama familiar rica y a la criada ladrona 
en tanto que mujer pobre. En segundo lugar, la novela familiar y la actividad 
fantasmática en general serán presentadas por Freud como una verdadera des¬ 
viación del campo social, en la que le sustituyen los parientes de las personas 
de un rango más elevado o menos elevado (hijo de princesa raptado por gitanos 
o hijo de pobre recogido por burgueses); Edipo ya actuaba así cuando apelaba 
a un pobre nacimiento y a padres sirvientes. En tercer lugar, el hombre de las 
ratas no instala tan sólo su neurosis en un campo social determinado de un 
cabo a otro como militar, no la hace girar tan sólo alrededor de un suplicio 
oriental, sino que incluso en este mismo campo la hace ir de un polo a otro 
constituidos por la mujer rica y la mujer pobre, bajo una extraña comunicación 
inconsciente con el inconsciente del padre. Lacan fue el primero en subra¬ 
yar estos temas que bastan para poner en duda todo el Edipo; y muestra la 
existencia de un «complejo social» en el que el sujeto, ora tiende a asumir su 
propio papel, pero al precio de un desdoblamiento del objeto sexual en mujer 
rica y mujer pobre, ora asegura la unidad del objeto, pero esta vez al precio 
de un desdoblamiento de «su propia función social», en el otro cabo de la 
cadena. En cuarto lugar, el hombre de los lobos manifiesta un gusto decisivo 
por la mujer pobre, la campesina a gatas lavando la ropa o la criada fregando 
el suelo 59 . Ahora bien, el problema fundamental a propósito de estos textos es 
el siguiente: ¿hay que ver, en todas estas catexis sexuales-socíales de la libido y 
estas elecciones de objeto, simples dependencias de un Edipo familiar? ¿hay 
que salvar a cualquier precio el Edipo interpretándolas como defensas contra 
el incesto (así la novela familiar o el deseo del propio Edipo de haber nacido de 
padres pobres con lo que se reconocería su inocencia)? ¿hay que comprender- 

59. Sobre el primer punto, Ernest Jones, La Vie et l’oeuvre de SigmundFreud, tr. fr. P.U.F., 
t. I, cap. 1 (trad. cast. Ed. Paidós, 1982). En cuanto al segundo punto, Freud, Le Román famil¬ 
iar des névrosés, 1909. Para el tercero, L’Homme aux rats, passim, y el texto de Lacan, Le Mythe 
individueldu névrosé, C.D.U., págs. 7-18 (y pág. 25, sobre la necesidad de una «crítica a todo 
el esquema del Edipo»), Para el cuarto punto, «L’Homme aux loups», Cinqpsycbanalyses, págs. 
336, 396, 398. 


364 


las como compromisos y sustitutos del incesto (así por ejemplo, en el Hombre 
de los lobos, la campesina como sustituía de la hermana, teniendo el mismo 
nombre que ella, o la persona a gatas, trabajando, como sustituta de la madre 
sorprendida en el coito; y en el Hombre de las ratas, la repetición disfrazada 
de la situación paterna, con el riesgo de enriquecer o embarazar al Edipo con 
un cuarto término «simbólico» encargado de dar cuenta de los desdoblamien¬ 
tos por los que la libido carga el campo social)? Freud escogió firmemente 
esta dirección; tanto más firmemente que, según sus propias palabras, quiso 
arreglar sus cuentas con Jung y Adler. Y, después de haber constatado en el 
caso del hombre de los lobos la existencia de una «tendencia a rebajar» a la 
mujer como objeto de amor, saca en conclusión que se trata tan sólo de una 
«racionalización» y que «la determinación real y profunda» siempre nos con¬ 
duce a la hermana, a la madre, consideradas como ¡únicos «móviles puramente 
eróticos»! Y, volviendo a tomar la eterna cantinela de Edipo, la eterna nana, 
escribe: «El niño se coloca por encima de las diferencias sociales que para él no 
significan gran cosa y clasifica a las personas de condición inferior en la serie 
de los padres cuando estas personas lo aman como lo aman sus padres» 60 . 

Siempre volvemos a caer en la falsa alternativa a la que Freud fue con¬ 
ducido por Edipo, luego confirmada por su polémica con Adler y Jung: o bien, 
dice, se abandona la posición sexual de la libido en provecho de una voluntad 
de poder individual y social, o de un inconsciente colectivo prehistórico — o 
bien se deberá reconocer a Edipo, convirtiéndolo en la morada sexual de la 
libido, y convirtiendo al papá-mamá en el «móvil puramente erótico». Edipo, 
piedra de toque del psicoanalista puro para afilar en ella el cuchillo sagrado de 
la castración lograda. ¿Cuál era, sin embargo, la otra dirección, percibida por 
un instante por Freud a propósito de la novela familiar, antes de que se cierre 
la trampa edípica? La que Philippe Girard recobra, al menos hipotéticamente: 
no hay familia en la que no estén dispuestas vacuolas y no pasen cortes extra¬ 
familiares, por los que la libido se precipita para cargar sexualmente lo no- 
familiar, es decir, la otra clase determinada bajo las especies empíricas del «más 
rico o del más pobre» y a veces de ambos a la vez. El gran Otro, indispensable 
para la posición de deseo, ¿no será el Otro social, la diferencia social aprehen¬ 
dida y catexizada como no-familia en el seno de la misma familia? La otra clase 
no está en modo alguno prendida por la libido como una imagen magnificada 
o miserabilizada de la madre, sino como lo ajeno, no-madre, no-padre, no- 
familia, índice de lo que hay de no-humano en el sexo, y sin lo cual la libido no 
subiría por sus máquinas deseantes. La lucha de clases pasa por el meollo de 

60. Freud, Cinqpsychanalyses, pág. 400 (y págs. 336-337, 397). 


365 


la prueba del deseo. La novela familiar no se deriva de Edipo: Edipo se deriva 
de la novela familiar y, por ello, del campo social. No es cuestión de negar 
la importancia del coito parental y de la posición de la madre; pero, cuando 
esta posición hace que se parezca a una fregona o a un animal, ¿qué autoriza 
a Freud a decir que el animal o la criada equivalen a la madre, independiente¬ 
mente de las diferencias sociales o genéricas, en lugar de concluir que la madre 
funciona también como cualquier otra cosa además de madre y suscita en la 
libido del niño toda una catexis social diferenciada al mismo tiempo que una 
relación con el sexo no-humano? Pues, si la madre trabaja o no, si la madre es 
de origen más rico o más pobre que el padre, etc., eso son cortes que atraviesan 
la familia, pero que la sobrepasan por todas partes y no son familiares. Desde 
el principio nos preguntamos si la libido conoce el padre-madre, o si hace 
funcionar a los padres como cualquier otra cosa, agentes de producción en 
relación con otros agentes en la producción social deseante. Desde el punto de 
vista de la catexis libidinal, los padres no están tan sólo abiertos cobre el otro, 
ellos mismos están recortados y desdoblados por el otro que los desfamiliariza 
según las leyes de la producción social y de la producción deseante: la propia 
madre funciona como mujer rica o mujer pobre, criada o princesa, bella jo- 
vencita o mujer vieja, animal o santa virgen, y ambas a la vez. Todo pasa en la 
máquina que hace estallar las determinaciones propiamente familiares. Lo que 
la libido huérfana carga es un campo de deseo social, un campo de producción 
y de antiproducción con sus cortes y sus flujos, donde los padres están pren¬ 
didos en funciones y papeles no parentales enfrentados a otros papeles y otras 
funciones. ¿Decimos con ello que los padres no tienen un papel inconsciente 
en tanto que tales? Por supuesto que lo tienen, pero de dos maneras bien de¬ 
terminadas que los destituyen aún más de su supuesta autonomía. De acuerdo 
con la distinción que realizan los embriólogos a propósito del huevo entre el 
stimulus y el organizador, los padres son stimuli de cualquier valor que des¬ 
encadenan el reparto de los gradientes o zonas de intensidad sobre el cuerpo 
sin órganos: es con respecto a ellos que se situarán en cada caso la riqueza y 
la pobreza, el más rico y el más pobre relativos, como formas empíricas de la 
diferencia social — aunque surjan de nuevo en el interior, en el interior de esa 
diferencia, repartidos en tal o cual zona, pero bajo otra calidad que la de pa¬ 
dres. Y el organizador es el campo social del deseo que, solo, designa las zonas 
de intensidad con los seres que las pueblan y determina su catexis libidinal. 
En segundo lugar, los padres como padres son términos de aplicación que ex¬ 
presan el doblamiento del campo social, cargado por la libido, en un conjunto 
finito de llegada, en el que ésta ya no halla más que atolladeros y bloqueos de 


366 


acuerdo con los mecanismo de represión general-represión que se ejercen en 
el campo: Edipo, eso es Edipo. En cada uno de estos sentidos, la tercera tesis 
del esquizoanálisis plantea la primacía de las catexis libidinales del campo so¬ 
cial sobre la catexis familiar, tanto desde el punto de vista del hecho como del 
derecho, estimulus cualquiera a la partida, resultado extrínseco a la llegada. La 
relación con lo no-familiar siempre es primera, bajo la forma de la sexualidad 
de campo en la producción social y del sexo no humano en la producción 
deseante (gigantismo y enanismo). 

A menudo se tiene la impresión de que las familias han entendido de¬ 
masiado bien la lección del psicoanálisis, incluso desde lejos o de manera infu¬ 
sa, en el aire: juegan a Edipo, sublime coartada. Pero, detrás, hay una situación 
económica, la madre reducida al trabajo de menaje o a un trabajo difícil y 
sin interés para el exterior, los hijos cuyo estado futuro es incierto, el padre 
que está harto de alimentar todo ese mundo — en una palabra, una relación 
fundamental con el exterior, dé la que el psicoanalista se lava las manos, muy 
preocupado por sus clientes para que jugueteen bien. Ahora bien, la situación 
económica, la relación con el exterior, es lo que la libido carga o contracarga 
como libido sexual. Se erecciona según los flujos y sus cortes. Consideremos 
por un instante las motivaciones por las que alguien se hace psicoanalizar: se 
trata de una situación de dependencia económica que se ha vuelto insoporta¬ 
ble al deseo, o llena de conflictos para la catexis de deseo. El psicoanalista, que 
dice tantas cosas sobre la necesidad del dinero en la cura, permanece sobera¬ 
namente indiferente a la cuestión: ¿quién paga? Por ejemplo, el análisis revela 
los conflictos inconscientes de una mujer con su marido, pero es el marido 
quien paga el análisis de la mujer. Esa no es la única vez que encontramos la 
dualidad del dinero, como estructura de financiación externa y como medio 
de pago interno, con la «disimulación» objetiva que implica, esencial al siste¬ 
ma capitalista. Sin embargo, es interesante hallar esta disimulación esencial, 
miniaturizada, que reina en el despacho del analista. El analista habla de Edi¬ 
po, de la castración y del falo, de la necesidad de asumir el sexo, como dice 
Freud, el sexo humano, y que la mujer renuncie a su deseo de pene, y que el 
hombre también renuncie a su protesta viril... Nosotros decimos que no hay 
una mujer, ni un niño, principalmente, que pueda en tanto que tal «asumir» 
su situación en una sociedad capitalista, precisamente porque esta situación 
no tiene nada que ver con el falo y la castración, sino que concierne estricta¬ 
mente a una dependencia económica insoportable. Y las mujeres y los niños 
que logran «asumir» no lo logran más que por desvíos y determinaciones por 
completo distintas a su ser-mujer o a su Ser-niño, Pues el falo nunca ha sido 


367 


el objeto ni la causa del deseo. El es el aparto de castración, la máquina que 
mete la carencia en el deseo, que agota todos los flujos y que realiza con todos 
los cortes del exterior y de lo real un solo y mismo corte con el exterior, con 
lo real. El exterior siempre penetra demasiado, para el gusto del analista, en 
el despacho del analista. Incluso la escena familiar cerrada todavía le parece 
un exterior excesivo. Promueve la escena analítica pura, Edipo y castración de 
despacho, que debe ser por sí misma su propia realidad, su propia prueba, y, 
al contrario del movimiento, sólo se prueba no andando y no acabando. El 
psicoanálisis se ha convertido en una droga muy embrutecedora, donde la más 
extraña dependencia personal permite a los clientes olvidar, el tiempo de las 
sesiones sobre el diván, las dependencias económicas que les empujan a ello 
(algo así como la descodificación de los flujos implica un reforzamiento de la 
servidumbre). ¿Saben lo que hacen esos psicoanalistas que edipizan mujeres, 
niños, negros, animales? Nos gustaría entrar en su casa, abrir las ventanas, y 
decir: huele a cerrado, a ver, un poco de relación con el exterior... Pues el deseo 
no sobrevive, cortado del exterior, cortado de sus catexis y contracatexis eco¬ 
nómicas y sociales. Y si existe un «móvil puramente erótico», hablando como 
Freud, no es ciertamente Edipo quien lo recoge, ni el falo quien lo mueve, ni 
la castración quien lo transmite. El móvil erótico, puramente erótico, recorre 
las cuatro esquinas del campo social, en todo lugar donde máquinas deseantes 
se aglutinan o se dispersan en máquinas sociales, y donde elecciones de objeto 
amoroso se producen en el cruzamiento, siguiendo líneas de fuga o de inte¬ 
gración. ¿Aaron partirá con su flauta, que no es falo, sino máquina deseante y 
proceso de desterritorialización? 

Supongamos que se nos concede todo: no se nos lo concede más que des¬ 
pués. Sólo después la libido cargará el campo social y «realizará» lo social y lo 
metafísico. Lo que permite salvar la posición freudiana básica, según la cual la 
libido debe desexualizarse para efectuar tales catexis, pero empieza por Edipo, 
yo, padre y madre (relacionándose las fases preedípicas estructural o escatoló- 
gicamente con la organización edípica). Hemos visto que esta concepción del 
«después» implicaba un contrasentido radical sobre la naturaleza de los facto¬ 
res actuales. Pues: o bien la libido está presa en la producción deseante mole¬ 
cular e ignora tanto a las personas como al yo, incluso el yo casi indiferenciado 
del narcisismo, puesto que sus catexis ya están diferenciadas, pero según el ré¬ 
gimen prepersonal de los objetos parciales, de las singularidades, de las inten¬ 
sidades, de los engranajes y piezas de máquinas del deseo donde apenas se po¬ 
drán reconocer ni al padre, ni la madre, ni el yo (hemos visto lo contradictorio 
que resultaba invocar los objetos parciales y convertirlos en los representantes 


368 


de personajes paren tales o en los soportes de relaciones familiares). O bien la 
libido carga personas y un yo, pero ya está presa en una producción social y en 
máquinas sociales que no los diferencian tan sólo como seres familiares, sino 
como derivados del conjunto molar al que pertenecen bajo este otro régimen. 
Es por completo cierto que lo social y lo metafísico llegan al mismo tiempo, de 
acuerdo con los dos sentidos simultáneos de proceso, como proceso histórico 
de producción social y proceso metafísico de producción deseante. No llegan 
después. Siempre el cuadro de Lindner, en el que el grueso muchacho ya ha 
empalmado una máquina deseante a una máquina social, cortocircuitando a 
los padres que no pueden intervenir más que como agentes de producción y 
de antiproducción tanto en un caso como en otro. No hay más que lo social 
y lo metafísico. Si algo ocurre después, no son en verdad las catexis sociales 
y metafísicas de la libido, las síntesis del inconsciente; al contrario, es más 
bien Edipo, el narcisismo y toda la serie de los conceptos psicoanalíticos. Los 
factores de producción siempre son «actuales», y ello desde la más tierna in¬ 
fancia: actual no significa reciente por oposición a infantil, sino en acto, por 
oposición a lo que es virtual y a lo por venir bajo ciertas condiciones. Edipo, 
virtual y reactivo. Consideremos, en efecto, las condiciones bajo las que llega 
Edipo: un conjunto de partida, transfinito, constituido por todos los objetos, 
los agentes, las relaciones de la producción social deseante, se halla proyectado 
sobre un conjunto familiar finito como conjunto de llegada (mínimo, tres 
términos, que se pueden e incluso se deben aumentar, pero no hasta el infini¬ 
to). Tal aplicación supone, en efecto, un cuarto término móvil, extrapolado, el 
falo abstracto simbólico, encargado de efectuar el plegado o el empalme; pero 
efectivamente opera sobre las tres personas constitutivas del conjunto fami¬ 
liar mínimo o sobre sus sustitutos — padre, madre, hijo. No se detiene ahí, 
puesto que estos tres términos tienden a reducirse a dos, sea en la escena de 
castración en la que el padre mata al hijo, sea en la escena de incesto en la que 
el hijo mata al padre, sea en la escena de la madre terrible en la que la madre 
mata al hijo o al padre. Luego, de dos pasamos a uno en el narcisismo, que no 
precede en modo alguno a Edipo, sino que es su producto. Por ello, hablamos 
de una máquina edípica-narcisista, al final de la cual el yo encuentra su propia 
muerte, como el término cero de una pura abolición que frecuentaba desde el 
principio el deseo edipizado y que ahora se identifica, al final, como Thanatos. 
4, 3, 2, 1,0, Edipo es una carrera hacia la muerte. 

Desde el siglo XIX el estudio de las enfermedades mentales está prisionero 
del postulado familiarista y de sus correlatos, el postulado personológico y el 
postulado yoico. Como hemos visto, siguiendo a Foucault, la psiquiatría del 


369 


siglo XIX concibió la familia a la vez como la causa y el juez de la enfermedad, 
y el asilo cerrado como una familia artificial encargada de interiorizar la cul¬ 
pabilidad y de provocar el advenimiento de la responsabilidad, envolviendo la 
locura tanto como su cura en una relación padre-hijo presente en todo lugar. 
A este respecto, en vez de romper con la psiquiatría, el psicoanálisis ha trans¬ 
portado sus exigencias fuera del asilo y ha impuesto en primer lugar un cierto 
uso «libre», interior, intensivo, fantasmático, de la familia, que parecía que 
convenía particularmente a lo que se aislaba como neurosis. Pero, por una par¬ 
te, la resistencia de las psicosis, por otra parte, la necesidad de tener en cuenta 
una etiología social, ha arrastrado a psiquiatras y psicoanalistas a volver a des¬ 
plegar en condiciones abiertas el orden de una familia extensa, siempre con¬ 
siderada como detentadora del secreto de la enfermedad así como de la cura. 
Después de haber interiorizado la familia en Edipo, se exterioriza a Edipo en el 
orden simbólico, en el orden institucional, en el orden comunitario, sectorial, 
etc. Nos encontramos con una constante de todas las tentativas modernas. Y si 
esta tendencia aparece lo más ingenuamente en la psiquiatría comunitaria de 
adaptación — «retorno terapéutico a la familia», a la identidad de las personas 
y a la integridad del yo, estando todo bendecido por la castración lograda en 
una santa forma triangular —, la misma tendencia bajo formas más ocultas ac¬ 
túa en otras corrientes. No es por casualidad que el orden simbólico de Lacan 
haya sido desviado, utilizado para asentar un Edipo de estructura aplicable a la 
psicosis y para extender las coordenadas familiaristas fuera de su dominio real 
e incluso imaginario. No es por casualidad que el análisis institucional apenas 
haya podido mantenerse contra la reconstitución de familias artificiales, en 
las que el orden simbólico, encarnado en la institución, reforma Edipos de 
grupo, con todas las características letales de los grupos sometidos. Incluso 
la antipsiquiatría ha buscado en las familias redesplegadas el secreto de una 
causalidad a la vez social y esquizógena. Tal vez ahí es donde la mixtificación 
aparece mejor, porque la antipsiquiatría era la más apta por algunos de sus 
aspectos para romper la referencia familiar tradicional. ¿Qué vemos, en efecto, 
en los estudios familiaristas americanos, tal como son retomados y prosegui¬ 
dos por los antipsiquiatras? Se bautiza como esquizógenos de las familias por 
completo ordinarias, mecanismos familiares por completo ordinarios, una 
lógica habitual ordinaria, es decir, apenas neurotizante. En las monografías 
familiares llamadas esquizofrénicas cada cual reconoce fácilmente su propio 
papá, su propia mamá. Por ejemplo, en el «doble atolladero» o «doble toma» 
de Bateson: ¿qué padre no emite simultáneamente las dos conminaciones con¬ 
tradictorias — «Seamos amigos, hijo mío, yo soy tu mejor amigo» y «Cuidado, 


370 


hijo, no me trates como un compañero»? No hay con qué hacer un esquizo¬ 
frénico. Hemos visto, en este sentido, que el doble atolladero no definía en 
modo alguno un mecanismo esquizógeno específico, tan sólo caracterizaba a 
Edipo en el conjunto de su extensión. Si existe un verdadero atolladero, una 
verdadera contradicción, es aquél en el que el propio investigador cae, cuando 
pretende asignar mecanismos sociales esquizógenos y al mismo tiempo des¬ 
cubrirlos en el orden de la familia a la que escapan tanto la producción social 
como el proceso esquizofrénico. Tal vez esta contradicción es particularmente 
sensible en Laing, porque es el antipsiquiatra más revolucionario. Pero, en el 
momento mismo en que rompe con la práctica psiquiátrica, que emprende el 
asignar una verdadera génesis social de la psicosis y reclama como condición 
de la cura la necesidad de una continuación del «viaje» en tanto que proceso 
y de una disolución del «ego normal», vuelve a caer en los peores postulados 
familiaristas, personológico y yoico, de tal modo que los remedios invocados 
ya no son más que «una confirmación sincera entre parientes», un «reconoci¬ 
miento de las personas», un descubrimiento del verdadero yo o sí mismo a lo 
Martin Buber 61 . Además de la hostilidad de las autoridades tradicionales, tal 
vez ésa sea la fuente del fracaso actual de las tentativas de la antipsiquiatría, 
de su recuperación en provecho de las formas adaptativas de psicoterapia fa¬ 
miliar y de psiquiatría de sector y del retiro del propio Laing a Oriente. ¿No 
es una contradicción en otro plano, pero análoga, donde se intenta precipitar 
la enseñanza de Lacan, cuando se la vuelve a colocar en un eje familiar y per¬ 
sonológico — mientras que Lacan asigna la causa del deseo a un «objeto» no 
humano, heterogéneo a la persona, por debajo de las condiciones de identidad 
mínima, que escapa a las coordenadas intersubjetivas así como al mundo de 
las significaciones? 

Según el relato detallado del etnólogo Turner, sólo el médico ndembu ha 
sabido tratar Edipo como una apariencia, un decorado, y llegar hasta las catexis 
libidinales inconscientes del campo social. El familiarismo edípico, incluso y 
sobre todo bajo sus formas más modernas, hace imposible el descubrimiento 
de lo que, sin embargo, se pretende buscar hoy día, a saber, la producción 
social esquizógena. En primer lugar, por más que afirmemos que la familia 
expresa contradicciones sociales más profundas, se le confiere un valor de mi¬ 
crocosmos, se le da el papel de una posta necesaria para la transformación de la 
alienación social en alienación mental; además, actuamos como si la libido no 
cargase directamente las contradicciones sociales en tanto que tales y necesita¬ 
se para despertarse que fuesen traducidas según el código de la familia. De ese 
modo, se sustituye la producción social por una causa o expresión familiares y 
61. Ronald Laing, Soi et les autres, 1961 y 1969, tr. fr. Gallimard, págs. 123- 124, 134. 


371 


nos volvemos a hallar en las categorías de la psiquiatría idealista. Hágase lo que 
se haga, de ese modo se declara la inocencia de la sociedad: para acusarla ya no 
quedan más que vagas consideraciones sobre el carácter enfermo de la familia 
o incluso de un modo más general sobre el modo de vida moderno. Hemos 
dejado de lado, pues, lo esencial: que la sociedad es esquizofrenizante a nivel 
de su infraestructura, de su modo de producción, de sus circuitos económicos 
capitalistas más precisos; y que la libido carga este campo social, no bajo una 
forma en la que éste estaría expresado y traducido por una familia-microcos¬ 
mos, sino bajo la forma en la que hace pasar la familia sus cortes y sus flujos 
no familiares, cargados como tales; luego, que las catexis familiares siempre 
son un resultado de las catexis libidinales social-deseantes, únicas primarias; 
por último, que la alienación mental remite directamente a estas catexis y no 
es menos social que la alienación social, que remite por su cuenta a las catexis 
preconscientes de interés. 

No sólo se escapa así toda evaluación correcta de la producción social en 
su carácter patógeno, sino que se escapa, en segundo lugar, el proceso esquizo¬ 
frénico y su relación con el esquizofrénico como enfermo. Pues se intenta neu- 
rotizarlo todo. Sin duda, de acuerdo con la misión de la familia, que consiste 
en producir neuróticos por su edipización, por su sistema de atolladeros, por 
su represión delegada sin la cual la represión social nunca hallaría sujetos dóci¬ 
les y resignados y no llegaría a obstruir las líneas de fuga de los flujos. No debe¬ 
mos tener en cuenta que el psicoanálisis pretende curar la neurosis, puesto que 
curar para él consiste en una conversación infinita, en una resignación infinita, 
en un acceso al deseo ¡por la castración!... y en el establecimiento de condicio¬ 
nes bajo las que el sujeto puede diseminar, trasmitir el mal a su progenie, antes 
que reventar célibe, impotente y masturbador. Y mucho más aún: tal vez un 
día se descubrirá que lo único incurable es la neurosis (de ahí el psicoanálisis in¬ 
terminable). Se felicitan cuando se logra transformar un esquizo en paranoico 
o en neurótico. Tal vez se den ahí muchos malentendidos. Pues el esquizo es el 
que escapa a toda referencia edípica, familiar y personológica — ya no diré yo, 
ya no diré papá-mamá — y cumple su palabra. Ahora bien, la cuestión radica, 
en primer lugar, en saber si es de esto que está enfermo o si eso es, al contrario, 
el proceso esquizofrénico, que no es una enfermedad, ni un «hundimiento», 
sino una «abertura», por angustiosa y aventurera que sea: franquear el muro 
o el límite que nos separa de la producción deseante, hacer pasar los flujos 
de deseo. La grandeza de Laing radica en haber sabido señalar, a partir de 
algunas intuiciones que permanecían ambiguas en Jaspers, el increíble alcance 
de ese viaje. De tal modo que no hay esquizoanálisis que no mezcle sus tareas 


372 


positivas con la tarea destructiva constante de disolver el yo llamado normal. 
Lawrence, Miller, luego Laing, lo supieron mostrar claramente: de buen segu¬ 
ro, ni el hombre ni la mujer son personalidades bien definidas — sino vibra¬ 
ciones, flujos, esquizias y «nudos». El yo remite a coordenadas persono- lógicas 
de las que resulta, las personas a su vez remiten a coordenadas familiares, y 
veremos a qué remite el conjunto familiar para producir a su vez personas. 
La tarea del esquizoanálisis consiste en deshacer incansablemente los yos y 
sus presupuestos, en liberar las singularidades prepersonales que encierran y 
reprimen, en hacer correr los flujos que serían capaces de emitir, en recibir o 
interceptar, en establecer siempre más lejos y más hábilmente la esquizias y los 
cortes muy por debajo de las condiciones de identidad, en montar las máqui¬ 
nas deseantes que recortan a cada uno y lo agrupan con otros. Pues cada uno 
es un grupúsculo y debe vivir de ese modo, o más bien como la caja de té zen 
rota en mil trozos, cuyas grietas están reparadas con cemento de oro, o como 
las fisuras de la losa de iglesia señaladas por la pintura o la cal (lo contrario 
de la castración, unificada, molarizada, oculta, cicatrizada, improductiva). El 
esquizoanálisis se llama así porque, en todo su procedimiento de cura, esqui- 
zofreniza, en lugar de neurotizar como el psicoanálisis. 

¿De qué está enfermo el esquizofrénico, puesto que no lo está de la esqui¬ 
zofrenia como proceso? ¿Qué es lo que transforma la abertura en hundimien¬ 
to? Es la detención coaccionada del proceso o su continuación en el vacío, 
o la manera como se ve obligado a tomarse por un fin. filemos visto, en este 
sentido, cómo la producción social producía el esquizo enfermo: construido 
sobre flujos descodificados que constituyen su tendencia profunda o su límite 
absoluto, el capitalismo no cesa de oponerse a esa tendencia, de conjurar ese 
límite sustituyéndolo por límites relativos internos que puede reproducir a 
una escala siempre mayor o por una axiomática de los flujos que somete la 
tendencia al despotismo y a la represión más firme. En ese sentido la contra¬ 
dicción se instala no sólo al nivel de los flujos que atraviesan el campo social, 
sino al nivel de sus catexis libidinales que son sus partes constituyentes — 
entre la reconstrucción paranoica del Urstaat despótico y las líneas de fuga 
esquizofrénicas positivas. Desde ese momento se dibujan tres eventualidades: 
o bien el proceso se halla detenido, el límite de la producción deseante despla¬ 
zado, disfrazado, y ahora pasa por el subconjunto edípico. Entonces el esquizo 
está efectivamente neurotizado y es esta neurotización la que constituye su 
enfermedad; pues, de cualquier modo, la neurotización precede a la neurosis, 
ésta es su fruto. O bien el esquizo se resiste a la neurotización, la edipización. 
Incluso la utilización de los recursos modernos, la escena analítica pura, el falo 


373 


simbólico, el repudio estructural, el nombre del padre, no llegan a prender en 
él (e incluso hay, en esos recursos modernos, cuán extraña utilización de los 
descubrimientos de Lacan, él que fue el primero, por el contrario, en esquizo- 
frenizar el campo analítico...). En este segundo caso, el proceso enfrentado a 
una neurotización a la que se resiste, pero que basta para bloquearlo por todas 
partes, se ve conducido a tomarse a sí mismo por fin: un psicotico es produ¬ 
cido, y no escapa a la represión delegada propiamente dicha más que para 
refugiarse en la represión originaria, encerrar sobre sí el cuerpo sin órganos y 
hacer callar las máquinas deseantes. Antes la catatonía que la neurosis, antes 
la catatonía que Edipo y la castración — pero todavía eso es un efecto de la 
neurotización, un contraefecto de la sola y misma enfermedad. O bien, tercer 
caso: el proceso se pone a girar en el vacío. Proceso de desterritorialización, ya 
no puede buscar y crear su nueva tierra. Enfrentado a la re-territorialización 
edipica, tierra arcaica, residual, ridiculamente restringida, formará tierras más 
artificiales que se avienen de una forma o de otra, salvo accidente, con el orden 
establecido: el perverso. Después de todo Edipo ya era una tierra artificial, ¡oh, 
familia! Y la resistencia ante Edipo, el retorno al cuerpo sin órganos, todavía 
eran una tierra artificial ¡oh, asilo! De tal modo que todo es perversión. Pero, 
además, todo es psicosis y paranoia, puesto que todo es desencadenado por la 
contracatexis del campo social que produce el psicótico. Y también, todo es 
neurosis, como fruto de la neurotización que se opone al proceso. Por último, 
todo es proceso, esquizofrenia como proceso, puesto que todo es medido por 
ella, su propio recorrido, sus paradas neuróticas, sus continuaciones perversas 
en el vacío, sus finalizaciones psicóticas. 

En tanto que Edipo nace de una aplicación de todo el campo social a 
la figura familiar finita, no implica una catexis cualquiera de ese campo por 
la libido, sino una catexis muy particular que vuelve posible y necesaria esta 
aplicación. Por ello, hemos creído que Edipo es una idea de paranoico antes 
que un sentimiento de neurótico. En efecto, la catexis paranoica consiste en 
subordinar la producción deseante molecular al conjunto molar que forma 
sobre una cara del cuerpo lleno sin órganos y por ello mismo esclavizarla a una 
forma de socius que ejerce la función de cuerpo lleno en condiciones determi¬ 
nadas. El paranoico maquina masas y no cesa de formar grandes conjuntos, 
de inventar aparatos pesados para el encuadramiento y la represión de las mᬠ
quinas deseantes. Ciertamente, no le es difícil pasar por razonable, al invocar 
fines e intereses colectivos, reformas por hacer, a veces incluso revoluciones 
por realizar. Pero la locura perfora, bajo las catexis reformistas, o las catexis 
reaccionarias y fascistas, que no toman un aspecto razonable más que bajo el 
resplandor del preconsciente y animan el extraño discurso de una organiza- 


374 


ción de la sociedad. Incluso su lenguaje es demente. Escuchad a un ministro, 
un general, un gerente de empresa, un técnico... Escuchad el gran rumor pa¬ 
ranoico bajo el dicurso de la razón que habla por los otros, en nombre de los 
mudos. Ocurre que, bajo los fines y los intereses preconscientes invocados, 
se levanta una catexis de otro modo inconsciente que se dirige a un cuerpo 
lleno por sí mismo, independiente de todo fin, a un grado de desarrollo por 
sí mismo, independientemente de toda razón: aquel grado y no otro, no des 
un paso más, aquel socius y no otro, no lo toques. Un amor desinteresado de 
la máquina molar, un verdadero goce, con el odio que implica a los que no se 
someten a él: toda la libido es su juego. Desde el punto de vista de la catexis 
libidinal, vemos claramente que hay pocas diferencias entre un reformista, un 
fascista, e incluso aveces ciertos revolucionarios, que no se distinguen más que 
de modo preconsciente, pero cuyas catexis inconscientes son del mismo tipo, 
incluso cuando no desposan el mismo cuerpo. No podemos seguir a Maud 
Mannoni cuando ve el primer acto histórico de antipsiquiatría en el juicio 
de 1902 que devolvió al presidente Schreber la libertad y responsabilidad a 
pesar del mantenimiento reconocido de sus ideas delirantes 62 . Pues podemos 
dudar de que el juicio hubiera sido el mismo si el presidente hubiese sido es¬ 
quizofrénico en vez de paranoico, si se hubiese tomado por un negro o por un 
judío en vez de por un ario puro, si no se hubiese mostrado tan competente 
en la administración de sus bienes y no hubiese manifestado en su delirio una 
catexis social para el socius ya fascista. Las máquinas sociales como máquinas 
de sometimiento suscitan incomparables amores, que no se explican por el 
interés, ya que por el contrario se originan en ellos. Al fondo de la sociedad, 
el delirio, pues el delirio es la catexis del socius en tanto que tal más allá de 
los fines. Y no es tan sólo al cuerpo del déspota que el paranoico aspira con 
su amor, sino al cuerpo del capital-dinero, o al nuevo cuerpo revolucionario, 
desde el momento en que es forma de poder y de gregarismo. Ser poseído por 
él tanto como poseerlo, maquinar los grupos sometidos de los que uno mismo 
es piezas y engranajes, introducirse a sí mismo en la máquina para conocer, 
por último, el goce de los mecanismos que muelen el deseo. 

Ahora bien, Edipo tiene el aspecto de algo relativamente inocente, de 
una determinación privada que se trata en la consulta del analista. Sin em¬ 
bargo, nos preguntamos, precisamente, qué tipo de catexis social inconsciente 
supone Edipo — puesto que el psicoanálisis no inventa a Edipo, se contenta 
con vivirlo, desarrollarlo, confirmarlo, con proporcionarle una forma médica 
mercantil. En tanto que la catexis paranoica esclaviza a la producción desean¬ 
te, le importa en gran medida que el límite de esta producción sea desplazado, 
62. Maud Mannoni, Le Psychiatre, son fou et la psychanalyse, cap. VII. 


375 


que pase al interior del socius, como un límite entre dos conjuntos molares, 
el conjunto social de partida y el subconjunto familiar de llegada que se con¬ 
sidera que le corresponde, de tal modo que el deseo esté preso en la trampa 
de una represión familiar que viene a doblar la represión social. El paranoico 
aplica su delirio a la familia, y a su propia familia, pero en primer lugar es un 
delirio sobre las razas, los rangos, las clases, la historia universal. En una pala¬ 
bra, Edipo implica en el inconsciente mismo toda una catexis reaccionaria y 
paranoica del campo social, que actúa como factor edipizante y tanto puede 
alimentar como oponerse a las catexis preconscientes. Desde el punto de vista 
del esquizoanálisis, el análisis del Edipo consiste, por tanto, en remontarse 
de los sentimientos embrollados del hijo hasta las ideas delirantes o líneas de 
catexis de los padres, de sus representantes interiorizados y de sus sustitutos: 
no consiste en llegar al conjunto de una familia, que nunca es un lugar de 
aplicación y de reproducción, sino a las unidades sociales y políticas de catexis 
libidinal. De tal modo que todo el psicoanálisis familiarista, comprendido el 
psicoanalista en primer lugar, es ajusticiable por un esquizoanálisis. Una sola 
manera de pasar el tiempo sobre el diván, esquizoanalizar al psicoanalista. 
Decíamos que, en virtud de su diferencia de naturaleza con respecto a las ca¬ 
texis preconscientes de interés, las catexis inconscientes de deseo en su propio 
alcance social tenían por índice la sexualidad. No es, en verdad, que bastase 
con cargar a la mujer pobre, la criada o la puta, para tener amores revolucio¬ 
narios. No hay amores revolucionarios o reaccionarios, es decir, los amores no 
se definen por sus objetos, como tampoco por las fuentes y fines de los deseos 
o de las pulsiones. Sin embargo, hay formas de amor que son los índices del 
carácter reaccionario o revolucionario de la catexis por la libido de un campo 
social histórico o geográfico, del que los seres amados y deseados reciben sus 
determinaciones. Edipo es una de esas formas, índice de catexis reaccionaria. 
Y las figuras bien definidas, los papeles bien identificados, las personas bien 
distintas, en una palabra, las imágenes-modelo de que hablaba Lawrence, ma¬ 
dre, novia, querida, esposa, santa y puta, princesa y criada, mujer rica y mujer 
pobre son dependencias de Edipo, hasta en sus inversiones y sus sustituciones. 
La forma misma de esas imágenes, su desglose y el conjunto de sus relaciones 
posibles, son el producto de un código o de una axiomática social a la que la 
libido se dirige a través de ellas. Las personas son los simulacros derivados de 
un conjunto social cuyo código está inconscientemente cargado por sí mismo. 
Por ello, el amor, el deseo, presentan índices reaccionarios, o bien revolucio¬ 
narios; estos últimos surgen al contrario como índices no figurativos, donde 
las personas hacen sitio a flujos descodificados de deseo, a líneas de vibración, 
y donde los cortes de imágenes hacen sitio a esquizias que constituyen puntos 


376 


singulares, puntos-signos de varias dimensiones que hacen pasar los flujos en 
vez de anularlos. Amores no figurativos, índices de una catexis revoluciona¬ 
ria del campo social, que no son ni edípicos ni preedípicos puesto que es lo 
mismo, sino inocentemente anedípicos, y que confieren al revolucionario el 
derecho de decir «Edipo, no conozco». Deshacer la forma de las personas y 
del yo, no en provecho de un indiferenciado preedípico, sino de las líneas de 
singularidad anedípicas, las máquinas deseantes. Pues hay una revolución se¬ 
xual, que no concierne ni a los objetos, ni a los fines, ni a las fuentes, sino tan 
sólo a la forma o a los índices maquínicos. 

La cuarta y última tesis del esquizoanálisis radica, por tanto, en la dis¬ 
tinción de dos polos de la catexis libidinal social, el polo paranoico, reac¬ 
cionario y fascista, y el polo esquizoide revolucionario. Una vez más, no vemos 
ningún inconveniente en caracterizar las catexis sociales del inconsciente con 
términos heredados de la psiquiatría, en la misma medida que estos términos 
cesan de tener una connotación familiar que los convertiría en simples proyec¬ 
ciones y desde el momento en que el delirio es reconocido como poseedor de 
un contenido social primario inmediatamente adecuado. Los dos polos se de¬ 
finen, uno por la esclavización de la producción y de las máquinas deseantes a 
los conjuntos gregarios que a gran escala constituyen bajo determinada forma 
de poder o de soberanía selectiva, el otro por la subordinación inversa y la in¬ 
versión de poder; uno por estos conjuntos molares y estructurados, que aplas¬ 
tan las singularidades, las seleccionan y regularizan las que retienen en códigos 
o axiomáticas, el otro por las multiplicidades moleculares de singularidades 
que tratan, al contrario, los grandes conjuntos como otros tantos materiales 
propios a su elaboración; uno por las líneas de integración y de territorializa- 
ción que detienen los flujos, los agarrotan, los hacen retroceder o los recortan 
según los límites interiores al sistema, de tal modo que produzcan las imágenes 
que vienen a llenar el campo de inmanencia propio de ese sistema o de ese 
conjunto, el otro por líneas de fuga que siguen los flujos descodificados y des- 
territorializados, inventando sus propios cortes o esquizias no figurativas que 
producen nuevos flujos, franqueando siempre el muro codificado o el límite 
territorial que los separan de la producción deseante; y resumiendo todas las 
determinaciones, uno por los grupos sometidos, el otro por los grupos-sujetos. 
Cierto es que chocamos aún con toda clase de problemas en lo concerniente 
a estas distinciones. ¿En qué sentido la catexis esquizoide constituye, en tanto 
que el otro, una catexis real del campo social histórico, y no una simple uto¬ 
pía? ¿en qué sentido las líneas de fuga son colectivas, positivas y creadoras? 
¿qué relación tienen los dos polos inconscientes uno con el otro y con las 
catexis preconscientes de interés? 


377 


Hemos visto que la catexis paranoica inconsciente se dirigía al propio 
socius en tanto que cuerpo lleno sin órganos, más allá de los fines y los inte¬ 
reses preconcientes que asigna y distribuye. Mas tal catexis no soporta el ser 
sacada a luz: siempre es preciso que se oculte bajo fines o intereses asignables 
presentados como generales, cuando, sin embargo, no representan más que 
los de la clase dominante o de su fracción. ¿Cómo soportarían una forma¬ 
ción de soberanía, un conjunto gregario fijo y determinado el ser cargados 
por su poder bruto, su violencia y su carácter absurdo? No sobrevivirían a 
ello. Incluso el fascismo más declarado habla el lenguaje de los fines, del de¬ 
recho, del orden y de la razón. Incluso el capitalismo más demente habla en 
nombre de la racionalidad económica. Y está obligado a ello, puesto que es 
en la irracionalidad del cuerpo lleno donde el orden de las razones se halla 
inextricablemente fijado, bajo un código, bajo una axiomática de la que re¬ 
sultan. Además, el sacar a luz la catexis reaccionaria inconsciente bastaría para 
transformarla completamente y hacerla pasar al otro polo de la libido, es decir, 
al polo esquizo-revolucionario, puesto que ésta no se realizaría sin trastocar el 
poder, sin invertir la subordinación, sin devolver la producción misma al deseo; 
pues sólo el deseo vive sin tener fin. La producción deseante molecular volve¬ 
ría a hallar la libertad de esclavizar a su vez al conjunto molar bajo una forma 
de poder o de soberanía invertida. Por ello, Klossowski, que ha llevado lo más 
lejos posible la teoría de los dos polos de catexis, pero siempre en la categoría 
de una utopía activa, puede escribir: «Toda formación soberana debería prever 
así el momento querido de su integración... Ninguna formación de soberanía, 
para que se cristalice, soportará nunca esta toma de conciencia: pues, desde 
que se vuelve consciente en los individuos que la componen, éstos la descom¬ 
ponen... Por la desviación de la ciencia y del arte el ser humano muchas veces 
se ha levantado contra esta fijeza; y, no obstante esta capacidad, el impulso gre¬ 
gario en y por la ciencia hacía fracasar esta ruptura. El día que el ser humano 
sepa portarse como fenómeno desprovisto de intención — pues toda intención 
al nivel del ser humano obedece siempre a su conservación, a su duración—, 
ese día, una nueva criatura pronunciará la integridad de la existencia... La 
ciencia, por su propia actividad, demuestra que los medios que no cesa de 
elaborar no hacen más que reproducir, en el exterior, un juego de fuerzas por 
sí mismas sin fin ni finalidad cuyas combinaciones obtienen tal o cual resul¬ 
tado... Sin embargo, ninguna ciencia puede todavía desarrollarse fuera de un 
agrupamiento social constituido. Para prevenir la puesta en duda de los grupos 
sociales por la ciencia, éstos la toman en su mano... (la integran) en las diversas 
planificaciones industriales, su autonomía parece propiamente inconcebible. 
Una conspiración que conjuga el arte y la ciencia supone una ruptura de to- 


378 


das nuestras instituciones y un trastocamiento total de los medios de produc¬ 
ción... Si alguna conspiración, según el deseo de Nietzsche, debía conjurar la 
ciencia y el arte con fines no menos sospechosos, la sociedad industrial pare¬ 
cería hacerla fracasar de antemano por la índole de puesta en escena que ofrece 
de ellas, so pena de sufrir efectivamente lo que esta conspiración le reserva: el 
estallido de las estructuras institucionales que la recubren en una pluralidad 
de esferas experimentales que revelan por fin el rostro auténtico de la moder¬ 
nidad — fase última a la que Nietzsche veía que se dirigía la evolución de las 
sociedades. En esta perspectiva, el arte y la ciencia surgirían entonces como 
estas formaciones soberanas, sobre las que Nietzsche decía que formaban el 
objeto de su contra-sociología — el arte y la ciencia estableciéndose en tanto 
que potencias dominantes, sobre las ruinas de las instituciones» 63 . 

¿Por qué esta invocación del arte y de la ciencia en un mundo en el que 
los sabios y los técnicos, incluso los artistas, la ciencia y el arte mismos están 
de un modo tan agudizado al servicio de las soberanías establecidas (aunque 
sólo sea por las estructuras de financiación)? Ocurre que el arte, desde que 
alcanza su propia grandeza, su propia genialidad, crea cadenas de descodifica¬ 
ción y de desterritorialización que instauran, que hacen funcionar máquinas 
deseantes. Pongamos, por ejemplo, la escuela veneciana de pintura: al mismo 
tiempo que Venecia desarrolla el más poderoso capitalismo mercantil en los 
confines de un Urstaat que le deja una gran autonomía, su pintura se desa¬ 
rrolla aparentemente bajo el código bizantino, en la que incluso los colores 
y las líneas se subordinan a un significante que determina su jerarquía como 
un orden vertical. Pero, hacia la mitad del siglo XV, cuando el capitalismo 
veneciano hace frente a los primeros signos de su decadencia, algo estalla en 
esta pintura: diríamos que se abre un nuevo mundo, otro arte, en el que las 
líneas se desterritorializan, los colores se descodifican, ya no remiten más que 
a las relaciones que mantienen entre sí y unos con otros. Nace una organiza¬ 
ción horizontal, o transversal, del cuadro con líneas de fuga o de abertura. 
El cuerpo de Cristo está maquinado por todas partes y de todas las maneras, 
sacado de todos los lados, desempeñando el papel de cuerpo lleno sin órga¬ 
nos, lugar de enganche para todas las máquinas del deseo, lugar de ejercicios 
sado-masoquistas donde estalla la alegría del artista. Incluso Cristos maricas. 
Los órganos son los poderes directos del cuerpo sin órganos y emiten sobre él 
flujos que las mil heridas, como las flechas de san Sebastián, vienen a cortar 
y recortar de tal modo que producen otros flujos. Las personas y los órganos 

63. Fierre Klossowski, Nietzsche etle cercle vicieux, págs. 175, 202-203, 213-214 (tr. cast. 
Ed. Seix Barral). (La oposición entre los conjuntos de gregariedad y las multiplicidades de sin¬ 
gularidades está desarrollada por todas partes en este libro, y además en La Monnaie vivante.) 


379 


dejan de estar codificados según catexis colectivas jerarquizadas; cada una, 
cada uno vale por sí y se encarga de su propio asunto: el niño Jesús mira hacia 
un lado mientras que la Virgen escucha por el otro, Jesús equivale a todos los 
niños deseantes, la Virgen a todas las mujeres deseantes, una gozosa actividad 
de profanación se extiende bajo esta privatización generalizada. UnTintoretto 
pinta la creación del mundo como carrera de longitud, en la que el propio 
Dios está en la última fila de la salida de derecha a izquierda. De pronto surge 
un cuadro de Lotto que muy bien podría ser del siglo XIX. Por supuesto, 
esta descodificación de los flujos de pintura, estas líneas de fuga esquizoides 
que en el horizonte forman las máquinas deseantes, se vuelven a tomar en 
jirones del antiguo código, o son introducidas en nuevos códigos y, en primer 
lugar, en una axiomática propiamente pictórica que agarrota las fugas, cierra 
el conjunto en las relaciones transversales entre líneas y colores y lo vuelca en 
territorialidades arcaicas o nuevas (por ejemplo, la perspectiva). Tan cierto es, 
que el movimiento de la desterritorialización no puede ser captado más que 
como el reverso de territorialidades, incluso residuales, artificiales o ficticias. 
Pero, al menos, algo ha surgido, reventando los códigos, deshaciendo los sig¬ 
nificantes, pasando bajo las estructuras, haciendo pasar los flujos y efectuando 
los cortes en el límite del deseo: una abertura No basta con decir que el siglo 
XIX ya está en pleno siglo XV, pues habría que decir lo mismo a su vez con 
respecto al siglo XIX, y habríamos tenido que decirlo con respecto al código 
bizantino bajo el que ya pasaban extraños flujos liberados. Lo hemos visto con 
respecto al pintor Turner, a sus cuadros más acabados que a veces se les llama 
«inacabados»: desde el momento en que se da la genialidad, hay algo que ya no 
pertenece a ninguna escuela, a ningún tiempo, efectuando una abertura — el 
arte como proceso sin finalidad, pero que se realiza como tal. 

Los códigos y sus significantes, las axiomáticas y sus estructuras, las fi¬ 
guras imaginarias que vienen a llenarlos tanto como las relaciones puramente 
simbólicas que los miden, constituyen conjuntos molares propiamente esté¬ 
ticos caracterizados por finalidades, escuelas y épocas, los relacionan con los 
conjuntos sociales más vastos que allí hallan una aplicación y por todas partes 
esclavizan el arte a una gran máquina de soberanía castradora. Pues también 
para el arte existe un polo de catexis reaccionaria, una sombría organización 
paranoico-edípica-narcisista. Un uso sucio de la pintura, alrededor del sucio 
secretito, incluso en la pintura abstracta en la que la axiomática se las arregla 
sin figuras: una pintura cuya esencia secreta es escatológica, una pintura edipi- 
zante, incluso cuando ha roto con la santa Trinidad como imagen edípica, una 
pintura neurótica y neurotizante que convierte al proceso en una finalidad, o 


380 


en una detención, una interrupción, o en una continuación en el vacío. Esta 
pintura que hoy día florece, bajo el usurpado nombre de moderna, flor vene¬ 
nosa, que hacía decir a un héroe de Lawrence: «Es como una especie de mero 
asesinato... — ¿y quién es asesinado?... —Todas las entrañas que uno siente 
en sí de misericordia son asesinadas... —Tal vez la estupidez es asesinada, la 
estupidez sentimental, sonrió sarcásticamente el artista. — ¿Cree usted? Me 
parece que todos esos tubos y esas vibraciones de chapa ondulada son más 
estúpidas que cualquier otra cosa, y bastante sentimentales. Me da la sensa¬ 
ción de que se tienen mucha lástima y mucha vanidad nerviosa.» Los cortes 
productores proyectados sobre el gran corte improductivo de la castración, 
los flujos convertidos en flujos de chapa ondulada, las aberturas realizadas por 
todas partes. Y tal vez eso sea, como hemos visto, el valor mercantil del arte y 
de la literatura: una forma de expresión paranoica que ni siquiera tiene necesi¬ 
dad de «significar» sus catexis libidinales reaccionarias, puesto que al contrario 
le sirven de significante: una forma de contenido edípica que ya ni siquiera 
necesita representar a Edipo, puesto que la «estructura» basta. Mas, en el otro 
polo, esquizo-revolucionario, el valor del arte ya no se mide más que por los 
flujos descodificados y desterritorializados que hace pasar bajo un significante 
reducido al silencio, por debajo de las condiciones de identidad de los parᬠ
metros, a través de una estructura reducida a la impotencia; escritura de los 
soportes indiferentes neumáticos, electrónicos o gaseosos, y que parece tanto 
más difícil e intelectual a los intelectuales cuanto más accesible es a los débiles, 
a los analfabetos, a los esquizos, desposando todo lo que mana y todo lo que 
recorta, entrañas de misericordia que ignoran sentido y fin (la experiencia Ar- 
taud, la experiencia Burroughs). Es ahí donde el arte accede a su modernidad 
auténtica, que tan sólo consiste en liberar lo que estaba presente en el arte de 
cualquier época, pero que estaba oculto bajo los fines y los objetos, aunque 
fuesen estéticos, bajo las recodificaciones o las axiomáticas: el puro proceso 
que se realiza y que no cesa de ser realizado en tanto que procede, el arte como 
«experimentación» 64 . 

Lo mismo se debe decir con respecto a la ciencia: los flujos descodificados 

64. Cf. toda la obra de John Cage, y su libro Silence, Wesleyan University Press, 1961: 
«La palabra experimental puede convenir, con tal que no sea comprendida como designante de 
un acto destinado a ser juzgado en términos de éxito o fracaso, sino simplemente como desig¬ 
nante de un acto cuya salida es desconocida» (pág. 13). Sobre las nociones activas o prácticas 
de descodificación, de destructuralización, y de la obra como proceso, debemos remitirnos a los 
excelentes comentarios de Daniel Charles sobre Cage, «Musique et anarchie», Bulletin de la 
Société frangaise dephilosophie, julio 1971 (encolerizamiento violento de algunos participantes 
en la discusión, reaccionando ante la idea de que ya no hay código...). 


381 


de conocimiento están ligados, en primer lugar, en las axiomáticas propiamen¬ 
te científicas, pero éstas expresan una vacilación bipolar. Uno de los polos es 
la gran axiomática social que retiene de la ciencia lo que debe ser retenido en 
función de las necesidades de mercado y de las zonas de innovación técnica, 
el gran conjunto social que convierte a los subconjuntos científicos en otras 
tantas aplicaciones que le son propias y le corresponden, en una palabra, el 
conjunto de los procedimientos que no se contentan con conducir a los sabios 
a la «razón», sino que previenen toda desviación por su parte, les imponen 
fines, y convierten a la ciencia y a los sabios en una instancia perfectamente 
sometida a la formación de soberanía (ejemplo, el modo como el indetermi¬ 
nismo no ha sido tolerado más que hasta un punto, luego ordenado a realizar 
su reconciliación con el determinismo). Pero el otro polo es el polo esquizoi¬ 
de, en cuya vecindad los flujos de conocimiento esquizofrenizan y huyen no 
sólo a través de la axiomática social, sino que también pasan a través de sus 
propias axiomáticas, engendrando signos cada vez más desterritorializados, 
figuras-esquizias que ya no son ni figurativas ni estructuradas y reproducen 
o producen un juego de fenómenos sin fin ni finalidad: la ciencia como ex¬ 
perimentación, en el sentido definido anteriormente. En este campo, como 
en los otros, ¿no hay un conflicto propiamente libidinal entre un elemento 
paranoico-edipizante de la ciencia y un elemento esquizo-revolucionario? Este 
mismo conflicto hace decir a Lacan que existe un drama del sabio («J. R. Ma- 
yer, Cantor, no voy a levantar un palmarás de esos dramas que a veces llegan 
a la locura..., y que no podría incluirse aquí en el Edipo, salvo para ponerlo 
en duda»: puesto que, en efecto, Edipo ahí no interviene como figura familiar 
ni siquiera como estructura mental, sino en calidad de una axiomática como 
factor edipizante, de donde resulta un Edipo específicamente científico) 65 . Y 
al canto del Lautréamont que se eleva alrededor del polo paranoico-edípico- 
narcisista, Oh, matemáticas severas... jAritmética!¡álgebra!¡geometría!¡trinidad 
grandiosa! ¡triángulo luminoso!, se opone otro canto, ¡Oh, matemáticas esqui¬ 
zofrénicas, incontrolables y locas máquinas deseantes!... 

En la formación de soberanía capitalista (cuerpo lleno del capital- di¬ 
nero como socius), la gran axiomática social ha reemplazado a los códigos 
territoriales y a las sobrecodificaciones despóticas que caracterizaban a las for¬ 
maciones precedentes; además, se ha formado un conjunto gregario, molar, 
cuyo sometimiento no tiene igual, filemos visto sobre qué bases funcionaba 
este conjunto: todo un campo de inmanencia que se reproduce a una escala 
siempre mayor, que no cesa de multiplicar sus axiomas cuando los necesita y 
se llena de imágenes y de imágenes de imágenes, a través de las cuales el deseo 
65. Jacques Lacan, Ecrits, pág. 870. 


382 


se ve determinado a desear su propia represión (imperialismo) — una descodi¬ 
ficación y una desterritorialización sin precedentes, que instauran una conju¬ 
gación como sistema de relaciones diferenciales entre los flujos descodificados 
y desterritorializados, de tal modo que la inscripción y la represión sociales ni 
siquiera necesitan dirigirse directamente a los cuerpos y a las personas, pues, al 
contrario, los preceden ( axiomática , regulación y aplicación) — una plusvalía 
determinada como plusvalía de flujo, cuya extorsión no se realiza por simple 
diferencia aritmética entre dos cantidades homogéneas y del mismo código, 
sino precisamente por relaciones diferenciales entre tamaños heterogéneos que 
no tienen el mismo poder: flujo de capital y flujo de trabajo como plusvalía 
humana en la esencia industrial del capitalismo, flujo de financiación y flu¬ 
jo de pago o de ingresos en la inscripción monetaria del capitalismo, flujo 
de mercado y flujo de innovación como plusvalía maquínica en el funciona¬ 
miento comercial y bancario del capitalismo (plusvalía como primer aspecto 
de la inmanencia) — una clase dominante tanto más implacable que no pone 
la máquina a su servicio, sino, al contrario, es la sirviente de la máquina ca¬ 
pitalista: clase única en este sentido, contentándose, por su parte, con sacar 
rentas que, por enormes que sean, no contengan una diferencia aritmética con 
las rentas-salarios de los trabajadores, mientras que funciona más profunda¬ 
mente como creadora, reguladora y mantenedora del gran flujo no apropiado, 
no poseído, inconmensurable con los salarios y los beneficios, y señala a cada 
instante los límites interiores del capitalismo, su desplazamiento perpetuo y 
su reproducción a una escala ampliada (juego de los límites interiores como 
segundo aspecto del campo de inmanencia capitalista, definido por la relación 
circular «gran flujo de financiación-reflujo de las rentas salariales-aflujo del 
beneficio bruto») — la efusión de la antiproducción en la producción, como 
realización o absorción de la plusvalía, de tal modo que el aparato militar, 
burocrático y policíaco se halla basado en la economía misma y produce di¬ 
rectamente catexis libidinales de la represión de deseo ( antiproducción como 
tercer aspecto de la inmanencia, expresando la doble naturaleza del capitalis¬ 
mo, producir por producir, pero en las condiciones del capital). No hay uno 
solo de esos aspectos, ni la menor operación, ni el menor mecanismo indus¬ 
trial o financiero que no manifiesten la demencia de la máquina capitalista y 
el carácter patológico de su racionalidad (no del todo falsa racionalidad, sino 
verdadera racionalidad de esta patología, de esta demencia, «pues la máquina 
funciona, estén seguros de ello»). No corre el riesgo de volverse loca, pues de 
un cabo a otro ya lo está desde el principio y de ahí surge su racionalidad. El 
humor negro de Marx, la fuente del Capital, radica en su fascinación por se- 


383 


mejante máquina: cómo ha podido montarse eso, sobre qué fondo de descodi¬ 
ficación y de desterritorialización, cómo funciona, siempre más descodificado, 
siempre más desterritorializado, cómo funciona eso siendo tanto más duro por 
la axiomática, por la conjugación de los flujos, cómo produce la terrible clase 
única de los buenos hombres grises que mantienen la máquina, cómo no corre 
el riesgo de morir completamente solo, en vez de hacernos morir, al suscitar 
hasta el final catexis de deseo que ni siquiera pasan por una ideología engañosa 
y subjetiva y nos hacen gritar hasta el final ¡Viva el capital en su realidad, en 
su disimulación objetiva! Nunca ha habido, salvo en la ideología, un capitalis¬ 
mo humano, liberal, paternal, etc. El capitalismo se define por una crueldad 
incomparable al sistema primitivo de crueldad, por un terror incomparable 
al régimen despótico de terror. Los aumentos de salarios, la mejora del nivel 
de vida son realidades, pero realidades que se originan en tal o cual axioma 
suplementario que el capitalismo siempre tiene la capacidad de añadir a su 
axiomática en función de un ensanchamiento de sus límites (hagamos el New 
Deal, queramos y reconozcamos sindicatos fuertes, promovamos la participa¬ 
ción, la clase única, demos un paso hacia Rusia que da tantos hacia nosotros, 
etc.). Sin embargo, en la realidad ensanchada que condiciona esos islotes, la 
explotación no deja de endurecerse, la carencia es habilitada del modo más 
sabio, las soluciones finales del tipo «problema judío» son preparadas muy 
minuciosamente, el tercer mundo es organizado como una parte integrante 
del capitalismo. La reproducción de los límites interiores del capitalismo a 
una escala siempre más amplia tiene varias consecuencias: permitir al centro 
los aumentos y mejoras de nivel, desplazar las formas más duras de explota¬ 
ción del centro a la periferia, pero también multiplicar en el centro mismo los 
enclaves de sobreexplotación, soportar fácilmente las formaciones llamadas 
socialistas (no es el socialismo al modo kibbutz lo que molesta al Estado sio¬ 
nista, como tampoco el socialismo ruso molesta al capitalismo mundial). No 
es a través de una metáfora que lo constatamos: las fábricas son prisiones, no 
se parecen a prisiones, lo son. 

Todo es demente en el sistema: la máquina capitalista se alimenta de flujos 
descodificados y desterritorializados; los descodifica y los desterritorializa aún 
más, pero haciéndolos pasar por un aparato axiomático que los conjuga y que, 
en los puntos de conjugación, produce seudo-códigos y re-territorializaciones 
artificiales. En este sentido, la axiomática capitalista no puede arreglárselas sin 
suscitar siempre nuevas territorialidades y resucitar nuevos Urstaat despóticos. 
El gran flujo mutante del capital es pura desterritorialización, pero efectúa 
otras tantas re-territorializaciones cuando se convierte en reflujo de medios 


384 


de pago. El tercer mundo está desterritorializado con respecto al centro del 
capitalismo, pero pertenece al capitalismo, es de él una mera territorialidad 
periférica. Las catexis preconscientes de clase y de interés abundan. En primer 
lugar, los capitalistas tienen interés en el capitalismo. Consideramos una cons¬ 
tatación tan simple por algo más: los capitalistas sólo están interesados por la 
punción de beneficios que sacan de él y que, por enorme que sea, no define 
al capitalismo. Y para lo que define el capitalismo, para lo que condiciona 
el beneficio, tienen una catexis de deseo, de naturaleza distinta, libidinal-in- 
consciente, que no se explica simplemente por los beneficios condicionados, 
sino, al contrario, explica que un pequeño capitalista, sin grandes beneficios y 
esperanzas, mantenga íntegramente el conjunto de sus catexis: la libido para el 
gran flujo no convertible en tanto que tal, «no posesión y no riqueza» — como 
dice Bernard Schmitt que, entre los economistas modernos, tiene para no¬ 
sotros la ventaja incomparable de proporcionar una interpretación delirante 
de un sistema económico exactamente delirante (al menos, va hasta el final). 
En una palabra, una libido verdaderamente inconsciente, un amor desinte¬ 
resado: esta máquina es formidable. Desde ese momento, y siempre a partir 
de la constatación tautológica de hace un rato, comprendemos que hombres 
cuyas catexis preconscientes de interés no van, o no deberían ir en el sentido 
del capitalismo, mantengan una catexis libidinal inconsciente adecuada al ca¬ 
pitalismo o que apenas le amenaza. Sea que arrinconen, localicen su interés 
preconsciente en el aumento de salario y en la mejora del nivel de vida; con 
poderosas organizaciones que los representan y que se vuelven malas desde 
el momento que se pone en duda la naturaleza de los fines («Vemos clara¬ 
mente que no sois obreros, no tenéis ni idea de las luchas reales, ataquemos 
los beneficios para una mejor gestión del sistema, vote por un París limpio, 
Bienvenido Señor Brejnev»). ¿Cómo no hallaríamos su interés en el agujero 
que se ha cavado él mismo, en el seno del sistema capitalista? Sea el segundo 
caso: hay verdaderamente catexis de interés nueva, nuevos fines, que suponen 
un cuerpo distinto que el del capital-dinero, los explotados toman concien¬ 
cia de su interés preconsciente y éste es verdaderamente revolucionario, gran 
corte del punto de vista del preconsciente. Pero no basta que la libido cargue un 
nuevo cuerpo social correspondiente a estos nuevos fines para que efectúe al 
nivel del inconsciente un corte revolucionario que tenga el mismo modo que 
el del preconsciente. Precisamente, ambos niveles no tienen el mismo modo. 
El nuevo socius cargado como cuerpo lleno por la libido puede funcionar muy 
bien como una territorialidad autónoma, pero presa y enclavada en la máqui¬ 
na capitalista y localizable en el campo de su mercado. Pues el gran flujo del 


385 


capital mutante empuja sus límites, añade nuevos axiomas, mantiene al deseo 
en el marco móvil de sus límites ampliados. Puede haber en él un corte revolu¬ 
cionario pre- consciente sin corte revolucionario libidinal e inconsciente real. 
O más bien el orden de cosas es el siguiente: hay primero corte revolucionario 
libidinal real, luego se escurre en un simple corte revolucionario de los fines 
y de interés, por último, reforma una territorialidad tan sólo específica, un 
cuerpo específico sobre el cuerpo lleno del capital. Los grupos sometidos no 
cesan de derivar de los grupos sujetos revolucionarios. Un axioma más. No 
es más complicado que para la pintura abstracta. Todo empieza con Marx, 
prosigue con Lenin y se acaba con «Bienvenido Sr. Brejnev». ¿Se trata aún de 
los revolucionarios que hablan a un revolucionario, o de una aldea que recla¬ 
ma un nuevo comisario? Y si nos preguntamos cuando ello empezó a ir mal 
¿hasta dónde debemos remontar, hasta Lenin, hasta Marx? Las catexis diversas 
y opuestas pueden coexistir en complejos que no son los de Edipo, pero que 
conciernen al campo social histórico, sus conflictos y sus contradicciones pre¬ 
conscientes e inconscientes y de los que tan sólo podemos decir que se vuelcan 
sobre Edipo, Marx-padre, Lenin- padre, Brejnev-padre. Cada vez la gente cree 
menos en ello, pero eso no tiene importancia, puesto que el capitalismo es 
como la religión cristiana, vive precisamente de la falta de creencia, no la ne¬ 
cesita — pintura abigarrada de todo lo que se ha creído. 

Pero también lo inverso es cierto, el capitalismo no cesa de huir por todos 
los cabos. Sus producciones, su arte, su ciencia forman flujos descodificados y 
desterritorializados que no se someten solamente a la axiomática correspon¬ 
diente, pues hacen pasar algunas de sus corrientes a través de las mallas de la 
axiomática, por debajo de las recodificaciones y de las re-territorializaciones. A 
su vez grupos sujetos se derivan por ruptura de los grupos sometidos. El capi¬ 
talismo no cesa de agarrotar los flujos, de cortarlos y de retroceder el corte, 
pero éstos no cesan de expansionarse y de cortarse a sí mismos según esquizias 
que se vuelven contra el capitalismo y lo entallan. Siempre preparado para 
ensanchar sus límites interiores, el capitalismo permanece amenazado por un 
límite exterior que corre el riesgo de llegarle y hendirle desde dentro cuanto 
más se ensanchen los límites interiores. Por ello, las líneas de fuga son singu¬ 
larmente creadoras y positivas: constituyen una catexis del campo social, no 
menos completa, no menos total que la catexis contraria. La catexis paranoica 
y la catexis esquizoide son como dos polos opuestos de la catexis libidinal in¬ 
consciente, uno de los cuales subordina la producción deseante a la formación 
de soberanía y al conjunto gregario que se desprende, y el otro efectúa la sub¬ 
ordinación inversa, invierte el poder y somete el conjunto gregario a las mul- 


386 


tiplicidades moleculares de las producciones de deseo. Y si es cierto que el 
delirio es coextensivo al campo social, vemos en todo delirio coexistir los dos 
polos y vemos coincidir fragmentos de catexis esquizoide revolucionaria con 
bloques de catexis paranoica reaccionaria. La oscilación entre los dos polos es 
incluso constitutiva del delirio. Sin embargo, ocurre que la oscilación no es 
idéntica y que el polo esquizoide es más bien potencial con respecto al polo 
paranoico actual (¿cómo contar con el arte y la ciencia de otro modo que 
como potencialidades, ya que su misma actualidad es fácilmente controlada 
por las formaciones de soberanía?). Los dos polos de catexis libidinal incons¬ 
ciente no tienen la misma relación, ni la misma forma de relación, con las 
catexis preconscientes de interés. Por un lado, en efecto, la catexis de interés 
oculta primordialmente a la catexis paranoica de deseo y la refuerza tanto 
como la oculta: recubre su carácter irracional bajo un orden existente de inte¬ 
reses, de causas y de medios, de fines y de razones; o bien suscita y crea esos 
intereses que racionalizan la catexis paranoica; o, aún más, una catexis pre¬ 
consciente efectivamente revolucionaria mantiene íntegramente una catexis 
paranoica al nivel de la libido, en tanto que el nuevo socius continúa subordi¬ 
nándose toda la producción de deseo en nombre de los intereses superiores de 
la revolución y de los encadenamientos inevitables de la causalidad. En el otro 
caso, es preciso que el interés preconsciente descubra, al contrario, la necesi¬ 
dad de una catexis de otra clase y que efectúe una especie de ruptura de causa¬ 
lidad como un cuestionamiento de los fines e intereses. Ya no estamos ante el 
mismo problema: no basta con construir un nuevo socius como cuerpo lleno, 
hay que pasar a la otra cara de este cuerpo lleno social donde se ejercen y se 
inscriben las formaciones moleculares de deseo que deben dominar al nuevo 
conjunto molar. Sólo ahí llegamos al corte y a la catexis revolucionarios in¬ 
conscientes de la libido. Ahora bien, eso no puede realizarse más que al precio 
y gracias a una ruptura de la causalidad. El deseo es un exilio, el deseo es un 
desierto que atraviesa el cuerpo sin órganos y nos obliga a pasar de una de sus 
caras a otra. Nunca un exilio individual, nunca un desierto personal, siempre 
un exilio y un desierto colectivos. Es demasiado evidente que la suerte de la 
revolución está ligada únicamente al interés de las masas explotadas y domina¬ 
das. Pero el problema radica en la naturaleza de ese lazo, como lazo causal 
determinado o como vínculo de cualquier otra clase. Se trata de saber cómo se 
realiza un potencial revolucionario, en su relación misma con las masas explo¬ 
tadas o los «eslabones más débiles» de un sistema dado. ¿Estas o éstos actúan 
en su lugar, en el orden de las causas y de los fines que promueven un nuevo 
socius, o, al contrario, son el lugar y el agente de una irrupción súbita e ines- 


387 


perada, irrupción de deseo que rompe con las causas y los fines y vuelve al 
socius sobre su otra cara? En los grupos sometidos, el deseo aún se define por 
un orden de causas y fines y él mismo teje todo un sistema de relaciones 
macroscópicas que determinan a los grandes conjuntos bajo una formación de 
soberanía. Los grupos sujetos tienen, al contrario, por única causa una ruptu¬ 
ra de causalidad, una línea de fuga revolucionaria; y, aunque podamos y deba¬ 
mos asignar en las series causales los factores objetivos que han hecho posible 
tal ruptura, como los eslabones más frágiles, sólo lo que pertenece al orden del 
deseo y de su irrupción da cuenta de la realidad que toma en tal momento, en 
tal lugar 66 . Yernos claramente cómo todo puede coexistir y mezclarse: en el 
«corte leninista», cuando el grupo bolchevique o al menos una parte de ese 
grupo se da cuenta de la posibilidad inmediata de una revolución proletaria 
que no seguiría el orden causal previsto por las relaciones de fuerzas, sino que 
precipitaría las cosas de un modo singular al hundirse en una brecha (la fuga 
o el «derrotismo revolucionario»), todo coexiste en verdad: catexis precons¬ 
cientes aún vacilantes en algunos que no creen en esta posibilidad, catexis 
preconscientes revolucionarias en los que «ven» la posibilidad de un nuevo 
socius pero lo mantienen en una causalidad molar que ya convierte al partido 
en una nueva forma de soberanía, por último, catexis revolucionarias incons¬ 
cientes que efectúan una verdadera ruptura de causalidad en el orden del de¬ 
seo. Y en los mismos hombres pueden coexistir en tal o cual momento los ti¬ 
pos de catexis más diversos, los dos tipos de grupos pueden interpenetrarse. 
Ocurre que los dos grupos son como el determinismo y la libertad en Kant: 
tienen el mismo «objeto» y nunca la producción social es algo distinto de la 
producción deseante, y a la inversa, pero no tienen la misma ley o el mismo 
régimen. La actualización de una potencialidad revolucionaria se explica me¬ 
nos por el estado de causalidad preconsciente, en el que, sin embargo, es com¬ 
prendida, que por la efectividad de un corte libidinal en un momento preciso, 
esquizia cuya única causa es el deseo, es decir, la ruptura de causalidad que 
obliga a volver a escribir la historia en lo real mismo y produce ese momento 
extrañamente polívoco en el que todo es posible. Por supuesto, la esquizia ha 
sido preparada por un trabajo subterráneo de las causas, de los fines y de los 
intereses; por supuesto, este orden de las causas corre el riesgo de encerrarse y 
de obstruir la brecha en nombre del nuevo socius y de sus intereses. Por su¬ 
puesto, siempre podemos decir después que la historia nunca ha dejado de 
regirse por las mismas leyes de conjunto y de los grandes números. Ocurre que 
la esquizia no ha llegado a la existencia más que por un deseo sin finalidad y 

66. Sobre el análisis de los grupos sujetos, sus relaciones con el deseo y con la casualidad, 
cf. J. P. Sartre, Critique de la raison dialectique (trad. cast. Ed. Losada). 


388 


sin causa que la trazaba y la desposaba. Imposible sin el orden de las causas, no 
se vuelve real más que por algo de otro orden: el Deseo, el deseo-desierto, la 
catexis de deseo revolucionaria. Y eso es lo que mina al capitalismo: ¿de dónde 
vendrá la revolución y bajo qué forma en las masas explotadas? Es como la 
muerte: ¿dónde, cuándo? Un flujo descodificado, desterritorializado, que 
mana demasiado lejos, que corta demasiado fino, escapando a la axiomática 
del capitalismo. ¿Un Castro, un árabe, un pantera negra, un chino en el hori¬ 
zonte? ¿Un Mayo 68, un maoísta del interior, colocado como el anacoreta 
sobre una chimenea de una fábrica? Siempre añadir un axioma para obstruir 
la brecha precedente, los coroneles fascistas leen a Mao, ya no se dejarán coger, 
Castro se ha vuelto imposible, incluso con respecto a sí mismo, se aíslan las 
vacuolas, se hacen ghettos, se llama a los sindicatos para que ayuden, se inven¬ 
tan las formas más siniestras de la «disuasión», se refuerza la represión de inte¬ 
rés — pero, ¿de dónde vendrá la nueva irrupción de deseo? 67 

Los que hasta aquí nos hayan leído tal vez tengan muchos reproches por 
hacernos: creer demasiado en las puras potencialidades del arte e incluso de la 
ciencia; negar o minimizar el papel de las clases y de la lucha de clases; militar 
por un irracionalismo del deseo; identificar al revolucionario con el esquizo; 
caer en todas estas conocidas trampas, demasiado conocidas. Sería una mala 
lectura, y no sabemos qué vale más, si una mala lectura o no leer nada. Segura¬ 
mente, hay otros reproches más graves en los que no hemos pensado. Mas, en 
cuanto a los precedentes, decimos, en primer lugar, que el arte y la ciencia tie¬ 
nen una potencialidad revolucionaria, y no otra cosa, y que esta potencialidad 
aparece tanto más cuanto uno menos se pregunta por lo que quieren decir, 
desde el punto de vista de los significados o de un significante forzosamente 
reservado a los especialistas; además, hacen pasar en el socius flujos cada vez 
más descodificados y desterritorializados, sensibles a todo el mundo, que obli¬ 
gan a la axiomática social a complicarse cada vez más, a saturarse más, hasta 
el punto que el artista y el sabio pueden estar determinados a ir a dar a una 
situación objetiva revolucionaria en reacción a las planificaciones autoritarias 
de un Estado por esencia incompetente y sobre todo castrador (pues el Estado 
impone un Edipo propiamente artístico, un Edipo propiamente científico). 
En segundo lugar, no hemos minimizado en modo alguno la importancia de 
las catexis preconscientes de clase y de interés, que están basadas en la infraes¬ 
tructura misma; pero les concedemos tanta más importancia en cuanto son en 
la infraestructura el índice de catexis libidinales de otra naturaleza y pueden 

67. André Glucksmann ha analizado la naturaleza de esta axiomática especial contrarre¬ 
volucionaria en Le Discours de la guerre, L’Herne, 1967 (trad. cast. Ed. Anagrama, 1969). 


389 


concillarse u oponerse a ellas. Lo cual no es más que un modo de plantear la 
cuestión «¿Cómo puede ser traicionada la revolución?», una vez dicho que las 
traiciones no esperan, sino que están ahí desde el principio (mantenimiento 
de catexis paranoicas inconscientes en los grupos revolucionarios). Y si invoca¬ 
mos al deseo como instancia revolucionaria es porque creemos que la sociedad 
capitalista puede soportar muchas manifestaciones de interés, pero ninguna 
manifestación de deseo, pues ésta bastaría para hacer estallar sus estructuras 
básicas, incluso al nivel de la escuela materna. Creemos en el deseo como en 
lo irracional de toda racionalidad y no porque sea carencia, sed o aspiración, 
sino porque es producción de deseo y deseo que produce, real-deseo o real en 
sí mismo. Por último, no pensamos en modo alguno que el revolucionario 
sea esquizofrénico o a la inversa. Al contrario, nunca hemos dejado de distin¬ 
guir al esquizofrénico como entidad de la esquizofrenia como proceso; ahora 
bien, ésta no puede definirse más que con respecto a las detenciones, a las 
continuaciones en el vacío o a las ilusiones finalistas que la represión impone 
al propio proceso. Por ello hemos hablado tan sólo de un polo esquizoide en 
la catexis libidinal del campo social, para evitar en lo posible la confusión del 
proceso esquizofrénico con la producción de un esquizofrénico. El proceso es¬ 
quizofrénico (polo esquizoide) es revolucionario, en el mismo sentido en que 
el procedimiento paranoico es reaccionario y fascista; y, desembarazadas de 
todo familiarismo, no son estas categorías psiquiátricas las que deben hacer¬ 
nos comprender las determinaciones económico políticas, sino exactamente 
al contrario. 

Además, y sobre todo, no buscamos ninguna escapatoria al decir que 
el esquizoanálisis en tanto que tal no tiene estrictamente ningún programa 
político por proponer. Si tuviese uno, sería a la vez grotesco e inquietante. 
No se toma por un partido, ni siquiera por un grupo, y no pretende hablar 
en nombre de las masas. No podemos considerar que se elabore un programa 
político en el marco del esquizoanálisis. Por último, es algo que no pretende 
hablar en hombre de cualquier cosa, ni siquiera y sobre todo en nombre del 
psicoanálisis: nada más que impresiones, impresión de que algo anda mal en 
el psicoanálisis y que anda mal desde el principio. Todavía somos demasiado 
competentes, querríamos hablar en nombre de una incompetencia absoluta. 
Alguien nos ha preguntado si habíamos visto alguna vez a un esquizofrénico, 
y no, nunca lo hemos visto. Si alguien encuentra que en el psicoanálisis algo 
va bien, no hablamos para él y para él retiramos todo lo que hemos dicho. 
Entonces, ¿cuál es la relación del esquizoanálisis con la política, por una parte, 
y con el psicoanálisis, por otra? Todo gira alrededor de las máquinas deseantes 


390 


y de la producción de deseo. El esquizoanálisis en tanto que tal no plantea 
el problema de la naturaleza del socius que debe surgir de la revolución; no 
pretende en modo alguno equivaler a la revolución misma. Dado un socius, 
tan sólo pregunta qué lugar reserva a la producción deseante, qué papel mo¬ 
tor tiene el deseo, bajo qué formas se realiza la conciliación del régimen de la 
producción deseante con el régimen de la producción social, puesto que de 
cualquier modo es la misma producción, pero bajo dos regímenes diferentes 
— si hay, pues, en ese socius como cuerpo lleno, posibilidad de pasar de una 
cara a otra, es decir, de la cara donde se organizan los conjuntos molares de 
producción social a esta otra cara no menos colectiva donde se forman las 
multiplicidades moleculares de producción deseante — si tal socius puede, y 
hasta qué punto, soportar la inversión de poder que hace que la producción 
deseante se someta la producción social, y sin embargo no la destruya, puesto 
que es la misma producción bajo la diferencia de régimen — si hay, y cómo, 
formación de grupos sujetos, etc. Y si se nos responde que reclamamos los 
famosos derechos a la pereza, o a la improductividad, o a la producción de sue¬ 
ños y fantasmas, una vez más estaremos muy contentos, puesto que no hemos 
cesado de decir lo contrario: que la producción deseante producía lo real y que 
el deseo tenía muy poco que ver con el fantasma y el sueño. Al contrario que 
Reich, el esquizoanálisis no realiza ninguna distinción de naturaleza entre la 
economía política y la economía libidinal. Tan sólo pregunta cuáles son en un 
socius los índices maquínicos, sociales y técnicos, que se abren a las máquinas 
deseantes, que entran en las piezas, engranajes y motores de éstas, en tanto 
que hacen entrar a éstas en sus propias piezas, engranajes y motores. Cada uno 
sabe que un esquizo es una máquina; todos los esquizos lo dicen y no sólo el 
pequeño Joey. La cuestión radica en saber si los esquizofrénicos son las mᬠ
quinas vivientes de un trabajo muerto, que entonces se opone a las máquinas 
muertas del trabajo viviente tal como se organiza en el capitalismo. O bien, 
al contrario, si máquinas deseantes, técnicas y sociales se abrazan en un pro¬ 
ceso de producción esquizofrénica que, desde ese momento, ya no tiene que 
producir esquizofrénicos. Cuando Maud Mannoni en su Lettre aux ministres 
escribe: «uno de estos adolescentes, declarado inepto en los estudios, sigue una 
clase de 3.° muy bien con la condición de que haga mecánica. La mecánica le 
apasiona. El garagista ha sido su mejor cuidador. Si le quitamos la mecánica 
se volverá esquizofrénico», no tiene la intención de alabar la ergoterapia, ni las 
virtudes de la adaptación social. Señala el punto donde la máquina social, la 
máquina técnica, la máquina deseante se abrazan estrechamente y comunican 
sus regímenes. Pregunta si esta sociedad es capaz de esto, y lo que vale si no es 


391 


capaz de ello. Y ése es el sentido de las máquinas sociales, técnicas, científicas, 
artísticas, cuando son revolucionarias: formar máquinas deseantes de las que 
ya son índice en su propio régimen, al mismo tiempo que las máquinas de¬ 
seantes las forman, en su régimen y como posición de deseo. 

¿Cuál es, por último, la oposición entre el esquizoanálisis y el psicoanᬠ
lisis, en el conjunto de sus tareas negativas y positivas? No hemos cesado de 
oponer dos clases de inconsciente o dos interpretaciones del inconsciente: una, 
esquizoanalítica, la otra, psicoanalítica; una, esquizofrénica, la otra, neurótico- 
edípica; una abstracta y no figurativa, y la otra imaginaria; pero, también, una 
realmente concreta y la otra simbólica; una maquínica y la otra estructural; 
una molecular, micropsíquica y micrológica, la otra molar o estadística; una 
material y la otra ideológica; una productiva y la otra expresiva. Hemos visto 
cómo la tarea negativa del esquizoanálisis debía ser violenta, brutal: desfami¬ 
liarizar, desedipizar, descastrar, desfalizar, deshacer teatro, sueño y fantasma, 
descodificar, desterritorializar — un horroroso raspado, una actividad malé¬ 
vola. Pero todo se realiza al mismo tiempo. Pues, al mismo tiempo, el proce¬ 
so se libera, proceso de la producción deseante siguiendo sus líneas de fuga 
moleculares que ya definen la tarea mecánica del esquizoanalista. Y, aún así, 
las líneas de fuga son plenas catexis molares o sociales que muerden todo el 
campo social: de tal modo que la tarea del esquizoanálisis consiste, en fin, en 
descubrir en cada caso la naturaleza de las catexis libidinales del campo social, 
sus posibles conflictos interiores, sus relaciones con las catexis preconscientes 
del mismo campo, sus posibles conflictos con éstas, en una palabra, todo el 
juego de las máquinas deseantes y de la represión de deseo. Realizar el proceso, 
no detenerlo, ni hacerlo girar en el vacío, ni darle una finalidad. Nunca se irá 
bastante lejos en la desterritorialización, en la descodificación de los flujos. 
Pues la nueva tierra («En verdad, la tierra se convertirá un día en un lugar 
de curación») no está en las re-territorializaciones neuróticas o perversas que 
detienen el proceso o le fijan fines, ya no está ni más atrás ni más adelante, 
coincide con la realización del proceso de la producción deseante, ese proceso 
que siempre se halla ya realizado en tanto procede y mientras procede. Nos 
queda por ver, pues, cómo proceden efectiva, simultáneamente, estas diversas 
tareas del esquizoanálisis. 


392 


APENDICE 



BALANCE-PROGRAMA 
PARA MAQUINAS DESEANTES 


1. Diferencias relativas de las máquinas deseantes con los gadgets — con los 
fantasmas o sistemas proyectivos imaginarios — con las herramientas o sistemas 
proyectivos reales — con las máquinas perversas, que, sin embargo, nos encauzan 
hacia las máquinas deseantes. 

Las máquinas deseantes no tienen nada que ver con los gadgets, o pe¬ 
queños inventos de concurso Lépine, ni con fantasmas. Mejor, tienen que ver, 
pero en el sentido inverso, ya que los gadgets, los hallazgos y los fantasmas 
son residuos de máquinas deseantes sometidos a leyes específicas del mercado 
exterior del capitalismo, o del mercado interior del psicoanálisis (pertenecen al 
«contrato» psicoanalítico reducir los estados vividos del paciente, traducirlos 
en fantasmas). Las máquinas deseantes no se dejan reducir ni a la adaptación 
de máquinas reales, o de fragmentos de máquinas reales, a un funcionamiento 
simbólico, ni al sueño de máquinas fantásticas de funcionamiento imaginario. 
Tanto en un caso como en otro, asistimos a la conversión de un elemento de 
producción en un mecanismo de consumo individual (los fantasmas como 
consumo psíquico o lactancia psicoanalítica). Es evidente que en los gadgets y 
en los fantasmas el psicoanálisis se halla a gusto, pudiendo desarrollar en ellos 
todas sus obsesiones edípicas castradoras. Pero esto no nos dice nada impor¬ 
tante sobre la máquina y su relación con el deseo. 

La imaginación artística y literaria concibe numerosas máquinas absur¬ 
das: ya por indeterminación del motor o de la fuente de energía, ya por im¬ 
posibilidad física de la organización de las piezas trabajadoras, ya por imposi¬ 
bilidad lógica del mecanismo de transmisión. Por ejemplo, el Dancer-Danger 
de Man Ray, subtitulado «la imposibilidad», presenta dos grados de absurdi¬ 
dad: los grupos de ruedas dentadas no pueden funcionar, como tampoco la 
gran rueda de transmisión. En la medida que esta máquina se considera que 


395 


representa el torbellino de un bailarín español, podemos decir: traduce me¬ 
cánicamente, por el absurdo, la imposibilidad para una máquina de efectuar 
por sí misma tal movimiento (el bailarín no es una máquina). Pero también 
podemos decir: ahí debe haber un bailarín como pieza de máquina; esta pieza 
de máquina no puede ser más que un bailarín; ésa es la máquina de la que el 
bailarín es una pieza. Ya no se trata de enfrentar al hombre y la máquina para 
evaluar sus correspondencias, sus prolongamientos, sus posibles o imposibles 
sustituciones, sino de hacerlos comunicar a ambos para mostrar cómo el hom¬ 
bre forma una pieza con la máquina, o forma pieza con cualquier otra cosa para 
constituir una máquina. Esta otra cosa puede ser una herramienta, o incluso 
un animal, u otros hombres. No es, sin embargo, por metáfora que hablamos 
de máquina: el hombre forma máquina desde que esta característica es comu¬ 
nicada por recurrencia al conjunto del que forma parte en condiciones bien 
determinadas. El conjunto hombre-caballo-arco forma una máquina guerrera 
nómada en las condiciones de la estepa. Los hombres forman una máquina 
de trabajo en las condiciones burocráticas de los grandes imperios. El soldado 
de infantería griego forma máquina con sus armas en las condiciones de la 
falange. El bailarín forma máquina con la pista en las condiciones peligrosas 
del amor y la muerte... No partimos de un empleo metafórico de la palabra 
máquina, sino de una hipótesis (confusa) sobre el origen: la manera como 
algunos elementos están determinados a formar máquina por recurrencia y 
comunicación; la existencia de un «filo maquínico». La ergonomía se aproxima 
desde este punto de vista cuando plantea el problema general ya no en térmi¬ 
nos de adaptación o de sustitución — adaptación del hombre a la máquina 
y de la máquina al hombre—, sino en términos de comunicación recurrente 
en sistemas hombres-máquinas. Cierto es que en el momento mismo que cree 
limitarse a un acercamiento puramente tecnológico, levanta los problemas de 
poder, de opresión, de revolución y de deseo, con un vigor involuntario infi¬ 
nitamente mayor que en los acercamientos adaptativos. 

Se da ahí un esquema clásico inspirado por la herramienta: la herramienta 
prolongación y proyección de lo viviente, operación por la que el hombre se 
libera progresivamente, evolución de la herramienta a la máquina, cambio 
en el que la máquina se vuelve cada vez más independiente del hombre... 
Pero este esquema tiene muchos inconvenientes. No nos proporciona ningún 
medio para captar la realidad de las máquinas deseantes y su presencia en 
todo este recorrido. Es un esquema biológico y evolutivo que determina a la 
máquina como si llegase de pronto en determinado momento en una línea 
mecánica que empieza con la herramienta. Es humanista y abstracto, aísla 


396 


las fuerzas productivas de las condiciones sociales de su ejercicio, invoca una 
dimensión hombre-naturaleza común a todas las formas sociales a las que 
así se prestan relaciones de evolución. Es imaginario, fantasmático, solipsista, 
incluso cuando se aplica a herramientas reales, a máquinas reales, puesto que 
descansa por completo en la hipótesis de la proyección (Roheim, por ejemplo, 
adopta este esquema y muestra claramente la analogía entre la proyección fí¬ 
sica de las herramientas y la proyección psíquica de los fantasmas) 1 . Nosotros 
creemos, por el contrario, que hay que plantear desde el principio la diferencia 
de naturaleza o innata entre la herramienta y la máquina: una como agente de 
contacto, la otra como factor de comunicación; una como proyectiva y la otra 
como recurrente; una, refiriéndose a lo posible y a lo imposible, la otra a la 
probabilidad de un menos-probable; una, operando por síntesis funcional de 
un todo, la otra por distinción real en un conjunto. Formar pieza con algo es 
muy diferente de prolongarse o proyectarse, o hacerse reemplazar (caso en el 
que no hay comunicación). Pierre Auger muestra que hay máquina desde que 
hay comunicación entre dos porciones del mundo exterior realmente distintas 
en un sistema posible aunque menos probable 2 . Una misma cosa puede ser 
herramienta o máquina, según que el «filo maquínico» se apropie de ella o no, 
pase o no por ella: las armas hoplitas existen como herramientas desde la vieja 
antigüedad, pero se vuelven piezas de una máquina, con los hombres que las 
manejan, en las condiciones de la falange y de la polis griega. Cuando se rela¬ 
ciona la herramienta con el hombre, de acuerdo con el esquema tradicional, se 
elimina toda posibilidad para comprender cómo el hombre y la herramienta 
se convierten o ya son piezas distintas de máquina con respecto a una instancia 
efectivamente maquinizante. Creemos, además, que siempre hay máquinas 
que preceden a las herramientas, siempre filos que determinan en tal mo¬ 
mento qué herramientas, qué hombres entran como piezas de máquina en el 
sistema social considerado. 

Las máquinas deseantes no son proyecciones imaginarias en forma de 
fantasmas, ni proyecciones reales en forma de herramientas. Todo el sistema 
de las proyecciones deriva de las máquinas y no a la inversa. ¿Definiremos, en¬ 
tonces, a la máquina deseante por una especie de introyección, por una cierta 
utilización perversa de la máquina? Tomemos el ejemplo secreto de la red: 
llamando a un número de teléfono no asignado, empalmado a respondedor 
automático («este número no está asignado...»), podemos oír la superposición 

1. Roheim, Psychanalyse et anthropologie, tr. fr. Gallimard, págs. 190-192. 

2. Pierre Auger, L’Homme microscopique, Flammarion, pág. 138 (tr. cast. Ed. Credos, 
1969). 


397 


de un conjunto de voces pululantes, llamándose o respondiéndose entre sí, en¬ 
trecruzándose, perdiéndose, pasando por encima, por debajo del respondedor 
automático, mensajes muy cortos, enunciados según códigos rápidos y monó¬ 
tonos. Hay el Tigre, incluso se dice que hay un Edipo en la red; chicos llaman 
a chicas, chicos llaman a chicos. Con facilidad reconocemos la forma misma 
de las sociedades perversas artificiales, o sociedad de Desconocidos: un proce¬ 
so de re-territorialización se engancha a un movimiento de desterritorialización 
asegurada por la máquina (los grupos privados de radio-emisores presentan la 
misma estructura perversa). Cierto es que las instituciones públicas no ven 
ningún inconveniente en estos beneficios secundarios de una utilización pri¬ 
vada de la máquina, en fenómenos de franja o de interferencia. Pero al mismo 
tiempo hay algo más que una simple subjetividad perversa, incluso de grupo. 
Por más que el teléfono normal sea una máquina de comunicación, funciona 
como una herramienta en tanto que sirve para proyectar o prolongar voces que 
no forman parte de la máquina. Pero aquí la comunicación alcanza un grado 
superior, en tanto que las voces forman pieza con la máquina, se convierten 
en piezas de la máquina, distribuidas y clasificadas de forma aleatoria por el 
respondedor automático. Lo menos probable se construye sobre el fondo de 
entropía del conjunto de las voces que se anulan. Desde este punto de vista, no 
hay tan sólo utilización o adaptación perversa de una máquina social técnica, 
sino superposición de una verdadera máquina deseante objetiva, construcción 
de una máquina deseante en el seno de la máquina social técnica. Es posible 
que las máquinas deseantes nazcan así en los márgenes artificiales de una so¬ 
ciedad, aunque se desarrollen de otro modo y no se parezcan a las formas de 
su nacimiento. 

Comentando este fenómeno de la Red, Jean Nadal escribe: «Esa es la 
máquina deseante que creo más lograda y más completa de las que conozco. 
Lo contiene todo: el deseo en ella funciona libremente, sobre el factor erótico 
de la voz como objeto parcial, en el azar y la multiplicidad, y se engancha a 
un flujo que irradia el conjunto de un campo social de comunicación, a través 
de la expansión ilimitada de un delirio o de una deriva». El comentador no 
tiene toda la razón: hay máquinas deseantes mejores y más completas. Pero las 
máquinas perversas en general tienen la ventaja de presentarnos una oscilación 
constante entre una adaptación subjetiva, una desviación de una máquina 
social técnica y la instauración objetiva de una máquina deseante — aún un 
esfuerzo si queréis ser republicanos... En uno de los más bellos textos escritos 
sobre el masoquismo, Michel de M’Uzan muestra cómo las máquinas per¬ 
versas del masoquista, que son máquinas propiamente hablando, no se dejan 
comprender en términos de fantasma, o de imaginación, como tampoco se 


398 


explican a partir de Edipo o de la castración por vía de proyección: no hay 
fantasma, dice; sino, lo que es diferente, programación «esencialmente estruc¬ 
turada fuera de la problemática edípica» (por fin un poco de aire puro en el 
psicoanálisis, algo de comprensión para los perversos) 3 . 


2. Máquina deseante y aparato edípico: la recurrencia contra la represión-regre¬ 
sión. 


Las máquinas deseantes constituyen la vida no edípica del inconsciente. 
Edipo, gadget o fantasma. Picabia llamaba a la máquina, por oposición, «hija 
nacida sin madre». Buster Keaton presentaba su máquina-casa, en la que todas 
las habitaciones están en una, como una casa sin madre: todo se realiza por 
máquinas deseantes, la comida de los solteros ( L’Epouvantail, 1920). ¿Es pre¬ 
ciso comprender que la máquina sólo tiene un padre y que como Atenea nace 
ya armada de un cerebro viril? Se necesita mucha buena voluntad para creer 
con René Girard que basta el paternalismo para poder salir de Edipo y que la 
«rivalidad mimética» es verdaderamente lo otro del complejo. El psicoanálisis 
no ha cesado de desmigajar a Edipo, o multiplicarlo, o bien dividirlo, oponer¬ 
lo a sí mismo, o sublimarlo, desmesurarlo, elevarlo al significante. Descubrir 
lo preedípico, lo postedípico, el Edipo simbólico, nos deja igual. Se nos dice: 
Pero veamos, Edipo no tiene nada que ver con papá-mamá, es el significante, 
es el nombre, es la cultura, es la finitud, es la falta-de-ser que es la vida, es la 
castración, es la violencia en persona... Desternillémonos de risa. No hacen 
más que continuar la vieja tarea, cortando todas las conexiones del deseo para 
mejor volcarlo en papás-mamás sublimes e imaginarios, simbólicos, lingüís¬ 
ticos, ontológicos, epistemológicos. En verdad, no hemos dicho ni la cuarta 
parte de lo que habría que decir contra el psicoanálisis, su resentimiento frente 
al deseo, su tiranía y su burocracia. 

Lo que, precisamente, define a las máquinas deseantes es su poder de 
conexión hasta el infinito, en todos los sentidos y en todas las direcciones. Es 
incluso por ello que son máquinas, atravesando y dominando Varias estructu¬ 
ras a la vez. Pues la máquina posee dos características o potencias: la potencia 
de lo continuo, el filo maquínico donde determinada pieza se conecta con 
otra, el cilindro y el pistón en la máquina de vapor, o incluso, según una línea 
germinal más lejana, la rueda en la locomotora; pero también la ruptura de 
dirección, la mutación de tal modo que cada máquina es corte absoluto con 

3. Michel de M’Uzan, en La sexualitéperverse, Payot, pág. 34-37. 


399 


respecto a lo que reemplaza, como el motor de gas con respecto a la máquina 
de vapor. Dos potencias que forman una, puesto que la máquina en sí misma 
es corte-flujo, siendo el corte siempre adyacente a la continuidad de un flujo 
que separa de los otros proporcionándole un código, haciéndole acarrear tales 
o cuales elementos 4 . Además, no es en provecho de un padre cerebral que la 
máquina no tiene madre, sino en provecho de un cuerpo lleno colectivo, la 
instancia maquinizante sobre la que la máquina instala sus conexiones y ejerce 
sus cortes. 

Los pintores maquínicos han insistido en que no pintaban máquinas 
como sustitutos de naturalezas muertas o de desnudos; la máquina no es obje¬ 
to representado del mismo modo que su dibujo no es representación. Se trata 
de introducir un elemento de máquina, de tal modo que forme pieza con otra 
cosa sobre el cuerpo lleno de la tela, aunque sea con el cuadro mismo, para 
que sea, precisamente, el conjunto del cuadro el que funcione como máquina 
deseante. La máquina inducida siempre es otra que la que parece representada: 
veremos que la máquina procede por semejante «desenganche» y así asegura la 
des-territorialización propiamente maquínica. Valor inductivo de la máquina, 
o más bien transductivo, que define la recurrencia y se opone a la represen¬ 
tación-proyección: la recurrencia maquínica contra la proyección edípica es el 
lugar de una lucha, de una disyunción, como podemos verlo en el Aeroplap(l) 
a o la Automoma, o también en la Machine a connaitre en forme Mere de Victor 
Brauner 5 . En Picabia, el dibujo forma una pieza con la inscripción heteróclita, 
de tal modo que debe funcionar con ese código, con ese programa, induciendo 
una máquina que no se le parece. Con Duchamp, el elemento real de máquina 
está introducido directamente, valiendo por sí mismo o por su sombra, o por 
un mecanismo aleatorio que induce entonces a las representaciones subsis¬ 
tentes a cambiar de rol y de status: Tu me. La máquina se distingue de toda 
representación (aunque siempre podamos representarla, copiarla, de una ma¬ 
nera que por otra parte no ofrece ningún interés), y se distingue de ella porque 
es Abstracción pura, no figurativa y no proyectiva. Léger mostró claramente 
que la máquina no representaba nada, sobre todo no por sí misma, ya que ella 
misma era producción de estados intensivos organizados: ni forma ni exten¬ 
sión, ni representación ni proyección, sino intensidades puras y recurrentes. 
Unas veces sucede, como en Picabia, que el descubrimiento de lo abstracto 
conduce a los elementos maquínicos, otras veces ocurre lo contrario, como 
para muchos futuristas. Pensemos en la vieja distinción de los filósofos, entre 

4. Sobre la continuidad y la discontinuidad maquínicas, Leroi-Gourhan, Milieu et tech- 
niques, Albin Michel, págs. 366 ss. 

5. Roheim muestra además el vínculo Edipo-proyección-representación. 


400 


los estados representativos y los estados afectivos que no representan nada: la 
máquina es el Estado afectivo y es completamente falso decir que las máquinas 
modernas tienen una percepción, una memoria, las máquinas no tienen más 
que estados afectivos. 

Cuando oponemos las máquinas deseantes a Edipo no queremos decir 
que el inconsciente sea mecánico (las máquinas son más bien la meta- me¬ 
cánica), ni que Edipo no sea nada. Demasiadas fuerzas y gente mantienen a 
Edipo, demasiados intereses en juego: sin Edipo, en primer lugar, no habría 
narcisismo. Edipo todavía hará levantar muchas quejas y piídos. Animará in¬ 
vestigaciones cada vez más irreales. Continuará alimentando sueños y fantas¬ 
mas. Edipo es un vector: 4, 3, 2, 1, 0... Cuatro es el famoso cuarto término 
simbólico, 3; es la triangulación, 2 con las imágenes duales, 1 es el narcisismo, 
0, la pulsión de muerte. Edipo es la entropía de la máquina deseante, su ten¬ 
dencia a la abolición externa. Es la imagen o la representación deslizada en 
la imagen, el cliché que detiene las conexiones, agota los flujos, introduce la 
muerte en el deseo y sustituye los cortes por una especie de emplasto — es la 
Interruptora (los psicoanalistas como saboteadores del deseo). Debemos susti¬ 
tuir la distinción entre contenido manifiesto y contenido latente, la distinción 
entre reprimente y reprimido, por los dos polos del inconsciente: la máquina 
esquizo-deseante y el aparato paranoico edípico, los conectores del deseo y los 
represores. Sí, Edipo, lo encontrarás cuando quieras, cuando se introduzca 
para hacer callar las máquinas (forzosamente, puesto que Edipo es a la vez el 
reprimente y lo reprimido, es decir, la imagen-cliché que detiene al deseo y se 
encarga de él, y lo representa detenido. Una imagen, sólo podemos verla... Es 
el compromiso, pero el compromiso no deforma menos ambas partes, a saber, 
la naturaleza del represor reaccionario y la naturaleza del deseo revolucionario. 
En el compromiso, las dos partes son pasadas a un mismo lado, por oposición 
al deseo que permanece en el otro lado, fuera de compromiso). 

En dos libros sobre Julio Verne, Moré encontraba sucesivamente dos te¬ 
mas que presentaba simplemente como distintos: el problema edípico que 
Julio Yerne vivía como padre y como hijo y el problema de la máquina como 
destrucción de Edipo y sustituto de la mujer 6 . Pero el problema de la máquina 
deseante, en su carácter esencialmente erótico, no radica en modo alguno en 
saber si alguna vez una máquina podrá dar «la ilusión perfecta de la mujer». 
Radica, al contrario, en la cuestión: ¿en qué máquina meter a la mujer, en 
qué máquina se mete una mujer paira convertirse en el objeto no edípico del 
deseo, es decir, sexo no humano? En todas las máquinas deseantes la sexuali- 

6. Marcel Moré, Le tres curieux Jules Verne y Nouvelles explorations de Jules Verne, Gallimard. 


401 


dad no consiste en una pareja imaginaria mujer-máquina como sustituto de 
Edipo, sino en la pareja máquina-deseo como producción real de una hija 
nacida sin madre, de una mujer no edípica (que no sería edípica ni para sí 
misma ni para los otros). Prestar a la novela en general una fuente edípica 
— nada indica que la gente se canse de un ejercicio narcisista tan divertido, 
psicocrítico, Bastardos, Niños hallados. Es preciso decir que los autores más 
grandes favorecen este equívoco, precisamente porque Edipo es la falsa mone¬ 
da de la literatura o, lo que viene a ser lo mismo, su verdadero valor mercantil. 
Sin embargo, en el mismo momento que parecen hundidos en Edipo, eterno 
gemido-mamá, eterna discusión-papá, están lanzados de hecho a otra empresa 
huérfana, montando una máquina deseante infernal, relacionando el deseo 
con un mundo libidinal de conexiones y de cortes, de flujos y de esquizias que 
constituyen el elemento no humano del sexo, y en el que cada cosa forma una 
pieza con el «motor deseo», con un «engranaje lúbrico», atravesando, mez¬ 
clando, revolviendo estructuras y órdenes, mineral, vegetal, animal, infantil, 
social, deshaciendo cada vez las figuras irrisorias de Edipo, llevando siempre 
más lejos un proceso de desterritorialización. Pues, ni siquiera la infancia es 
edípica; no lo es del todo, no tiene la posibilidad de serlo. Lo edípico es el ab¬ 
yecto recuerdo de infancia, la pantalla. Y finalmente, el mejor modo como un 
autor manifiesta la inanidad y la vacuidad de Edipo es cuando llega a inyectar 
en su obra verdaderos bloques recurrentes de infancia que vuelven a cebar las 
máquinas deseantes, en oposición a las viejas fotos, a los recuerdos-pantalla 
que saturan la máquina y convierten al niño en un fantasma regresivo para 
uso de viejecitos. 

Lo podemos ver perfectamente en Kafka, ejemplo privilegiado, tierra 
edípica por excelencia: el polo edípico que Kafka agita y blande bajo la nariz 
del lector, es la máscara de una empresa más subterránea, la instauración no 
humana de una máquina literaria completamente nueva, hablando con pro¬ 
piedad, máquinas para hacer letras y desedipizar el amor demasiado humano, 
máquina que empalma el deseo al presentimiento de una máquina burocrática 
y tecnocrática perversa de una máquina ya fascista, en la que los nombres de 
la familia pierden su consistencia para abrirse al imperio austríaco abigarrado 
de la máquina-castillo, a la situación de los judíos sin identidad, a Rusia, Amé¬ 
rica, China, a continentes situados más allá de las personas y de los nombres 
del familiarismo. Podemos demostrar lo mismo a propósito de Proust: los 
dos grandes edípicos, Proust y Kafka, son edípicos de risa y los que toman a 
Edipo en serio siempre pueden incorporarles sus novelas y tristes comentarios 
como para morirse. Pues adivine lo que pierden: lo cómico de lo sobrehuma- 


402 


no, la risa esquizo que agita a Proust o Kafka detrás de la mueca edípica — el 
devenir-araña o el devenir-coleóptero. 

En un texto reciente, Roger Dadoun desarrolla el principio de los dos po¬ 
los del sueño: sueño-programa, sueño-máquina o maquinaria, sueño- fábrica, 
donde lo esencial es la producción deseante, el funcionamiento maquínico, el 
establecimiento de conexiones, los puntos de fuga o de desterritorialización 
de la libido hundiéndose en el elemento molecular no humano, el paso de 
flujos, la inyección de intensidades — y luego el polo edípico, el sueño-teatro, 
el sueño-pantalla, que sólo es objeto de interpretación molar y donde el relato 
del sueño ya ha dominado al sueño mismo, las imágenes visuales y verbales 
a las secuencias informales o materiales 1 . Dadoun muestra cómo Freud, con 
La Science des Reves, renuncia a una dirección que todavía era posible en el 
momento del Esquisse, implicando desde entonces al psicoanálisis en los ato¬ 
lladeros que erigió para las condiciones de su ejercicio. En Gherasim Lúea y 
en Trost, autores extrañamente desconocidos, ya hallamos una concepción 
antiedípica del sueño que creemos muy bella. Trost reprocha a Freud haber 
descuidado el contenido manifiesto del sueño en provecho de una uniformi¬ 
dad de Edipo, haber frustrado el sueño como máquina de comunicación con 
el mundo exterior, haber unido el sueño al recuerdo más bien que al delirio, 
haber montado una teoría del compromiso que despoja al sueño y al síntoma 
de su alcance revolucionario inmanente. Denuncia la acción de los represores 
o regresores como representantes de los «elementos sociales reaccionarios» que 
se introducen en el sueño a favor de las asociaciones llegadas del preconsciente 
y de los recuerdos-pantalla llegados de la vida diurna. Ahora bien, estas asocia¬ 
ciones, no más que estos recuerdos, no pertenecen al sueño; incluso por ello, el 
sueño se ve obligado a tratarlos simbólicamente. No lo dudemos, Edipo existe, 
las asociaciones siempre son edípicas, pero precisamente porque el mecanis¬ 
mo del que dependen es el mismo que el de Edipo. Además, para recobrar el 
pensamiento del sueño, que forma una unidad con el pensamiento diurno en 
tanto que ambos sufren la acción de represores distintos, hay que romper, pre¬ 
cisamente, las asociaciones: Trost propone con este fin una especie de cut-up 
al modo de Burroughs, que consiste en relacionar un fragmento de sueño con 
cualquier pasaje de un manual de patología sexual. Corte que reanima el sueño 
y lo intensifica, en lugar de interpretarlo, y proporciona nuevas conexiones al 
filo maquínico del sueño: no se arriesga nada, puesto que en virtud de nuestra 

7. Roger Dadoun, «Les ombilics du reve», en L’espace du reve, Nouvelle Revue depsyeba- 
nalyse, n.° 5 (y sobre el sueño-programa, cf. Sarane Alexandrian, «Le revé dans le surréalisme», 
id.). 


403 


perversión polimorfa, el pasaje aleatoriamente escogido siempre formará una 
máquina con el fragmento de sueño. Sin duda, las asociaciones se reforman, 
se encierran entre las dos piezas, pero será preciso aprovecharse del momento, 
por breve que sea, de la disociación para hacer emerger al deseo en su carácter 
no biográfico y no memorial, más allá o más acá de sus predeterminaciones 
edípicas. Es esta dirección la que precisamente indican Trost o Lúea en tex¬ 
tos espléndidos, liberar un inconsciente de revolución, tendido hacia un ser, 
hombre y mujer no edípico, el ser «libremente mecánico», «proyección de un 
grupo humano por descubrir», cuyo misterio es el de un funcionamiento y no 
de una interpretación, «intensidad laica del deseo» (nunca se ha denunciado 
tan bien el carácter autoritario y piadoso del psicoanálisis) 8 . El fin supremo 
de M.L.F. ¿no radica, en este sentido, en la construcción maquínica y revo¬ 
lucionaria de la mujer no edípica, en lugar de la exaltación desordenada del 
mariorcado y de la castración? 

Volvamos a la necesidad de romper las asociaciones: la disociación no 
sólo como carácter de la esquizofrenia, sino como principio del esquizoaná- 
lisis. El mayor obstáculo para el psicoanálisis, la imposibilidad de establecer 
asociaciones, es por el contrario la condición del esquizoanálisis —es decir, el 
signo de que por fin hemos llegado a elementos que entran en un conjunto 
funcional del inconsciente como máquina deseante. No es sorprendente que 
el método llamado de libre asociación nos lleve constantemente a Edipo; está 
hecho para eso. Pues, en vez de manifestar una espontaneidad, supone una 
aplicación, una proyección que hace corresponder un conjunto cualquiera de 
partida con un conjunto artificial o memorial de llegada, determinado de an¬ 
temano y simbólicamente como edípico. En verdad, todavía no hemos hecho 
nada mientras no hayamos logrado elementos que no son asociables, o mien¬ 
tras no hayamos captado los elementos bajo una forma en la que ya no son 
asociables. Serge Leclaire da un paso decisivo cuando presenta un problema 
que, dice, «todo nos lleve a no considerar de frente... se trata, en suma, de 
concebir un sistema cuyos elementos están ligados entre sí precisamente por 
la ausencia de todo lazo, y entiendo por ello todo lazo natural, lógico o signi¬ 
ficativo», «un conjunto de puras singularidades» 9 . Sin embargo, preocupado 
por permanecer en los límites estrictos del psicoanálisis, da hacia atrás el paso 
que acababa de dar hacia adelante: presenta el conjunto desligado como una 
ficción, sus manifestaciones como epifanías que deben inscribirse en un nuevo 

8. Trost, Vision dans le cristal (ed. de l’Oubli), Visible et invisible (Arcanes), Librement 
mécanique (Minotaure). Gherasim Lúea, Le vampirepassifle d. de l’Oubli). 

9. Serge Leclaire, «La réalité du désir», en Sexualité humaine, Aubier. 


404 


conjunto reesctructurado, aunque sea por la unidad del falo como significante 
de la ausencia. No obstante, esa era la emergencia de la máquina deseante, eso 
por lo que se distingue de las ligazones psíquicas del aparato edípico y de las li¬ 
gazones mecánicas o estructurales de las máquinas sociales y técnicas: un con¬ 
junto de piezas realmente distintas que funcionan juntas en tanto que realmen¬ 
te distintas (ligadas por la ausencia de lazo). Semejantes aproximaciones de las 
máquinas deseantes no nos las proporcionan los objetos surrealistas, epifanías 
teatrales o gadgets edípicos, que no funcionan más que introduciendo en ellos 
asociaciones — en efecto, el surrealismo fue una vasta empresa de edipización 
de los movimientos precedentes. Pero las encontraremos más bien en algunas 
máquinas dadaistas, en los dibujos de Julius Goldberg o, en la actualidad, en 
las máquinas de Tinguely: ¿cómo obtener un conjunto funcional rompiendo 
todas las asociaciones? (¿Qué significa «ligado por la ausencia de lazo»?) 

El arte de la distinción real en Tinguely se obtiene por una especie de des¬ 
enganche como procedimiento de la recurrencia. Una máquina pone en juego 
varias estructuras simultáneas que atraviesa; la primera estructura comporta al 
menos un elemento que no es funcional con respecto a ella, pero que lo es tan 
sólo en la segunda. Este juego, que Tinguely presenta como esencialmente ale¬ 
gre, asegura el proceso de desterritorialización de la máquina y la posición del 
mecánico como parte más desterritorializada. La abuela que pedalea en el auto 
bajo la mirada maravillada del niño —niño no edípico cuyo propio ojo forma 
parte de la máquina— no hace avanzar el vehículo, pero acciona al pedalear 
la segunda estructura que corta madera. Otros procedimientos de recurrencia 
pueden intervenir o añadirse, como el envolvimiento de las partes en una 
multiplicidad (así por ejemplo, la máquina-ciudad, ciudad en la que todas las 
casas están en una casa, o la máquina-casa de Buster Keaton en la que todas 
las habitaciones están en una habitación). O también la recurrencia puede ser 
realizada en una serie que relaciona de un modo esencial a la máquina con los 
restos y residuos, sea porque destruye sistemáticamente su propio objeto como 
los Rotozaza de Tinguely, sea porque capta las intensidades o energías perdidas 
como el proyecto de Transformador de Duchamp, sea porque se compone de 
restos como el Junk Art de Stankiewicz o el Merz y la máquina-casa de Schwit- 
ters, sea, por último, porque se destruye o se sabotea a sí misma y porque «su 
construcción y el comienzo de su destrucción son indiscernibles»; en todos 
estos casos (a los que habría que añadir la droga como máquina deseante, la 
máquina junkie) aparece una pulsión de muerte propiamente maquínica que 
se opone a la muerte regresiva edípica, a la eutanasia psicoanalítica. En verdad, 
todas estas máquinas deseantes son profundamente desedipizantes. 


405 


Además, son relaciones aleatorias que aseguran esta ligazón sin lazo de los 
elementos realmente distintos en tanto que tales o de sus estructuras autóno¬ 
mas, según un vector que va del desorden mecánico al menos probable y que 
se llamará «vector loco». Aquí vemos la importancia de las teorías de Vendryes 
que permiten definir las máquinas deseantes por la presencia de semejantes 
relaciones aleatorias en la misma máquina y como si produjesen movimientos 
brownoides del tipo paseo o draga 10 . Es precisamente por la realización de re¬ 
laciones aleatorias que los dibujos de Goldberg aseguran a su vez la funcionali¬ 
dad de los elementos realmente distintos, con el mismo gozo que en Tinguely, 
risa-esquizo: se trata de sustituir un circuito memorial simple, o un circuito 
social, por un conjunto que funciona como máquina deseante sobre vector 
loco (en el primer ejemplo, «Para no olvidarse de que debe llevar una carta a su 
mujer», la máquina deseante atraviesa y programa las tres estructuras automa¬ 
tizadas del deporte, la jardinería y la jaula para pájaros; en el segundo ejemplo, 
Simple Reducing Machine, el esfuerzo del batelero del Volga, la descompresión 
del vientre del millonario que está comiendo, la caída del boxeador en el ring 
y el salto del conejo están programados por el platillo en tanto que define lo 
menos probable o la simultaneidad del punto de partida y de llegada). 

Todas estas máquinas son máquinas reales. Hocquenghem está en lo cier¬ 
to cuando dice: «Allí donde el deseo actúa ya no hay lugar para lo imaginario» 
ni para lo simbólico. Todas estas máquinas ya están ahí, no cesamos de pro¬ 
ducirlas, de fabricarlas, de hacerlas funcionar, pues son deseo, deseo tal cual 
es — aunque se precisen artistas para asegurar su presentación autónoma. Las 
máquinas deseantes no están en nuestra imaginación, están en las mismas mᬠ
quinas sociales y técnicas. Nuestra relación con las máquinas no es una relación 
de invención ni de imitación, no somos ni los padres cerebrales ni los hijos 
disciplinados de la máquina. Es una relación de poblamiento: poblamos las 
máquinas sociales técnicas con máquinas deseantes y no podemos hacerlo de 
otro modo. Debemos decir a la vez: las máquinas sociales técnicas no son más 
que conglomerados de máquinas deseantes en condiciones molares histórica¬ 
mente determinadas; las máquinas deseantes son máquinas sociales y técnicas 
devueltas a sus condiciones moleculares determinantes. Merz de Schiwitters es 
la última sílaba de Komerz. En vano nos preguntaremos sobre la utilidad o la 
no utilidad, la posibilidad o la imposibilidad de estas máquinas deseantes. La 
imposibilidad (y aún rara vez), la inutilidad (y aún rara vez), sólo aparecen en 

10. Sobre lo aleatorio, el «vector loco» y sus aplicaciones políticas, cf. los libros de Ven¬ 
dryes, Vie et probalité (Albín Michel), La probalité en histoire (id.) y Déter- minisme et autonomie 
(Armand Colin) (tr. cast. Ed. Grijalbo, 1969). Sobre una «máquina de draga», del tipo brow- 
noide, Guy Hocquenghem, Le désir homosextiel (ed. Universitaires). 


406 


la presentación artística autónoma. No veis que son posibles puesto que están, 
de cualquier modo están ahí, y nosotros funcionamos con ellas. Son eminen¬ 
temente útiles, puesto que constituyen en ambos sentidos la relación entre la 
máquina y el hombre, la comunicación entre ambos. En el mismo momento 
que dices «es imposible», no ves que tú la haces posible, al ser tú mismo una 
de esas piezas, justamente la pieza que creías que faltaba para que ya funcio¬ 
nase, el dancer-danger. Discutes su posibilidad o utilidad, pero tú ya estás en 
la máquina, formas parte de ella, has metido en ella el dedo, el ojo, el ano o el 
hígado (versión actual de «Vous étes embarqués...»). 

Podríamos creer que la diferencia entre las máquinas sociales técnicas y las 
máquinas deseantes es, en primer lugar, una cuestión de tamaño, o de adapta¬ 
ción, siendo las máquinas deseantes pequeñas máquinas, o, grandes máquinas, 
adaptadas a pequeños grupos. No es en absoluto un problema de gadget. La 
tendencia tecnológica actual, que sustituye la primacía termodinámica por 
una cierta primacía de la información, viene acompañada de una reducción 
del tamaño de las máquinas. En un texto también pleno de alegría, Ivan Illich 
muestra que las grandes máquinas implican relaciones de producción de tipo 
capitalista o despótico, e implican la dependencia, la explotación, la impoten¬ 
cia de los hombres reducidos al estado de consumidores o de sirvientes. La 
propiedad colectiva de los medios de producción no cambia para nada este estado 
de cosas y tan sólo alimenta a una organización despótica estalinista. Además, 
Illich le opone el derecho de cada uno a utilizar los medios de producción, en 
una «sociedad convivial», es decir, deseante y no edípica. Lo que quiere decir: 
la utilización más extensiva por el mayor número de gente, la multiplicación 
de pequeñas máquinas y la adaptación de las grandes máquinas a pequeñas 
unidades, la venta exclusiva de elementos maquínicos que deben ser reunidos 
por los mismos usuarios-productores, la destrucción de la especialización del 
saber y del monopolio profesional. Es evidente que cosas tan diferentes como 
el monopolio o la especialización de la mayoría de los conocimientos médicos, 
la complicación del motor de automóvil, el gigantismo de las máquinas no 
responden a ninguna necesidad tecnológica, sino tan sólo a imperativos eco¬ 
nómicos y políticos que se proponen concentrar poder y control en las manos 
de una clase dominante. No se sueña con un retorno a la naturaleza cuando se 
señala la inutilidad maquínica radical de los coches en las ciudades, su carácter 
arcaico a pesar de los gadgets de su presentación, y la modernidad posible 
de la bicicleta, en nuestras ciudades tanto como en la guerra de Vietnam. Ni 
siquiera es en nombre de máquinas relativamente simples y pequeñas que 
debe hacerse la «revolución convivial» deseante, sino en nombre de la misma 


407 


innovación maquínica que las sociedades capitalistas o comunistas reprimen 
con todas sus fuerzas en función del poder económico y político 11 . 

Uno de los artistas más grandes de máquinas deseantes, Buster Keaton, 
supo plantear el problema de una adaptación de máquina de masas a fines 
individuales, de pareja o de pequeño grupo, en El Crucero del Navigator, don¬ 
de los dos protagonistas «deben enfrentarse a un equipo de menaje utilizado 
generalmente por varios centenares de personas (el pañol es un bosque de 
palancas, motones e hilos)» 12 . Cierto es que los temas de la reducción o de 
la adaptación de las máquinas no son suficientes por sí mismos y que valen 
para algo más, como lo demuestra la reivindicación para todos de utilizarlas y 
controlarlas. Pues la verdadera diferencia entre las máquinas sociales técnicas y 
las máquinas deseantes no radica, evidentemente, en el tamaño, ni siquiera en 
los fines, sino en el régimen que decide el tamaño y los fines. Son las mismas 
máquinas, pero no es el mismo régimen. No hay que oponer al régimen actual, 
que pliega la tecnología a una economía y a una política de opresión, un régi¬ 
men en el que la tecnología se supondría liberada y liberadora. La tecnología 
supone máquinas sociales y máquinas deseantes, unas en otras, y por sí misma 
no tiene ningún poder para decidir cuál será la instancia maquinizante, deseo 
u opresión del deseo. Cada vez que la tecnología pretende actuar por sí misma 
toma un cariz fascista, como en la tecno-estructura, ya que no sólo implica 
catexis económicas y políticas, sino también libidinales, completamente diri¬ 
gidas hacia la opresión de deseo. La distinción de los dos regímenes, como el 
del anti-deseo y el del deseo, no se reduce a la distinción entre colectividad 
e individuo, sino a dos tipos de organización de masas, donde individuo y 
colectivo no entran en la misma relación. Entre ambos hay la misma dife¬ 
rencia que entre lo macrofísico y lo microfísico — teniendo en cuenta que la 
instancia microfísica no es el electrón-máquina, sino el deseo maquinizante 
molecular, del mismo modo que la instancia macrofísica no es el objeto técni¬ 
co molar, sino la estructura social molarizante anti-deseante, anti-productiva, 
que actualmente condiciona el uso, el control y la posesión de los objetos 
técnicos. En el régimen actual de nuestras sociedades, la máquina deseante 
sólo es soportada en tanto que perversa, es decir, en el margen del uso serio de 
las máquinas, y como beneficio secundario inconfesable de los usuarios, de los 
productores o anti-productores (goce sexual del juez al juzgar, del burócrata 

11. Ivan Illich, «Re-tooling Society», Nouvel Observateur, 11 de setiembre de 1972 (sobre 
lo grande y lo pequeño en la máquina, cf. Gilbert Simondon, Du rnode d’existetice des objects 
techniques, Aubier, págs. 132-133). 

12. David Robinson, «Buster Keaton», Revue du cinema (este libro contiene un estudio 
de las máquinas de Keaton). 


408 


al acariciar sus dossiers...). Pero el régimen de la máquina deseante no es una 
perversión generalizada, es más bien lo contrario, una esquizofrenia general y 
productiva, por fin feliz. Pues de la máquina deseante debemos decir lo que 
dice Tinguely: a trulyjoyous machine, by joyous I mean free. 


3. Máquina y cuerpo lleno: las catexis de la máquina. 

Nada más oscuro, cuando uno se interesa detalladamente, que las tesis de 
Marx sobre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. A grandes 
rasgos se comprende: de las herramientas a las máquinas, los medios humanos 
de producción implican relaciones sociales de producción que, no obstante, 
les son exteriores y de los que tan sólo son el índice. Pero, ¿qué significa «índi¬ 
ce»? ¿Por qué haber proyectado una línea evolutiva abstracta que se considera 
que representa la relación aislada del hombre y la Naturaleza, en la que se 
capta a la máquina a partir de la herramienta y la herramienta en función del 
organismo y de sus necesidades? Entonces es forzoso que las relaciones sociales 
parezcan exteriores a la herramienta o a la máquina y les impongan desde fuera 
otro esquema biológico rompiendo la línea evolutiva según organizaciones 
sociales heterogéneas 13 (es principalmente este juego entre fuerzas productivas 
y relaciones de producción el que explica la extraña idea de que la burguesía 
en un momento dado fue revolucionaria). Nosotros creemos, al contrario, que 
la máquina debe ser pensada inmediatamente con respecto a un cuerpo social 
y no con respecto a un organismo biológico humano. Si es de este modo, no 
podemos considerar a la máquina como un nuevo segmento que sucede al de 
la herramienta, en una línea que tendría su punto de partida en el hombre 
abstracto. Pues el hombre y la herramienta ya son piezas de máquina en el 
cuerpo lleno de una sociedad considerada. La máquina es, en primer lugar, 
una máquina social constituida por un cuerpo lleno como instancia maqui- 
nizante y por los hombres y las herramientas que están maquinadas en tanto 
que distribuidas sobre este cuerpo. Hay, por ejemplo, un cuerpo lleno de la 
estepa que maquina hombre-caballo-arco, un cuerpo lleno de la ciudad griega 
que máquina hombres y armas, un cuerpo lleno de la fábrica que máquina 
a los hombres y las máquinas... De dos definiciones de la fábrica dadas por 
Ure, y citadas por Marx, la primera remite las máquinas a los hombres que las 
vigilan, la segunda remite las máquinas y los hombres, «órganos mecánicos e 

13. Sobre este otro esquema biológico basado en los tipos de organización, cf. Postface, 
2. a ed. del Capital (Pléiade I, págs. 557-558). 


409 


intelectuales», a la fábrica como cuerpo lleno que los maquina. Ahora bien, la 
segunda definición es la literal y concreta. 

No es por metáfora ni por extensión que los lugares, los equipos co¬ 
lectivos, los medios de comunicación, los cuerpos sociales, son considerados 
como máquinas o piezas de máquinas. Al contrario, es por restricción y por 
derivación que la máquina sólo va a designar una realidad técnica, pero jus¬ 
tamente en las condiciones de un cuerpo lleno muy particular, el cuerpo del 
Capital-dinero, en tanto que da a la herramienta la forma del capital fijo, es 
decir, distribuye las herramientas en un representante mecánico autónomo, 
y da al hombre la forma del capital variable, es decir, distribuye los hombres 
en un representante abstracto del trabajo en general. Ajuste de cuerpos llenos 
pertenecientes a una misma serie: el del capital, el de la fábrica, el del meca¬ 
nismo... (O bien el de la ciudad griega, el de la falange, el del escudo para dos 
puños.) No debemos preguntar cómo la máquina técnica sucede a las simples 
herramientas, sino cómo la máquina social, y qué máquina social, en lugar de 
contentarse con maquinar hombres y herramientas, vuelve posible y necesa¬ 
ria a la vez la emergencia de máquinas técnicas. (Antes del capitalismo había 
muchas máquinas técnicas, pero el filo maquínico no pasaba por ellas, precisa¬ 
mente porque se contentaba de manera esencial con maquinar hombres y 
herramientas. Del mismo modo, en toda formación social hay herramientas 
que no están maquinadas, porque el filo no pasa por ellas, y que lo están o lo 
estarán en otras formaciones: por ejemplo, las armas hoplitas.) 

La máquina comprendida de este modo se define como máquina de¬ 
seante: el conjunto de un cuerpo lleno que maquina y de los hombres y herra¬ 
mientas sobre él maquinados. De ello se desprenden varias consecuencias que 
tan sólo podemos indicar en calidad de programa. 

En primer lugar, las máquinas deseantes son las mismas que las máquinas 
sociales y técnicas, pero son como su inconsciente: manifiestan y movilizan, 
en efecto, las catexis libidinales (catexis de deseo) que «corresponden» a las 
catexis conscientes o preconscientes (catexis de interés) de la economía, de 
la política y de la técnica de un campo social determinado. Corresponder no 
significa parecerse: se trata de otra distribución, de otro «mapa», que ya no 
concierne a los intereses constituidos en una sociedad, ni al reparto de lo po¬ 
sible y lo imposible, de las coacciones y las libertades, todo lo que constituye 
las razones de una sociedad. Pero, bajo esas razones, hay las formas insólitas de 
un deseo que carga los flujos como tales y sus cortes, que no cesa de reproducir 
los factores aleatorios, las figuras menos probables y los encuentros entre series 
independientes en la base de esta sociedad, y que desprenden un amor «por sí 


410 


mismo», amor del capital por sí mismo, amor de la burocracia por sí misma, 
amor de la represión por sí misma, y todo tipo de extrañas cosas como «¿Qué 
desea un capitalista en el fondo?» y «¿Cómo es posible que los hombres deseen 
la represión no sólo para los otros, sino para sí mismos?», etc. 

En segundo lugar, que las máquinas deseantes sean como el límite interior 
de las máquinas sociales técnicas, lo comprendemos mejor si consideramos 
que el cuerpo lleno de una sociedad, la instancia maquinizante, nunca está 
dado como tal, sino que siempre debe ser inferido a partir de los términos y 
de las relaciones puestas en juego en esta sociedad. El cuerpo lleno del capital 
como cuerpo que echa brotes, Dinero que produce Dinero, nunca está dado 
por sí mismo. Implica un pasaje al límite, donde los términos se reducen a 
sus formas simples absolutamente solidificadas, y las relaciones, reemplazadas 
«positivamente» por una ausencia de vínculo. Por ejemplo, para la máquina 
deseante capitalista, el encuentro entre el capital y la fuerza de trabajo, el ca¬ 
pital como riqueza desterritorializada y la fuerza de trabajo como trabajador 
desterritorializado, dos series independientes o formas simples cuyo encuentro 
aleatorio no cesa de ser reproducido en el capitalismo. ¿Cómo la ausencia de 
lazo o vínculo puede ser positiva? Volvemos a encontrarnos con la cuestión de 
Leclaire que enuncia la paradoja del deseo: ¿cómo algunos elementos pueden 
estar ligados precisamente por la ausencia de lazo? En cierta manera podemos 
decir que el cartesianismo, con Spinoza o Leibniz, no ha cesado de responder a 
esta cuestión. Es la teoría de la distinción real, en tanto que implica una lógica 
específica. Los elementos últimos o las formas simples pertenecen al mismo 
ser o a la misma substancia porque son realmente distintos y enteramente 
independientes unos de otros. Es en este sentido que un cuerpo lleno subs¬ 
tancial no funciona del todo como un organismo. Y la máquina deseante es 
precisamente eso: una multiplicidad de elementos distintos o de formas sim¬ 
ples ligadas sobre el cuerpo lleno de una sociedad, precisamente en tanto que 
están «sobre» ese cuerpo o en tanto que son realmente distintos. La máquina 
deseante como paso al límite: inferencia del cuerpo lleno, liberación de las 
formas simples, asignación de las ausencias de lazo: el método del Capital de 
Marx va en esta dirección, pero los presupuestos dialécticos le impiden llegar 
al deseo como participante de la infraestructura. 

En tercer lugar, las relaciones de producción que permanecen en el ex¬ 
terior de la máquina técnica son, por el contrario, interiores a la máquina 
deseante. No es que sea cierto en calidad de relaciones, sino en calidad de 
piezas de la máquina, de las que unas son elementos de producción y las otras 


411 


elementos de antíproducción 14 . J.-J. Lebel cita imágenes del film de Genet 
que forman una máquina deseante de la prisión: dos detenidos en células 
contiguas, uno de los cuales sopla humo en la boca del otro, por un canuto 
que pasa por un pequeño agujero del muro, mientras que un vigilante se mas- 
turba a la vez que mira. El vigilante es a la vez elemento de antiproducción y 
pieza mirona de la máquina: el deseo pasa por todas las piezas. Lo cual quiere 
decir que las máquinas deseantes no están pacificadas: hay en ellas dominacio¬ 
nes y servidumbres, elementos mortíferos, piezas sádicas y piezas masoquistas 
yuxtapuestas. Precisamente en la máquina deseante, esas piezas o elementos 
adquieren como todas las otras sus dimensiones propiamente sexuales. No es 
que la sexualidad, como querría el psicoanálisis, disponga de un código edípi- 
co que vendría a doblar las formaciones sociales, o incluso a presidir su génesis 
y su organización mentales (dinero y analidad, fascismo y sadismo, etc.). No 
hay simbolismo sexual y la sexualidad no designa otra «economía», otra «po¬ 
lítica», sino el inconsciente libidinal de la economía política en tanto que tal. 
La libido, energía de la máquina deseante, carga como sexual toda diferencia 
social, de clase, de raza, etc., ya para garantizar en el inconsciente el muro de 
la diferencia sexual ya, al contrario, para reventar este muro, abolirlo en el sexo 
no-humano. En su violencia misma, la máquina deseante es una prueba de 
todo el campo social por el deseo, prueba que tanto puede llevar al triunfo del 
deseo como a la opresión de deseo. La prueba consiste en lo siguiente: dada 
una máquina deseante, ¿cómo convierte en una de sus piezas a una relación 
de producción o a una diferencia social y cuál es la posición de esa pieza? ¿El 
vientre del millonario en el dibujo de Goldberg, el vigilante que se masturba 
en la imagen de Genet? El jefe secuestrado, ¿no es una pieza de máquina de¬ 
seante-fábrica, una forma de responder a la prueba? 

En cuarto lugar, si la sexualidad como energía del inconsciente es la ca- 
texis del campo social por las máquinas deseantes, ocurre que la actitud frente 
a las máquinas en general no expresa en modo alguno una simple ideología, 
sino la posición del deseo en función de los cortes y de los flujos que atravie¬ 
san este campo. Por esa razón, el tema de la máquina tiene un contenido tan 
fuertemente, tan abiertamente sexual. Alrededor de la primera guerra mun¬ 
dial se enfrentaron las cuatro grandes actitudes con respecto a la máquina: la 
gran exaltación molar del futurismo italiano que cuenta con la máquina para 
desarrollar las fuerzas productivas nacionales y producir un hombre nuevo 

14. «Cada ruptura producida por la intrusión de un fenómeno de máquina se hallará 
junto a lo que se denominará un sistema de antiproducción, modo representativo específico de 
la estructura... La antíproducción será entre otras cosas lo que ha sido colocado bajo el registro 
de las relaciones de producción.» 


412 


nacional, sin poner en cuestión las relaciones de producción; la del futurismo 
y constructivismo rusos que piensan la máquina en función de nuevas relacio¬ 
nes de producción definidas por su apropiación colectiva (la máquina-torre de 
Tatlin o la de Moholy-Nagy, que expresan la famosa organización de partido 
como centralismo democrático, modelo en espiral con cima, correa de trans¬ 
misión, base; las relaciones de producción continúan siendo exteriores a la 
máquina que funciona como «índice»); la maquinaria molecular dadaísta que 
por su propia cuenta efectúa una inversión como revolución de deseo, ya que 
somete las relaciones de producción a la prueba de las piezas de la máquina 
deseante y libera de ésta un gozoso movimiento de desterritorialización más 
allá de todas las territorialidades de nación y de partido; por último, un an- 
timaquinismo humanista que quiere salvar el deseo imaginario o simbólico, 
volverlo contra la máquina, libre para volcarlo sobre un aparato edípico (el 
surrealismo contra el dadaísmo, o bien Chaplin contra el dadaísta Keaton) 15 . 

Precisamente porque no se trata de ideología, sino de una maquinación 
que pone en juego todo un inconsciente de período y de grupo, el lazo o vín¬ 
culo de estas actitudes con el campo social y político es complejo, aunque no 
sea indeterminado. El futurismo italiano enuncia claramente las condiciones 
y las formas de organización de una máquina deseante fascista, con todos 
los equívocos de una «izquierda» nacionalista y guerrera. Los futuristas rusos 
intentan deslizar sus elementos anarquistas en una máquina de partido que 
los aplasta. La política no es el fuerte de los dadaístas. El humanismo efectúa 
un retiro de catexis de las máquinas deseantes, aunque éstas continúan fun¬ 
cionando en él. Sin embargo, alrededor de estas actitudes se ha planteado el 
propio problema del deseo, de la posición de deseo, es decir, de la relación 
de inmanencia respectiva entre las máquinas deseantes y las máquinas socia¬ 
les técnicas, entre esos dos polos extremos donde el deseo carga formaciones 
paranoicas fascistas o, al contrario, flujos revolucionarios esquizoides. La pa¬ 
radoja del deseo radica en que siempre sea preciso un análisis tan largo, todo 
un análisis del inconsciente, para desenredar los polos y desgajar las pruebas 
revolucionarias de grupo para máquinas deseantes. 


15. Sobre el papel de las máquinas en el futurismo y en el dadaísmo, cf. Noémi Blu- 
menkraz, L’esthétique de la machine (Société d’esthétique), «La Spirale» (Revue d’esthétique, 
1971). 


413 



INDICE DE NOMBRES 



Abrahams, 61 

Adler, A., 164, 167, 188 

Alexandrian, S., 403 

Althusser, L., 19, 255, 316 

Amin, S., 239 

Anzieu, D., 310, 314 

Artaud, A., 13, 17-18, 23, 27, 53, 91- 

92, 127, 130, 137, 218, 229, 

360 

Auger, P., 397 

Balazs, E., 203, 224 
Balibar, E, 19, 232, 255 
Baran, P., 242, 244, 246 
Bastide, R., 186 
Bataille, G., 13, 197 
Bateson, G„ 85, 244, 246, 370 
Beckett, S„ 21-22, 82, 90, 326 
Bergson, H., 102 
Berthe, L., 153 
Besan^on, A., 85 
Besse, J., 93, 130 
Bettelheim, B., 43, 135 
Bion, W., 26 

Blanchot, M., 47, 341, 352 
Blumenkraz, N., 413 
Bohannan, L. y P., 183, 256 
Bonnafé, P., 188, 337 
Boons, M. C., 87 
Bourbaki, N., 259 
Bradbury, R., 52 


Braudel, F., 231 
Brauner, V., 400 
Brohm, J. M., 123 
BrunhofF, S. de, 236-237, 268 
Büchner, G., 11-12 
Burroughs, 403 
Buder, S, 294, 295 

Cage, J., 381 
Canettí, E., 289 
Capgras,]., 128 
Carrette, J., 128 
Carroll, L., 204 
Carrouges, M., 26 
Cartry, M„ 164, 167, 192, 195 
Celine, L. F., 105, 346 
Chaplin, C„ 327-328,413 
Chades, D., 381 
Chatelet, F., 64 
Clastres, P, 154, 196 
Clavel, M., 35, 240 
Clérambault, G. de, 29-30 
Cooper, D., 101, 130 
Cournot, M., 327, 328 

Dadoun, R., 403 
Dalí, S„ 38 
Darien, G., 105 
Derrida, J., 167, 209, 311 
Dédenne, M., 219 
Devereux, G., 40, 171-173 


417 


Dieterlen, G. 161. 

Dobb, M„ 227,233,255,261 
Duchamp, 400, 405 
Dufrenne, M„ 181, 284-285 

Engels, F., 112-113, 138 
Evans-Pritchard, E., 158 
Ey, H, 155 

Fanón, F., 102-103 

Favret, J, 157, 159 

Faye, J. P., 360 

Fédida, P., 85 

Fortes, M„ 148-152 

Foucault, M„ 54, 99, 137, 204, 279, 

309, 331 

Fourier, C., 302-303 
Fraenkel, M., 309 
Frazer, ]., 119 

Freud, S„ 22, 31, 51, 59, 61, 65, 71-72, 
79, 86, 88, 102, 119, 120, 128, 133, 
255, 279, 289, 301, 322, 343, 353, 363, 
365, 403 
Friedan, B., 67 
Fromm, E., 279, 322 

Gabel, ], 284 
Gantheret, F., 123 
Garlón, M., 94 
Genet, 412 
Gentis, R., 94 
Gernet, L., 219 
Gie, R., 25 

Ginsberg, A., 288-289 
Girard, P, 364-365 
Girard, R., 399 
Glucksmann, A., 389 
Gobard, H, 116 
Godelier, M., 146, 204, 224 
Gogh, V. van, 142 
Goldberg, J., 405, 412 
Gombrowicz, V., 104 


Gordon, P., 207 

Gorz, A., 243-244 

Goux, J.-J., 238 

Granel, G., 14 

Green, A., 66, 72, 80, 315 

Griaule, M., 161, 163-165, 170,226 

Groddeck, G., 60 

Heusch, L. de, 77, 153, 208 
Fíincker, F., 227. 

Fíjelmslev, L., 250 
Hochmann, J., 100, 101, 114 
Hocquenghem, 406 

lllich, I, 407, 408 

Jackson, G., 287 
Jankelevitch, V., 38 
Jaspers, K., 32, 40, 141 
Jaulin, R., 42, 167-168, 176 
Jayet, A., 82 
Jones, E., 364 

Jung, C, 51, 63-64, 134-135, 167 

Kafka, F., 26, 202, 205, 219, 402- 403 
Kant, E., 32, 78, 82 

Kardiner, A., 36, 178, 180-181, 184, 
284-285 

Keaton, B„ 399, 405, 408, 413 
Kerouac, J., 287 
Klee, P., 251 

Klein, M., 43, 49-50, 66, 334 
Klossowski, P, 28-29, 69-70, 192, 356, 
378-379 

Lacan, J„ 34,44,46, 58-59, 87, 89,128, 
216, 252, 273, 318-320, 371, 382 
Lacarriére, J., 229 

Laing, R„ 90, 101, 136-137, 330, 371 
Laplanche, J., 59-60 
Laurent, E., 133, 188 
Lautréamont, 382 


418 


Lawrence, D. H., 14, 54, 106, 121, 184, 
274, 302, 334, 344, 361- 362, 

381 

Leach, E„ 152, 156-157, 179, 193 
Lebel, J. J., 412 

Leclaire, S., 34, 81, 318, 334, 404, 

411 

Leger, 400 
Leibniz, 411 
Lenin, V., 264, 388 
Lenz, ]., 11-12 

Leroi-Gourhan, A., 196, 209, 400 
Lévi-Strauss, C., 16, 156-157, 162- 
164, 166, 170, 173, 283 
Lindner, R., 16, 52, 369 
Lóffler, L., 154, 170 
Lowry, M., 115 
Lúea, G„ 403, 404 

Lyotard, ]. F„ 210, 252-253, 304- 305 
Lyssenko, T., 165 

Macherey, P., 19 
Mac Luhan, M., 248 
Mallarmé, S., 251 
Man Ray, 395 

Mannoni, M., 96-97, 101, 375 
Mannoni, O., 315, 318 
Marcuse, H., 123, 130, 254 
Martinet, A., 250 

Marx, K„ 13, 19, 30, 31, 34, 41, 64, 69, 
87, 146, 160, 182, 201, 227, 230-232, 
234, 238, 242, 256, 262, 266-267, 272, 
278, 304, 312-313, 383-384, 409, 

411 

Mauss, M., 192 

Mendel, G., 112, 114 

Michaux, H, 15-16 

Miller, H, 15, 35, 118, 308, 322, 345 

Mitscherlich, A., 86 

Moholy-Nagy, 413 

Monakow, C. von, 45-46 

Monod, ]., 298, 338 


Moré, M., 336, 401 
Morgenthaler, W., 24 
Morin, E., 365 
Mozart, W., 336 
Mumford, L., 147, 229 
M’Uzan, M. de, 398, 399 

Nadal, J, 398 

Nerval, G. de, 131 

Niederland, W., 307 

Nietzsche, E, 29, 69, 92, 112-113, 151, 

173, 197, 198, 203, 206, 222-223, 344, 

353, 356, 379 

Nijinsky, V., 83, 90 

Nougayrol, J., 215 

Ortigues, E. y M. C, 79, 88 
Oury, ]., 68,82, 101,329 

Pankow, G., 135-136, 326 

Parin, P., 149, 176, 184 

Pautrat, B., 214 

Picabia, E, 399, 400 

Plekhanov, G., 261 

Pohier, J. M„ 88, 114 

Pontalis, J. B, 59-60, 133 

Proust, M„ 48, 76, 328-329, 402- 403 

Rank, O., 133, 310 

Ravel, M., 38 

Ray, N„ 283-284 

Reich, W„ 36, 94, 119, 123, 132, 

179, 265, 301, 324, 342, 355 
Ricoeur, P., 342 
Rimbaud, A., 91, 341 
Robinson, D., 408 
Roheim, G., 178, 397, 400 
Rosolato, G., 217 
Rosset, C., 33 
Roudinesco, E., 215, 321 
Rush, J., 49 
Ruwet, N., 250 


419 


Ruyer, R., 296, 299 

Safouan, M., 316 

Sartre, J.-R, 246, 388 

Saussure, F. de, 214, 249 

Schmitt, B„ 245, 258, 385 

Schwitters, 405, 406 

Schreber, D„ 11, 23, 62-63, 83, 96, 284, 

291, 307 

Ségur, Comtesse de, 307 
Serres, M., 249 
Simondon, G., 228, 408 
Spinoza, B., 36, 319, 334, 411 
Stankiewicz, 405 
Steinmann, J., 200 
Stéphane, A., 114 
Suret-Canale, ]., 204 
Sweezy, P., 242, 244, 246 
Szondi, L„ 91, 299-300 


Tausk, V., 18 
Terray, E„ 194, 271 
Tinguely, 405, 409 
Trost, 403, 404 
Turner, J. M. W., 137, 380 
Turner, V. W„ 188, 173,371 

Ure, 409 

Valles, J., 105 
Vendryes, 406 
Vernant, J. E, 226, 311 
Villiers de l’Isle-Adam, P, 26-27 

Weismann, A., 165 
Wittfogel, K., 218, 224, 228 
Wolfli, A., 23 

Zempléni, A., 213 


Tadin, 413 


420 


INDICE 



Nota sobre la traducción . 7 

CAPITULO I: LAS MAQUINAS DESEANTES 

1. La producción deseante . 11 

Paseo del esquizo. — Naturaleza e industria. — El proceso. — Máquina 
deseante, objetos parciales y flujos: y... y... — La primera síntesis: síntesis 
conectiva o producción de producción. — Producción del cuerpo sin ór¬ 
ganos. 

2. El cuerpo sin órganos . 18 

La antiproducción. — Repulsión y máquina paranoica. — Producción de¬ 
seante y producción social: cómo se apropia la antiproducción de las fuer¬ 
zas productivas. — Apropiación o atracción y máquina milagrosa. — La 
segunda síntesis: síntesis disyuntiva o producción de registro. — Ya... ya. 

— Genealogía esquizofrénica. 

3. El sujeto y el goce . 24 

Máquina célibe. — La tercera síntesis: síntesis conjuntiva o producción de 
consumo. — Luego es... Materia, huevo e intensidades: yo siento. — Los 
nombres de la historia. 

4. Psiquiatría materialista . 29 

El inconsciente y la categoría de producción. — ¿Teatro o fábrica?. — El 
proceso como proceso de producción. — Concepción idealista del deseo 
como carencia (el fantasma). — Lo real y la producción deseante: síntesis 
pasivas. — Una sola y misma producción, social y deseante. — Realidad 

del fantasma de grupo. — Las diferencias de régimen entre la producción 
deseante y la producción social. — El socius y el cuerpo sin órganos. — El 
capitalismo, y la esquizofrenia como límite (la tendencia opuesta). — Neu¬ 
rosis, psicosis y perversión. 


423 







5. Las máquinas . 42 

Las máquinas deseantes son máquinas sin metáfora. — Primer modo de 
corte: flujo y extracción. — Segundo modo: cadena o código y separación. 

— Tercer modo: sujeto y residuo. 

6. El todo y las partes . 47 

Estatuto de las multiplicidades. — Los objetos parciales. — Crítica de Edi- 

po, la mixtificación edípica. — El niño ya... — El inconsciente huérfano. 

— ¿Qué es lo que no va en el psicoanálisis? 


CAPITULO II: PSICOANALISIS Y FAMILIARISIMO 
LA SAGRADA FAMILIA 

1. El imperialismo de Edipo . 57 

Sus modos. — El viraje edípico en el psicoanálisis. — Producción deseante 

y representación. — El abandono de las máquinas deseantes. 

2. Tres textos de Freud. . 62 

La edipización. — Aplastamiento del delirio del presidente Schreber. —En 

qué el psicoanálisis todavía es piadoso. — La ideología de la carencia: la 
castración. — Todo fantasma es de grupo. — La libido como flujo. — La 
rebelión de los flujos. 

3. La síntesis conectiva de producción . 74 

Sus dos usos, global y específico, parcial y no específico. — Familia y pareja, 
filiación y alianza: la triangulación. — Causa de la triangulación. — Primer 
paralogismo del psicoanálisis: la extrapolación. —Uso trascendente y uso 
inmanente. 

4. La síntesis disyuntiva de registro . 81 

Sus dos usos, exclusivo y limitativo, inclusivo e ilimitativo. — Las dis¬ 
yunciones inclusivas: la genealogía. — Las diferenciaciones exclusivas y lo 
indiferenciado. — Segundo paralogismo del psicoanálisis: el double bind 
edípico. — Edipo siempre gana. — ¿Pasa la frontera entre lo simbólico y 

lo imaginario? 

5. La síntesis conjuntiva de consumo . 90 

Sus dos usos, segregativo y bi-unívoco, nomádico y polívoco. — El cuerpo 

sin órganos y las intensidades. — Viajes, pasos: yo me convierto en. — 

Todo delirio es social, histórico, político. — Las razas. — Lo que quiere 
decir identificar. — Cómo suprime el psicoanálisis los contenidos socio- 


424 









políticos. — Un familiarismo impenitente. — Familia y campo social. — 
Producción deseante y catexis de la producción social. — Desde la infancia. 

— Tercer paralogismo del psicoanálisis: Edipo como «aplicación» bi-unívo- 
ca. — Vergüenza del psicoanálisis en la historia. — Deseo e infraestructura. 

— Segregación y nomadismo. 

6. Recapitulación de las tres síntesis . 111 

El disparatorio de Edipo. — Edipo y la «creencia». — El sentido es el uso. 

— Criterios inmanentes de la producción deseante. — El deseo ignora la 
ley, la creencia y el significante. — «¿Ha nacido usted Hamlet...?». 

7. Represión general y represión . 118 

La ley. — Cuarto paralogismo del psicoanálisis: el desplazamiento o la des¬ 
figuración de lo reprimido. — El deseo es revolucionario. — El agente 
delegado de la represión. — El psicoanálisis no inventa a Edipo. 

8. Neurosis y psicosis . 128 

La realidad. — La razón inversa. — Edipo «indecible»: la resonancia. — Lo 

que quiere decir factor actual. — Quinto paralogismo del psicoanálisis: el 
«después». — Actualidad de la producción deseante. 

9. El proceso . 136 

Partir. — El pintor Turner. — Las interrupciones del proceso: neuro¬ 
sis, psicosis y perversión. — Movimiento de la desterritorialización y 
territorialidades. 


CAPITULO III: SALVAJES, BARBAROS, CIVILIZADOS 

1. Socius inscriptor . 145 

El registro. — En qué sentido el capitalismo es universal. — La máquina 
social. — El problema del socius, codificar los flujos. — No cambiar, sino 
marcar, ser marcado. — Catexis y retiro de catexis de órganos. — La cruel¬ 
dad: dar al hombre una memoria. 

2. La máquina territorial primitiva . 151 

El cuerpo lleno de la tierra. — Filiación y alianza: su irreductibilidad. — 

El perverso de aldea y los grupos locales. — Stock filiativo y bloques de 
deuda de alianza. — El desequilibrio funcional: plusvalía de código. — Ello 
no marcha más que estropeándose. — Máquina segmentaria. — El gran 
miedo de los flujos descodificados. — La muerte que sube de dentro y viene 
desde fuera. 


425 








3. Problema de Edipo . 160 

El incesto. — Las disyunciones inclusivas sobre el cuerpo lleno de la tierra. 

— De las intensidades a la extensión: el signo. — En qué sentido es im¬ 
posible el incesto. — El límite. — Las condiciones de codificación. — Los 
elementos profundos de la representación: representante reprimido, repre¬ 
sentación reprimente, representado desplazado. 

4. Psicoanálisis y etnología . 173 

Continuación del problema de Edipo. — Un proceso de cura en África. — 

Las condiciones de Edipo y la colonización. — Edipo y el etnocidio. — No 
saben lo que hacen, los que edipizan. — ¿Sobre qué se efectúa la represión? 

— Culturalistas y universalistas: sus postulados comunes.-En qué sen¬ 

tido Edipo es universal: los cinco sentidos de límite, el de Edipo. — El uso 
o el funcionalismo en etnología. — Las máquinas deseantes no quieren 
decir nada. — Molar y molecular. 

5. La representación territorial. . 190 

Sus elementos en superficie. — Deuda e intercambio. — Los cinco pos¬ 
tulados de la concepción cambista. — Voz, grafismo y ojo: el teatro de la 
crueldad. — Nietzsche. — La muerte del sistema territorial. 

6. La máquina despótica bárbara . 199 

El cuerpo lleno del déspota. — Nueva alianza y filiación directa. — El 
paranoico. — La producción asiática. — Los ladrillos. — La mixtificación 

del Estado. — La desterritorialización despótica y la deuda infinita. — So¬ 
brecodificar los flujos. 

7. La representación bárbara o imperial. . 206 

Sus elementos. — Incesto y sobrecodificación. — Elementos profundos y 
emigración de Edipo: el incesto se vuelve posible. — Elementos de super¬ 
ficie, nueva relación voz-grafismo. — El objeto trascendente de las alturas. 

— El significante como signo desterritorializado. — El significante despóti¬ 
co y los significados del incesto. — El terror, la ley. — La forma de la deuda 
infinita: latencia, venganza y resentimiento. —Todavía no es Edipo... 

8. El Urstaat. . 224 

¿Un solo Estado? — El estado como categoría. — Comienzo y origen. — 
Evolución del Estado: devenir-concreto y devenir-inmanente. 

9. La máquina capitalista civilizada .229 

El cuerpo lleno del capital-dinero. — Descodificación y conjunción de 

los flujos descodificados. — El cinismo. — Capital filiativo y capital de 
alianza. — Transformación de la plusvalía de código en plusvalía de flujo. 


426 









— Las dos formas del dinero, las dos inscripciones. — La baja tendencial. 

— El capitalismo y la desterritorialización. — Plusvalía humana y plusvalía 
maquínica. — La antiproducción. — Los diversos aspectos de la inmanen¬ 
cia capitalista. — Los flujos. 

10. La representación capitalista . 247 

Sus elementos. — Las figuras o flujos-esquizias. — Los dos sentidos del 
flujo-esquizia: capitalismo y esquizofrenia. — Diferencia entre un código y 
una axiomática. — El Estado capitalista, su relación con el Urstaat. — La 
clase. — La bipolaridad de clase. — Deseo e interés. — La desterritoriali¬ 
zación y las re-territorializaciones capitalistas: su relación y la ley de la baja 
tendencial. — Los dos polos de la axiomática: el significante despótico y 

la figura esquizofrénica, paranoia y esquizofrenia. — Recapitulación de las 
tres grandes máquinas sociales: territorial, despótica y capitalista (codifi¬ 
cación, sobrecodificación, descodificación). 

11. Por fin Edipo . 270 

La aplicación. — Reproducción social y reproducción humana. — Los dos 
órdenes de imágenes. — Edipo y los límites. — Edipo y la recapitulación 

de los tres estados. — Símbolo despótico e imágenes capitalistas. — La 
mala conciencia. — Adam Smith y Freud. 

CAPITULO IV: INTRODUCCION AL ESQUIZOANALISIS 

1. El campo ocial. . 283 

Padre e hijo. — Edipo, una idea de padre. — El inconsciente como ciclo. 

— Primacía de la catexis social: sus dos polos, paranoia y esquizofrenia. — 
Molar y molecular. 

2. El inconsciente molecular . 293 

Deseo y máquina. — Más allá del vitalismo y del mecanicismo. — Los dos 
estados de la máquina. — El funcionalismo molecular. — Las síntesis. — 

La libido, los grandes conjuntos y las micromultiplicidades. — Gigantismo 
y enanismo del deseo. — El sexo no humano: ni uno ni dos, sino n sexos. 

3. Psicoanálisis y capitalismo . 306 

La representación. — Representación y producción. — Contra el mito y la 
tragedia. — La actitud ambigua del psicoanálisis con respecto al mito y a la 
tragedia. — En qué sentido el psicoanálisis rompe la representación, en qué 
sentido la restaura. — Las exigencias del capitalismo. — Representación 
mítica, trágica y psicoanalítica. — El teatro. — Representación subjetiva y 


427 







representación estructural. — Estructuralismo, familiarismo y culto de la 
carencia. — La tarea destructiva del esquizoanálisis, la limpieza del incon¬ 
sciente: actividad malévola. — Desterritorialización y re-territorialización: 
su relación y el sueño. — Los índices maquínicos. — La politización: al¬ 
ienación social y alienación mental. — Artificio y proceso, vieja tierra y 
nueva tierra. 

4. Primera tarea positiva del esquizoanálisis . 332 

La producción deseante y sus máquinas. — Estatuto de los objetos parcial¬ 
es. — Las síntesis pasivas. — Estatuto del cuerpo sin órganos. — Cadena 
significante y códigos. — Cuerpo sin órganos, muerte y deseo. — Esquizo- 
frenizar la muerte. — El extraño culto a la muerte del psicoanálisis: el seudo 
instinto. — Problema de las afinidades de lo molar y lo molecular. — La 
tarea mecánica del esquizoanálisis. 

5. Segunda tarea positiva . 350 

La producción social y sus máquinas. — Teoría de los dos polos. — Primera 
tesis: toda catexis es molar y social. — Gregaridad, selección y forma de 
gregaridad. — Segunda tesis: distinguir en las catexis sociales la catexis pre¬ 
consciente de clase o de interés y la catexis libidinal inconsciente de deseo 

o de grupo. — Naturaleza de esta catexis libidinal del campo social. — Los 
dos grupos. — Papel de la sexualidad, la «revolución sexual». —Tercera te¬ 
sis: la catexis libidinal del campo social es primera con respecto a las catexis 
familiares. — La teoría de las «criadas» en Freud, Edipo y el familiarismo 
universal. — Miseria del psicoanálisis: 4, 3, 2, 1,0. — Incluso la antip¬ 
siquiatría... — ¿De qué está enfermo el esquizofrénico? — Cuarta tesis: los 
dos polos de la catexis libidinal social. — Arte y ciencia. — La tarea del 
esquizoanálisis con respecto a los movimientos revolucionarios. 

APENDICE: Balance-programa para máquinas deseantes . 395 


428